El desierto de hielo (14 page)

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Authors: Maite Carranza

BOOK: El desierto de hielo
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Por eso no me sorprendió tanto el descubrimiento que hice aquella mañana en que entré en su habitación para alimentar a Lola y encontré la maleta escondida. Dentro del armario estaba su maleta preparada y dispuesta con ropa invernal, gruesas botas, un par de libros, un sobre con dinero y su pasaporte. Ojeé los libros. Uno era una guía de Islandia. El otro, un compendio de sagas islandesas. Me tuve que sentar para no caerme. ¡Estaba preparando la huida con Gunnar!

Disimulé en cuanto entró en su habitación. Le dije que no encontraba a Lola por ningún lado, cosa que por otra parte era cierta. La buscamos juntas y la encontramos encogida de frío y hambre bajo una silla. Meritxell se conmovió, pero no perdió demasiado tiempo con su animalillo. Me lo confió diciendo:

—¿Cuidarás de ella mientras yo no esté?

—¿Dónde vas? —se me escapó con tono inquisitorial.

Meritxell miró su reloj, desvió su mirada hacia el perchero y se puso súbitamente nerviosa.

De hurtadillas vi que en el perchero, disimulada entre otras prendas de ropa de Meritxell, había una camisa de Gunnar.

—He quedado con mi padre en una cafetería. Carla le avisó y quiere verme.

Me acerqué al perchero con disimulo y aspiré la fragancia de Gunnar antes de coger a Meritxell por el brazo.

—Estás embarazada y enferma. Tiene que verte un médico.

Pero Meritxell se desasió con una sorprendente agilidad y se despidió.

—Estoy bien. Estoy estupendamente.

En cuanto me quedé sola arranqué la camisa de Gunnar y me la llevé a la cara emborrachándome con su tacto y su olor, y entonces advertí que estaba agujereada. Alguien había recortado una silueta, la forma de un muñeco.

Salí corriendo tras Meritxell. Ya no podía creerla. La seguí sin que me viese. Pasó de largo de la cafetería y paró un taxi. No llegué a tiempo de parar otro e hice una cosa prohibida: estaba tan obcecada con la actitud de Meritxell y tan convencida de que había quedado con Gunnar, que proferí un conjuro de ilusión y la seguí en mi propia moto.

A medida que Meritxell iba cambiando de taxi sucesivamente, yo iba poniéndome más y más nerviosa. Finalmente, el último de los tres vehículos que tomó se detuvo ante las mismísimas puertas de la estación del Norte. La dulce Meritxell pagó al taxista y entró en los antiguos hangares, subió las escaleras y allí, en la cafetería de la estación, en la misma mesa donde me había sentado yo un mes antes, la esperaba Deméter.

Al verla llegar, la abrazó y la besó con una ternura que yo nunca había detectado en su trato conmigo. Contemplé la escena desde la puerta. Ni me atrevía a moverme. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Por qué Meritxell se citaba con mi madre como haría cualquier Omar tras una llamada telepática? ¿Por qué mi madre la había atendido con tanta solicitud, con tanto cariño? ¿De qué hablaban? ¿Qué se traían entre manos?

Di media vuelta y regresé al piso con una certeza sobre la identidad de Meritxell.

Efectivamente, al vaciar sus cajones y su armario, encontré lo que estaba buscando: su atame, su vara de fresno, su pentáculo y el muñequito recortado de la camisa de Gunnar sobre el que había cosido un mechón de su propio cabello. Un embrujo de posesión.

Meritxell era una bruja Omar como yo, como Deméter, como Karen. No era una niña inocente. Había retenido la voluntad de Gunnar con su conjuro. Por eso Gunnar me había rechazado, por eso era prisionero de Meritxell aunque no la quisiese.

Saqué un mechero y quemé el muñeco con rabia.

