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Authors: José L. Collado

El día que murió Chanquete (13 page)

BOOK: El día que murió Chanquete
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—Pero estuviste enamorado una vez, ¿no?

—Ya no lo sé. Creo que sí, pero no sé si era amor o era otra cosa. Mi siquiatra dice que he sublimado aquello hasta convertirlo en un ideal imposible que me impide aceptar a ninguna otra persona. No sé, también dice que el miedo inconsciente al sufrimiento me hace rechazar cualquier posible relación profunda. Es lo que él dice.

—Ya, ¿y qué piensas hacer? ¿Te vas a resignar a no enamorarte nunca? Es muy triste, Enric.

—Ya lo sé, pero no puedo hacer nada... Lo he intentado, Jesús, pero no puedo... No puedo.

No sonreía al otro lado del teléfono. Muy al contrario, parecía a punto de echarse a llorar. Nunca antes había verbalizado sus sentimientos o la falta de ellos y, aunque no lo dijo, comprendí que yo había sido su último intento de amar. Fallido, como todos los anteriores y, quizá, todos los venideros. Una compasión infinita desbordó mi alma y se vertió por el auricular.

—No quiero perderte, Jesús... A mi manera yo también te quiero, y quiero tenerte en mi vida.

—Pero yo no puedo... ¿No te das cuenta de que me he metido hasta el fondo en esto? Ahora no puedo dar medio paso atrás. Tengo que dar un paso completo... hacia delante.

—Lo entiendo...

—No lo entiendes, Enric. Estoy enamorado de ti como nunca lo he estado de nadie. He descubierto que puedo amar, así, con todas las letras, pero no sabes lo insoportable que es el dolor de la espera, no poder oír la voz de la persona que más quieres, imaginar lo peor, no poder dormir, no tener vida... No puedes pedirme que sufra así por ti.

—Lo siento.

Le oí sollozar, pero no pude visualizar sus ojos llenos de lágrimas. La congoja en mi propio corazón me impedía hablar y casi respirar, pero estaba dispuesto a llegar hasta el final.

—Espero que me comprendas, Enric. Esto es lo más doloroso que he hecho en mi vida pero... cuando colguemos el teléfono no volveremos a hablar más.

—¿Nunca?

—Al menos en mucho tiempo. Es la única forma de que yo pase página de una vez.

—Quizás algún día podamos ser amigos... Ojalá.

—Entonces esto es un hasta luego.

—No... Necesito que sea un adiós.

—Dale las gracias a Margarida. Y cuídala, te quiere mucho.

—Lo sé.

—Voy a colgar, Enric... A pesar de todo, me alegro de haberte conocido. No me arrepiento de nada.

—Lo siento.

—Adiós, Enric.

—Adiós.

—No puedo... cuelga tú, por favor. —Lo siento, Jesús, hasta siempre.

Y colgó. Y la trampilla del cadalso se abrió bajo mis pies. Y nunca más volví a saber de él.

Chanquete había muerto definitivamente.

No lloré aquella noche. De hecho, ni siquiera en esos momentos en que, herido de muerte, me sumergía como Terminator en los lagos de lava del infierno, ni siquiera entonces, me creí capaz de llorar por nadie: llorar era cosa de películas y de actrices. Tras la montaña rusa emocional que había sido aquella última conversación, agotado y hundido, opté por otra solución también de película: beberme una botella de vino aderezada con tres o cuatro porros y meterme en la cama para acabar cuanto antes con aquel maldito Día de los Inocentes de 1999.

Pero, como diría el inmenso Ignatius, la rueda de Fortuna no había tocado fondo aún. Veinticuatro horas después, en esa misma cama, el mazazo de la realidad del adiós definitivo, la cruda revelación de tener que vivir mi vida sin él, me golpeó de lleno entre ceja y ceja, y las lágrimas brotaron como en las películas, y después los mocos que no salen en las películas. Lloré por amor. Por primera vez en mi vida, lloré por amor. Y en medio de la desesperación me alegré de saber que también yo tenía lágrimas que derramar. Por una vez me reconfortó saber que era como los demás.

