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Authors: Maite Carranza

El desierto de hielo (39 page)

BOOK: El desierto de hielo
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Por un momento, sólo por un momento de ese discurso disparatado, me emocioné. Fue cuando recordé que Gunnar insistió para que yo no lo acompañase. Pero enseguida desestimé la sinceridad de su acción. Era una argucia, una treta para que yo confiase en él ciegamente y me dejase conducir hasta esta gruta fría, ante la mirada acerada y sin sentimientos de la poderosa dama blanca.

—¿Gunnar cree que hemos muerto?

La dama suspiró.

—Pobre Gunnar, pobre hijo mío. Cuando se recuperó de sus heridas, sólo tenía una obsesión: matar a esa osa y vengar vuestra muerte.

—¿Por qué no le sacaste de su error? Tú sabías la verdad.

—Prefiero que esté confundido. Su apasionamiento por ti me ha desbordado.

Me asombró su frialdad y su cálculo. Y sin embargo, la señora sonreía a Diana con dulzura y Diana le correspondía alargando sus bracitos hacia ella.

Me negué a consentir su abrazo.

—¡No la toques!

Eso la ofendió y respondió con dureza.

—¡No me niegues a mi nieta, Selene! Tengo derecho a ella. Sin mí moriría inmediatamente.

Pero yo estaba rabiosa e indignada.

—Aléjate.

—¿No me crees?

La gran hechicera intentaba convencerme de su bondad, pero cambió de opinión y frunció el ceño.

—Está bien. Desapareceré. Veremos el tiempo que consigues mantener con vida a tu pequeña.

Un simple parpadeo y la figura se desvaneció. Y con ella se fueron la luz y la calidez.

Tras unos instantes de silencio comencé a notar la presencia de un animal amenazador. Sobre el hielo resbalaban pisadas sigilosas y sentía aproximarse una respiración, cada vez más cercana. Diana pateaba mis flancos acusando el nerviosismo y yo, sin dejar de fijar la vista a mi alrededor, blandí mi ulú en el aire girando bruscamente para ahuyentar el peligro que me rondaba, cada vez en un círculo más próximo, más asfixiante. Era víctima del acoso de un depredador que iba estrechando su cerco en torno a mí, de eso estaba segura. Sentía su presencia y notaba cómo se preparaba para el salto. De pronto un movimiento rápido y dos ojillos rojizos brillando en la oscuridad se clavaron en mis retinas y me apresaron la voluntad unos instantes.

Alcé mi ulú dispuesta a desgarrar a mi atacante y creyendo, estúpidamente, que transformaría a mi oponente en un bloque de hielo como antes. Sin embargo, ante mi sorpresa la bestia, que no era otra que un lobo ártico, aulló de dolor por la herida, pero se revolvió con saña evitando atacarme a mí y buscando mi espalda, de donde pendía Diana.

Baalat era miserable. Me obligaba a luchar contra mi propia especie, los lobos, a sentir odio contra mi tótem, a romper un tabú que había respetado desde niña. Los lobos eran mis amigos y ahora Baalat, la monstruosa Baalat, se había convertido en uno de ellos.

El llanto de Diana me puso en alerta y salté, pero ante mi desesperación sentí cómo la bestia había saltado segundos antes y había agarrado a mi hija. La tenía sujeta por los dientes y, si me movía con brusquedad, podía arrancarle la carne... Sentí tal impotencia... Moví la mano hacía atrás, ataqué a ciegas, volví a dar en el blanco y esa vez hundí mi ulú en el hocico del animal. El dolor debió de ser espantoso, como lo fue su aullido, sus convulsiones y su rabia, pues soltó a su presa, que es lo que yo quería y se revolvió contra mí.

En el momento en que abrió su boca para cercenar la mano con que yo sujetaba el ulú y engullirla como una golosina se produjo el milagro. El enorme lobo ártico quedó convertido en un bloque de hielo inmóvil. Y ahora sí fui consciente de que la dama de hielo, y no mi ulú, acababa de salvar mi vida y la de Diana. Ella era la artífice de la magia que me protegía.

Me dejé caer sudando y temblando por el esfuerzo mientras, con desesperación, arrancaba la ropa de las piernas de mi niña y buscaba la posible herida que le había causado la bestia; por suerte no la encontré. Fue un alivio comprobar que los dientes se habían hundido en la piel de foca que la protegía y no habían llegado siquiera a rozar su carnecita rosada.

De nuevo se hizo la luz y la presencia tranquilizadora y serena de la dama cambió mi perspectiva de hacía unos minutos.

—¿Y bien, Selene? ¿Ahora me crees?

—Gracias —musité.

—Ésa es Baalat. Está desesperada y es capaz de probarlo todo con tal de destruir a la elegida.

—¿Destruirla? —repetí, horrorizada.

—Naturalmente. Tú ya no le interesas. Ahora que ha nacido la elegida, desea destruirla porque no es su hija. Ésa es su única obsesión.

Abracé con más fuerza a Diana. El peligro era mayor del que yo creía.

—¿Y tú? ¿Qué pretendes?

