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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Desfiladero de la Absolucion

BOOK: El Desfiladero de la Absolucion
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Los Inhibidores son antiguas máquinas de matar, diseñadas para localizar y destruir cualquier forma de vida que alcance cierto nivel de inteligencia. Ahora, agitados tras eones de letargo, han alcanzado su último objetivo: la Humanidad.

La primera ola de Inhibidores obligó al veterano de guerra Clavain y a un grupo de refugiados a ocultarse. Su liderazgo vacila y la situación se hace cada vez más desesperada. Pero su pequeña colonia acaba de recibir una visita inesperada: un ángel vengador con el poder de liderar a la Humanidad hacia un lugar seguro… o para dominar al peor de sus enemigos.

Mientras los conduce hacia una luna aparentemente menor a años luz de allí, Clavain y sus compañeros comienzan a entender que para vencer a una amenaza quizá sea necesario forjar una alianza con algo mucho peor…

Alastair Reynolds

El desfiladero de la absolución

Espacio revelación #4

ePUB v1.0

Chotonegro
04.06.12

Título original:
Absolution gap

Alastair Reynolds, @2003.

Traducción: Elena Castillo Maqueda

Ilustración de cubierta: Richard Carr y Chris Moore

ISBN: 978-84-9800-426-7

Editor original: Chotonegro (v1.0)

ePub base v2.0

Para mis abuelos

«El Universo empieza a parecerse más a un gran pensamiento que a una gran máquina».

—Sir James Jeans

Prólogo

Está de pie sola, al final del embarcadero, observando el cielo. Bajo la luz de la luna, las placas de la pasarela brillan como un lazo azul plateado que llega hasta la orilla. El mar de color negro tinta golpea suavemente los soportes del embarcadero. Al otro lado de la bahía, hacia el horizonte occidental, se ven parches luminosos: borrones de lucecitas verde pastel, como si una flota de galeones se hubiera hundido con todas las luces en llamas.

Está vestida, si es que esa es la palabra correcta, con una nube blanca de mariposas mecánicas. Les indica que se acerquen más, entrelazando fuertemente sus alas formando una especie de armadura. No es que tenga frío, la brisa nocturna es cálida y transporta los aromas sutiles y exóticos de las islas lejanas, pero se siente vulnerable: nota el escrutinio de algo más vasto y viejo que ella. Si hubiera llegado un mes antes, cuando aún había decenas de miles de personas en el planeta, quizás el mar no le prestara tanta atención como ahora. Pero las islas están todas abandonadas, excepto por un puñado de tercos rezagados o algunos recién llegados tardíos como ella. Es nueva allí, o es más bien alguien que llevaba mucho tiempo lejos, y su señal química está despertando al mar. Los parches luminosos al otro lado de la bahía han aparecido después de su llegada. No es una coincidencia.

Después de todo este tiempo, el mar aún la recuerda.

—Deberíamos irnos ya —dice su protector, cuya voz le llega desde la cuña oscura de tierra donde la espera, mientras se apoya impacientemente en su bastón—. No es seguro, ahora que han dejado de guiar el anillo.

El anillo, sí. Ahora lo ve, dividiendo el cielo en dos como una versión exagerada y desmañada de la Vía Láctea. Centellea con brillo trémulo, incontables trocitos de basura reflejan la luz del sol más próximo. Cuando llegó, las autoridades del planeta aún lo conservaban: cada pocos minutos se veía el brillo rosado de un cohete con el que los drones volvían a poner en órbita un trozo de basura, evitando que rozara la atmósfera del planeta y que cayera al mar. Comprendía por qué los habitantes de la zona pedían deseos a cada destello. No eran más supersticiosos que los habitantes de otros planetas que había conocido, pero ellos entendían la extrema fragilidad de su mundo: sin los centelleos no había futuro. No les habría costado nada a las autoridades continuar pastoreando el anillo, ya que los drones se autoreparaban y llevaban realizando la misma tarea mecánica cuatrocientos años, desde el reasentamiento. Desactivarlos había sido un gesto puramente simbólico, ideado para alentar la evacuación.

