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Authors: Maite Carranza

El desierto de hielo (26 page)

BOOK: El desierto de hielo
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Tras nuestra cariñosa reconciliación, Gunnar se lanzó a la tarea de buscar su tesoro golpeando con los nudillos las paredes y taconeando sobre el suelo de madera. Esperaba hallar una trampilla o un hueco que escondiese su cofre. Por fin había algo emocionante y hermoso en nuestro viaje. Joyas. Y al pensar en ellas, se me aceleró el pulso. Me encantaban las joyas, suspiraba por tener unos pendientes, una pulsera o una sortija, pero Deméter, tan austera, siempre me prohibió tener ninguna.

Y no las tendría. Era improbable, por no decir imposible, encontrar un tesoro en una casa abandonada. Debía de haber sido objetivo de ladrones durante muchos años, como las cámaras mortuorias de las pirámides donde fueron enterrados los faraones con sus tesoros y que acabaron convirtiéndose en el lugar predilecto de los saqueadores de tumbas. No podría encontrar las joyas nunca.

—¿Qué le pasó a esta casa?

Gunnar revisó con cuidado los cajoncillos del secreter y la cómoda.

—Hubo un terremoto y creo recordar que un par de erupciones del Krafla fueron muy potentes y debieron de afectar la zona.

Me callé. En el Mediterráneo no había terremotos y en mi tierra tampoco había erupciones, pero esa casa parecía abandonada desde hacía cien años o más.

—Ya entiendo por qué tu madre no quiso venir aquí.

—A mi madre no le gustaba Islandia.

Me quedé asombrada.

—¿Y dónde naciste tú?

—En Noruega.

—¿No eras islandés?

—Pasé mi infancia en esta isla, junto al océano Ártico, en la costa oeste.

—¿Sin tu madre?

—Venía a verme algunas veces, pero no aguantaba más de quince días seguidos.

—¿Con quién vivías?

—Con criadas.

No era yo la persona indicada para compadecerme de la infancia de otros. Gunnar tuvo una casa, sin madre. Yo tuve madre y me faltó una casa. Me juré que mi hija tendría las dos cosas y por supuesto lo que Gunnar y yo tampoco tuvimos: un padre. No quise preguntarle nada sobre la muerte de su padre por miedo a que me preguntase él a mí. Yo no conservaba su apellido y no sabía ni siquiera su nombre. Deméter me dijo una vez que mi padre era un concertista de violín, que lo conoció en una gira por Europa y que desapareció saludando tras las cortinas de los escenarios sin saber que yo existía.

No quise ponerme dramática ni enturbiar el regreso de Gunnar a su pasado. No obstante, sin desearlo, la casa o sus efluvios me incitaban al pesimismo más negro. Quería estar alegre y había motivos para ello: Baalat destruida, el misterio de la muerte de Meritxell resuelto, una vida incipiente dentro de mí y unas joyas esperándome. Volvía a sentirme fuerte, animosa y aunque había huido de las yeguas Omar no les tenía miedo. Y sin embargo aquella casa no me gustaba nada.

Hice lo que pude para sentirme menos incómoda en aquella habitación. Limpié el polvo y las telarañas, arranqué las cortinas y la colcha enmohecida de la cama, y cubrí el colchón con nuestros sacos de plumas esponjosas. Baldeé el suelo con agua y abrí las ventanas para que el aire fresco la librase del olor a rancio. Pero a pesar de la mejora evidente, había dos detalles inquietantes: la chimenea y el retrato. El oscuro tiro de la chimenea estaba lleno de ruidos y aleteos y la dama de la pintura no me quitaba los ojos de encima. ¿Podría dormir ahí?

Lo hice y ni siquiera sé cuántas horas o días dormí. La luz dorada y triste que iluminaba esa extraña isla me hacía dudar sobre si las horas que marcaba el reloj correspondían a la noche o al día.