¿Por qué Deméter me mintió diciéndome que compartiría el piso con dos estudiantes mortales cuando en realidad Meritxell era una bruja Omar? ¿Por qué no pude detectarlo si las brujas Omar nos reconocíamos entre nosotras a través de la mirada y los gestos? ¿Por qué Meritxell no me lo dijo nunca y me hizo creer que no tenía secretos para mí?

Desesperada, hice una última averiguación. Telefoneé a la supuesta dirección en Andorra de Meritxell. Allí no vivía ningún señor Salas ni lo conocían ni conocían a su hija. Colgué y coincidí con Carla, que contemplaba atónita el desastre que yo había provocado en la habitación de Meritxell.

—¿Qué has hecho? —me reprendió.

—¿Y tú? ¿Qué has hecho tú? —me revolví—. ¿Con qué padre de Meritxell has hablado?

Carla miró su reloj apurada.

—Ahora no me da tiempo a explicártelo, tengo una reunión.

Pero yo no la dejé marcharse.

—¿En qué pueblo de Ordino has estado con ella?

Carla echó una rápida ojeada al atame, la vara y el pentáculo y bajó los ojos.

—Pues bien, ya lo sabes. Somos Omar.

No podía creérmelo.

—¿Tú también?

—¡Pues claro! Soy la hija de Anna, matriarca del clan de la hormiga. ¿O creías que Deméter te dejaría con una mortal cualquiera?

—¿Quieres decir que Deméter me envió a vivir contigo y Meritxell para que me vigilarais?

—Más o menos.

—¿Cómo que más o menos?

Carla se puso repentinamente seria.

—Escúchame, niña mimada: has llevado las cosas demasiado lejos. Deméter decidió que convivir las tres era la mejor solución.

Caí en la cuenta de algunos sucesos que me habían parecido curiosos.

—¿Fuiste tú quien avisaste a mi madre de mi imprudencia utilizando la magia?

—Claro.

—¿Y Deméter se puso en contacto contigo para saber si estábamos bien la noche de Imbolc?

Carla asintió.

—Y también fuiste tú quien la avisaste sobre mi disfraz de la dama oscura.

—Ésa fue Meritxell. Estaba muy asustada.

—Fantástico. ¿Y ahora Meritxell está pasando el parte a Deméter sobre mí?

Carla negó.

—He sido yo quien ha pedido a Deméter que se ocupe de Meritxell. Se nos está escapando de las manos.

—No entiendo la relación. ¿Quién cuida a quién? ¿Quién vigila a quién?

Carla comenzó a recoger los objetos personales de Meritxell.

—Tú eres fuerte. Meritxell, débil. Tú eres imprudente y Meritxell temerosa. Tú eres valiente y Meritxell asustadiza. Vuestra combinación ha funcionado. Os habéis ayudado mutuamente.

Comprendí a duras penas.

—¿Deméter me envió a este piso para que yo protegiese a Meritxell?

Carla matizó mi deducción.

—O para que actuases como escudo de Meritxell. Algo así como un pararrayos.

Me pareció una comparación horrorosa.

—¿Y tú? ¿Qué pintas tú?

—Yo mando y vigilo.

Me sentí como se deben de sentir los presos que descubren una cámara en su celda. El Gran Hermano controlaba todos mis movimientos.

Carla se encogió de hombros.

—Vosotras os ayudáis y yo mantengo el escudo permanente para que nadie del exterior se interfiera en nuestras vidas.

—¿Quieres decir que estamos conjuradas las tres? ¿Por eso no os reconocí como Omar?

Carla sonrió.

—Hasta ahora ha funcionado, a pesar de tus impertinencias y tu exceso de sociabilidad. Pero con eso ya contábamos. Lo que no estaba previsto es esa tontería enamoradiza de Meritxell y su anorexia.

Me sentí como una marioneta, un objeto en manos de mi madre, que ya contaba con mis imprudencias y mis actitudes personalistas.

—Nuestra obligación es protegerla —añadió Carla.

—¿Proteger a Meritxell? ¿De qué?

—Su madre murió violentamente defendiéndola. Es evidente que las Odish la buscaban.

—Entonces, la muerte de la madre de Meritxell era cierta.

