Me senté ante la mesa, el bastón apoyado en una esquina, el sombrero colgado de la silla, y dispuse el tablero de forma que las fichas de ceniza se hallaran de mi lado, ya que las piezas con que jugaría mi asesino serian invisibles. Comprendí que la simetría del conjunto era adecuada: mi adversario, que movería primero, tenía las blancas (más que blancas, transparentes); yo llevaría las negras (las grises).
Contemplé, a través de la ventana abierta, el débil cuarto creciente de la luna sobre la línea irregular del muro del huerto. Me concentré en el tablero. Las pirámides de ceniza se hallaban tal y como las había colocado. Esperé.
Esa noche no sucedió nada más. Cerca del alba, la oscuridad ya derretida, cerré la ventana y me fui al dormitorio, abrumado por un sueño invencible. Fue el primer día, desde que había comenzado a investigar este caso, en que logré dormir bien, mecido por la satisfacción de haber salvado, al menos, a una de las víctimas.
Desperté, sin embargo, tarde y triste, traspasado el mediodía, con resabios amargos en la boca y la memoria. Fui a la cocina, me preparé un poleo y una tortilla francesa y regresé a la salita: las fichas de ceniza continuaban intocables; la ventana, cerrada.
Subí por las escaleras hasta la segunda planta de la casa, que apenas visito desde la muerte de Eloísa, mi mujer. Allí estaba el dormitorio grande (yo ahora duermo en el de la servidumbre, abajo) y las habitaciones de los niños que nunca tuvimos. En la última de todas me senté largo rato junto al viejo maniquí de mujer con la cabeza calva recostado en el camastro. Me tranquiliza esta figura depauperada y quieta con sus hermosas cejas, sus ojos pintados y los labios del mismo color que la piel. Las extremidades, enroscadas al tronco, están incompletas: faltan las manos y los pies. Lo había conseguido varios años antes, durante el traspaso de la tienda de ropa de los Gómez Osti, que ahora viven en la ciudad. Me la regalaron desnuda y así la conservo. En el pueblo me creen loco, entre otras cosas, porque vivo con este maniquí y porque colecciono grandes piedras talladas por el mar, de las muchas que pueden encontrarse en los alrededores del espigón, y las deposito después a ambos lados de la vereda que conduce a la entrada principal de mi casa. Yo me río al pensar en los cristos torturados y las vírgenes mustias de yeso, los retratos inquietantes de familiares muertos y las presencias no menos inquietantes de familiares vivos que colecciona la mayoría de la gente del pueblo. «Pobres —pienso a veces—: si todos vivimos con la muerte delante y los recuerdos detrás, ¿qué importancia tiene lo que coloquemos en medio?» Sin embargo, en aquel momento ni siquiera mi maniquí me ayudó a disipar la angustia que sentía.
—¿Cuál es la causa del mal?—le pregunté en voz baja.
Sus ojos pintados miraban al techo. No supo responderme. Después, en el comedor, me puse a escribir.
Eloísa: no puedo olvidarte. Papá: ya sabes que siempre estarás conmigo. Mamá: no me has abandonado nunca. Pero nada conservo en realidad de vosotros, salvo tu ceniza, papá: lo demás es invisible. Porque, decidme: después de la muerte de mi hermano Pedro en América, y teniendo en cuenta que mi hermana Juani, que vive en Madrid, se halla cada vez más vieja y olvidadiza, ¿en qué otro lugar persiste vuestro recuerdo sino en forma de pequeños pensamientos invisibles alojados en mi memoria? ¿Qué sois —qué somos todos— sino ligeros detalles? Y sin embargo, sin los detalles que vosotros formáis en mi interior, sin esa levísima (aún más tenue que la ceniza o la arena) huella de vuestra existencia, ¿podría yo, acaso, seguir viviendo? He aquí el secreto que Baltasar Párraga quisiera enseñar a los demás: ¡contemplad las cosas con ojos atentos y comprobaréis que nada de cuanto os rodea es importante, y que una vez cribada toda vuestra vida solo queda sobre el cedazo una finísima verdad, un fragmento tan nimio que desaparecería con un soplo! ¡Contemplad ese detalle y decid: eso es lo IMPORTANTEI
Por último, y en previsión de lo que pudiera ocurrir, me pareció conveniente redactar una breve nota para el cabo Marchena, de la guardia civil de Roquedal. En ella expuse todo lo sucedido:
Estimado amigo Marchena. Desde abril de este año se han cometido en nuestro pueblo, por lo menos, dos crímenes sanguinarios. Mi labor estratégica ha impedido, por otra parte, que se consumara el tercero. Me refiero a las muertes de Jacinto Guernod y María Auxiliadora Bernabé y al frustrado intento de asesinato de Paz Huertas Mohedano. Todos los crímenes han sido perpetrados por el mismo individuo: un audaz y taimado asesino que solo puede ser percibido (y, por tanto, atrapado) si atendemos a los detalles menos evidentes, a las pistas más sutiles: la afilada uña de un viejo, por ejemplo, o una telaraña, o incluso un ruido que se repite machaconamente.
