—Pedí una excedencia. El hospital te exige mucho y yo llegué a un punto en que... Bueno, me fundí. Me recomendaron un descanso y me lo tomé.
—Hiciste bien.
Hasta ahí todo era verdad. ¿Para qué continuar? Ella parecía satisfecha e incluso agregó algo que evidenciaba que su preocupación fundamental no era precisamente mi vida privada:
—Yo también pediría una excedencia.
Lo dijo como si se tratara de pedir sin ganas, a sabiendas de que da igual.
—No te sientes muy a gusto aquí, por lo que veo.
—Estoy a gusto, pero es distinto. Roquedal es —pensé que diría «precioso» y me felicité— precioso, pero...
—Muy pequeño.
—Tampoco es eso. Me siento a gusto precisamente porque es pequeño. Lo que ocurre es que a veces me parece justo lo contrario: es tan grande que nunca llegas a irte del todo de él por mucho que camines. —Rió esplendorosa y su pecho volvió a bailar, ceñido—. Quiero decir que cuando vives en él mucho tiempo, llegas a profundizar. O sea, te parece todo igual, pero nada lo es: cada cosa es diferente, cada historia distinta, cada persona... ¡llegas a conocer a cada persona! Sus vidas, sus propias historias. Llegas a pensar que la impertinencia es inevitable, porque ellos están en ti lo mismo que tú en ellos, y cada vida parece... pendiente de las otras. Al final todo resulta tan complicado que ansías la soledad pequeñita de la gran ciudad. —Volvió a reír y descubrí que lo hacía sin ganas y sin fe, como enseñada desde muy niña a que la risa y la alegría nunca van juntas—. No sé: es como mirar por un microscopio. ¡Las cosas pequeñas son terriblemente complejas cuando las detallas!
—Así que ambos huimos de lo mismo desde sitios opuestos —le dije—. ¿No será que la complicación está en nosotros?
La idea pareció gustarle: jugó con ella mirando hacia el techo con sus ojos pequeños, las manos ondulantes expresando ya su opinión antes de hablar. Parecía una gatita luchando por desovillar una madeja de lana más grande que ella.
—No sé, no sé —dijo—, puede ser. Quieres decir que tú también huyes de la complicación, pero en este caso de la que hay en la gran ciudad, ¿no? Pero no es eso lo que he querido decir: la complicación de Roquedal es diferente. El pueblo en sí es diferente: no hay dos esquinas iguales, dos calles semejantes, no sé...
—Me parece que estás equivocada.
—¡Es que tú no te fijas! Llevas apenas un día y no te fijas. ¿Has sentido lo que te digo en otros pueblos?
Marta esconde una inteligencia interesante, sorprendente. Su pregunta me hizo pensar que no se creía —con razón— mi pequeña mentira de las sustituciones en los pueblos, pero, como es lógico, temo contarle mi absoluta inexperiencia en ellas. Quizá más adelante, con más confianza, pueda decirle que Roquedal es el primer lugar donde trabajo después de superar una crisis que me mantuvo dos años apartado de la profesión. Fuera como fuese, disimulé mi paranoia y dije:
—No. Me parece que no.
Y mi propia desgana y la coincidencia de otro paciente extinguieron el tema. Ahora pienso: ¿Marta sabe algo más que no ha querido contarme? ¿Qué significa realmente la «complicación» de lo pequeño? Pero debo proseguir en orden.
Al terminar, me tocó el turno de sonsacarle algunos datos. Le pregunté por Carmen, la matrona, con la esperanza de saber algo sobre Rocío. Me contó que era natural de aquí y que había enviudado hace unos diez años. Su marido era enfermero y practicante, y Marta lo sustituyó cuando falleció (de un infarto, al parecer). Rocío era su única hija, muy mimada y muy rara, aunque, según Marta, con esa rareza tan típica de los hijos únicos y mimados (lo dijo con tono compasivo, como si ella también lo fuera). No había querido estudiar pero a la madre no le importaba: la mantenía así, ignorante e intocable, solo para ella, aunque Rocío le había salido rebelde, fría y despegada. Carmen sufría, «porque la quiere mucho», pero ha tenido que aguantarse y cederle terreno sin remedio. Rocío ya tiene dieciocho años (eso cree Marta) y hace de su capa un sayo. Razoné en conclusión que, para Marta, Rocío es una especie de bestezuela inevitable donde se han ido acumulando las frustraciones de Carmen. Nada me supo o me quiso decir sobre sus costumbres (salvo que era «solitaria») y a mí, en contrapartida, me pareció inadecuado contarle lo sucedido la noche anterior. Quedamos, pues, así, ambos quizá ignorantes de nuestro respectivo interés —ella en contármelo, yo en oírlo— y dejamos ahí ese segundo tema.
