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Authors: Deborah Harkness

Tags: #Fantástico

El descubrimiento de las brujas (63 page)

BOOK: El descubrimiento de las brujas
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—¿Has terminado? —Incliné la cabeza hacia atrás para mirarlo.

—Si me estás preguntando si tengo que seguir cazando, la respuesta es no.


Rakasa
va a explotar. Ha estado comiendo hierba durante bastante tiempo. Y ella no puede llevarnos a los dos. —Mis manos se apoderaron de las caderas y las nalgas de Matthew.

La respiración se detuvo en su garganta, emitiendo un tipo de ronroneo muy diferente al que hacía cuando estaba enfadado.

—Tú montas y yo caminaré a tu lado —sugirió después de otro largo beso.

—Caminemos los dos. —Después de haber pasado horas sobre el animal, no tenía demasiadas ganas de volver a montar a
Rakasa.

Anochecía cuando Matthew nos condujo a través de los portones de acceso del
château
. Sept-Tours estaba totalmente iluminado, con todas las lámparas encendidas a manera de saludo silencioso.

—El hogar —dije, y mi corazón se alegró al verlo.

Matthew me miró a mí en lugar de mirar a la casa, y sonrió.

—El hogar.

Capítulo
28

A
salvo, de vuelta en el
château,
comimos en la sala del ama de llaves delante de un llameante fuego.

—¿Dónde está Ysabeau? —le pregunté a Marthe cuando me trajo una taza de té recién hecho.

—Fuera —dijo, y regresó a la cocina.

—Fuera, ¿dónde?

—Marthe —llamó Matthew—, estamos tratando de no ocultarle cosas a Diana.

Ella se volvió y lanzó una mirada furiosa. No pude determinar si estaba dirigida a él, a su madre ausente o a mí.

—Ha ido al pueblo a ver a ese sacerdote. Al alcalde también. —Marthe se detuvo, vaciló y empezó otra vez—: Luego iba a limpiar.

—¿Limpiar qué? —pregunté.

—El bosque. Las colinas. Las cuevas. —Marthe parecía pensar que esta explicación era suficiente, pero miré a Matthew en busca de una aclaración.

—Marthe a veces confunde «limpiar» con «despejar». —La luz del fuego iluminó las aristas de su pesada copa. Estaba tomando un poco de un vino joven de la vecindad, pero no bebía tanto como de costumbre—. Parece que
maman
ha salido para asegurarse de que no haya ningún vampiro acechando en las cercanías de Sept-Tours.

—¿Está buscando a alguien en particular?

—A Domenico, por supuesto. Y a uno de los otros vampiros de la Congregación, Gerberto. Él es también de Auvernia, de Aurillac. Buscará en alguno de sus escondites sólo para asegurarse de que no esté cerca.

—Gerberto… de Aurillac? El famoso Gerberto de Aurillac, el papa del siglo X que, según se dice, tenía una cabeza de bronce que pronunciaba oráculos? —El hecho de que Gerberto fuera un vampiro y hubiera sido en otro tiempo papa me interesaba mucho menos que su fama como estudioso de la ciencia y la magia.

—Siempre olvido que sabes mucha historia. Haces avergonzar hasta a los vampiros. Sí, ese Gerberto. Además —advirtió—, me gustaría mucho que no te cruzaras en su camino. Si llegas a encontrarte con él, nada de hacerle preguntas sobre medicina árabe o astronomía. Siempre ha sido codicioso cuando se trata de brujas y de magia. —Matthew me miró posesivamente.

—¿Ysabeau lo conoce?

—Ah, sí. Fueron muy amigos durante un tiempo. Si está en algún lugar cerca de aquí, ella lo encontrará. Pero no te preocupes, no va a venir al
château
—me aseguró Matthew—. Sabe que no es bienvenido. Tú permanece dentro de las murallas a menos que uno de nosotros esté contigo.

—No te preocupes, no saldré de la propiedad. —Gerberto de Aurillac no era alguien con el que me gustaría tropezar inesperadamente.

—Sospecho que Ysabeau está tratando de disculparse por su comportamiento. —La voz de Matthew era neutra, pero todavía estaba enfadado.

—Vas a tener que perdonarla —dije otra vez—. Ella no quería hacerte daño.

—No soy un niño, Diana, y mi madre no tiene que protegerme de mi propia esposa. —Siguió haciendo girar su copa hacia un lado y hacia otro. La palabra «esposa» resonó en la habitación durante unos instantes.

—¿Me he perdido algo? —pregunté finalmente—. ¿Cuándo nos hemos casado?

Matthew levantó la mirada.

—En el momento en que volví a casa y dije que te amaba. Quizás no pueda demostrarlo ante un tribunal, pero en lo que a los vampiros se refiere, estamos casados.

—¿No fue cuando te dije que te amaba ni cuando me dijiste por teléfono que me amabas…, sino que eso ocurrió cuando volviste a casa y me lo dijiste personalmente? —Esto era algo que requería precisión. Estaba planeando abrir un nuevo archivo en mi ordenador con un título que dijera: «Frases que suenan de una manera para las brujas, pero significan otra cosa para los vampiros».