Durante la semana que entra, querido Marchena, tengo previsto atrapar a este versátil psicópata en mi propia casa: le he tendido una habilísima trampa en la que no dudo que terminará cayendo. Pero si, en contra de mis esperanzas, es él quien se alza con la victoria (y mi derrota, qué duda cabe, significará mi muerte segura) quisiera, al menos, que estas líneas que ahora le escribo sirvieran para informarle de lo sucedido, con el fin de que, cuando mi asesino vuelva a asestar otro golpe sobre nuestro inocente pueblo, sepa usted con quién se enfrenta y quién es el verdadero culpable.
Y si le interesa conocer su identidad, le diré una palabra más, mi querido cabo Marchena: es posible que mi asesino sea completamente imaginario, pero sus crímenes son muy reales. Su identidad son sus crímenes. Investigue sus crímenes, amigo mío. Su seguro servidor,
BALTASAR PÁRRAGA
Sin embargo, nunca llegué a entregarle esta misiva al cabo Marchena, y creo que se debió a que, en realidad, confiaba en mi victoria.
Pasaron dos noches sin que nada más sucediera. La tercera, inolvidable, me senté como siempre frente al tablero de ajedrez con mis fichas de ceniza, abrí la ventana del huerto y me puse a esperarle. «Ven. Vamos. Ven hoy», pensaba. Me sentía excitado como el cazador que aguarda en su puesto la aparición de la pieza soñada.
Y llegó.
Al principio fue un frío leve, una brisa que, al entrar por la ventana, apenas poseía la suficiente fuerza como para tirar de los vellos de mis brazos y los hilos de mi ánimo. Aun así, mi cuerpo se tensó y la carne se me puso de gallina. Miré hacia la penumbra del huerto, el cielo cortado por la uña de la luna. «Aquí está», pensé. Escuché los ladridos de Pastor, mi viejo perro, que me avisaba desde el patio. «Aquí está», pensé otra vez.
Entonces la brisa creció y penetró por la ventana una hedionda ráfaga de aire muerto. Supe que venía directamente del cementerio. «Como es lógico», me dije. Observé el tablero: las cenizas de mi padre correspondientes al peón c7 avanzaron, por la fuerza de aquel repentino soplo, dos casillas adelante, hasta c5. El enemigo me comió este peón dispersándolo en el aire y la partida continuó desarrollándose. Mis fichas de ceniza iban desapareciendo del tablero conforme entraba el ventarrón. Yo no podía comer ninguna pieza de mi enemigo, porque ésas son las leyes de la muerte: mi única posibilidad consistía en que mi rey (la ceniza del escaque e8) lograra sobrevivir hasta el final. Anoté todos los movimientos de esta descabellada partida, la más importante que he jugado nunca:
Blancas: Él. Negras: Yo.
