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Authors: Charlaine Harris

El Día Del Juicio Mortal

BOOK: El Día Del Juicio Mortal
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El juicio final está en camino, y Sookie Stackhouse tiene una habilidad especial para situarse en medio de los problemas; en particular cuando es testigo del ataque con bombas incendiarias al Merlotte’s, el bar donde trabaja. Dado que Sam Merlotte es conocido por su doble naturaleza. Las sospechas inmediatamente recaen sobre los cambiantes de la zona. Sookie tiene otra opinión, pero antes de que pueda investigar surge algo aún más peligroso.

El amante de Sookie, Eric Northman, y su “niña” Pamela están tramando algo en secreto. Sea lo que sea, parecen decididos a mantener a Sookie al margen. Pero Sookie está igual de decidida a descubrir que está ocurriendo. No puede permanecer de brazos cruzados cuando tanto su trabajo como su vida amorosa están amenazados. Sin embargo, cuanto más progresa en sus investigaciones, más consciente es de que la situación es más mortal de lo que nunca hubiera podido imaginar.

Charlaine Harris

El Día del Juicio Mortal

Saga Sookie Stackhouse 11

ePUB v1.0

Percas
18.11.11

Agradecimientos

Me temo que esta vez me dejaré a alguien, ya que soy lo bastante afortunada como para contar con un montón de ayuda mientras trabajo en estos libros. Permitid que dé las gracias a mi asistente y mejor amiga, Paula Woldan, primero y ante todo por aportarme la paz mental necesaria para trabajar sin preocupaciones; a mis amigas las lectoras Toni L. P. Kelner y Dana Cameron, que me ayudan a centrarme en los aspectos importantes de la obra de turno; a Victoria Koski, que intenta mantener el orden del enorme mundo de Sookie; y a mi agente, Joshua Bilmes, y a mi editora, Ginjer Buchanan, que tanto se esfuerzan por mantener encarrilado mi tren profesional. Para este libro, conté con el inapreciable consejo de Ellen Dugan, escritora, madre y bruja.

Capítulo
1

El desván había permanecido cerrado hasta el día siguiente de la muerte de mi abuela. Había encontrado la llave y lo abrí aquel día aciago en busca de su vestido de novia, convencida con la loca idea de que debería ser enterrada con él. Había dado un paso al interior, me había vuelto y salido de allí, dejando la puerta abierta tras de mí.

Ahora, dos años después, volví a abrirla. Los goznes chirriaron ominosamente, como si fuese la medianoche de Halloween, en vez de un soleado miércoles de finales de mayo. Los anchos tablones del suelo protestaron bajo mis pies en cuanto atravesé el umbral. Estaba rodeada de siluetas negras y un ligero olor a moho; el aroma de las viejas cosas olvidadas.

Cuando se añadió la segunda planta a la casa Stackhouse original, décadas atrás, aquélla se había dividido en dormitorios, aunque puede que un tercio hubiera sido relegado a espacio de almacenaje cuando la generación más numerosa de la familia empezó a menguar. Como Jason y yo nos habíamos mudado con nuestros abuelos cuando murieron nuestros padres, la puerta del desván siempre se había mantenido cerrada. La abuela no quería tener que correr detrás de nosotros para limpiar en caso de que decidiéramos que el desván era un buen patio de juegos.

Ahora, la casa me pertenecía y llevaba la llave colgada de una cinta al cuello. Sólo quedábamos tres descendientes en la familia: Jason, yo y el hijo de mi fallecida prima Hadley, un muchachito llamado Hunter.

Palpé la oscuridad con la mano en busca de la cadena, la agarré y tiré de ella. La bombilla del techo se encendió y derramó su luz sobre décadas de desechos familiares.

El primo Claude y el tío abuelo Dermot entraron detrás de mí. Dermot exhaló con tanta fuerza que casi pareció un estornudo. Claude parecía triste. Estaba segura de que lamentaba su oferta de ayudarme a limpiar el desván. Pero no iba a dejar a mi primo en la estacada, no cuando había otro hombre dispuesto a echar una mano. Por ahora, Dermot iba allí donde iba Claude, así que contaba con dos al precio de uno. No había manera de predecir cuánto duraría la situación. Esa mañana, me di cuenta de repente de que pronto empezaría a hacer demasiado calor como para pasar el tiempo en el piso de arriba. La ventana que mi amiga Amelia había instalado en uno de los dormitorios mantenía los espacios habitables a una temperatura tolerable, pero nunca nos habíamos tomado la molestia de cambiar la del desván.