El proceso de desenganche empezó por la censura: escondí mi pequeña colección de bossa nova, cuatro cedés con todos los clásicos y alguna revisión; relegué la vela de canela a un rincón del lavadero donde su olor no me acuchillase; aproveché para deshacerme de la cama desvencijada y redecorar el escenario del crimen; escondí todo lo que pudiese recordarme lo que allí pasó y a la persona que le dio vida por un segundo. Y funcionó. Bueno, más o menos.

El fin de año lo pasé voluntariamente solo, a pesar de la insistencia de Silvia y los demás para que me uniese a la tradicional Nochevieja alternativa, anticotillón y antimasificación, en la casa de campo de sus padres. Sólo la idea de no poder huir del chalé cuando llegase el inevitable agobio me agobiaba, y finalmente aceptaron mi decisión con cierta preocupación y no sin antes hacerme prometer que tendría el móvil encendido para felicitarme el año.

Mentí. A las 10 de la noche desconecté el teléfono, encendí un porro y me dispuse a revolcarme en mi propia mierda, consciente de lo erróneo del acto, en un alarde de nihilismo masoquista al que me entregué sin reparos: el humo de canela filtrándose por mis poros, las fotos esparcidas sobre la cama con el beso en primer plano, la nariz pegada a los restos de su olor en la bufanda prestada y la bossa nova prohibida llenando de languidez y melancolía cada rincón de mi espíritu machacado.
Tristeza nao tem fim, felicidade sim.
Así entré yo en el tan cacareado año 2000, llorando a moco tendido y deseando que el apagón informático sumiese al resto del mundo en las tinieblas y el caos en los que yo estaba sumido.

Esa fue la única recaída. Silvia, cómo no, entendió mi aislamiento autoflagelante y me tendió su hombro para llorar. Pero ya no lloré más. Sufrí, sí, mucho, pero no volví a llorar. Llegué a prohibirle el puto tópico de «el tiempo lo cura todo», porque cuando estás en lo más hondo de la sima y tu alma se ahoga en su propia miseria, lo último que necesitas son frases hechas sacadas de un culebrón. Ahora entendía esas reacciones furibundas de los novios abandonados, esa demonización del dejador que, de un día para otro, pasa de ser el hombre o la mujer ideal a ser un saco de defectos sin fondo: es mucho más fácil olvidar odiando.

Pero yo no tenía motivos para odiar. Me había colado en su vida casi sin permiso, había asaltado su intimidad y me había atrevido a exigirle una contrapartida que él no pudo darme. Fui yo quien se lanzó de cabeza, sin importarme lo que pudiese no haber abajo. Fui yo quien no quiso ver lo evidente. Y fui yo quien amó unilateralmente, como en esa ranchera clásica de Juan Gabriel que interpretara magistralmente Olga Guillot (mejor que Chavela Vargas, Roberto Carlos y Maná juntos), esa en la que la enamorada espera el regreso de su amado para que todo vuelva a ser como antes, hasta que la realidad se impone cruel y desgarradora: ...
probablemente estoy pidiendo demasiado, se me olvidaba que ya habíamos terminado, que nunca volverás, que nunca me quisiste, se me olvidó otra vez que sólo yo te quise.