1.d4, c5; 2.dxc, d5; 3.e4, g5; 4.exd, e7; 5.dxe, a5; 6.exf+, Re7!; 7.exg8=D, h5; 8.Dxh8 y Dxh5 y Dxg5+ (¡¡enorme voracidad la de mi adversario, que ni siquiera respetaba las reglas y hacía tres jugadas seguidas!!), Re6!! (¡mi rey seguía dispersándose por el tablero, pero se salvaba!); 9.Dg5xd8 y Dxc8+, Rf6!! (escapando así de la criminal dama); 10.Dxb8 y Dxa8 y Dxa5, Ah6; 11.Dc7 y Dxb7 y Dh7 y Dxh6+, Rf5!! (¡mi rey se salva por los pelos!). Las blancas abandonan (el viento comenzó a debilitarse y se extinguió por completo).
[2]
«¡Hemos ganado, papá!», pensé, triunfante. Aún quedaba una leve pizca de ceniza procedente de la ficha de mi rey en f5. La recogí con el índice y el pulgar. Allí estaba: encerrado en aquel mínimo fragmento de polvo gris.
—¡Ya eres mío! —exclamé.
La carrera hacia el pueblo fue una pesadilla, y casi resultó mortal para mi fatigado corazón, pero era de todo punto evidente que tenía que darme prisa. Escogí el viejo camino del bosque en vez de la carretera, para llegar más rápido. «Por usted, María Auxiliadora —pensaba cuando me sentía desfallecer—, y también por usted, Guernod, qué caramba. Tampoco usted era culpable. Nadie debería morir. Toda muerte es un crimen, un delito oculto. El asesino podrá ser nimio, ligero y sutil, pero somos capaces de capturarlo.» Llegué al pueblo sin aliento, con el pecho agarrotado por el esfuerzo. Además, cuanto más me movía, y a pesar del sumo cuidado que procuraba tener, más ceniza se me escapaba por entre los dedos índice y pulgar de la mano derecha, hasta el punto de que apenas sentía ya la presencia de mi asesino bajo las yemas. Divisé luces en el cuartelillo de la guardia civil y hacia allí me dirigí con mis últimas energías. «Se me escapa —pensaba, desesperado—, ay, que se me escapa... que se desliza por entre los dedos... que se va, que huye, que... »
Esta crónica termina aclarando que llegué por fin a la comisaría y entregué a mi asesino. Ninguna importancia tuvo, pues, que surgiera cierta confusión al principio y la guardia civil me detuviera a mí, ya que pronto me identificaron, observaron mi estado y me trasladaron a un hospital del que salí tres días después bastante restablecido, gracias a Dios, y con la satisfacción de haber librado —¡y ganado!— una batalla campal contra el más astuto de todos los criminales de la historia. Ante este triunfal resultado, ¡qué importancia puede tener la compasión que advertí en ciertas miradas, las falsas palabras de consuelo, los sedantes que me inyectaron y la vacuidad de las preguntas que me hicieron los médicos!
Recuerdo que, durante las dos o tres noches siguientes a mi salida del hospital, demoraba en conciliar el sueño pensando qué hubiese ocurrido de no haber llegado a tiempo al cuartel de la guardia civil.
Qué habría pasado si no hubiese conservado entre los dedos índice y pulgar de mi mano derecha al menos una leve brizna de ceniza, cantidad muchísimo más insignificante que la que deposita en la frente don Fernando el párroco el primer miércoles de cuaresma cuando nos recuerda que somos polvo y volveremos a serlo. Qué habría sucedido con la gente de nuestro pueblo si no llego a entrar en el cuartelillo y, enfrentándome a la sorpresa del guardia civil de turno, abrir la mano y separar los dedos, dejando caer así sobre el escritorio atestado de informes la última, minúscula forma de mi asesino: unos pocos, casi invisibles granos de polvo, que solté como si me escocieran frente al atónito policía al tiempo que gritaba, jadeante:
—¡Aquí está! ¡Lo he atrapado, por fin: el responsable de todas las muertes, el verdadero culpable, primero araña, después mierda, más tarde música y cangrejo, y por último viento y ceniza! ¡Aquí está el único asesino!