—¿Cómo vamos a hacer esto? —preguntó Dermot. Él era rubio y Claude moreno; parecían dos sujeta-libros estupendos. Una vez le pregunté a Claude cuántos años tenía, para descubrir que apenas tenía una remota idea. Las hadas no cuentan el tiempo como nosotros, pero sabía que Claude me sacaba al menos un siglo. Era un crío en comparación con Dermot; mi tío abuelo calculaba que me sacaba setecientos años. Ni una arruga, ni una cana, ni el menor rastro de declive físico, en ninguno de los dos.

Dado que la naturaleza feérica era mucho más poderosa en ellos que en mí (yo sólo lo era en una octava parte), todos parecíamos más o menos de la misma edad, bien entrada la veintena. Pero eso cambiaría al cabo de pocos años. Yo parecería mayor que mis venerables familiares. Si bien Dermot se parecía mucho a mi hermano Jason, el día anterior me había dado cuenta de que éste tenía ya patas de gallo. Probablemente Dermot jamás desarrollara ese síntoma de la edad.

Devolviéndome al aquí y al ahora, dije:

—Sugiero que llevemos las cosas al salón. Allí hay mucha más luz y nos será fácil ver qué conservamos y qué tiramos. Cuando despejemos el desván, me pondré a limpiarlo después de que os vayáis a trabajar. —Claude era propietario de un club de
striptease
en Monroe y conducía hasta allí todos los días. Dermot seguía a Claude allí donde fuese. Como siempre…

—Tenemos tres horas —dijo Claude.

—Manos a la obra —contesté con una amplia sonrisa. Es mi expresión de seguridad.

Una hora más tarde, estaba un poco arrepentida, pero ya era demasiado tarde para echarse atrás (contemplar a Claude y a Dermot sin camiseta hizo el trabajo más interesante). Mi familia ha vivido en esta casa desde que los Stackhouse llegaron al condado de Renard, y de eso hace sus buenos ciento cincuenta años. Nos ha dado tiempo a acumular cosas.

El salón se llenó rápidamente. Había cajas de libros, baúles llenos de ropa, muebles, jarrones. La familia Stackhouse nunca había sido rica, y al parecer siempre habíamos creído que los trastos nos servirían, por muy viejos o rotos que estuviesen, si los conservábamos el tiempo suficiente. Hasta los dos hadas quisieron hacer una pausa después de desplazar trabajosamente un pesado escritorio de madera por las estrechas escaleras. Nos acomodamos en el porche delantero. Los muchachos se sentaron en la barandilla y yo ocupé el balancín.

—Podríamos amontonarlo todo en el jardín y quemarlo —sugirió Claude. No bromeaba. Su sentido del humor era extraño en el mejor de los casos, diminuto el resto de las veces.

—¡No! —protesté con toda la irritación que sentía—. Sé que estas cosas no son valiosas, pero si otros Stackhouse pensaron que merecía la pena guardarlas, al menos les debemos la cortesía de repasarlas.

—Queridísima sobrina nieta —dijo Dermot—, me temo que Claude lleva razón. Decir que estos desechos «no son valiosos» es hacerles demasiado favor. —Cuando oyes hablar a Dermot, te das cuenta enseguida de que su similitud con Jason se queda en la superficie.

Miré a los hadas masculinos con furia.

—Claro, se me había olvidado que para vosotros dos la mayor parte de este mundo es basura, pero para los humanos puede haber cosas de valor —declaré—. Podría llamar al teatro de Shreveport para ver si necesitan ropa o muebles.

Claude se encogió de hombros.

—Así nos deshacemos de una parte —dijo—. Pero la mayoría de las prendas no valen ni para trapos. —Habíamos empezado a poner cajas en el porche cuando el salón se hizo intransitable y le dio unos golpecitos con el pie a una de ellas. La etiqueta indicaba que el contenido eran cortinas, pero apenas era capaz de imaginar cuál sería su aspecto original.