El caso es que cuando desperté estaba sola en la cama. Gunnar había desaparecido y a mi lado quedaba el hueco caliente y vacío de su cuerpo.

Me levanté. Estaba descansada y tenía mucha hambre. Me abrigué y husmeé por la habitación. Abrí las bolsas y saqué un paquete de galletas. Las tragué con glotonería y llamé a Gunnar insistentemente. No respondió. ¿Habría encontrado ya las joyas? ¿Estaría tal vez cavando en el jardín? Miré por la ventana pero no vi a nadie.

Intenté pensar como si yo fuera una mujer que esconde un cofre de joyas preciadas. ¿Dónde las guardaría? ¿En la cocina dentro del tarro de la mermelada? ¿Cosidas en el refajo de mi vestido? ¿Bajo las baldosas de la sala? Todo me parecía peliculero y absurdo. Me dejé llevar por mi instinto de bruja y me concentré.

Mis ojos fueron a parar raudos sobre el secreter. Como su nombre indicaba, ese tipo de muebles guardaba un secreto y..., fuese cual fuese, lo encontraría. Siempre me habían gustado, jugaba a abrirlos en todas las casas en las que recalábamos Deméter y yo. Así pues, me puse manos a la obra y me enfrasqué en ello. Me enfadé conmigo misma un montón de veces. No era nada fácil. Y precisamente por eso me empeñé en resolverlo. Me llevó mi tiempo, el sol palideció mientras estaba absorta en la tarea, las horas fueron pasando sin contarlas hasta que di con el mecanismo. Pulsé en el lugar adecuado, empujé el fondo de un cajón y descubrí el minúsculo espacio donde las señoras guardaban sus cartas de amor y las llaves de sus cajas fuertes. Metí la mano tanteando el hueco vacío y topé con un minúsculo cofrecillo repujado de marfil. Lo abrí con manos temblorosas y me quedé sin aliento. Dentro había una minúscula llave de apenas el grosor de una aguja. La tomé con cuidado entre el pulgar y el índice. ¿Qué podía abrir esa miniatura de llave? Era evidente que alguna importancia debía de tener si la dueña la había colocado con tanto esmero en el rincón más inaccesible de la casa.

Con la llavecita en la mano y temiendo que se me resbalase entre los dedos y se perdiese irremediablemente en el resquicio de los tablones de abedul del suelo, inspeccioné las patas del secreter, sus cajones, sus resortes..., sin hallar ni rastro de ninguna cerradura en miniatura.

Iba a desistir cuando me sentí observada. Alcé la vista y noté los ojos azules de la dama del fresco clavados en mi mano. Fue una intuición, pero me fijé en el secreter pintado sobre la pared. Me aproximé con pasos vacilantes y a punto estuve de reprimir un grito. Efectivamente, en el secreter pintado uno de los cajones estaba cerrado con cerradura, cosa que no sucedía con el original. Entonces, era probable que esa cerradura oscura y pintada fuese real y no una reproducción. Acerqué una silla, me subí encima y quedé cara a cara con la blanca señora. Estaba tan cerca que veía perfectamente las venas translúcidas de su cuello bajo la gargantilla de perlas que lo vestían. Y sus ojos. Sus ojos brillaban y parecían estar vivos. Evité coincidir con ellos y con mucho cuidado acerqué la pequeña llave a la pequeña cerradura. La introduje y la llave se hundió con suavidad en la pintura de la pared.

El corazón me dio un brinco. Con manos temblorosas giré la llave a la derecha y la cerradura me obedeció. Al instante tiré del cajón hacia fuera, suavemente, y pareció deslizarse mágicamente. Tras el fresco se escondía una caja fuerte. Contuve la respiración. Dentro del cajón había un cofre. Lo saqué con cuidado, lo abrí y por poco no me caigo de la silla.

