El dios de las pequeñas cosas (38 page)

Read El dios de las pequeñas cosas Online

Authors: Arundhati Roy

Tags: #Drama

BOOK: El dios de las pequeñas cosas
8.14Mb size Format: txt, pdf, ePub

La madre del camarada Pillai, una mujer mayor y muy pequeñita con una blusa marrón y un
mundu
color hueso, estaba sentada en el borde de una cama alta de madera colocada contra la pared y balanceaba los pies, que no le llegaban al suelo. Llevaba una toalla blanca colocada en diagonal sobre el pecho y por encima de un hombro. Una nube de mosquitos como una copa invertida zumbaba sobre su cabeza. Apoyaba una mejilla en la palma de la mano, con lo que amontonaba en ella todas las arrugas de ese lado de la cara. No tenía ni un solo centímetro sin arrugas, incluidos codos y tobillos. Sólo la piel del cuello estaba tensa y lisa, estirada sobre un bocio enorme. Era su fuente de juventud. Tenía la mirada vacía, fija en la pared de enfrente. Se movía levemente y lanzaba gruñidos rítmicos y regulares como un pasajero aburrido en un viaje largo en autobús.

Los títulos de bachiller, licenciado y doctor del camarada Pillai estaban enmarcados y colgados en la pared detrás de su cabeza.

En otra pared había una fotografía enmarcada del camarada Pillai poniéndole una guirnalda al camarada E. M. S. Namboodiripad. En primer plano se veía, sobre un atril, un micrófono brillante con un letrero que decía
AJANTHA
.

El ventilador giratorio que estaba junto a la cama repartía su brisa mecánica de forma democrática y ejemplar, por turnos: primero al poco pelo que le quedaba a la anciana señora Pillai y luego al pelo de Chacko. Los mosquitos se dispersaban e, incansables, volvían a reunirse.

A través de la ventana Chacko veía los techos de los autobuses, con equipajes en los portaequipajes, que pasaban haciendo mucho ruido. Un jeep con un altavoz pasó por delante, con la música a todo volumen: una canción del Partido Comunista que hablaba sobre el desempleo. Los coros eran en inglés y el resto en malayalam.

¡No hay vacantes! ¡No hay vacantes!

Vaya donde vaya un hombre pobre

¡No, no, no; no hay vacantes!

Kalyani regresó con un vaso de acero inoxidable con café y un plato de acero inoxidable con trocitos de plátano frito (amarillo brillante con semillas negras en el centro) para Chacko.

—Ha ido a Olassa. Regresará en cualquier momento —dijo.

Para referirse a su marido utilizaba la palabra
addeham
, que es una forma respetuosa de decir «él», mientras que él la llamaba
edi
que aproximadamente equivale a «¡Eh, tú!».

Era una mujer guapa, exuberante, con la piel de color pardo dorado y los ojos grandes. Tenía húmedo el pelo largo y encrespado y lo llevaba suelto por la espalda, trenzado sólo en la punta. Se le había mojado la parte de atrás de la ajustada blusa roja oscura, lo cual le daba un tono aún más oscuro. Las mangas cortas, también muy ajustadas, dejaban ver la curva sensual de sus brazos, carnosos y suaves, que bajaba hasta los codos con hoyuelos. El
mundu
blanco y el
kavani
estaban planchados y almidonados. Olía a sándalo y a las hierbas verdes prensadas que utilizaba en lugar de jabón. Por primera vez en varios años, Chacko la miró sin sentir el menor deseo sexual. Tenía una mujer
(¿Ex mujer, Chacko!)
en casa. Con pecas en los brazos y pecas en la espalda. Con un vestido azul que le dejaba las piernas al descubierto.

El pequeño Lenin apareció por la puerta con unos pantaloncitos cortos elásticos. Se quedó parado sobre una pierna, delgadita, como una cigüeña y retorció la cortina de encaje rosa hasta convertirla en un palo, mientras miraba fijamente a Chacko con los ojos de su madre. Tenía seis años y ya había pasado la edad de meterse cosas en la nariz.

—Hijo, ve a llamar a Latha —le dijo la señora Pillai.

Lenin permaneció donde estaba y, sin dejar de mirar fijamente a Chacko, chilló como sólo los niños son capaces de chillar:

—¡Latha! ¡Latha! Te buscan.

—Es nuestra sobrina de Kottayam. La hija de su hermano mayor —explicó la señora Pillai—. Ha ganado el primer premio de declamación en el festival infantil de Trivandrum la semana pasada.

Una niña con aspecto desenvuelto, de unos doce o trece años, apareció tras la cortina de encaje. Llevaba una falda larga estampada que le llegaba a los tobillos y una blusa blanca corta con pinzas, que dejaban espacio para sus futuros pechos. Llevaba el pelo aceitado con raya en medio. Y las trenzas, apretadas y brillantes, recogidas hacia arriba y sujetas con cintas, de modo que le colgaban a los lados de la cara como si fueran los bordes de unas orejas enormes aún sin colorear.

—¿Sabes quién es? —preguntó la señora Pillai a Latha.

Latha negó con la cabeza.

