El dios de las pequeñas cosas (29 page)

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Authors: Arundhati Roy

Tags: #Drama

BOOK: El dios de las pequeñas cosas
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Estha el Práctico.

Unas voces distantes llenas de migas de tarta y los pasos de un Ejército Azul que se aproximaba hicieron que los camaradas sellaran el secreto.

Lo prepararon en conserva, lo sellaron herméticamente y lo almacenaron. Un secreto rojo con forma de mango tierno en un depósito. El acto fue presidido por un alechuza.

Se trataron los puntos del Orden del Día Rojo y se aprobaron:

La camarada Rahel iría a dormir su siesta, aunque debía mantenerse despierta hasta que Ammu se durmiera.

El camarada Estha buscaría la bandera (que le habían obligado a agitar a Bebé Kochamma) y la esperaría cerca del río; y juntos:

b) Se prepararían a prepararse para estar preparados
.

Un vestido de hada abandonado (con el borde en conserva) estaba de pie solo y rígido en el centro del dormitorio en penumbra de Ammu.

Fuera, el Aire estaba Alerta y Brillante y Caliente. Rahel se acostó junto a Ammu, bien despierta, con sus braguitas a juego para ir al aeropuerto. Podía ver la marca de las flores de punto de cruz de la colcha azul bordada con punto de cruz sobre la mejilla de Ammu. Podía oír la tarde azul bordada con punto de cruz.

El lento ventilador de techo. El sol detrás de las cortinas.

La avispa amarilla que chocaba contra el cristal de la ventana con un peligroso zumbido.

El pestañeo incrédulo de una lagartija.

Los pasos de las gallinas en el patio, que caminaban levantando mucho las patas.

El sonido del sol ajando la ropa colgada en la cuerda. Arrugando las sábanas blancas. Dejando rígidos los saris almidonados. Color hueso y oro.

Hormigas rojas sobre piedras amarillas.

Una vaca caliente que sentía calor.
¡Muuuu!
A lo lejos.

Y el olor del fantasma de un inglés taimado, clavado a un árbol del caucho con una hoz, pidiendo amablemente un puro.

—¡Ejem…! Perdone un momento. ¿No tendría, por casualidad, un…? ¡Ejem…! ¿Un puro?

Con una voz amable de maestra de escuela.

¡Oh, Dios mío!

Y Estha esperándola. Cerca del río. Bajo el mangostán que el reverendo E. John Ipe había traído a casa cuando fue a Mandalay.

¿Sobre qué estaba sentado Estha?

Sobre lo que siempre se sentaban debajo del mangostán. Algo gris y blanquecino. Cubierto de musgo y liquen, tapado por los helechos. Algo que la tierra había reclamado. No era un tronco. Ni una roca…

Rahel se levantó y echó a correr antes de completar el pensamiento.

Cruzó la cocina, pasó junto a Kochu Maria, profundamente dormida. Llena de gruesas arrugas, como un rinoceronte metido en un delantal con volantes.

Pasó por delante de la fábrica.

Cruzó descalza y a trompicones el calor verdoso, seguida por una avispa amarilla.

Allí estaba el camarada Estha. Debajo del mangostán. Con la bandera roja clavada en la tierra junto a él. Una república móvil. Una revolución gemela con tupé.

¿Y sobre qué estaba sentado?

Sobre algo cubierto de musgo y oculto por los helechos.

Que al golpearlo sonaba a hueco.

El silencio descendía y se elevaba y caía en picado y hacía rizos con forma de ochos.

Libélulas enjoyadas revoloteaban como chillonas voces infantiles al sol.

Dedos color dedo atacaron los helechos, movieron las piedras, despejaron la zona. Hubo una sudorosa búsqueda de algún borde de donde poder tirar. Y a la Una, y a las Dos, y…

Las cosas pueden cambiar en un solo día.

Era
una barca. Un diminuto bote de madera.

La barca sobre la que estaba sentado Estha y que Rahel encontró.

La barca que Ammu usaría para cruzar el río. Para amar de noche al hombre al que sus hijos amaban de día.

Una barca tan vieja, que había echado raíces. Casi.

Una vieja planta-barca gris con flores-barca y fruta-barca. Y debajo, un parche de hierba seca con forma de barca. Un mundo-barca desbaratándose precipitadamente.

Oscuro y seco y frío. Ahora sin techo. Y deslumbrado.

Termitas blancas rumbo al trabajo.

Mariquitas blancas rumbo a casa.

Escarabajos blancos escondiéndose de la luz.

Saltamontes blancos con violines de madera blanca.

Una triste música blanca.

Una avispa blanca. Muerta.

Una piel de serpiente blanca y quebradiza, conservada por la oscuridad, se deshizo al sol.

Pero ¿serviría aquel botecito? ¿No estaría demasiado viejo? ¿Demasiado muerto? ¿Akkara no estaría demasiado lejos para él?

Unos gemelos heterocigóticos dirigieron sus miradas hacia el otro lado de su río.

El Meenachal.

Verde grisáceo. Con peces dentro. Con el cielo y los árboles dentro. Y, por la noche, con la luna amarilla, titilante, dentro.