No daba crédito. Estaba repleto de joyas deslumbrantes. Anillos, broches, collares y pendientes. Sumergí mis manos en ellas y las acaricié extasiada. Gunnar tenía razón. Era un verdadero tesoro. Por esas piedras preciosas muchos habrían dado la vida. Cerré con cuidado el cajón de la pared y me guardé la llavecita en mi bolsillo. Bajé de la silla, me senté ante el secreter y allí, sobre la mesa de caoba, vacié el cofre. Era como un sueño. Me enloquecían las joyas y me las probé todas. Llené mis dedos de sortijas y jugué a aletear mis manos cubiertas de turquesas y esmeraldas engarzadas en oro. Me puse unos preciosos pendientes de rubíes y me colgué un broche de diamantes al cuello.

Llevaba encima una verdadera fortuna. Era un tesoro maravilloso, pero era de Gunnar y su familia. Aunque..., si me quedaba con un recuerdo, nadie se daría cuenta de ese detalle. Y me quedé con una sortija de esmeralda. No sé por qué, pero me gustó y me la coloqué en el dedo anular. Me quedaba precioso, elegante, había sido hecha para mí. Al fin y al cabo, pensé, nadie me ha visto. Pero me equivocaba.

Junto a la puerta de la habitación, de pie y sonriente, como esperando una orden mía, apareció una sonrosada muchacha vestida como una campesina medieval. Tenía el aspecto saludable de quien regresa del gallinero con la cesta llena de huevos frescos para el desayuno. Era tan rolliza y tan sana que ni por un instante se me pasó por la cabeza su verdadera naturaleza.

Me miraba con muchísima curiosidad. Fingí naturalidad y cerré el cofre, lo metí en el cajón y cerré el secreter como habría hecho una señora.

—Hola. ¿Cómo te llamas? —le pregunté sin ningún miedo.

Del respingo creo que tocó al techo.

—¿Me está hablando?

—Claro.

—Entonces... ¿me está viendo?

—Como tú a mí.

La joven sonrosada puntualizó:

—Perdone, yo estoy muerta; a mí no me puede ver nadie, o casi nadie.

El respingo lo pegué yo. Me hice cargo enseguida de la situación. Estaba muy sorprendida. Era mi primer fantasma, mi primera visión. En realidad casi ninguna Omar tenía la facultad de visionar a los espíritus errantes, excepto alguna médium capaz de ponerse en contacto con ellos. De niña, junto con Deméter, visitamos a un par de videntes que charlaron con mi abuela Yocasta, la madre de Deméter, pero acabaron discutiendo. Mi abuela Yocasta, que era de la vieja escuela, reprendió a su hija por no maquillarse el cutis, por no teñirse el cabello y por comerse las uñas. Mi abuela Yocasta era muy coqueta y Deméter la fastidió vistiendo siempre como una pordiosera —palabras textuales de Yocasta— y negándose a pisar jamás una peluquería. El caso es que Deméter se enfadó con ella, dijo que ya había tenido bastantes reprimendas cuando estaba viva y desde entonces no volvió a comunicarse más con la abuela.

La muchacha me miraba con los ojos como platos.

—Aún no me has dicho tu nombre —la increpé.

—Arna, señorita.

—Soy Selene.

Hizo una graciosa reverencia y me presentó sus respetos.

—Lo que usted mande, señorita Selene.

Debía de estar acostumbrada a servir.

—¿De dónde sales si se puede saber?

—Viví y morí en esta casa. ¿Y usted?

—He venido con Gunnar.

—¿Gunnar?

—El dueño de esta casa.

—No se llama Gunnar.

—¿Ah, no?

—No.

—Ha dormido aquí a mi lado.

—Ése es Harald.

Estaba atónita.

—¿Harald?

Arna suspiró.

—Lo he reconocido enseguida. Es como él.

—¿Como quién?

—Como mi pequeño Harald. Era tan guapo y tan travieso. Mi pequeño Harald. Cómo ha crecido.