—Los vampiros se aparean igual que los leones o los lobos —explicó, hablando como un científico en un documental de la televisión—. La hembra selecciona a su compañero, y una vez que el macho está de acuerdo, se cierra el trato. Quedan unidos de por vida, y el resto de la comunidad reconoce ese lazo.

—¡Ah! —exclamé débilmente. Volvíamos a los lobos noruegos.

—Sin embargo, nunca me gustó la palabra «aparear». Me suena a algo impersonal, como si uno estuviera tratando de ordenar pares de calcetines o de zapatos. —Matthew dejó su copa y cruzó los brazos, apoyándolos en la superficie marcada de la mesa—. Pero tú no eres un vampiro. ¿Te molesta que piense en ti como mi esposa?

Un pequeño ciclón azotó el interior de mi cerebro mientras trataba de calcular lo que mi amor por Matthew tenía que ver con los miembros más mortíferos del reino animal y una institución social por la cual nunca me había sentido particularmente entusiasmada. En aquel remolino no había señales de advertencia ni postes indicadores para ayudarme a encontrar mi camino.

—Y cuando dos vampiros se aparean —intervine, cuando pude hacerlo—, ¿se espera que la hembra obedezca al macho, tal como ocurre con el resto de la manada?

—Eso me temo —respondió, mirándose las manos.

—Hum. —Entrecerré los ojos mientras observaba la cabeza oscura e inclinada—. ¿Y qué obtengo yo de este arreglo?

—Amor, honor, protección, sustento —dijo, atreviéndose por fin a mirarme a los ojos.

—Eso suena totalmente a ritual de bodas medieval.

—Un vampiro escribió esa parte de la liturgia. Pero no voy a hacer que me obedezcas —se apresuró a asegurarme con el rostro serio—. Eso fue incluido para dejar contentos a los humanos.

—A los hombres por lo menos. No imagino que eso cause sonrisas en los rostros de las mujeres.

—Probablemente no —dijo, intentando una sonrisa irónica. Pero los nervios lo dominaron y se convirtió en una expresión de preocupación. Dirigió la mirada a sus manos.

El pasado parecía gris y frío sin Matthew. Y el futuro prometía ser mucho más interesante con él incluido. Por breve que hubiera sido nuestro noviazgo, sin ninguna duda me sentía muy ligada a él. Y, dado el comportamiento de manada de los vampiros, no iba a ser posible cambiar la obediencia por algo más progresista, me llamara «esposa» o no.

—Creo que debo señalar, esposo mío, que, en rigor, tu madre no te estaba protegiendo de tu esposa. —Las palabras «esposo» y «esposa» resultaban extrañas en mi lengua—. Yo no era tu esposa, según los términos establecidos aquí, hasta que no volviste a casa. Era tan sólo una criatura a la que dejaste como un paquete sin dirección postal. Teniendo en cuenta eso, no me ha ido tan mal.

Una sonrisa apareció en las comisuras de su boca.

—¿Tú crees? Entonces supongo que debo honrar tus deseos y perdonarla. —Buscó mi mano y la llevó a su boca, rozando los nudillos con sus labios—. He dicho que eras mía, y hablaba en serio.

—Ésa es la razón por la que Ysabeau estaba tan disgustada ayer por nuestro beso en la explanada de acceso. —Eso explicaba tanto la cólera de ella como su brusca rendición—. Una vez que estuvieras conmigo, no había marcha atrás.

—No para un vampiro.

—Ni tampoco para una bruja.

Matthew cortó la creciente tensión que flotaba en el aire lanzando una intencionada mirada a mi cuenco vacío. Yo había devorado tres raciones de estofado, a pesar de que insistía todo el tiempo en que no tenía hambre.

—¿Has terminado? —preguntó.

—Sí —mascullé, molesta por haber sido descubierta.

Todavía era temprano, pero mis bostezos ya habían comenzado. Encontramos a Marthe frotando una gran mesa de madera con una fragante mezcla de agua hirviendo, sal marina y limones, y le dimos las buenas noches.

—Ysabeau regresará pronto —le dijo Matthew.

—Estará fuera toda la noche —respondió Marthe en tono misterioso, levantando la vista de sus limones—. Me quedaré aquí.

—Como quieras, Marthe. —La cogió por el hombro durante un momento.

Mientras subíamos por las escaleras a su estudio, Matthew me contó la historia de dónde había comprado su ejemplar del libro de anatomía de Vesalius y lo que pensó cuando vio las ilustraciones por primera vez. Me dejé caer en el sofá con el libro en cuestión y miré alegremente las imágenes de cadáveres despellejados, demasiado cansada como para concentrarme en el
Aurora Consurgens,
mientras que Matthew respondía a su correo electrónico. El cajón escondido en su escritorio estaba bien cerrado, como noté aliviada.

—Voy a darme un baño —informé una hora después, levantándome y estirando mis músculos rígidos como preparación para subir más escaleras. Necesitaba estar un rato a solas para pensar a fondo las implicaciones de mi nuevo estatus como esposa de Matthew. La idea del matrimonio era bastante abrumadora. Al mezclar la actitud posesiva del vampiro con mi propia ignorancia sobre lo que estaba ocurriendo, la ocasión parecía ser ideal para un momento de reflexión.