Esta canción, que descubrí por aquel entonces (o más bien le presté atención por primera vez), se convirtió en la banda sonora de mi desamor. Y al mismo tiempo me sirvió de guía para salir del agujero, porque aunque entendía como nadie el sufrimiento de la Penélope-Guillot, también vi con claridad que la solución pasaba por coger justo el camino contrario: no seguir esperándole como si nada hubiera pasado, no mantener todo como él lo dejó para que no lo extrañase al volver, no quedarme en el lugar de siempre, en la misma ciudad y con la misma gente. De pronto tomé conciencia también (y supongo que en esto influyó mi leve contacto con la palpitante vida de Enric) de lo anodino de mi vida, de lo poco enriquecedor de mi trabajo, de las rutinas adquiridas subrepticiamente, de la triste búsqueda del placer inmediato (porros + televisión = tiempo perdido) en detrimento de placeres más engrandecedores: eché cuentas y descubrí aterrado que hacía más de dos años que no terminaba un libro. ¿Cómo había llegado a aquella dejadez? ¿Cuándo dejé de buscar el orgasmo en los libros? ¿Por qué me había convertido en un grumo más de la odiada masa? Tenía que reorganizar mi vida, darle un nuevo rumbo, escapar de la inercia impuesta por un Destino vengativo. Sólo necesitaba la energía suficiente para hacerlo, la energía perdida en algún punto de la línea férrea Valencia-Barcelona.

Los tópicos, por suerte, esconden algo de verdad. El tiempo lo fue curando todo y a los seis meses ya pasaba algún día sin pensar en él. A los nueve ya sólo me asaltaba su recuerdo dos o tres veces por semana. Y cuando se cumplió un año de nuestro primer encuentro, di por superado el trauma y me atreví a escribirle una carta, preguntándome si seguiría viviendo en el ático de Vía Augusta, si se acordaría de mí y si el siquiatra le habría devuelto la facultad de querer, aunque desde luego no iba a ser yo el conejillo de indias:

Como ves, aún no te he olvidado, pero ya soy capaz de dirigirme a ti. Han sido unos meses muy duros, sobre todo los primeros. Te puedes imaginar mi entrada triunfal en el año 2000.

Después de mucho tiempo, he vuelto a encender tu vela. Lo hice para comprobar si de verdad está todo bajo control, y la canela me trajo jirones del pasado endulzados por el filtro de la memoria, pero sin rastro alguno de aquel amargor que parecía eterno.

Te quise como nunca había querido y como no he vuelto a querer a nadie, pero ya puedo decir que lo he superado. Ya no busco un Enric en cada rollo de una noche. Ya no me estremezco cuando veo imágenes de Barcelona. Creo que estoy curado.

Sin embargo, puedo decir con total seguridad que tienes, y siempre tendrás, un lugar en mi corazón. Nunca podré olvidar los momentos de absoluta felicidad que pasé junto a ti. Gracias, Enric, por hacerme sentir vivo. Gracias por descubrirme una parte de mi alma que desconocía. Espero de todo corazón que la tuya haya recuperado la capacidad de querer. Te deseo toda la felicidad del mundo. Un beso sincero de un amigo que no te olvida ni te olvidará.

Jesús

P.D: Me gustaría saber de ti. Cómo estás, qué haces... Me lo he preguntado muchas veces y en más de una ocasión he estado a punto de coger el teléfono. No lo hice y me alegro. Pero ahora ya me siento capaz y me gustaría de verdad saber que estás bien. Lo dejo en tus manos, ni siquiera sé si has recibido esta carta, así que eres libre de hacer lo que quieras. En un año un papel puede dar muchas vueltas, te recuerdo mi teléfono: 636852... Hasta siempre.

Nunca contestó. Casi lo prefiero, porque su silencio me sirvió para zanjar definitivamente aquella etapa de destellos y tinieblas. Por fin conseguí pasar la maldita página, leída y releída hasta la extenuación. Por fin había culminado el lento tapiado de la herida, plaqueta a plaqueta, luchando contra la presión de mi propio caudal emocional como un albañil en una presa agrietada. Y cuando la herida estuvo por fin restañada y las corrientes de mi alma se calmaron definitivamente, supe que había llegado el momento de seguir caminando. Sentí la energía perdida llenar de nuevo mi espíritu, y mis pasos se dirigieron decididos hacia el norte, hacia el recogimiento de los inviernos inclementes y el inhóspito anonimato de lo incomprensible. Y en ese viaje de supervivencia emocional, en esa prueba de resistencia que debía fortalecer mi espíritu recién dado de alta y conducirlo hasta la madurez, me acompañaría como un vestigio imborrable la cicatriz enlucida e invisible bajo la piel curtida.