—Tienes razón —admití. Tomé un poco de impulso con los pies y me balanceé durante un minuto. Dermot entró en la casa y salió con un vaso de té de melocotón con un montón de hielo. Me lo tendió en silencio. Se lo agradecí y contemplé tristemente las cosas que alguien atesoró alguna vez—. Está bien, haremos una hoguera —concluí, cediendo al sentido común—. ¿Lo hacemos donde suelo quemar las hojas?

Dermot y Claude me atravesaron con la mirada.

—Está bien, lo haremos aquí, sobre la grava —dije. La última vez que renové la grava del camino privado, incluí la zona de aparcamiento, rodeada de maderos decorativos—. Tampoco recibo tantas visitas.

Cuando Dermot y Claude lo dejaron para ducharse y cambiarse para ir al trabajo, la zona de aparcamiento contenía un sustancioso montón de objetos inútiles a la espera de una antorcha. Las mujeres de la familia habían almacenado innumerables juegos de sábanas y colchas, y la mayoría se encontraban en la misma condición deplorable que las cortinas. Para mi profundo pesar, muchos de los libros estaban enmohecidos y habían sido víctimas de los roedores. Los añadí a la pila con un suspiro, a pesar de que la mera idea de quemar libros me ponía enferma. Pero el mobiliario roto, los paraguas carcomidos, las alfombrillas sucias, una vieja maleta de cuero con agujeros…, nadie volvería a necesitar esos objetos.

Las fotografías que habíamos rescatado, enmarcadas, en álbumes o sueltas, quedaron depositadas en una caja, en el salón. Metimos los documentos en otra caja. También encontré algunas muñecas viejas. Por la televisión, sabía que algunas personas coleccionaban ese tipo de muñecas, así que quizá ésas valieran algo. También había algunas armas antiguas y una espada. ¿Dónde está
Antiques Roadshow
[1]
cuando se lo necesita?

Esa tarde, en el Merlotte’s, le conté a mi jefe, Sam, el día que había tenido. Sam, un hombre compacto, pero en realidad muy fuerte, estaba desempolvando las botellas tras la barra. Esa noche no había mucha clientela. De hecho, el negocio había flaqueado durante las últimas semanas. No sabía si el bajón se debía a la planta de procesamiento de pollos que había cerrado o al hecho de que Sam fuese un cambiante (los cambiantes habían intentado emular la provechosa transición de los vampiros, pero no les había ido tan bien). También había un bar nuevo, el Redneck Roadhouse de Vic, a unos diez kilómetros al oeste por la interestatal. Había oído que allí se celebraban todo tipo de concursos de camisetas mojadas, competiciones de bebida de cerveza y un evento llamado «Noche de traerse a Bubba». Mierda como ésa.

Mierda que gustaba a la gente. Mierda que animaba a consumir.

Fuesen cuales fuesen las razones, Sam y yo tuvimos mucho tiempo para hablar de desvanes y antigüedades.

—Hay en Shreveport una tienda llamada Splendide —dijo Sam—. Los dos dueños son coleccionistas. Podrías llamarlos.

—¿De qué los conoces? —Vale, quizá no había ido con todo el tacto aconsejable.

—Bueno, sé más cosas, aparte de atender un bar —me respondió Sam, mirándome de soslayo.

Rellené una jarra de cerveza para una de mis mesas. Al volver, continué:

—Ya sé que sabes de muchas cosas. Sólo me preguntaba cómo has ido a dar con las antigüedades.

—En realidad no he dado con ellas. Pero Jannalynn sí. Splendide es su tienda favorita.

Parpadeé procurando no parecer tan desconcertada como me sentía. Jannalynn Hopper, que llevaba semanas saliendo con Sam, tan feroz que había sido nombrada lugarteniente de la manada del Colmillo Largo, a pesar de sus veintiún años y no medir más que una colegiala. Resultaba complicado imaginar a Jannalynn restaurando una antigua foto o intentando encajar un antiguo aparador colonial en su casa de Shreveport. Pensándolo bien, no tenía ni idea de dónde vivía. ¿Viviría en una casa como todo el mundo?

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