Cuando Pappachi era niño, un viejo tamarindo cayó al río durante una tormenta. Aún seguía allí. Un árbol liso y sin corteza, ennegrecido por un exceso de agua verde. Madera flotante que no se llevaba la corriente.

El primer tercio del río era amigo suyo. Antes de que empezara a ser realmente profundo. Conocían bien los resbaladizos escalones de piedra (trece) antes de que comenzara el barro viscoso. Conocían bien la maleza que entraba flotando por las tardes desde las marismas de Komarakom. Conocían a los pequeños peces. Los
pallathi
planos y tontos, los
paral
plateados, los
koori
bigotudos y astutos, los
karimeeriy
que aparecían de vez en cuando.

Allí Chacko les había enseñado a nadar (chapoteando alrededor del amplio estómago de su tío sin ninguna ayuda). Allí habían descubierto solos las incoherentes delicias de tirarse pedos debajo del agua.

Allí habían aprendido a pescar. A ensartar lombrices de tierra púrpuras y retorcidas en los anzuelos de las canas de pescar que Velutha les había hecho con finas cañas de bambú amarillo.

Allí habían estudiado el Silencio (como los hijos de los Pescadores) y habían aprendido el brillante idioma de las libélulas.

Allí aprendieron a Esperar. A Observar. A pensar y a no expresar sus pensamientos. A moverse rápidos como un rayo cuando el cimbreante bambú amarillo se arqueaba hacia abajo.

Así que aquel tercio lo conocían bien. Los siguientes dos tercios, menos.

El segundo tercio era donde empezaba a ser Realmente Profundo. Donde la corriente era rápida y constante (río abajo cuando la marea estaba baja, río arriba, subiendo desde las marismas, cuando la marea estaba alta).

El tercer tercio era otra vez llano. Allí el agua era parda y turbia. Llena de maleza, de anguilas rapidísimas y de barro lento que se colaba entre los dedos de los pies como pasta de dientes.

Los gemelos podían nadar como focas y, bajo la vigilancia de Chacko, habían cruzado muchas veces el río, y regresaban jadeando y bizcos por el esfuerzo, con una piedrita, una ramita o una hoja del Otro Lado como testimonios de su hazaña. Pero la mitad de un río respetable, o el Otro Lado, no eran sitios para que los niños se Quedaran un Rato Largo, ni se Entretuvieran, ni Aprendieran Cosas. Estha y Rahel les tenían al segundo y al tercer tercio del Meenachal el respeto que se merecían. De todos modos, cruzar el río nadando no era ningún problema. El llevar la barca con Cosas dentro (para poder
b) Prepararse a prepararse para estar preparados)
, sí.

Miraron hacia el otro lado del río con ojos de Barca demasiado Vieja. Desde donde estaban no podían ver la Casa de la Historia. Más allá de la ciénaga sólo se veía oscuridad donde estaba el corazón de la plantación de caucho abandonada y donde el sonido de los grillos era más alto.

Estha y Rahel levantaron la barquita y la llevaron hasta el agua. Parecía sorprendida, como un pececito blanquecino que hubiera subido de las profundidades con una necesidad urgente de luz de sol. Tal vez hubiera que lijarla y limpiarla, pero nada más.

Dos corazoncitos felices se elevaron como dos cometas llenas de colores en un cielo azul cielo. Pero entonces, en un susurro verde y lento, el río (con peces dentro, con el cielo y los árboles dentro) entró burbujeando en la barca.

La vieja barca se hundió despacio hasta quedar apoyada en el sexto escalón.

Y un par de corazones de gemelos heterocigóticos dieron un vuelco y se hundieron hasta quedar apoyados en el escalón de encima del sexto.

Los peces de aguas profundas se taparon la boca con sus aletas y se rieron por lo bajito ante el espectáculo.

Al entrar en la barca, el río arrastró a la superficie a una araña-barca blanca, que intentó mantenerse a flote un momento y, después, se hundió. Su saco de huevitos blancos se rompió prematuramente y cien arañitas bebés (demasiado livianas para hundirse y demasiado pequeñas para nadar) salpicaron la superficie lisa del agua verde antes de ser barridas hacia el mar. Hacia Madagascar, para iniciar una nueva especie de Arañas Nadadoras procedentes de Kerala.

Después de un rato, como si lo hubieran hablado y llegado a un acuerdo (aunque no lo habían hecho), los gemelos se pusieron a lavar la barca en el río. Las telarañas, el barro, el musgo y el liquen se alejaron flotando. Cuando estuvo limpia, le dieron la vuelta y la auparon encima de sus cabezas. Como un sombrero compartido que goteaba. Estha desclavó la bandera roja.

Una pequeña procesión (una bandera, una avispa y una barca con piernas) se puso en camino con paso decidido. Bajó por el senderito que había entre los arbustos. Sorteó las matas de ortigas y esquivó zanjas y hormigueros conocidos. Bordeó el precipicio del hoyo profundo del que habían extraído laterita y que ahora era un tranquilo lago con hondos terraplenes naranja y un agua espesa y viscosa cubierta de una película de verdín resplandeciente. Un engañoso prado verde en el que se reproducían los mosquitos y los peces eran gordos, pero inaccesibles.