A través del velo del anillo se ve la otra luna más distante, la que no fue destrozada. Casi nadie de aquí sabía lo que había pasado. Ella sí. Lo había visto con sus propios ojos, aunque en la distancia.

—Si nos quedamos… —dice su protector, y se gira hacia tierra firme.

—Solo necesito un momento, después podemos irnos. Estoy preocupado por si alguien nos roba la nave, me preocupan los constructores de nidos.

Asiente; comprende sus miedos, pero aun así está decidida a hacer aquello a lo que ha venido.

—No le pasará nada a la nave. Y no tienes por qué preocuparte por los constructores de nidos.

—Parece que se están interesando mucho por nosotros. Ahuyenta a una mariposa mecánica errante de la ceja.

—Siempre lo han hecho, tienen simple curiosidad, eso es todo.

—Una hora —dice—. Después de eso te dejo aquí sola.

—No serás capaz.

—Solo hay una forma de averiguarlo, ¿no?

Sonríe, pues sabe que no la abandonaría. Pero tiene razones para estar nerviosa: durante todo el camino habían ido a contracorriente de la evacuación. Era como nadar río arriba, azotados por el flujo constante de innumerables naves. Cuando llegaron a la órbita, las lanzaderas habían sido bloqueadas. Las autoridades no permitían que la gente bajara en ellas a la superficie. Habían tenido que sobornar y engañar para asegurarse un pasaje en un vagón que bajaba. Tenían el compartimento para ellos solos, pero todo, según su acompañante, olía a pánico al impregnarse cada fibra del mobiliario de las señales químicas humanas. Se alegraba de no tener tal agudeza olfativa. Ya estaba suficientemente asustada sin olerlo, más de lo que querría confesar. Había estado más asustada cuando los constructores de nidos la siguieron al sistema. Su elaborada nave con forma de espiral (estriada y con cámaras ligeramente traslúcidas) era una de las últimas naves en órbita. ¿Quieren algo de ella o han venido a disfrutar del espectáculo?

Vuelve a mirar hacia el mar. Quizás es su imaginación, pero los parches luminosos parecen haber crecido en número y tamaño. Ahora tienen más el aspecto de toda una metrópolis sumergida que de una flota de galeones. Y además parecen arrastrarse hacia el embarcadero. El océano puede saborearla: minúsculos organismos corretean entre el aire y el mar. Se infiltran por la piel, hasta la sangre, hasta el cerebro.

Se pregunta cuánto sabe el mar. Debe haber notado las evacuaciones, sentido la partida de tantas mentes humanas… Debe haber echado de menos las idas y venidas de los bañistas, y la información neuronal que contenían. Quizás incluso notara el fin de la operación de pastoreo del anillo: dos o tres pequeños trozos de la antigua luna ya han caído, aunque lejos de las islas. Pero se pregunta:
¿cuánto sabe realmente sobre lo que va a pasar
?

Lanza una orden a las mariposas. Un regimiento se separa de su manga y se junta frente a su cara. Entrelazan sus alas formando una pantalla rugosa del tamaño de un pañuelo en la que únicamente las alas de los bordes siguen batiendo. Entonces la pantalla cambia de color, volviéndose completamente transparente excepto por un borde violeta. Estira el cuello hacia el cielo nocturno, mirando más allá del anillo de desechos. Mediante un efecto de computación, las mariposas borran el anillo y la luna. El cielo se oscurece gradualmente, la oscuridad se hace más negra y las estrellas más brillantes. Dirige su atención hacia una estrella en particular, eligiéndola tras un momento de concentración.