La dama de hielo rió satisfecha.

—Es mi nieta. Deseo conocerla y quererla. Lleva mi sangre.

Hubiera querido negarlo, pero sentí que era cierto, tan cierto como que los ojos de Diana eran los de su abuela. Ojos de cielo acerado.

—¿Y luego?

La dama me miró con curiosidad.

—Eres impaciente, Selene. Luego..., ya se verá.

—¿Qué se verá?

—Se verá quién la cría, quién la educa y cómo, bajo qué preceptos aprende a asumir su importante papel.

Por una parte me tranquilicé, la dama de hielo estaba en lo cierto y ella había salido triunfante de su propósito: Diana era sangre de su sangre y era la garantía para perpetuar su vida, su ascendente y su poder. Le convenía mantener con vida a Diana. Hasta aquí nuestros intereses eran los mismos. Coyunturalmente era mi aliada.

Ahora bien, yo era una Omar y ella era una Odish y ése era un abismo insalvable.

—Pero tengo un problema, Selene. Lo tenemos las dos.

Me sorprendió que reconociese alguna flaqueza. ¿Otra treta para conmoverme?

—¿Cuál?

—Baalat me debilita. Uso mi magia constantemente para defender a Diana, pero eso no puede perpetuarse eternamente.

Sentí un escalofrío. La comprendía. Yo no podría soportar el ataque continuo y destructivo de Baalat.

—¿Hay alguna forma de destruir definitivamente a Baalat? —pregunté.

La dama de hielo suspiró.

—Sí, pero en las circunstancias actuales no puedo asumirla.

Me picó la curiosidad.

—¿Cuál es?

—Descender al territorio de los muertos y suplicar a los espíritus que intercedan para impedir su nigromancia.

—¿Los espíritus?

—Los espíritus están indignados, o deberían estarlo. Baalat ha traicionado su principio según el cual los muertos no retornan al mundo de los vivos.

Me temblaron las piernas tan sólo de imaginar el mundo de los muertos.

—¿Y por qué no lo has hecho? Tú puedes recorrer el camino de los muertos.

—Eso supone abandonar momentáneamente la protección de Diana.

Comprendí vagamente su insinuación.

—¿Me estás diciendo que, si desapareces aunque sea un minuto, Baalat aprovechará esa ocasión para destruir a Diana?

La dama de hielo sonrió.

—Efectivamente. Me has comprendido. En tres ocasiones he bajado la guardia y ya has visto cuál ha sido su rapidez.

Me estremecí. Las exhibiciones de fuerza de que había hecho gala la dama de hielo no eran ninguna bravuconería. Eran ejemplos de lo que sucedía si dejaba de velar por mí. Baalat detectaba su ausencia y asumía la primera forma material que sirviese a su propósito destructor. Ya no estaba preocupada por su sutileza. Era simple y le interesaba su eficacia. Quería matar a Diana.

—¿Puedo yo luchar contra Baalat?

—Ya lo he probado.

Me sentí utilizada vilmente. Había sido un pelele en sus manos, una vez más.

—¿Así que has permitido su transformación en beluga, en inuit muerta y en lobo para probar mis reflejos y mis aptitudes para la lucha?

—Sí.

Su respuesta firme, clara y sucinta me dejó sin argumentos.

—¿Y...?

—Te queda mucho por aprender.

Se trataba de defender la vida de mi hija. No podía depender siempre del poder de otra Odish, necesitaba ser yo misma quien la protegiese.

—Aprenderé.

—Me gusta eso. Eres tozuda y valiente. Lo probaremos.

Y así fue cómo una Odish me enseñó a luchar contra otra Odish. Y sus enseñanzas me fueron tan útiles que más tarde me permitirían resistir la dura prueba de mi encierro entre las Odish. Aprendí a salvaguardarme de la inspección de sus garras hurgando en mi interior. Aprendí a resistir su mirada. Aprendí a blandir el ulú con más rapidez y a herir en sus partes vulnerables, y aprendí a conjurar hechizos de lucha que ralentizaban los movimientos de la contraria y activaban mi eficacia.

Sin embargo, a pesar de mi juventud, mi fuerza y mi dureza, perdí el combate que libré contra Baalat convertida en osa y a punto estuve de perder la vida, que salvé gracias a la oportuna intervención de la dama de hielo.

—Lo siento.

Fue lo único que pude pronunciar cuando, exhausta y con la pierna herida por un zarpazo, reconocí que no había sido suficientemente rápida para paralizar a la osa. Y una vez más sobrevivía gracias a la dama blanca que la había aprisionado en un bloque de hielo conjurado por su poder.

La dama estaba más pálida que habitualmente.

—Yo no puedo defenderla eternamente. Siento mi debilidad. He permanecido recluida en los hielos muchos siglos. Sólo rompí mi aislamiento con el nacimiento de Gunnar y durante su infancia.

—¿Qué propones?

—La única alternativa es descender al mundo de los muertos, convocar su poder y prohibir a Baalat su resurrección.

Una idea comenzó a rondarme.

—¿Los muertos son realmente los únicos que tienen la potestad de impedirle regresar?