Y el guardia civil de turno bajó la vista y distinguió perfectamente los oscuros y dispersos restos finales de mi verdugo, el nimio pero espantoso detalle de la maldad humana.
Enero de 1997
Nadie ha tocado nunca un timbre tan terrible: no me refiero al sonido que produjo sino a la presión en sí, al tacto del botón contra mi dedo, o de mi dedo contra el botón, nadie ha sentido nunca lo mismo que yo; aunque mi sensación fue lógica, ya que físicamente sería imposible tocar el timbre sin el hueso, quiero decir que sin el hueso nuestro dedo se torcería sobre el botón como un tubo de goma, o se aplastaría ridículamente, o se introduciría en sí mismo como un guante vacío, así que hasta cierto punto resulta lógico suponer que el timbre suena con el hueso, que es mi esqueleto el que llama a la puerta, pero nadie ha sentido nunca tal cosa, y me produjo pena y sorpresa comprobar que hasta aquel momento crucial yo ignoraba lo que realmente somos y que el conocimiento puede producirse así, de improviso, mientras el zumbido eléctrico molesta el oído todavía, que se me haya revelado en ese instante doméstico, que cuando Galia abrió la puerta yo ya fuera otro, que el sonido de su timbre me despertara de un sueño de ignorancia para sumirme en la vigilia de un mundo que, por desagradable que fuera, era más cierto, porque si mi dedo había hecho sonar el timbre era debido a que llevaba hueso en su interior; lo había percibido de repente: mi dedo era un dedo con hueso y su utilidad radicaba en el hueso, al palparlo noté la dureza debajo, tras impensables láminas de músculo, y la realidad de aquella presencia me dejó asombrado, estuporoso, con un estupor y un asombro no demasiado intensos pero permanentes: oh Dios mío tengo un
hueso debajo
, mi dedo
no
es un dedo, es un
hueso articulado
y protegido contra el desgaste: la idea me vino así, con una lógica tan aplastante que no me sorprendió
en sí misma
sino su ausencia hasta ese timbre; no había una idea extraña e increíble, había una extraña e increíble omisión de la idea en todo el mundo, justo hasta el histórico momento en que llamé a la puerta del piso de Galia, pero Galia estaba en el umbral con su bata azul celeste y su cabello ondulado como por rulos invisibles, y me contemplaba sorprendida; y es que es una mujer muy perspicaz: apenas me entretuve un instante demasiado largo entre su saludo y mi entrada, y ya me había preguntado qué me ocurría: yo me frotaba el índice de mi descubrimiento contra el pulgar, incapaz de creer aún que lo obvio podía estar tan oculto, casi temeroso de creerlo, y opté por disimular esperando tener más tiempo para razonar, así que entré, le di un beso, me quité el abrigo húmedo y la bufanda y saludé al pasar a César, que ladraba incesante en el patio de la cocina: Galia me dijo qué tal y yo le dije muy bien, y le devolví estúpidamente la pregunta y ella me respondió igual, y de repente me pareció absurdo este diálogo especular de respuestas consabidas, o quizá era que la revelación me había estropeado la rutina, véase si no otro ejemplo: mantuve tieso el culpable dedo índice mientras entraba, y ni siquiera lo utilicé para quitarme el abrigo, como si una herida repentina me impidiera usarlo, y es que desde que había comprobado que ocultaba un hueso lo miraba con cierta aprensión, como se miran los fetiches o los amuletos mágicos; pero hice lo que suelo hacer: me senté en uno de los dos grandes sofás de respaldo recto, estiré las piernas, saqué un cigarrillo —con los dedos pulgar y medio— y dije que sí casi al mismo instante que Galia me preguntaba si quería café, incluso antes de saber si realmente tenía ganas de café, ya que la tradición es que acepte, y Galia, tan maternal, necesita que yo acepte todo lo que me da y rechace todo lo que no puede darme; tomar el café en la salita, mientras