Me resultaba extraño que Arna llevase aquella ropa tan antigua: esa cofia, ese pañuelo, esa falda de lana hasta el suelo y el delantal bordado. Hasta el mismo peinada con el moño trenzado sobre la coronilla resultaba antiquísimo. Era un atuendo vikingo.

—No estamos hablando del mismo niño —objeté—. Tu Harald fue un antepasado de Gunnar.

—Mi Harald —me confesó con nostalgia— tallaba caballitos de madera y se disfrazaba de Odín.

Me reí. Gunnar también había heredado esa afición por el disfraz y la artesanía. Entonces estaba en lo cierto. Esa muchacha limpió los mocos al tatarabuelo de Gunnar, le lavó las rodillas y le dio sus primeras cucharadas de sopa.

—Háblame de Harald —le pedí.

Arna no deseaba hablar de otra cosa.

—Un verdadero terremoto. Le picaron las abejas por disputarle la miel a un oso y, aunque llegó a casa hinchado y cubierto de heridas, trajo el panal consigo.

—¿Era bueno en la escuela?

—¿La escuela? —se sorprendió Arna—. Harald tenía maestro de armas y un instructor.

—Como un rey.

—Claro, un rey necesita su instrucción. La señora lo dispuso así.

—¿Qué señora?

Arna se puso nerviosa repentinamente. Con un gesto me indicó la pintura de la pared. La mirada profunda de los ojos azules me traspasó como una daga.

—¿Ella era la madre de Harald?

—La señora.

Me levanté intrigada y contemplé el retrato desde otra perspectiva nueva, procurando esquivar su mirada. ¡Claro que me recordaba a alguien! Gunnar se parecía mucho a ella: esos pómulos angulosos, esa frente despejada, los ojos de un azul acerado, el cuello esbelto.

—¿No te gustaba?

Arna se sintió incómoda.

—Prefiero no hablar en su presencia.

—Sólo es un fresco, una pintura.

—Ella lo oye todo.

—¿Le tienes miedo?

Y Arna, la alegre muchacha que enseñó a caminar a Harald, se echó a llorar.

—Me hizo caer al río.

—¿La madre de Harald?

—Me ahogué en el agua helada.

No dije nada. Tenía que ser horroroso morir de frío, con la ropa empapada aprisionándote las piernas e impidiéndote moverte, con el agua transformándose en hielo y el hielo atenazándote la vida.

—Debió de ser un accidente.

—No lo fue. Harald no estaba en su cama y la señora me obligó a ir a buscarlo al río y de noche. Era invierno, no había luz. No veía nada.

—¿Y resbalaste?

—No. Me empujó el troll.

Vaya. Una muchacha embrollada.

—¿Qué motivos tenía el troll para empujarte?

—Odiaba al pequeño Harald y quería estropear su juguete.

—¿Qué juguete?

Arna se enfadó.

—Yo era el juguete de Harald, mi rey; yo era su juguete preferido. Conmigo reía, chapoteaba, cantaba, era lo que más le gustaba. Y el troll me tiró al río para fastidiar a mi rey.

No sabía si reír o llorar por aquella patética y absurda historia.

—¿Y te maldijo el troll?

—La cocinera. Mi pequeño Harald estuvo veintiséis días llorando y pataleando sin parar y no la dejó dormir.

Un graznido de pájaro nos interrumpió. Arna, a pesar de ser un fantasma, no parecía tenerlas todas consigo y miró con prevención la chimenea. A pesar de estar encendida, dijo:

—Tenga cuidado, tenga mucho cuidado. Se cuelan por todas partes y, si se confía, le picotearán los ojos.

—¿Quiénes?

—Los pájaros: cuervos, avefrías, frailecillos... Todos viven aquí. ¿No los oye?

Efectivamente, oía sus aleteos y sus pasos apresurados resonando en las maltrechas vigas de la buhardilla.

—La vigilan. A mí también me vigilaban. Luego se lo explicaban a ella. Y me reñía.

Un escalofrío me recorrió el espinazo.

—¿Ella?

—La señora.

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