El dios de las pequeñas cosas (12 page)

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Authors: Arundhati Roy

Tags: #Drama

BOOK: El dios de las pequeñas cosas
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Aparte de ser un experto carpintero, Velutha era muy hábil con las máquinas. Mammachi (con la impenetrable lógica de los Tocables) solía decir que era una pena que fuese paraván, porque si no habría podido llegar a ingeniero. Reparaba radios, relojes, bombas de agua. Se ocupaba de la fontanería y la instalación eléctrica de la casa.

Cuando Mammachi decidió cerrar la galería trasera, fue Velutha el que diseñó e hizo una puerta plegable y corredera que más tarde haría furor en Ayemenem.

Velutha sabía más que nadie sobre todas las máquinas que había en la fábrica.

Cuando Chacko renunció a su puesto en Madrás y regresó a Ayemenem con una máquina Bharat para cerrar los botes herméticamente, fue Velutha el que la montó y la puso en marcha. Era él quien se ocupaba del mantenimiento de la nueva máquina de enlatado y de la rebanadora de pina automática. Y quien lubricaba la bomba de agua y el pequeño generador diesel. Y quien recubrió con planchas de aluminio, fáciles de limpiar, las superficies de cortar y el que hizo las calderas a ras del suelo para hervir la fruta.

Sin embargo, Vellya Paapen, el padre de Velutha, era un paraván a la Vieja Usanza. Había vivido la época en la que tenían que retroceder de rodillas, y su gratitud hacia Mammachi y su familia por todo lo que habían hecho por él era tan ancha y profunda como un río crecido. Cuando tuvo el accidente con la esquirla de piedra, Mammachi se ocupó de todo y le pagó el ojo de cristal. No había podido saldar aquella deuda todavía, y, aunque sabía que tampoco se esperaba que lo hiciera, y que nunca sería capaz de hacerlo, sentía que su ojo no le pertenecía. Su gratitud le ensanchó la sonrisa y le hizo doblar más la espalda.

Vellya Paapen temía por su hijo menor. No podía decir qué era lo que lo asustaba. No era nada que éste hubiera dicho. O hecho. No era
lo que
decía, sino
cómo
lo decía. No era
lo que
hacía, sino
cómo
lo hacía.

Quizá era, simplemente, que nunca parecía dudar. Que manifestaba una injustificada seguridad en sí mismo. En la forma de andar. En la forma de mantener la cabeza erguida. En la tranquilidad con que sugería cosas sin que le preguntaran. O en la tranquilidad con que desechaba sugerencias sin dar la impresión de rebelarse.

Aunque aquellas cualidades eran perfectamente aceptables, tal vez incluso deseables, en los Tocables, Vellya Paapen pensaba que en un paraván podrían ser interpretadas como una insolencia (y lo serían, porque así era como
tenía que ser).

Vellya Paapen trató de prevenir a Velutha. Pero, como no era capaz de expresar exactamente la causa de su preocupación, Velutha interpretó mal su confusa inquietud. Le pareció que a su padre le molestaba que hubiera estudiado y tuviera talento natural. Las buenas intenciones de Vellya Paapen pronto degeneraron en críticas continuas, discusiones y una frialdad cada vez más profunda entre padre e hijo. Para gran consternación de su madre, Velutha empezó a dejar de ir a casa. Trabajaba hasta tarde. Pescaba en el río y cocinaba sus capturas al aire libre. Dormía al raso, en la ribera.

Y un buen día desapareció. Durante cuatro años nadie supo dónde estaba. Se rumoreó que trabajaba en una obra para el Ministerio de la Vivienda y el Bienestar Social en Trivandrum. Y, más adelante, llegó el inevitable rumor de que se había convertido en naxalita. De que había estado en la cárcel. Alguien dijo que lo había visto en Quilon.