termino el cigarrillo y justo antes de pasar al dormitorio, se ha vuelto, a la larga, el rato más excitante para ambos; charlamos de lo acontecido durante la semana, Galia me pregunta siempre por Ameli y Héctor Luis, se muestra interesada en mis problemas y apenas me habla de los suyos, pero el diálogo es una excusa para que ella me inspeccione, me palpe, capte cosas en mi mirada, en mi forma de vestir, en mis gestos, pues Galia, a diferencia de Alejandra, es una mujer afectuosa, impulsiva y, como ya he dicho, perspicaz, y la conversación no le interesa tanto como ese otro lenguaje inaudible de la apariencia, así que es muy natural que la interrumpa para decirme: estás cansado, ¿verdad?, o bien: hoy no tenías muchas ganas de venir, ¿no es cierto? o bien: cuéntame lo que te ha pasado, vamos, has discutido con Alejandra, ¿me equivoco?, así estemos hablando del tiempo que hace, los estudios de Héctor Luis o lo que sea, da igual, su mirada me envuelve y nota las diferencias; por lo tanto, no fue extraño que esa tarde me dijera, de repente: te encuentro raro, Héctor, y yo, con simulada ingenuidad: ¿sí?, y ella, confundida, aventura la idea de que pueda tratarse de Alejandra o de la niña: no, no es Alejandra, le digo, tampoco es Ameli; Alejandra sigue sin saber nada de lo nuestro, tranquila, y en cuanto a Ameli, ya la dejo por imposible, pero ella concluye que tengo una cara muy curiosa este jueves y yo la consuelo a medias diciéndole que estoy cansado, y ella insiste: pero no es cara de estar cansado sino preocupado, y yo: pues lo cierto es que no me pasa nada, Gali, porque cómo decirle que estoy pensando inevitablemente en el hueso de mi dedo índice, cómo decirle que de repente me he descubierto un hueso al llamar al timbre de su casa: ¿acaso no iba a sentirse un poco dolida?, ¿acaso no pensaría que era una forma como cualquier otra de decirle que ya estaba harto de visitarla cada semana, todos los jueves, desde hace años?, sonaba mal eso de: acabo de darme cuenta, Gali, justo al llamar al timbre de tu puerta, de que tengo un hueso en el dedo, de que mi dedo índice son tres huesos camuflados, para acto seguido decir: bueno, Gali, no pensemos más en que mi dedo índice son tres huesos, ¿no?, y vamos a la cama, que se hace tarde; sonaba mal, sobre todo porque con Galia, igual que con Alejandra, tenía que andar de puntillas: nuestra relación se había prolongado tanto que, a su modo, también era rutinaria, a pesar de que ella seguía llamándola «una locura»; curiosamente, Galia es viuda y libre y yo estoy casado y tengo dos hijos, pero ella sigue diciendo que lo nuestro es «una locura» y yo pienso cada vez más en una aburrida traición, un engaño cuya monótona supervivencia lo ha despojado incluso del interés perverso de todo engaño dejando solo los inconvenientes: jamás podría hablarle a Alejandra de Galia, ahora
ya no
, y jamás podría terminar con Galia,
ahora
ya no, cada relación se había instalado en su propia rutina y ya ni siquiera podía soñar con escaparme de ésta, porque se suponía que cada una servía precisamente para huir de la rutina de la otra: mi deber era cuidar de ambas, conocer a Galia y a Alejandra, saber qué les gustaba oír y qué no, lo cual, naturalmente, era difícil, y por eso mi propia rutina consistía en callarme frente a las dos; pero en momentos así callarme también era un esfuerzo, porque si me notaba incluso
la
división
entre los huesos, si podía imaginármelos al tacto, sentirlos allí como un dolor o una comezón repentina, ¿cómo podía evitar pensar en eso?; y ni siquiera era mi dedo lo que me molestaba, ya dije, sino mi
error
al no darme cuenta hasta ahora: esa
ceguera
era lo que jodía un poco, perdonando la expresión; porque hubiera sido como si me creyera que el arlequín de la fiesta de disfraces no esconde a nadie debajo, cuando es bien cierto que ese alguien