—Subiré dentro de un momento —dijo Matthew, levantando ligeramente la vista del brillo de la pantalla de su ordenador.

El agua del baño estaba tan caliente y era tan abundante como siempre, y me hundí en la bañera con un gemido de placer. Marthe había estado por allí haciendo posible su magia de velas y fuego. Notaba acogedora la habitación, aunque no estuviera caldeada por completo. Dejé que mi mente vagara a través de un repaso satisfactorio de los logros del día. Controlar la situación era mejor que dejar que ocurrieran hechos aleatorios.

Todavía estaba yo metida en el agua de la bañera, con el pelo cayendo en una cascada pajiza sobre el borde, cuando oí que alguien golpeaba con suavidad la puerta. Matthew la abrió sin esperar mi respuesta. Me senté sobresaltada, y pronto volví a meterme en el agua cuando él entró.

Cogió una de las toallas y la abrió como una vela en el viento. Sus ojos habían adquirido un color gris profundo.

—Ven a la cama —dijo con su voz ronca.

Me senté dentro del agua durante unos cuantos latidos de mi corazón, tratando de leer la expresión de su cara. Matthew permaneció inmóvil pacientemente mientras duró mi examen, con la toalla extendida. Después de respirar hondo, me puse de pie y el agua comenzó a deslizarse sobre mi cuerpo desnudo. Las pupilas de Matthew se dilataron de golpe y su cuerpo se mantuvo inmóvil. Luego dio un paso hacia atrás para dejarme salir de la bañera antes de envolverme con la toalla.

La sujeté contra mi pecho sin apartar mis ojos de él. Como no vacilaron, dejé caer la toalla y la luz de las velas brilló sobre la piel húmeda. Sus ojos no se apartaron de mi cuerpo y su recorrido lento y frío envió un escalofrío de expectación por mi columna vertebral. Me atrajo hacia él sin decir una palabra y sus labios se movieron sobre mi cuello y mis hombros. Matthew aspiró mi perfume y sus dedos largos y fríos levantaron mi pelo para dejar libre el cuello y la espalda. Ahogué un gemido cuando su pulgar se detuvo sobre el pulso en mi garganta.

—Dieu, qué hermosa eres —murmuró—, y tan llena de vida…

Empezó a besarme otra vez. Por debajo de su camiseta mis cálidos dedos se movieron sobre su piel fría y suave. Matthew se estremeció. Igual reacción que la mía a sus dedos fríos cuando comenzó a tocarme. Sonreí sobre su boca ocupada y se detuvo con una pregunta en el rostro.

—Es una sensación agradable, ¿verdad? cuando se encuentran la frialdad y la calidez de nuestros cuerpos.

Matthew se rió y el sonido fue tan profundo y grisáceo como sus ojos. Con mi ayuda, su camisa subió para salir por encima de sus hombros. Empecé a doblarla cuidadosamente. Él me la arrebató, hizo una pelota con ella y la arrojó a un rincón.

—Después —dijo él con impaciencia mientras movía de nuevo sus manos sobre mi cuerpo. El contacto de mi piel por primera vez con otra piel, cálida y fría, en un encuentro de opuestos.

Fue mi turno de reír, encantada por el modo perfecto en que coincidían nuestros cuerpos. Recorrí su columna vertebral y mis dedos subieron y bajaron por su espalda hasta que invitaron a Matthew a zambullirse para encontrar el hueco de mi garganta y las puntas de mis pechos con sus labios.

Mis rodillas empezaron a aflojarse y me agarré de su cintura para sostenerme. Más desigualdad. Dirigí mis manos hacia la parte delantera de sus suaves pantalones del pijama y desataron el cordón que los sostenía. Dejó de besarme el tiempo suficiente como para dirigirme una mirada penetrante. Sin interrumpir esa mirada, aflojé la tela suelta sobre sus caderas y dejé que se deslizara hacia abajo.

—Eso es —dije en voz baja—. Ahora estamos iguales.

—Todavía falta mucho —replicó Matthew moviendo las piernas para librarse de la tela.

Casi dejé escapar un gemido, pero me mordí el labio en el último momento para evitar el ruido. Sin embargo, abrí los ojos desmesuradamente al verlo. Las partes de él que no habían sido visibles para mí eran tan perfectas como las que ya había visto. Ver a Matthew desnudo y brillante era como presenciar una escultura clásica que cobra vida.

Sin decir una palabra, me cogió de la mano y me llevó hacia la cama. De pie junto a las cortinas que la encerraban, apartó la colcha y las sábanas a un lado y me levantó para dejarme sobre el elevado colchón. Se metió en la cama después de mí. Una vez que estuvo conmigo bajo las mantas, permaneció de costado con la cabeza apoyada en la mano. Como su posición al final de la clase de yoga, ésta era otra pose que me recordaba a las efigies de los caballeros medievales en las iglesias inglesas.

Levanté las sábanas hasta mi barbilla, consciente de las partes de mi propio cuerpo que estaban muy lejos de ser perfectas.

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