Read El desierto de los tártaros Online

Authors: Dino Buzzati

Tags: #Clásico, Relato

El desierto de los tártaros (12 page)

BOOK: El desierto de los tártaros
12.21Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Pero en ese momento Tronk no le hace caso. Tronk está sólo atento al muerto. «Levantadle la cabeza», ordena con profunda ira, como si el muerto fuese él. Después se da cuenta de qué Matti ha hablado, se cuadra de nuevo.

—Perdone, mi comandante, estaba…

—He dicho —repite el comandante Matti, y escande las palabras, dando a entender que si no pierde la paciencia es sólo mérito del muerto—, he dicho que quién ha disparado…

—¿Cómo se llama? ¿Lo sabéis? —pregunta en voz baja.

Tronk a los soldados.

—Martelli —dice uno—, Giovanni Martelli.

—Giovanni Martelli —responde Tronk en alta voz.

—Martelli —repite para sí el comandante. (Ese nombre no le resulta nuevo, debe ser uno de los premiados en el concurso de tiro. La escuela de tiro la dirige el propio Matti y siempre se acuerda del nombre de los mejores)—. ¿Quizá es ese al que le llaman el Moreno?

—Sí, mi comandante —responde Tronk, inmóvil en posición de firmes—, creo que le llaman el Moreno. Ya sabe, mi comandante, entre camaradas…

Dice eso como para disculparlo, como para demostrar que Martelli no tiene ninguna responsabilidad, que si le llaman el Moreno no es por su culpa y que no hay ningún motivo para castigarlo.

Pero el comandante no piensa en absoluto en castigarlo, no se le pasa por la cabeza.

—¡Ah, el Moreno! —exclama, sin ocultar cierta complacencia.

El sargento primero lo mira con ojos duros y comprende. «Claro, claro que sí —piensa—, dale un premio, basura, porque ha matado bien. Una magnífica diana, ¿verdad?».

Una magnífica diana, seguro. Precisamente Matti está meditando en eso (y pensar que cuando el Moreno ha disparado ya estaba oscuro. Espléndidos, sus tiradores).

Tronk, en ese momento, lo odia. «Claro, claro que sí, dilo en voz alta que estás contento —piensa—, ¿qué te importa que Lazzari haya muerto? Dile que muy bien al Moreno, ¡hazle un elogio solemne!».

Y efectivamente es así: el comandante, absolutamente tranquilo, se felicita en voz alta:

—Claro, el Moreno no yerra —exclama, como diciendo: «Lazzari, el muy listo, creía que el Moreno no apuntaba bien, creía que saldría bien parado, ¿eh?, Lazzari, pues así ha aprendido qué clase de tirador era… ¿Y Tronk?, acaso también él esperaba que el Moreno errase (entonces todo se habría arreglado con unos días de arresto)»—. Ah, sí, sí —repite una vez más el comandante, olvidando del modo más absoluto que allí delante hay un muerto—. ¡Un tirador de primera el Moreno!

Por fin se calla y el sargento primero puede volverse a mirar cómo han colocado el cadáver en la camilla. Ya está perfectamente extendido; sobre la cara le han arrojado una manta de campaña; lo único desnudo que se ve son las manos, dos gruesas manos de campesino, que parecen aún rojas de vida y de sangre cálida.

Tronk hace un ademán con la cabeza. Los soldados levantan la camilla.

—¿Podemos irnos, mi comandante? —pregunta.

—¿Y a quién quieres esperar? —responde Matti, duro; ahora, con sincero asombro, ha notado el odio de Tronk y quiere devolvérselo multiplicado, con el añadido de su desprecio de superior.

—Adelante —ordena Tronk. De frente, march, habría debido decir, pero casi le parece una profanación. Sólo ahora miraba las murallas de la Fortaleza, el centinela en el borde, vagamente iluminado por los reflejos de las linternas. Detrás de esos muros, en un dormitorio común, está el catre de Lazzari, su cajoncito con las cosas traídas de casa: una imagen piadosa, dos panochas, un eslabón, pañuelos de colores, cuatro botones de plata, para el traje de las fiestas, que habían sido de su abuelo y que en la Fortaleza no podían servir para nada.