—Sí, su fuerza es inmensa. Los vivos la subestimamos. Cualquiera que haya descendido a las profundidades lo sabe.

Las piernas me flaqueaban. La dama de hielo hablaba del Camino de Om, el camino que conduce a las sombras de los que ya no están, el camino que lleva a las oquedades del tiempo y el espacio, allí donde la materia no existe, los cuerpos se han diluido en la nada y reinan las sombras. El mundo de la oscuridad.

—Yo iré.

La dama de hielo no esperaba mi ofrecimiento, probablemente ni siquiera había barajado esa posibilidad.

—¿Tú?

—Sí, yo. Voy a defender a mi hija. Soy su madre y eso me dará fuerzas.

—No, Selene, ninguna Omar ha descendido nunca hasta las profundidades.

—Pues yo seré la primera.

Y aunque lo decía, no quería pensar en ello. Simplemente era la única posibilidad de salvar a Diana.

La dama estaba atónita.

—¿Me confiarás a tu hija mientras tanto?

No dudé. Era la única persona que tenía el poder de protegerla. Cogí a la pequeña Diana dormida y la deposité en los brazos de su abuela.

La contempló con arrobo, dulcificó su mirada y en su rostro se perfiló un gesto de piedad. La meció suavemente y entonó una cancioncilla en sus oídos.

¿Qué estaba haciendo? ¿Había entregado mi hija a las Odish? ¿Me había vuelto loca?

No. La locura existía, pero pululaba fuera de esa sala. La locura vivía en la oscuridad desde la que Baalat acechaba a su tierna presa.

Hasta que yo no conjurase el poder de los muertos contra la dama oscura, mi niña, mi pequeña, estaría amenazada de muerte.

Amamanté a Diana antes de marchar. Acepté los manjares que la dama de hielo me ofreció, bebí del néctar de su copa y escuché sus consejos para sobrevivir al horror de la muerte y regresar con los vivos.

Si fracasaba, si no regresaba, mi hija sería una Odish que destruiría a las Omar.

Por ese motivo tenía que volver sana y salva del Camino de Om.

Antes de penetrar en la oquedad de los mundos, pregunté a la dama de hielo.

—¿Cuál es tu nombre?

Me sonrió.

—Cristine, llámame Cristine.

Y con la voz rota por el llanto, sólo pude decir: 

—Cuídala, Cristine, cuídala mucho.

Y me hundí en las profundidades del horror sin más ayuda que mi ulú.

Capítulo 17: La guerra de las abuelas

Sobre el Camino de Om y las turbias experiencias que allí viví hasta llegar al mundo de los muertos no me quedan casi recuerdos. Los borré para poder sobrevivir. Y si me queda alguno, prefiero no hablar de él. Es probable que mi memoria lo haya transformado y seria mentiroso. Y seguramente, en mi deseo por olvidarlo, lo haya confundido con sagas, leyendas y mitos que relatan más poéticamente el viaje que recorrí.

Porque hasta para las brujas Omar, mortales al fin y al cabo, nuestra capacidad de comprensión de determinados fenómenos se acaba allá donde termina nuestro mundo, el mundo de los vivos. Una vez que se inicia el camino hacia el mundo de los muertos, todo resulta absurdo e inaprensible.

Si no podemos aceptar que el fuego y su poder para quemar nazca de las aguas, no podremos abrir nuestros sentidos para ver y comprender a los que ya no existen.

¡Qué ilusos somos los vivos creyéndonos poderosos! Si supiésemos dónde reside el verdadero poder, relativizaríamos nuestras pasiones.

Por eso olvidé. Por eso quise borrar esos sombríos pensamientos de mi recuerdo, porque en mi ánimo estaba presente el regreso.

Cristine fue clara y me advirtió de que nunca podría volver del mundo de los muertos si en mi descenso por el Camino de Om perdía las ganar de vivir y me dejaba morir.

Admito que en muchos momentos mi ánimo flaqueó. Era tanto el miedo que me atenazaba mientras descendía hacia lo desconocido... que no tenía fuerzas para empujar las puertas que franqueaban el camino. La incertidumbre que me esperaba tras cada puerta, y la siguiente, y la siguiente... me fueron agotando y el agotamiento fue haciendo mella en mis ilusiones, y las fue borrando. Sé que más de una vez quise quedarme plácidamente junto al camino, descansando para toda la eternidad.

Pero siempre que dije «no puedo más y aquí me quedo», recordaba el llanto de mi niña esperando mi leche y veía su boquita abierta. Esa imagen era la única que me infundía ánimos y me daba fuerzas para continuar adelante.

Y por fin, tras el paso de la laguna oscura y el pavoroso recibimiento del cancerbero, pude superar las duras pruebas que me fueron impuestas gracias a los dictados de la dama de hielo.

Y por fin se me abrieron las puertas del mundo de los muertos.

Y por primera vez, una Omar viva franqueó la verja, penetró en las profundidades y fue recibida por los espíritus de los muertos.

Llegué con las manos vacías, pero tenía los pechos rebosantes de leche y los ojos llenos de lágrimas.

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