bajo
el arlequín es quien le otorga
forma
a este último, que no podría existir sin el primero: sería tan solo puros leotardos a rombos blancos y negros, bicornio de cascabeles, zapatillas en punta y antifaz, pero no el
arlequín
, y de igual manera, ¿qué error me llevó a creer hasta esa misma tarde que mi dedo índice era un dedo?; si lo analizamos con frialdad, un dedo es un
disfraz
, ¿no?, una piel elegante que oculta el cuerpo de un hueso, o de tres huesos si nos atenemos a lo exacto, y a poco que lo meditemos, una vez llegados a este punto y pinchado en el hueso, valga la expresión, ya no se puede retroceder y razonar al revés: decir, por ejemplo, que el hueso es simplemente la parte interna de un dedo: sería como llegar a ver el alma: ¿acaso pensaríamos en el cuerpo con el mismo interés que antes?; pero mientras hablaba con Galia y la tranquilizaba estaba razonando lo siguiente: que este descubrimiento conlleva sus problemas, porque es un hallazgo
delator
, como atrapar a un miembro de la banda y lograr que revele la guarida de los demás: si mi dedo índice derecho, el dedo del timbre, lleva huesos ocultos, la conclusión más sencilla se extiende como un contagio a los otros cuatro de esa misma mano y, ¿por qué no?, a los cinco de la otra: tengo un total de
diez huesos entre las dos manos
, tirando por lo bajo,
cinco
huesos
en cada una, y lo peor de todo es que
se mueven
: porque hay que pensar en esto para horrorizarse del todo: ¿alguna vez vieron moverse solos a diez huesos?, pues ocurre todos los días frente a ustedes, en el extremo final de los brazos: hagan esto, alcen una mano como hice yo aprovechando que Galia se acicalaba en el cuarto de baño (porque Galia se acicala antes y después de nuestro encuentro amoroso), alcen cualquiera de las dos manos frente a sus ojos y notarán el asco: cinco repugnantes
huesos
bajo una capa de pellejo (ni siquiera huesos
limpios
, por tanto, sino
envueltos en carne
) moviéndose como ustedes desean, cinco huesos pegados a ustedes, oigan, y tan usados: saber que nos rascamos con huesos, que cogemos la cuchara con huesos, que estrechamos los huesos de los demás en la calle, que acariciamos con huesos la piel de una mujer como Galia: saberlo es tan terrible pero no menos real que los propios huesos, saberlo es
descubrirlo para siempre
, y lo peor de todo fue lo que me afectó: no se trata de que no se me pusiera tiesa en toda la tarde, perdonando la intimidad, ya que esto me ocurría incluso cuando pensaba que los dedos eran dedos, no, lo peor fue el
cuidado
que puse: tanto que no parecía que estaba haciendo el amor sino operando algún diente delicado; y es que me invadió una notoria compasión por Galia, tan hermosota a sus cincuenta incluso, al pensar que sobaba sus opulencias, sus suavidades, con huesos fríos y duros de cadáver: mi culpa llegó incluso a hacerme balbucear incongruencias, desnudos ambos en la cama: ¿soy demasiado duro?, comencé por decirle, y ella susurró que no y me abrazó maternalmente, e insistir al rato, todo tembloroso: ¿no estoy siendo quizá algo
tosco
?, y ella: no, cariño, sigue, sigue, pero yo la tocaba con la delicadeza con que se cierran los ojos de un muerto, porque ¿cómo olvidar que eran huesos lo que deslizaba por sus muslos?, aún más: ¿cómo es que ella
no lo sabía
?, ¿acaso no se percataba de que las caricias que más le gustaban, aquellas en que mis dedos se cerraban sobre su carne, eran debidas a los
huesos
?: sin ellos, tanto daría que la magreara con un plumero: ¿cómo podría estrujar sus pechos sin los
huesos
?, ¿cómo apretaría sus nalgas sin los
huesos
?, ¿cómo la haría
venirse
, en fin, sin frotar un
hueso
contra su
cosa
, perdonando la vulgaridad?: sin los
huesos
, mis dedos valdrían tanto como mi pilila, perdonando la obscenidad, o sea,
nada