El almohadón quizá tiene aún la huella de su cabeza, exactamente como dos días antes, cuando se había despertado. También hay, probablemente, un frasquito de tinta —agrega mentalmente Tronk, meticuloso incluso en sus pensamientos solitarios—, un frasquito de tinta y una pluma. Todo eso se meterá en un paquete y se remitirá a su casa, con una carta del señor coronel. Las otras cosas, dadas por el Gobierno, pasarán, como es natural, a otro soldado, incluida la camisa de repuesto. El uniforme mejor no, en cambio, ni siquiera su fusil: el fusil y el uniforme serán enterrados con él, porque así es la vieja regla de la Fortaleza.

CATORCE

Y a primeras horas de la madrugada vieron, desde el Reducto Nuevo, una pequeña franja negra en la llanura septentrional. Una señal sutil que se movía y no podía ser una alucinación. La vio primero el centinela Andronico, después el centinela Pietri, después el sargento Batta, que al principio se lo había tomado a broma, después también el teniente Maderna, comandante del reducto.

Una pequeña franja negra avanzaba desde el norte a través de la landa deshabitada y pareció un absurdo prodigio, aunque ya durante la noche algún presentimiento vagaba por la Fortaleza. Alrededor de las seis el centinela Andronico lanzó el primero un grito de alarma. Algo se acercaba desde septentrión, cosa que jamás había ocurrido desde tiempo inmemorial. Al aumentar la luz, sobre el fondo blanco del desierto se destacó con nitidez la formación humana que avanzaba.

Unos minutos después, como hacía todas las mañanas desde tiempo inmemorial (un día había sido pura esperanza, después sólo escrúpulo, ahora casi únicamente hábito), el sastre-jefe Prosdocimo subió a echar una ojeada al tejado de la Fortaleza. En los cuerpos de guardia lo dejaban pasar por tradición, él se asomaba al camino de ronda, charlaba un poco con el sargento de servicio y después volvía a bajar a su sótano.

Esa mañana se asomó dirigiendo la mirada al triángulo visible de desierto y creyó estar muerto. No pensó que pudiera ser un sueño. En el sueño hay siempre algo absurdo y confuso, uno no se libera nunca de la vaga sensación de que todo es falso, que de un momento a otro tendrá que despertarse. En el sueño las cosas jamás son límpidas y materiales, como aquella desolada llanura por la que avanzaban escuadrones de hombres desconocidos.

Pero se trataba de algo tan extraño, tan idéntico a ciertos delirios suyos de cuando era joven, que Prosdocimo ni siquiera pensó que podía ser cierto y creyó estar muerto.

Creyó estar muerto y que Dios lo había perdonado. Pensó estar en el mundo del más allá, aparentemente idéntico al nuestro, sólo que las cosas más bellas se cumplen de acuerdo con los justos deseos, y tras alcanzar esa satisfacción uno se queda con el ánimo en paz, no como aquí abajo, donde siempre hay algo que envenena incluso los días mejores.

Creyó estar muerto Prosdocimo, y no se movía, suponiendo que ya no le tocaba moverse, como difunto, hasta que lo sacudiera una arcana intervención. Pero fue un sargento primero el que le tocó respetuosamente en un brazo.

—Brigada —le dijo—, ¿qué tiene? ¿No se encuentra bien?

Sólo entonces Prosdocimo empezó a entender.

Más o menos como en los sueños, pero mejor, del norte bajaba gente misteriosa. El tiempo pasaba rápidamente, los párpados ni siquiera se movían mientras miraban la insólita imagen, el sol resplandecía ya sobre el borde rojo del horizonte, poco a poco los extranjeros se acercaban más, aunque con grandísima lentitud. Alguien decía que los había a pie y a caballo, que avanzaban en fila india, que había una bandera. Eso decía alguien y también los otros se hacían la ilusión de verlo, a todos se les metía en la cabeza descubrir infantes y jinetes, el paño de un estandarte, la fila india, aunque en realidad distinguieran sólo una sutil franja negra que se movía lentamente.