No era un gran consuelo, pero la que yo creía mi amiga no había sido una completa mentirosa.

—Está sola, quedó muy afectada, tiene una salud débil y los oráculos vaticinaron que su destino era sumamente crucial para las Omar. Tenemos que preservar su futuro.

Fui entendiendo poco a poco. Meritxell era importante. Era una Omar con un destino brillante, no como yo, que había nacido con la mancha de un destino mezquino y que bien podía servir simplemente de coraza para la gran Meritxell. Mi madre me había utilizado como cebo, como pararrayos, como... sparring.

Y exploté.

—Pues se acabó. ¿Me oyes? Se acabó. Estoy harta de que decidáis quién soy y qué debo hacer. A partir de ahora que cada cual se defienda solo. Que Meritxell se ocupe de sí misma y se apañe con su destino.

Carla se asustó.

—¿Qué vas a hacer?

Tenía muy claro lo que quería hacer desde que conocí a Gunnar y ahora nada ni nadie se interpondría.

—Desaparecer.

Metí cuatro piezas de ropa en una bolsa, recogí mis documentos y, cuando estaba introduciendo mi atame en la bolsa, un grito me interrumpió.

—¡No! ¡No lo hagas!

Era Meritxell. Tenía la cara desencajada, los ojos inyectados en sangre y la mano se aferraba como una garra al pomo de la puerta. Lo sabía. Sabía que yo era la amante de Gunnar, sabía que yo había roto definitivamente mi lealtad hacia ella e iba a reunirme con él. Lo sabía. Lo leí en su mirada y supe que me había estado engañando todo ese tiempo.

—¡No te vayas con él, no puedes hacerme eso!

Carla intervino intentando calmar a Meritxell.

—Tranquilízate, no te conviene...

Pero Meritxell, con una fuerza incomprensible para su fragilidad, se deshizo de Carla.

—¡Vete!

—Soy responsable de vosotras. No puedo irme y dejarte así.

Meritxell insistió con desespero.

—Déjanos, Carla, déjanos solas. Gunnar es cosa de Selene y mía.

Si bien la dulzura era el signo que caracterizaba a Meritxell, en ese instante su cuerpo estaba poseído por la rabia y en sus gestos percibía una violencia contenida que me asustó.

Conservé mi atame en la mano y Carla nos miró a ambas, sin acabar de decidirse. Ella también notaba la agresividad flotando en el ambiente. Pero yo misma decanté la balanza.

—Es un asunto entre Meritxell y yo.

—Es que...

—Vete a tu reunión. Preferimos estar solas.

Meritxell y yo nos quedamos cara a cara. Ella sujetaba la puerta con las manos crispadas y la mandíbula tensa. Yo, con mi atame en mi mano derecha, a la defensiva, la miraba a los ojos sin atemorizarme, procurando que la culpabilidad no me quitara arrestos. Y en el mismo instante en que se oyó el brusco golpe con el que Carla cerró la puerta del piso, Meritxell enloqueció.

Sin darme tregua, como un tornado, comenzó a lanzarme todos los objetos que encontraba a su paso por la habitación, a desgarrar las cortinas, a vaciar los cajones, a tirar los libros de las estanterías y a arrancar sus páginas. Intenté impedírselo, pero tenía la fuerza de mil brujas y me lanzó de un manotazo contra la pared. Asistí con una cierta impotencia a esa explosión contenida de odio. La comprendí hasta cierto punto, pero no podía dejarme intimidar. Durante demasiado tiempo fui víctima de su supuesta indefensión.

—Gunnar es mío —exclamó Meritxell finalmente, jadeando por el esfuerzo.

Me planté ante ella, sin acobardarme.

—Gunnar me quiere a mí y lo sabes.

Meritxell, incapaz de soportar la verdad, se arrancó un mechón de cabello y de su garganta salió un grito desgarrado.

—¡Yo te maldigo! ¡Os maldigo a ti y a Gunnar!