No hubo forma de contactar con él cuando Chella, su madre, murió de tuberculosis. Después Kuttappen, su hermano mayor, se cayó de un cocotero y se rompió la columna. Quedó paralítico e incapacitado para trabajar. Velutha se enteró del accidente un año después.

Hacía cinco meses que había vuelto a Ayemenem. Nunca hablaba de dónde había estado ni de lo que había hecho.

Mammachi volvió a contratarlo como carpintero de la fábrica y lo puso al frente del mantenimiento general. Aquello provocó un gran rencor entre los trabajadores Tocables, porque, según ellos, se
suponía
que los paravanes no debían ser carpinteros. Y, sin la menor duda, se daba por sentado que no debía volverse a contratar a los paravanes pródigos.

Para mantener contentos a los demás trabajadores, y dado que sabía que nadie más lo contrataría como carpintero, Mammachi pagaba a Velutha menos de lo que habría pagado a un carpintero Tocable, pero más que a un paraván. Mammachi no le dejaba entrar en su casa (excepto cuando necesitaba que reparase o instalase algo). Pensaba que ya podía estarle bastante agradecido de que le dejase entrar en el edificio de la fábrica y le permitiese tocar las mismas cosas que los Tocables. Decía que aquello ya era un gran paso adelante para un paraván.

Cuando regresó a Ayemenem después de estar varios años fuera, Velutha seguía teniendo la misma desenvoltura. La misma seguridad en sí mismo. Y entonces Vellya Paapen temió por él más que nunca. Pero calló. No dijo nada.

Al menos, hasta que el Terror se apoderó de él. Hasta que vio, noche tras noche, que una barquita cruzaba el río a golpe de remo. Hasta que la vio regresar al amanecer. Hasta que vio lo que su hijo Intocable había tocado. Más que tocado.

Poseído.

Amado.

Cuando el Terror se apoderó de él, Vellya Paapen fue a ver a Mammachi. Con el ojo hipotecado miraba fijamente. Con el propio, lloraba. Una mejilla le brillaba por las lágrimas. La otra permanecía seca. Movía la cabeza de un lado a otro, hasta que Mammachi le ordenó que parara. Todo su cuerpo temblaba, como si tuviera malaria. Mammachi le ordenó que dejara de temblar, pero no pudo, porque no se le pueden dar órdenes al miedo. Ni siquiera al de un paraván. Vellya Paapen le contó a Mammachi lo que había visto. Imploró el perdón de Dios por haber engendrado un monstruo. Se ofreció a matar a su hijo con sus propias manos. A destruir lo que había creado.

Bebé Kochamma escuchó las voces desde la habitación contigua y fue a ver qué pasaba. Se encontró frente a frente con el Dolor y el Conflicto, e íntimamente, en lo más profundo de su corazón, se regocijó.

Dijo (entre otras cosas):
¿Cómo es posible que haya aguantado su olor? ¿No os habéis dado cuenta de que los paravanes tienen un olor especial?

Y se estremecía haciendo mucho teatro, como un niño al que le hacen comer espinacas a la fuerza. Prefería el olor de un jesuita irlandés al olor especial de un paraván.

Muchísimo más. Muchísimo más.

Velutha, Vellya Paapen y Kuttappen vivían en una pequeña choza de laterita, cerca de la casa de Ayemenem, río abajo. Para Esthappen y Rahel, a tres minutos corriendo por entre los cocoteros. Cuando Velutha se marchó, hacía muy poco tiempo que habían llegado a Ayemenem con Ammu, y eran demasiado pequeños para acordarse de él. Pero en los meses que siguieron a su regreso se convirtieron en los mejores amigos. Les habían prohibido ir a casa de Velutha, pero no obstante iban. Se quedaban sentados junto a él horas y horas, en cuclillas, como puntitos en medio de un lago de virutas de madera, preguntándose cómo se las arreglaba Velutha para saber siempre cuáles eran las formas que le aguardaban escondidas dentro de los trozos de madera. Les encantaba ver cómo la madera parecía reblandecerse y volverse tan maleable como la plastilina en sus manos. Les enseñaba a usar el cepillo. Su casa (cuando hacía un día bueno) olía a virutas de madera recién cepillada y a sol. A rojo curry de pescado cocido con leña de tamarindo negro. Según Estha, el mejor curry de pescado del mundo entero.