—Chacko Saar. Nuestro
modalali
de la fábrica.

Latha le miró fijamente con una compostura y una falta de curiosidad poco frecuentes en alguien de trece años.

—Ha estudiado en Oxford de Londres —dijo la señora Pillai—. ¿Quieres recitarle la poesía?

Latha obedeció sin vacilar. Se plantó con los pies ligeramente separados.

—Respetable director —dijo haciendo una reverencia a Chacko—, apreciados miembros del jurado y queridos amigos…

Lanzó una mirada en derredor a una audiencia imaginaria apiñada en el cuarto pequeño y caluroso e hizo una pausa teatral.

—Hoy me gustaría recitar para ustedes un poema de Sir Walter Scott, titulado «Lochinvar».

Su mirada quedó fija justo por encima de la cabeza de Chacko. Se balanceaba levemente mientras hablaba. Al principio Chacko pensó que era una traducción al malayalam de «Lochinvar». Las palabras se encadenaban una a otra y la última sílaba de una palabra se pegaba a la primera silaba de la siguiente. Todo ello a una velocidad considerable.

Oh, el joven Lochin var deloeste llegó,

Detoda lancha frontera su corcelera elmejor;

Salvo su buena espada otra sarmas no llevaba

Desarmadoiba acaballo, solitario cabalgaba.

El poema se entremezclaba con los gruñidos de la anciana que estaba en la cama y que nadie, a excepción de Chacko, parecía percibir.

Cruzó añado elrío Eske que notenía vado.

Mas a las portas de Netherby descabalgado,

yala noviacon siente, el galán tarde hallegado.

A la mitad de poema llegó el cantarada Pillai con la piel cubierta de sudor, el
mundu
remangado por encima de las rodillas y la camisa de terylene sudada en la parte de las axilas. Andaba por los treinta y bastantes años y era pequeño, amarillento y poco atlético. Tenía las piernas largas y flacas y la barriga, tensa y distendida como el bocio de su diminuta madre, estaba en completa disonancia con el resto de su cuerpo magro y estrecho y con su rostro siempre alerta. Como si en los genes familiares hubiera algo que hiciera que todos tuvieran que tener bultos en alguna parte del cuerpo.

Un bigote fino muy cuidado le dividía el espacio entre la nariz y la boca en dos partes iguales y acababa exactamente a la altura de las comisuras de los labios. La línea del nacimiento del pelo había empezado a retroceder y no hacía nada por ocultarlo. Llevaba el pelo aceitado y peinado hacia atrás. Evidentemente no pretendía tener el aire de un joven. Tenía el aspecto del Hombre de la Casa. Sonrió y saludó con la cabeza a Chacko, pero no hizo caso de la presencia de su mujer ni de su madre.

Latha le dirigió una rápida mirada, pidiéndole permiso para continuar con su poesía. Se lo concedió. El camarada Pillai se quitó la camisa, hizo una pelota con ella y la usó para secarse las axilas.

Cuando acabó, Kalyani la cogió y la sostuvo como si fuera un regalo. Un ramillete de flores. El cantarada Pillai, en camiseta, se sentó en una silla plegable y se colocó el pie izquierdo sobre el muslo derecho. Mientras su sobrina seguía recitando, continuó sentado mirando pensativamente al suelo, con el mentón apoyado en la palma de la mano, siguiendo el ritmo, el metro y la cadencia del poema con el pie derecho. Y masajeándose con la otra mano el exquisito empeine de su pie izquierdo.

Cuando Latha acabó, Chacko aplaudió con auténtica amabilidad. Ella no agradeció el aplauso ni siquiera con una leve sonrisa. Era como una nadadora alemana del Este en una competición local. Tenía los ojos puestos en el oro olímpico. Cualquier logro menor le parecía que era su deber. Miró a su tío pidiendo permiso para salir de la habitación.

El camarada Pillai le hizo señas para que se acercara y le susurró al oído:

—Ve y diles a Pothachen y a Mathukutty que, si quieren verme, que vengan enseguida.

—No, camarada, de verdad… No quiero nada más —dijo Chacko, dando por hecho que el camarada Pillai le decía a Latha que trajera algo más de picar. El camarada Pillai aprovechó el malentendido y le siguió la corriente.

—¡Ah, no, no! ¿Cómo que no…? Edi Kalyani, trae un plato de esas
avalóse oondas
.

Para el camarada Pillai, como aspirante a político, era esencial que le vieran en su distrito electoral como un hombre influyente. Quería utilizar la visita de Chacko para impresionar a los que le pedían favores y a los trabajadores del partido. Pothachen y Mathukutty, los hombres que había enviado a buscar, eran vecinos que le habían pedido que utilizara sus relaciones para conseguir puestos de enfermeras para sus hijas en el hospital de Kottayam. El camarada Pillai estaba muy interesado en que se les
viera
esperando fuera de su casa a ser recibidos. Cuanta más gente hubiera esperándole fuera de su casa, más ocupado parecería y causaría mejor impresión. Y, si la gente que esperaba veía que el propio
modalali
de la fábrica había ido a verle a su territorio, estaba seguro de que eso le sería de gran utilidad.