La estrella no tiene nada de particular. Es simplemente la más cercana a este sistema binario, a unos pocos años luz de distancia. Pero esta estrella se ha convertido ahora en una referencia, la primera ola de algo que ya no podrá detenerse. Ella estaba allí cuando evacuaron aquél sistema, hace treinta años.

Las mariposas realizan otro efecto, acercando la visión y concentrándola en aquella estrella en particular. La estrella se vuelve más brillante, hasta que empieza a verse en color. Ya no está blanca, ni siquiera blanco-azulado, sino de un inconfundible tono verde. Aquello no está bien.

1

Ararat, p Eridani Sistema A, 2675

Escorpio observaba a Vasko mientras el joven nadaba hacia la orilla. Durante todo el recorrido había pensado en ahogarse, en qué se sentiría al deslizarse hacia oscuras profundidades. Decían que si tenías que morir, si no tenías elección, ahogarse no era la peor forma de hacerlo. Se preguntaba cómo alguien podía estar seguro de esto, y si se podía aplicar a los cerdos. Seguía pensando en ello cuando la barca se detuvo, con el motor eléctrico en marcha, hasta que lo paró.

Escorpio sacó un palo por la borda, calibrando la profundidad del agua en no más de medio metro. Había esperado encontrar uno de los canales que permitían un mayor acercamiento a la isla, pero tendrían que conformarse con esto. Incluso si no había acordado un lugar para reunirse con Vasko, no había tiempo para volver mar adentro y dar vueltas buscando algo que ya le había costado bastante encontrar cuando el mar estaba en calma y el cielo completamente despejado de nubes.

Escorpio se acercó a la proa y se hizo con la cuerda recubierta de plástico que Vasko había estado usando de almohada. Enrolló un cabo fuertemente alrededor de su muñeca y saltó por la borda con un único movimiento. Chapoteó en las aguas poco profundas de color verde botella que le llegaban por las rodillas. Apenas sentía el frío a través del grueso cuero de sus botas y mallas. La barca flotaba ligeramente a la deriva ahora que él había desembarcado, pero con un movimiento de muñeca tensó la cuerda y giró la proa varios grados. Comenzó a andar tirando fuerte de la barca. Las piedras bajo sus pies eran traicioneras, pero por una vez su forma patizamba de andar le servía de algo. No rompió el ritmo hasta que el agua le llegó por la mitad de las botas y notó de nuevo que la barca arañaba el fondo. La arrastró una decena de zancadas hacia la orilla, pero no se arriesgó a ir más allá. Vio que Vasko había llegado a las aguas poco profundas. El joven dejó de nadar y se puso de pie en el agua.

Escorpio volvió al barco. Astillas y trozos de metal oxidado saltaron bajo su mano al tirar del casco por la borda. La barca tenía más de ciento veinte horas de inmersión, y este bien podría ser su último viaje. Echó mano por encima de la borda y lanzó el pequeño ancla. Lo podía haber hecho antes, pero las anclas tenían tanta tendencia a la erosión como el casco. No merecía la pena confiar en ellos.

Echó otro vistazo a Vasko, que estaba acercándose cuidadosamente a la barca, con los brazos estirados para mantener el equilibrio. Escorpio recogió la ropa de su compañero y la metió en su saco, que ya contenía las raciones, agua potable y medicinas. Se cargó el macuto a la espalda y emprendió penosamente el corto trayecto hasta tierra firme, asegurándose de ver por dónde iba Vasko de vez en cuando. Escorpio sabía que había sido duro con Vasko, pero una vez la ira había comenzado a crecer dentro de él, no había podido contenerla. Encontraba este proceso inquietante. Hacía veintitrés años desde que Escorpio le había levantado por primera vez la mano con rabia a un humano, exceptuando cuando lo había hecho en cumplimiento del deber. Pero reconoció que también había violencia en las palabras. Antes se habría reído, pero últimamente había intentado llevar una vida diferente. Pensaba que había dejado atrás ciertas cosas.

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