Hubo ayer dos avisos para que acudiera a los domicilios, y me propuse terminarlos antes de la siesta. Parecía día de mercado y había cierto movimiento laborioso de las gentes, cierto aroma de peces capturados que subía por las calles, desde las tascas de la playa, y grupos de hombres descalzos o con chancletas transparentes como medusas que iban y venían sosteniendo las anacondas de redes enrolladas que destriparon en la plaza y dejaron allí abiertas, extendidas. Me sentí como transfigurado por aquella invasión, aquel brazo de mar con pescadores, barcas y redes que recorría las calles y se colaba en las casas, y me pregunté por qué no había bajado todavía a la playa desde que estaba en Roquedal. Tuve ganas de mar mientras deambulaba por las calles, pero pensé que aquello ya lo era: como la espuma lechosa de las olas, como la orfebrería destellante de las caracolas o las conchas. Me dije: esto no es el preludio del mar, esto ya lo es. Un bullicio repleto de vida que me rodeaba. La complicación incesante de lo pequeño. Eso pensé, y sin saber la razón, tuve miedo.
La primera llamada fue sencilla: era la revisión mensual de un anciano (con esa barba blanca del descuido, los ojos brillantes como los de los propios peces, las venas rígidas como cordajes) restringido por una parálisis hemicorporal. La casita en la que vivía con su mujer daba a un patio compartido con sus vecinos «de siempre»» que se asomaban, pendientes de mis palabras (una barahúnda de niños y el más pequeño, casi simbólico, en los brazos de la madre), por saber qué le decía yo «al abuelo».
La segunda llamada empezó con las mismas apariencias: era una niña, la hija pequeña del dueño de uno de los bares, que había amanecido caliente como la playa. Nada más entrar (era una casa de una planta con dos ventanas a la calle, enrejadas, donde languidecían geranios presos, y un vestíbulo fresco y oscuro) me recibió un grupo indeterminado de vecinos y familiares entre los que divisé la angosta altitud de Juan, el farmacéutico.
—Hombre, Marcelo, buenos días. A ver qué le pasa a esta niña.
Con aquellas palabras parecía cederme una jerarquía que hasta mi llegada nadie le había disputado. Saludé a todos y todos me saludaron. Alguien (alguna voz) me recordó que yo no conocía el camino y fue la primera (detrás, todo un coro) en advertirme:
—A la izquierda, doctor. Al fondo a la izquierda.
Y por allí avancé (era un pasillo breve) bajo todo un palio de miradas solemnes y atentas, con Juan siguiéndome ala distancia del aliento.
—Yo creo que es gripe, pero los padres están muy asustados. Le he dado un salicilato infantil porque tenía más de treinta y nueve. No sé si he hecho bien.
—Muy bien, Juan, muy bien.
—Soy amigo de la familia —me respondió a la pregunta que no le había hecho—. Me avisaron y prometí llegarme en cuanto cerrara la farmacia.
La habitación en la que entramos era pequeña y olía a una agradable clausura. La ventana daba a la calle posterior (o a una de las laterales) y el sol desparramaba los rayos sin dirección, como si alguien lo hubiera arrojado dentro, dorando paredes y suelo. Una repisita blanca y pequeña como una casa de muñecas guardaba la cercanía de la puerta y apenas más allá se encogía, de breve que era, una cama artesanal (me supuse que sería manufactura familiar, quizá paterna) sobre la que se extendía una colcha bordada con corazones rojos. Bajo la colcha, un bulto. La madre entró con nosotros y se nos adelantó (era, aún era, bonita, de pómulos altos y ojos ligeramente orientales, el pelo manchado de canas y alborotado por una noche inquieta) para descubrirnos lo que había debajo.
Se sentía antes la fiebre, la enfermedad, los olores rancios pero no repugnantes, y después se veía a la niña.
Era linda y flacucha, de largos cabellos negros lavados por el sudor y la calentura, la gran mirada febril y asustadiza como un conejo sorprendido. No tendría más de ocho años. Envolvía entre sus brazos la peor muñequita de todas las que había en la habitación (esa apetencia de los niños por lo más simple nunca deja de sorprenderme): una figura de trapo sin cara con hilachas amarillas y falda a cuadros.
—A ver, Verónica, que está aquí el médico.
Pero Verónica se encogió más en la cama sin despegar los ojos de mí. Su rostro era un susto gracioso.
—Verónica, niña —le regañó la madre sin ganas—. Que este señor te va a poner buena.
—Está asustada —dijo Juan sobre mi hombro.
En una diminuta mesita de noche (también blanca) junto a la cama, se erguían un vaso de colorines y un reloj con cara de payaso de cuya narizota roja emergían finas manecillas. Producía un ruido fuerte y acompasado de tictac. La niña pareció refugiarse en su contemplación, aún temerosa. Aprovechando esa tregua de su vigilancia, dejé mi maletín a los pies de la cama, donde ella no pudiese verlo, y le pedí a la madre en voz baja una cuchara. Entonces le indiqué con gestos a los curiosos que se retiraran hasta el umbral (incluyendo a Juan) y le hablé sin moverme, sin acercarme aún, como el que espera capturar con las manos un pajarito, algo que puede romperse si se es brusco:
—Verónica, hola.
La niña no me miraba. Miraba su reloj y abrazaba a su muñeca.