Nunca hubiera creído que el dolor pudiera expresarse con tanta contundencia. Pero no conseguiría hacerme cambiar de opinión, era demasiado tarde. Además, aquel encuentro no conducía a nada. Meritxell no estaba en condiciones de hablar, de razonar ni deseaba consuelo. Y si me quedaba acabaría cayendo en las redes de la compasión. Cogí mi bolsa y me dirigí hacia la puerta. Meritxell me cerró el paso.

—Déjame pasar —le pedí.

—¡No quiero!

—Pasaré lo quieras o no —le advertí.

Meritxell señaló mi arma.

—¿Me clavarás tu atame? ¿Por eso eres tan valiente?

Y entonces hice algo de lo que siempre me arrepentiría. Hay gestos heroicos prescindibles y ése lo fue. Le entregué mi puñal sagrado, el que me había sido concedido a mí y sólo a mí. Pensé que era una forma de liberarme del clan, de las Omar y del deber, y puse mi destino en sus manos. Reconozco que fue una imprudencia. Tenté a la suerte con bravuconería. Se lo entregué por la empuñadura, con la hoja apuntando a mi pecho.

—Mátame, pero no impedirás que Gunnar me ame.

Meritxell, con los ojos desorbitados, asió la empuñadura dorada de mi atame y alzó su brazo con determinación. Yo la miré fijamente, al fondo de sus pupilas y leí miedo, indefensión, duda. Estaba sosteniendo una lucha terrible contra ella misma, temblaba como una hoja y sus dientes castañeteaban, pero yo no podía ayudarla. Finalmente el brazo cayó y Meritxell, llorando, bajó el arma y me cedió el paso.

Y salí sin mirar atrás. Sin despedirme, sin disculparme. Estaba ofuscada por todas las revelaciones que había tenido. Mi vida era una farsa. Mi madre me engañaba, mi amiga me engañaba y yo me engañaba a mí misma.

Y mientras caminaba por la calle se fue encendiendo una luz que iluminó el escenario de mis confidencias con Meritxell desde el ángulo opuesto. Siempre supuse que Meritxell era la inocencia personificada y que ignoraba mi secreto. Pero ahora ya no lo veía de esa forma. ¿Desde cuándo lo sabía? ¿Tal vez...? Me cayó la venda de los ojos al recordar la conversación que Meritxell tuvo conmigo la noche que Gunnar y yo nos enamoramos. Lo supo desde el primer instante. Meritxell jugó conmigo, con mi sentimiento de culpa y con una treta sucia como la del embarazo para alejarme de Gunnar. Yo, que me compadecía de ella ignorante de que era una Omar que había desobedecido las normas sagradas de las Omar de no usar la magia en beneficio propio y había embrujado a Gunnar con la ayuda de su ropa. ¿Por qué había sido tan ciega?

Sólo me hacía falta una confirmación. Una simple confirmación.

Llamé al timbre con el corazón desbocado. Me abrió la puerta Gunnar, pero apenas le reconocí. También estaba muy desmejorado, había adelgazado, tenía el pelo revuelto y la barba espesa, descuidada. En cuanto me vio, sin embargo, los ojos le brillaron con una intensidad que le traicionó. Estaba liberándose lentamente de las ataduras que yo había roto quemando el muñeco con el que Meritxell le tenía prisionero.

—Dime una cosa, una sola cosa —le supliqué—. ¿Meritxell sabía que yo era la otra?

Gunnar asintió.

—Se lo dije la primera noche.

Me inundó la rabia.

—No está embarazada, nos ha mentido.

La revelación también sorprendió a Gunnar. Era la palabra de Meritxell contra la mía, pero recompuso su propio esquema y me creyó a mí. Inmediatamente me asió por la muñeca y me atrajo hacia él con incredulidad, como si fuera una aparición esperada. Me tomó entre sus brazos y me fue besando con ternura, con pasión, con desesperación. Y todo el tiempo que nos habíamos negado el uno al otro surgió de pronto arrebatándonos los sentidos.

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