Fue Velutha el que le hizo a Rahel la caña de pescar más afortunada de todas las que tuvo, y el que les enseñó a ella y a Estha a pescar.

Y aquel día azul cielo de diciembre
era
Velutha a quien vio a través de sus gafas de sol rojas, que se manifestaba con una bandera roja en el paso a nivel en las afueras de Cochín.

Los silbatos agudos y metálicos de la policía perforaron el Ruidoso Paraguas que los cubría. A través de los agujeros irregulares abiertos en él, Rahel vio retazos de cielo rojo. Y, en el cielo rojo, milanos de un rojo intenso que revoloteaban en busca de ratas. En los ojos amarillos y hundidos de los milanos había una carretera y banderas rojas que se manifestaban. Y una camisa blanca sobre una espalda negra con una marca de nacimiento.

Que se manifestaba.

El terror, el sudor y los polvos de talco se mezclaron formando una pasta color malva entre los pliegues de la papada de Bebé Kochamma. La saliva se le coaguló formando pequeñas manchas blancas en las comisuras de la boca. Creía haber visto a un hombre en la manifestación que se parecía a una fotografía aparecida en los periódicos de un naxalita llamado Rajan, del que se rumoreaba que se había desplazado hacia el sur desde Palghat. Le pareció que la había mirado directamente.

Un hombre con una bandera roja y un rostro como un nudo abrió la puerta de Rahel porque no tenía echado el seguro. El hueco de la puerta se llenó de hombres que se habían detenido a mirar.

—¿Tienes calor, pequeña? —le preguntó a Rahel amablemente en malayalam el hombre que parecía un nudo. Y luego, en tono que no tenía nada de amable, añadió—: ¡Pues pídele a tu papá que te compre un aire acondicionado! —y soltó una carcajada, encantado de su agudeza y su habilidad para estar a la altura de las circunstancias. Rahel le devolvió la sonrisa, feliz de que hubieran tomado a Chacko por su padre. Como una familia normal.

—¡No le contestes! —susurró Bebé Kochamma con voz ronca—. ¡Mira al suelo! ¡Tú sólo mira al suelo!

El hombre de la bandera fijó su atención en ella. Bebé Kochamma miraba hacia abajo, hacia el suelo del coche. Como una novia tímida y asustada a la que hubieran casado con un desconocido.

—¡Hola, guapa! —dijo el hombre lentamente en inglés—. ¿Cuál es tu nombre, por favor?

Como Bebé Kochamma no contestó, se volvió hacia sus compañeros.

—No tiene nombre.

—¿Qué te parece Modalali Mariakutty? —sugirió uno, y soltó una risita.
Modalali
quiere decir terrateniente en malayalam.

—A, B, C, D, X, Y, Z —dijo otro, por decir algo.

Más estudiantes se apiñaron alrededor del coche. Todos llevaban en la cabeza pañuelos o toallas, en los que estaba impreso
TINTE BOMBAY,
para protegerse del sol. Parecían extras escapados del rodaje de la versión en malayalam de
El último viaje de Simbad
.

El hombre que parecía un nudo le entregó su bandera roja a Bebé Kochamma como si fuera un regalo.

—Toma —dijo—. Cógela.

Bebé Kochamma la cogió, aunque seguía sin mirarlo a la cara.

—¡Agítala! —le ordenó.

Tuvo que agitarla; no tenía otra alternativa. Olía a tela nueva y a tienda. Flamante y polvorienta. Intentó agitarla como si no lo estuviera haciendo.

—Y ahora di
Inquilab zindabadl


Inquilab zindabadl
—susurró Bebé Kochamma.