: ¿cómo es que ella no se horrorizaba de saber que nuestros retozos, que tanto le agradaban, eran puro intercambio de
huesos muertos
?, porque incluso sus propias manos, y mis brazos, y los suyos, Dios mío, ¿no eran largos y recios huesos articulados que se deslizaban por nuestros cuerpos, nos envolvían, apretaban nuestra carne, nos abrazaban?, ¿acaso era posible no sentir el grosero tacto de los húmeros, la chirriante estrechez del cúbito y el radio, los bolondros del codo y la muñeca?; sumido en esa obsesión me hallaba cuando dije, sin querer: ¿no estoy siendo muy
afilado
para ti?, y ella dijo: ¿qué?, y supe que la frase era absurda: «afilado»», ¿cómo podía alguien ser «afilado» para otro?, y casi al mismo tiempo me percaté de que era la pregunta correcta, la más cortés, la más cierta: porque con toda seguridad había huesos y huesos, unos afilados y otros romos, unos muy bastos y ásperos corno rocas lunares y otros pulidos quizá como jaspes: incluso era posible que el tacto del mismo hueso dependiera del ángulo en que se colocaba con respecto a la piel, porque un hueso es un poliedro, casi un diamante, y hay que imaginarse sobando a la querida con diez durísimos y helados cuarzos para comprender mi situación, pensar en la carilla adecuada que usaremos para deslizarlos por la piel, el borde más inofensivo, no sea que nuestros apretujones se conviertan en el corte del filo de un papel, en la erizante cosquilla de una navaja de barbero; y entre ésas y otras se nos pasó el tiempo y terminamos como siempre pero peor, resoplando ambos bocarriba como dos boyas en el mar, mirando al techo, con esa satisfacción pacífica que solo otorga la insatisfacción perenne: cuánto tiempo hace que tú y yo no disfrutamos, Galia, pienso entonces, que vamos llevando esto adelante por no aguardar la muerte con las manos vacías, tiempo repetido que nunca se recobra porque nunca se pierde, días monótonos, el trasiego de la rutina incluso en la excepción: porque, Galia, hemos hecho un
matrimonio
de nuestra hermosa amistad, eso es lo que pienso, pero hubiéramos podido ser felices si todo esto conservara algún sentido, si existiera alguna otra razón que no fuera la inercia para mantenerlo; oía su respiración jadeante de cincuenta años junto a mí y trataba de imaginarme que estaba pensando lo mismo: ese silencio, Galia, que nunca llenamos, la distancia de nuestra proximidad, por qué tener que imaginarlo todo sin las palabras, qué piensas de mí, qué piensas de ti misma, por qué hablar de lo intrascendente, y va y me indaga ella entonces: ¿qué tal el trabajo?, porque cree que el exceso de dedicación me está afectando, y yo le digo que bien, y ella, apoyada en uno de sus codos e inclinada sobre mí, los pechos como almohadas blandas, vuelve a la carga con Alejandra: pero te ocurre algo, Héctor, dice, desde que has entrado hoy por la puerta te noto cambiado, ¿no será que Alejandra sospecha algo y no me lo quieres decir?, y le he contestado otra vez que no, y a veces me interrogo: ¿por qué todo esto?, ¿por qué lo mismo de lo mismo, este vaivén inacabable?, ¿qué pasaría si un día hablara y confesara?, ¿qué pasaría si por fin me decidiera a hablar delante de Alejandra, pero también delante de Galia y de mí mismo?, decir: basta de secretos, de engaños, de misterios: ¿qué sentido le encontráis a todo?, ¿por qué oficiar siempre el mismo ritual de lo cotidiano?, y para cambiar de tema le comento que Ameli está atravesando ahora la crisis de la adolescencia y discute frecuentemente conmigo y que Héctor Luis ha decidido que no será dentista sino aviador; a Galia le gusta saber lo que ocurre con mis hijos, ese tema siempre la distrae, incluso me ofrece consejos sobre cómo educarlos mejor, y yo creo que goza más de su maternidad imaginaria que Alejandra de la real; en todo caso, es un buen