—Qué reloj tan bonito, Verónica.
Hubo movimientos a mi espalda, que yo traduje como signos de inquietud por el estado de la niña o de impaciencia por mi labor. Proseguí con tranquilidad:
—¿Te despierta todos los días?
Siguió sin mirarme y sin decir nada. Junto a mí flotó de repente una cucharita metálica: la madre, detrás, sin atreverse a interrumpirme, la sostenía por un extremo con dos dedos, como si quemara. La cogí y le di las gracias, indicándole con gestos que se acercara. Entonces me agaché cuidadosamente junto a la cama.
—Ahora voy a ver qué hora es, Verónica.
El reloj tenía un asa grande y verde que simulaba el sombrero hueco del payaso. Lo cogí de ella y lo sostuve frente a la niña como un péndulo. Confiaba en que siguiera mirándolo, distraída, y así poder examinarle la garganta con más comodidad. Ella quiso quitármelo, pero débilmente como si prefiriera contemplarlo desde lejos.
—Mira, hace tictac. Dilo tú también: tictac.
Acerqué la cucharita tentativamente. La niña tenía la cabeza en la posición correcta pero no despegaba los labios. Sabía que al final terminaríamos haciéndolo por la fuerza, pero preferí esperar.
—¿Sabes qué hora es, Verónica? —Percibí de reojo que la madre había dejado de mirar a la niña y me miraba a mí. Pensé que le intrigaba mi paciencia y sonreí—: ¿Quieres que te diga la hora, Verónica? Y después me la dices tú con la boca bien abierta.
En ese momento miré hacia el reloj para decírsela y comprobé, sorprendido, que no podía: el reloj no tenía números. Es más, poseía cinco manecillas pequeñas, de diferentes formas, y dos más grandes y sinuosas que no señalaban hacia los extremos de la circunferencia sino hacia dentro.
Y debajo, como si ostentara una marca de fabrica, sobre los labios sonrientes del payaso, un nombre en letras azules, grandes, temblorosas: ESTÍO.
Sentí como agua helada en mi columna vertebral. Se me olvidó por un instante qué hacía yo allí, con una cuchara en la mano, agachado en la cabecera de una cama. Y comprendí, creo que en el instante siguiente, con esa lucidez que da la tensión, que debía simular no haber visto nada: por suerte, la madre parecía estar ahora más pendiente de la niña que de mí, animándola para que abriera la boca.
Una fugacísima inspección (el tiempo apenas que recorrió la imagen hasta mis ojos, justo antes de que cerrara su boca por última vez) y una leve palpación de sus ganglios me convencieron de la existencia de una inflamación de las amígdalas. Mientras prescribía las medidas que me parecían oportunas, comenté como de pasada:
—Un reloj muy bonito. Si tuviera hijos, me gustaría regalarles uno igual. ¿Dónde lo compraron?
La madre me sonrió y fue a decir algo. Entonces otra voz se adelantó:
—Lo compramos hace ya tiempo, no recuerdo dónde, y lo guardamos para darle una sorpresa, pero allí se nos quedó. Y me dije: ahora que está mala, vamos a ponérselo ahí cerquita.
Debía de ser el padre: bajito y rechoncho, con una camisa que fue blanca coloreada por manchas de café y tensa en el vientre abultado, las manos húmedas y rojas caídas a ambos lados del cuerpo, como si gotearan. Tenía el pelo castaño y los ojos achinados de su esposa. Me dio la impresión de haber salido directamente del trabajo, preocupado. Todo eso supe al verle.
Y, además, supe que mentía.
Los demás (salvo Juan, que había ido a conseguir las medicinas que yo había indicado y avisar a Marta) me miraban con expectante seriedad.
—Bueno, debo irme —dije.
Nadie se movió.
Y de improviso el reloj hizo sonar unas tenues campanitas momentáneas. Fueron tan débiles como un hálito pero se me quedaron flotando cerca del oído mucho rato después de cesar: una melodía de siete u ocho notas que se me antojó familiar. No era difícil oír con la imaginación la letra adecuada:
¿Qué-son? ¿Dón-de es-tán?
¿Có-mo en-con-trar-los?
Salí de la casa entre agradecimientos y despedidas amables pero con una exasperante sensación de haber hecho algo que no debí, de haber cometido un ínfimo error, imparable ya, como el sonido de un murmullo soltado entre los desfiladeros que crece hasta el alud; una diminuta inminencia que me seguía, pegada a mí, invisible pero creciente, anunciando un holocausto incomparable (la cerilla encendida en el bosque seco). «Vete de aquí, Marcelo. Este pueblo no es bueno», oía la advertencia de Rocío como un grito silencioso: «¡Vete de aquí!».
No sabía qué conclusiones extraer, salvo que todos me mentían, probablemente desde el principio. Todo Roquedal sabía algo que callaba, algo que tenía que ver con los niños, con las canciones infantiles y los círculos de tiza, con el nombre de «Estío» (¡que tanto aterrorizó a Rocío cuando se lo dije!) y con relojes de manecillas abstractas que no marcan la hora.