El sendero, que corría paralelo al río, conducía a un pequeño claro cubierto de hierba que estaba rodeado por un corrillo de árboles: cocoteros, anacardos, mangos, carambolos. Al borde del claro, de espaldas al río, había una choza con las paredes de laterita naranja enlucidas con barro y techo de paja, construida muy pegada al suelo, como si estuviese escuchando el susurro de un secreto subterráneo. Las paredes bajas de la choza eran del mismo color que la tierra sobre la que se asentaban y parecían haber germinado de una semilla de casa allí plantada, de la que se habían levantado nervaduras terrosas en ángulo recto creando un espacio cerrado. Tres bananos desaliñados crecían en el pequeño patio delantero, que estaba cercado con paneles de hojas de palmera entrelazadas.

La barca con piernas se acercó a la choza. Una lámpara de aceite apagada colgaba de la pared junto a la puerta. El trozo de pared que había detrás estaba chamuscado y cubierto de hollín negro. La puerta estaba entornada. Dentro estaba oscuro. Por el hueco entreabierto apareció una gallina negra. Volvió a entrar, totalmente indiferente a las visitas de barcas.

Velutha no estaba en casa. Ni Vellya Paapen. Pero había alguien.

Una voz de hombre salía flotando del interior y retumbaba en el claro, dándole un tono muy solitario.

La voz gritaba lo mismo una y otra vez, y cada vez iba ascendiendo a un registro más alto e histérico. Era una súplica a una guayaba ya muy madura que amenazaba con caer del árbol y hacer un destrozo en el suelo.

Pa pera-pera-pera-perakka

(Señora gua-gua-guayaba,)

ende parambil thooralley
.

(no se cague en mi terreno.)

Chetende parambil thoorikko
,

(Cagúese en el de allí, que es de mi hermano,)

Pa pera-pera-pera-perakka
.

(Señora gua-gua-guayaba.)

El que gritaba era Kuttappen, el hermano mayor de Velutha. Estaba paralítico de la cintura para abajo. Día tras día, y un mes tras otro, mientras su hermano estaba fuera y su padre estaba trabajando, Kuttappen yacía tumbado de espaldas mirando cómo su juventud pasaba lentamente sin siquiera detenerse a saludarlo. Yacía allí tumbado todo el día escuchando el silencio de los árboles que crecían apretados unos contra otros, con la sola compañía de una gallina negra y autoritaria. Echaba de menos a su madre, Chella, que había muerto en el mismo rincón de la habitación donde él yacía ahora. Su muerte había estado llena de toses, escupitajos, dolores y flemas. Kuttappen recordaba haberse dado cuenta de que a su madre se le habían muerto los pies mucho antes que el resto del cuerpo. Cómo la piel se le había ido poniendo gris y sin vida. El temor con el que había observado cómo la muerte iba ascendiendo por el cuerpo de su madre. Kuttappen vigilaba, con creciente terror, sus propios pies paralizados. De vez en cuando los golpeaba, esperanzado, con un palo que tenía apoyado en el rincón para defenderse de posibles visitas de víboras. Tenía los pies absolutamente insensibles y sólo la evidencia visual le confirmaba que aún seguían conectados a su cuerpo y eran, en efecto, suyos.

Después de la muerte de Chella lo trasladaron a aquel rincón, que Kuttappen creía era el lugar de la casa que la Muerte tenía reservado para administrar sus mortíferos asuntos. Un rincón para cocinar, otro para la ropa, otro para las esteras que servían de cama y otro para morir.

Se preguntaba cuánto tardaría él en morir, y qué era lo que hacía la gente que tenía más de cuatro rincones en su casa con el resto de ellos. ¿Podrían elegir el rincón donde morir?

Pensaba, y no sin razón, que sería el primero de la familia en seguir los pasos de su madre. Pronto se daría cuenta de que estaba equivocado. Pronto. Demasiado pronto.

A veces (debido a la costumbre de echarla de menos), Kuttappen tosía como solía hacerlo su madre, y la parte superior de su cuerpo se agitaba como un pez recién pescado. La parte inferior permanecía quieta, como si fuera de plomo, como si perteneciera a otra persona. A una persona muerta cuyo espíritu estuviera atrapado y no pudiese salir.

A diferencia de Velutha, Kuttappen era un buen paraván, inofensivo. No sabía leer ni escribir. Mientras yacía allí, tumbado sobre su dura cama, le caían trozos de paja y suciedad del techo y se mezclaban con su sudor. A veces le caían hormigas e insectos. En los días malos salían manos de las paredes naranjas que se inclinaban sobre él, lo inspeccionaban como médicos malvados, con movimientos lentos y pausados que le cortaban la respiración y le hacían gritar. A veces se ponían de acuerdo y retrocedían, y la habitación adquiría unas dimensiones enormes e imposibles, que lo aterrorizaban con el espectro de su propia insignificancia. Aquello también le hacía gritar.

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