—¡Buena chica!

La multitud se rió a carcajadas. Se oyó un agudo silbato.


Okay!
—le dijo el hombre a Bebé Kochamma en inglés, como si hubiesen concluido un acuerdo comercial satisfactoriamente—.
Bye-bye!

Cerró la puerta azul cielo de un portazo. Bebé Kochamma temblaba. La multitud reunida alrededor del coche se dispersó y siguió su camino.

Bebé Kochamma enrolló la bandera roja y la puso en la bandeja de detrás del asiento. Volvió a colocarse el rosario dentro de la blusa, donde lo guardaba junto a sus melones. Lo hizo con mucha prosopopeya, tratando de conservar en lo posible la dignidad.

Después que pasaron los últimos hombres, Chacko dijo que ya podían bajar las ventanillas.

—¿Estás segura de que era él? —le preguntó Chacko a Rahel.

—¿Quién? —dijo Rahel, repentinamente cautelosa.

—¿Estás segura de que era Velutha?

—¿En…? —dijo Rahel, que trató de ganar tiempo mientras intentaba descifrar las desesperadas señales mentales de Estha.

—Te he preguntado que si estás segura de que el hombre que viste era Velutha —repitió por tercera vez Chacko.

—Mmm… mmmsí… mmm… mmmcasi —dijo Rahel.

—¿Estás casi segura? —dijo Chacko.

—No… era casi Velutha —dijo Rahel—. Casi se parecía a él…

—¿Así que
no
estás segura?

—Casi no.

Rahel dirigió una rápida mirada a Estha en busca de aprobación.

—Tiene que haber sido él —dijo Bebé Kochamma—. Por algo estuvo en Trivandrum. Todos van allí y vuelven creyéndose unos grandes políticos.

Nadie pareció especialmente impresionado por su clarividencia.

—Deberíamos vigilarlo —dijo Bebé Kochamma—. Si empieza con agitaciones sindicales en la fábrica… Ya he notado algunos indicios, algunas groserías, ingratitud… El otro día le pedí que me ayudara a transportar unas piedras para mi arriate de guijarros y…

—Vi a Velutha en casa antes de que nos marcháramos —dijo Estha rápidamente—. Así que, ¿cómo podía ser él?

—Espero que no lo fuera, por su propio bien —dijo Bebé Kochamma enigmáticamente—. Y la próxima vez, Esthappen, no me interrumpas cuando hablo.

Estaba molesta porque nadie le había preguntado qué era un arriate de guijarros.

Durante los días siguientes Bebé Kochamma centró en Velutha toda la furia acumulada por la humillación pública de la que había sido objeto. Le sacó punta como a un lápiz. Velutha fue creciendo dentro de su cabeza hasta llegar a encarnar la manifestación. Y al hombre que la había obligado a agitar la bandera roja. Y al hombre que la había bautizado Modalali Mariakutty. Y a todos los hombres que se habían reído de ella.

Empezó a odiarlo.

Por la forma como mantenía erguida la cabeza, Rahel se dio cuenta de que Ammu seguía enfadada. Miró su reloj. Las dos menos diez. Ningún tren todavía. Apoyó el mentón en el borde de la ventanilla. Sintió que el fieltro gris que protegía el vidrio de la ventanilla le presionaba la piel del mentón. Se quitó las gafas de sol para ver mejor la rana muerta aplastada sobre el asfalto. Estaba tan muerta y tan aplastada, que parecía más una mancha con forma de rana en el asfalto que una rana de verdad. Rahel se preguntó si el camión de reparto de leche que había atropellado a la señorita Mitten la habría aplastado hasta dejarla convertida en una mancha con forma de señorita Mitten.

Con la seguridad de un verdadero creyente, Vellya Paapen les había asegurado a los gemelos que los gatos negros no existían. Decía que sólo se trataba de agujeros negros con forma de gato en el universo.

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