tema para cambiar de tema, y pasamos un largo rato charlando sin interés y pienso que es curioso que venga a casa de Galia para hablar de lo que apenas importa, ya que eso es prácticamente lo único que hago con Alejandra; en los instantes de silencio previos a mi partida seguimos mirando el techo, o bien ella me acaricia, zalamera, incluso pesada, y me dice algo: esa tarde, por ejemplo: me gusta tu pecho velludo, así lo dice, «velludo», y no sé por qué pero de repente me parece repugnante recibir un piropo como ése, aunque no se lo comento, claro, y ella, insistente, juega con el vello de mi pecho y sonríe; Galia es una orquídea salvaje, pienso, y a saber por qué se me ocurre esa pijada de comparación, pero es tan cierta como que Dios está en los cielos aunque nunca le vemos: Galia es una orquídea salvaje en olor, tacto, sabor, vista y sonido, y me encuentro de repente pensando en ella como orquídea cuando la oigo decir: ¿por qué me preguntaste antes si eras «afilado»?, ¿eso fue lo que dijiste?, y me pilla en bragas, perdonando la expresión, porque al pronto no sé a lo que se refiere, y cuando caigo en la cuenta, y para no traicionarme, le respondo que quería saber si le estaba haciendo daño en el cuello con mis dientes, y ella va y se echa a reír y dice: ¡vampirillo, vampirillo!, y vuelve a acariciarme, y como un tema trae otro, lo de los dientes le recuerda que necesita hacerse otro empaste, porque hace dos días, comiendo empanada gallega, notó que se le desprendía un pedacito de la muela arreglada, así que pasará por mi consulta sin avisarme cualquier día de éstos, y de esa forma nos veremos antes del jueves, dice, y su sonrisa parece dar a entender que está recordando el día en que nos conocimos, porque las mujeres son aficionadas a los aniversarios, ella tendida en el sillón articulado, la boca abierta, y yo con mi bata blanca y los instrumentos plateados del oficio, y como para confirmar mis sospechas me acaricia de nuevo el pecho «velludo» y dice: me gustaste desde aquel primer día, Héctor, me hiciste daño pero me gustaste, y claro está que nos reímos brevemente y yo le digo que nunca he comprendido por qué se enamoró de mí en la consulta, qué clase de erotismo desprendería mi aspecto, bajito, calvo y bigotudo, amortajado en mi bata blanca, entre el olor a alcohol, benzol, formol y otros volátiles, provisto de garfios, tenacillas, tubos de goma, lancetas y ganchos, porque no es que mi oficio me disgustara, claro que no, pero no dejaba de reconocer que la consulta de un dentista de pago es cualquier cosa menos un balcón a la luz de la luna frente a un jardín repleto de tulipanes, eso le digo y ella se ríe, y por último el silencio regresa otra vez, inexorable, porque es un enemigo que gana siempre la última batalla; llega la hora de irme, esa tarde más temprano porque mi suegro viene a cenar a casa, y cuando voy a levantarme la oigo decir, como de forma casual: ¿qué haces frotándote los dedos sin parar, Héctor?, ¿te pican?, eso dice, y descubro que, en efecto, he estado todo el rato dale que dale moviendo los dedos de la mano derecha como si repitiera una y otra vez el gesto con el que indicamos «dinero» o nos desprendemos de alguna mucosidad, perdonando la vulgaridad, que es casi el mismo que el que utilizamos para indicar «dinero», y enrojezco como un niño de colegio de curas pillado en una mentira y quedo sin saber qué decirle, hasta que por fin me decido y opto por revelarle mi hallazgo: nada, digo, ¿es que nunca te has tocado el hueso que tenemos bajo los dedos?, y lo pregunto con un tono prefabricado de sorpresa, como si lo increíble no fuera que yo me los frotase sino que ella no lo hiciera: qué dices, me mira sin entender, y me encojo de hombros y le explico: es que resulta curioso, ¿no?, quiero decir que si te tocas los dedos notas