—Los tártaros —se atrevió a decir el centinela Andronico, como con jactanciosa chanza, pues su rostro se había puesto blanco como un sudario. Media hora después el teniente Maderna, en el Reducto Nuevo, ordenó un cañonazo de salvas, disparo de advertencia, como estaba prescrito en el caso de que se viera acercarse secciones extranjeras armadas.

Hacía muchos años que allá arriba no se oía el cañón. Las murallas tuvieron un pequeño temblor. El disparo se amplió en un lento estruendo, funesto sonido de ruina entre las peñas. Y los ojos del teniente Maderna se volvieron al chato perfil de la Fortaleza, esperando señales de agitación. Pero el cañonazo no sembró el estupor, porque los extranjeros avanzaban precisamente por el triángulo de llanura visible desde el fuerte central y ya todos estaban informados. La noticia había llegado incluso a la galería subterránea más periférica, donde los bastiones de la izquierda terminaban pegados a las rocas, incluso al plantón que montaba la guardia en el sótano, en el almacén de las linternas y los útiles de albañilería, a él, que nada podía ver, encerrado en la lóbrega bodega. Y se estremecía porque el tiempo corriese, porque su turno terminase, para ir también al camino de ronda a echar un vistazo.

Todo seguía como antes, los centinelas permanecían en sus puestos, caminando de un lado a otro por el espacio prescrito, los escribientes copiaban los informes haciendo rechinar las plumas y mojándolas en el tintero con el ritmo habitual, pero desde el norte estaban llegando hombres desconocidos que era lícito presuponer enemigos. En las cuadras los hombres almohazaban los animales, la chimenea de las cocinas humeaba flemáticamente, tres soldados barrían el patio, pero ya pesaba sobre todo un sentimiento agudo y solemne, una inmensa suspensión de los ánimos, como si la gran hora hubiera llegado y nada pudiera pararla.

Oficiales y soldados respiraron a fondo el aire de la mañana para sentir en su interior una vida joven. Los artilleros se pusieron a preparar los cañones; bromeando entre sí, trabajaban a su alrededor como si se tratara de animales a los que mantener tranquilos, y los miraban con cierta aprensión; quizá, después de tanto tiempo, las piezas ya no estaban en condiciones de disparar, quizá en el pasado no se había hecho la limpieza con bastante cuidado, había que remediarlo en cierto sentido, pues dentro de poco se decidiría todo. Y nunca los mensajeros habían corrido escaleras arriba a tanta velocidad, nunca los uniformes habían estado en tan perfecto orden, ni las bayonetas tan brillantes, nunca habían tañido las cornetas de forma tan militar. No se había esperado en vano, pues; los años no se habían desperdiciado, la vieja Fortaleza, después de todo, serviría para algo.

Se esperaba ahora un especial toque de corneta, la señal de «alarma general» que los soldados nunca habían tenido la suerte de escuchar. En sus ejercicios, realizados fuera de la Fortaleza, en un vallecito aislado —para que el sonido no llegara al fuerte y no se produjeran equívocos—, los cornetas, durante las plácidas tardes de verano, habían ensayado la famosa señal, más que nada por un exceso de celo (nadie pensaba, desde luego, que un día podría servir). Ahora se arrepentían de no haberla estudiado lo bastante; era un larguísimo arpegio y subía hasta un extremo agudo; probablemente les saldría algo desafinado.

Sólo el comandante de la Fortaleza podía ordenar esa señal, y todos pensaban en él; los soldados ya esperaban que viniera a inspeccionar las murallas de una punta a otra, ya lo veían avanzar con orgullosa sonrisa, mirando bien a todos a los ojos. Tenía que ser un día espléndido para él. ¿No había gastado su vida en espera de esta ocasión?