—Bueno, bueno, camarada —dijo el camarada Pillai después de que Latha se hubiera ido y hubieran llegado las
avalóse oondas
—. ¿Qué hay de nuevo? ¿Qué tal se adapta su hija? —dijo en inglés, idioma que insistía en usar cuando hablaba con Chacko.

—Ah, muy bien. Ahora está durmiendo.

—Ajá. El cambio de horario, supongo —contestó, satisfecho de saber un par de cosas sobre los vuelos internacionales.

—¿Y qué había en Olassa? ¿Algún mitin del partido?

—Oh, no, nada de eso. Mi hermana Sudha se encontró con fractura hace poco —dijo el camarada Pillai, como si Fractura fuera un dignatario de visita—. Así que la llevé a Olassa Moos para las medicinas. Ungüentos y todo eso. Su marido está en Patna, así que está sola en casa de su familia política.

Lenin abandonó su puesto en la puerta, se situó entre las rodillas de su padre y se metió el dedo en la nariz.

—¿Y tú no sabes recitar poesías, jovencito? —le dijo Chacko—. ¿Tu padre no te ha enseñado ninguna?

Lenin seguía mirando fijamente a Chacko sin dar muestras de entender ni de oír siquiera lo que Chacko le decía.

—Sabe de todo —dijo el camarada Pillai—. Es un genio. Pero delante de las visitas no dice nada.

El camarada Pillai dio un golpecito a Lenin con las rodillas.

—Lenin, guapo, dile al camarada esa que papá te ha enseñado.
Amigos, romanos, compatriotas

Lenin siguió a la búsqueda del tesoro nasal.

—Vamos, hijo, pero si es nuestro camarada…

El camarada Pillai insistió con el verso de Shakespeare
«Amigos, romanos, compatriotas, prestadme…».

Lenin seguía con la mirada puesta en Chacko. El camarada Pillai lo intentó de nuevo.

—«…
prestadme…»

Lenin agarró un puñado de trocitos de plátano frito y salió corriendo por la puerta delantera. Empezó a correr arriba y abajo por la franja ajardinada que había entre la casa y la calle relinchando con una excitación que no podía comprender. Cuando logró calmarse un poco, sus carreras se transformaron en un galope jadeante levantando mucho las rodillas.

prestadme oíDOS
.

Lenin empezó a recitar a gritos en el jardín, chillando para que se le oyese a pesar del ruido de un autobús que pasaba.

Vengoasepultar a César, no a elogiarlo.

Elmal que hacen los hombres vive después de ellos;

El bien, muchas veces, queda enterrado con sus huesos.

Gritaba con toda fluidez, sin titubeos. Algo extraordinario, habida cuenta que no tenía nada más que seis años y no entendía ni palabra de lo que estaba diciendo.

Sentado dentro, mirando al pequeño remolino de polvo que giraba sin parar en el jardín (el futuro encargado de mantenimiento de varias embajadas, con un niño y una scooter Bajaj), el camarada Pillai sonreía lleno de orgullo.

—Es el primero de su clase. Este año va a conseguir adelantar dos cursos.

Había un montón de ambición empaquetada en aquel cuartito caluroso.

Fuese lo que fuese lo que el camarada Pillai almacenaba en el aparador, no eran aviones de madera rotos.

En cuanto a Chacko, desde el momento en que entró en aquella casa o tal vez desde el momento en que llegó el camarada Pillai, había experimentado un curioso proceso de anulación. Como un general al que le han retirado el mando, había restringido su sonrisa. Había contenido su tendencia comunicativa. Cualquiera que le hubiera conocido allí habría pensado que era un hombre reservado. Casi tímido.

El camarada Pillai, con el instinto infalible de un luchador callejero, comprendió que sus circunstancias (su casa pequeña y calurosa, los gruñidos de su madre, su obvia cercanía a las masas trabajadoras) le otorgaban un poder sobre Chacko que, en aquellos tiempos revolucionarios, ningún acopio de educación en Oxford podía igualar.

Sostuvo su pobreza como si fuera una pistola apuntando a la cabeza de Chacko.

Chacko sacó un trozo de papel arrugado en el que había tratado de hacer un boceto para la composición de una nueva etiqueta que quería que el camarada K. N. M. Pillai le imprimiera. Para un producto nuevo que Conservas y Encurtidos Paraíso pretendía lanzar en primavera. Vinagre Sintético para Cocinar. El dibujo no era uno de los puntos fuertes de Chacko, pero el camarada Pillai captó la idea. Estaba familiarizado con el logotipo del bailarín de kathakali, el eslogan que decía [
EMPERADORES DEL REINO DEL SABOR
] (idea suya) y la tipografía que habían elegido para Conservas y Encurtidos Paraíso.

—El mismo diseño. La única diferencia es el texto, supongo —dijo el camarada Pillai.

—Y el color del borde —dijo Chacko—. Mostaza en lugar de rojo.

Other books

Take the Fourth by Jeffrey Walton
69 by Ryu Murakami
This Perfect Day by Ira Levin
Garden of Lies by Eileen Goudge
A Baby by Chance by Thacker, Cathy Gillen