La idea se fue poco a poco convirtiendo en hechos, con una inaudita determinación que me sorprendió incluso a mí. La familia lo aceptó con deportividad, como no podía ser menos tras años de adiestramiento en el respeto de mi independencia, y la excusa del inglés necesario para la vida moderna pareció suficiente coartada para sus lógicas progenitoras. Más difícil fue lo de Silvia.

—¿Y cuánto tiempo piensas quedarte?

—Hasta que hable inglés. Yo calculo que en un año o año y medio tendré ya un buen nivel. ¿Por qué coño habré estudiado yo francés toda la vida? Para lo que me ha servido...

—¿Y no te vale la Escuela Oficial de Idiomas?

—Es que no es sólo eso, cari, que ya te lo he explicado. Necesito hacer algo con mi vida y creo que esta es una buena forma de empezar. Pero no te preocupes, que pienso venir a darte el coñazo cada dos por tres, ya lo verás.

—Sí, ya, eso lo dices ahora...

—Mira, en cuanto llegue me apunto a una academia, y por cojones tendré que hablar inglés para sobrevivir.

—Pero tú ya hablas un poco, ¿no?

—¡Qué coño! Dos cursos a distancia y lo que he ido pillando de las canciones y las pelis, pero no soy capaz ni de preguntar la hora.

—Cari, te vas a olvidar de nosotros y no vas a volver, lo sé.

—¡Pero qué dices! ¿Tú estás tonta o qué?

—Vale, vale, que ya sabes que yo te apoyo... pero te voy a echar mucho de menos.

Lo del trabajo fue más fácil, incluso gratificante. Mi primer impulso fue entrar en el despacho del jefe, hacerle un corte de mangas y decirle que se metiese el curro de mierda por su culo de mafioso, pero la razón se impuso a las visceras, suavicé el tono y procuré dar a entender cierto agradecimiento que no conseguí verbalizar. Habían pasado casi dos años de la supuesta embolia de mi padre y las cosas estaban mucho más calmadas en la revista, que funcionaba mejor que nunca sumando espuertas de dinero gris oscuro a las ya rebosantes arcas del director y sus compinches. Por mi parte, la resaca de Enric me mantuvo anestesiado y dócil durante mucho tiempo, y luego llegó por fin el contrato indefinido. Demasiado tarde, la decisión de largarme ya estaba tomada.

—No te entiendo, Guerra. Llevas tres años aquí, ya tienes tu contrato fijo, te he subido el sueldo y la empresa está contenta contigo. ¿Y ahora me dices que te vas a Irlanda a aprender inglés? ¿Y de qué vas a vivir?

—Bueno, tengo unos ahorros para los primeros meses y luego trabajaré de lo que sea.

—Ya, sin tener ni puta idea de inglés... Mira, Guerra, no te había dicho nada pero, ¿tú sabes que tu nombre se baraja como posible Coordinador Gráfico de la revista?

—¿Y Juanjo?

—A ese le quedan dos telediarios aquí. Se casa el próximo año y se va a vivir a Madrid.

—Pues lo siento mucho, pero yo ya tengo mis planes.

—Tú mismo. Cuando te mueras de asco por allí dame un toque y veremos si podemos hacerte un hueco.

—Gracias.

—Pero ya te digo que volverás a empezar desde abajo. Las infidelidades se pagan.

El hijoputa seguía vivo bajo la piel de cordero. Desde luego, yo no tenía ninguna intención de volver a contribuir a su panfleto apologeta de la especulación, pero no me costaba nada irme con una sonrisa en lugar de un portazo. Por si acaso.

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