El coronel Filimore estaba en su despacho, en cambio, y desde la ventana miraba, hacia el norte, el pequeño triángulo de desierta llanura que no ocultaban las rocas; veía una lista de puntitos negros que se movían como hormigas, precisamente en dirección a él, a la Fortaleza, y parecían verdaderamente soldados.

De vez en cuando entraba algún oficial, o el teniente coronel Nicolosi, o el capitán de inspección, u oficiales de servicio. Con diversos pretextos entraban, en impaciente espera de sus órdenes, anunciándole novedades insignificantes: que de la ciudad había llegado un nuevo cargamento de víveres, que se iniciaban esa mañana los trabajos de reparación del horno, que vencía el plazo del permiso de una decena de soldados, que en la terraza del fuerte central estaba preparado el anteojo, por si acaso el señor coronel quería utilizarlo.

Daban estas noticias, saludaban con un taconazo y no entendían por qué el coronel permanecía allá, mudo, sin dar las órdenes que todos esperaban como seguras. Aún no había mandado reforzar las guardias ni redoblar las reservas individuales de municiones, ni decidido la señal de «alarma general».

Como con misteriosa atonía, observaba fríamente la llegada de los extranjeros, ni triste ni alegre, como si todo aquello no le concerniese.

Además era un espléndido día de octubre, de sol límpido, aire ligero, el tiempo más deseable para una batalla. El viento agitaba la bandera izada en el tejado del fuerte, la tierra amarilla del patio resplandecía y los soldados, al pasar por allí, dejaban nítidas sombras. Una hermosa mañana, mi coronel.

Pero el comandante del fuerte daba a entender con claridad que prefería quedarse solo, y cuando no había nadie en su despacho iba del escritorio a la ventana, de la ventana al escritorio, sin saber decidirse, se acomodaba sin motivo el bigote gris, lanzaba largos suspiros, como hacen los viejos, exclusivamente físicos.

Ahora la franja negra de los extranjeros ya no se divisaba en el pequeño triángulo de llanura visible desde la ventana, señal de que estaban ya debajo, cada vez más próximos a la frontera. En tres o cuatro horas estarían al pie de las montañas.

Pero el señor coronel seguía limpiando con el pañuelo, sin motivo, los cristales de sus gafas, hojeaba los informes acumulados sobre la mesa: la orden del día para firmar, una petición de permiso, el impreso diario del oficial médico, un buen balance de la talabartería.

¿Qué esperas, coronel? El sol está ya alto, hasta el comandante Matti, que ha entrado hace poco, no ocultaba cierta aprensión; hasta él, que nunca cree en nada. Que te vean por lo menos los centinelas, una vueltecita por las murallas. Los extranjeros, ha dicho el capitán Forze, que ha ido a inspeccionar el Reducto Nuevo, se distinguen ya uno a uno, y están armados, llevan fusiles al hombro, no hay tiempo que perder.

Filimore, en cambio, quiere esperar. Serán soldados los extranjeros, no lo niega, pero ¿cuántos son? Uno ha dicho doscientos, otro doscientos cincuenta; le han hecho constar además que si ésa es la vanguardia el grueso será por lo menos de dos mil hombres. Pero el grueso aún no se ha visto, podría ocurrir que ni siquiera exista.

El grueso del ejército no se ha visto aún, mi coronel, sólo a causa de las nieblas del norte. Esta mañana están muy adelantadas, el viento las ha empujado hacia abajo, de modo que cubren una vasta zona de la llanura. Esos doscientos hombres no tendrían sentido si detrás de ellos no bajara un fuerte ejército; antes de mediodía aparecerán seguramente los otros. Incluso hay un centinela que afirma haber visto hace poco algo que se movía en los límites de las nieblas.

BOOK: El desierto de los tártaros
12.21Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Death at a Drop-In by Elizabeth Spann Craig
The Knife Thrower by Steven Millhauser
A Dangerous Man by Janmarie Anello
We Are Called to Rise by Laura McBride
Sidekick by Auralee Wallace
Bang Bang You're Dead by Narinder Dhami