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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El dragón en la espada (8 page)

BOOK: El dragón en la espada
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—Quizá por eso llaman a Sharadim.

—No estoy seguro de entenderle.

—Insinuaron que es ella la que ostenta el poder, que su hermano, y prometido, no es más que un impostor. Tal vez a ella le convenga hacerle aparecer como una leyenda viviente, un héroe popular. Después de todo, en nuestro mundo no son raras tales relaciones.

—No saqué tantas conclusiones, pero estoy de acuerdo en que existe la posibilidad. ¿Significa eso, pues, que usted y Flamadin de los valadekanos no son necesariamente el mismo personaje?

—El armazón cambia, Von Bek, pero el espíritu y el carácter no. No sería la primera vez que me encarno en el cuerpo de un héroe que decepciona hasta cierto punto a la gente.

—Si estuviera en su piel, otra cosa que despertaría mi curiosidad es saber cómo llegué a este mundo. ¿Cree que lo descubrirá pronto?

—No estoy seguro de nada, amigo mío. —Me levanté y cuadré los hombros—. Preparémonos para cualquier horrible experiencia que la comida pueda proporcionarnos.

—Me pregunto si la tal princesa Sharadim estará en la Asamblea —dijo Von Bek, mientras caminábamos hacia la sala del capitán barón—. La verdad es que cada vez tengo más ganas de conocerla. ¿Y usted?

—Temo ese encuentro, querido amigo. —Intenté sonreír—. Creo que el único resultado será sufrimientos y terror.

Von Bek me miró de hito en hito.

—Creo que estaría menos impresionado, Herr Daker, si no viera esa espantosa sonrisa en sus labios.

4

El capitán barón quería pedirme un favor. Gracias a mi conversación con los estudiantes, no me sorprendí cuando se decidió a preguntarme si le concedería el honor de acompañarle a bordo de otro casco, antes de la Asamblea.

—Los cascos acuden lentamente al Terreno de la Asamblea, navegando a menudo uno junto al otro durante muchas millas antes de llegar allí. Los vigías ya han avistado otros tres cascos. A juzgar por las señales, son el
Chica de Verde
, el
Escalpelo Certero
y el
Nuevo Razonamiento
, todos de fondeaderos más alejados. Para estar tan cerca del Terreno de la Asamblea deben de haber corrido bastante. Los capitanes barones tienen la costumbre de hacer llamadas de cortesía sucesivas en ese momento. Tales llamadas sólo se rechazan en caso de enfermedad a bordo u otro gran desastre. Me gustaría hacer señales con las banderas al
Nuevo Razonamiento
, indicando que deseamos visitarlo. ¿Os apetecería a vos y a vuestro amigo ver otro casco?

—Estaremos encantados —respondí.

No sólo deseaba comparar los cascos, sino hacerme una idea de la opinión que tenían otros capitanes barones sobre el nuestro. De sus palabras se desprendía que era imposible rechazar su oferta. Estaba claro que ansiaba exhibir a su invitado ante los demás para que corriera la voz previamente a la Asamblea. De esta forma confiaba en ganarse su aceptación o, como mínimo, aumentar su prestigio.

Se quedó muy aliviado. Sus rasgos porcinos se relajaron. Casi me sonrió con alegría.

—Bien. Ordenaré que hagan las señales.

Se excusó un rato después y nos dejó a nuestras anchas. Continuamos explorando el barco-ciudad y nos encontramos por segunda vez con Bellanda y sus amigos. Eran las personas más interesantes que habíamos conocido hasta el momento. Nos llevaron a lo alto de los mástiles y nos enseñaron el humo de los cascos distantes, que navegaban lentamente hacia el Terreno de la Asamblea.

Un muchacho de cara pálida llamado Jurgin tenía un catalejo y conocía las banderas de todos los barcos. Los nombró en voz alta a medida que los iba reconociendo.

—Ahí está el
Ganga Lejana,
que pertenece a La Cabeza Flotante. Y ése es el
Chica de Verde
, de El Jarro Mellado... —Le pregunté cómo podía saber tanto, y me tendió el aparato—. Es sencillo, alteza. Las banderas representan el aspecto de los fondeaderos sobre el plano, y los nombres describen el parecido más exacto de esas representaciones. Del mismo modo bautizamos a las constelaciones. En la mayoría de los casos, los nombres de los cascos son antiquísimos, y perpetúan los de antiguos veleros en los que zarparon nuestros antepasados. Sólo de forma muy gradual se trasladaron a las ciudades en las que ahora vivimos.

Miré por el catalejo y distinguí una bandera que ondeaba en el palo mayor del barco más próximo. Era un símbolo rojo sobre campo negro.

—Yo diría que se trata de una especie de trasgo. Una gárgola.

—La bandera que está izada —rió Jurgin— pertenece al fondeadero El Hombre Feo y, por tanto, el casco es el
Nuevo Razonamiento,
que viene del norte. Es el que visitaréis esta noche, ¿no?

Me impresionó su clarividencia.

—¿Cómo lo sabéis? ¿Tenéis espías en la corte?

El joven meneó la cabeza sin cesar de reír.

—Es mucho más sencillo, alteza. —Señaló nuestro palo mayor, donde se agitaban al viento un buen puñado de banderas—. Lo dicen nuestras señales. Y el
Nuevo Razonamiento
ha respondido con la debida cortesía, probablemente a regañadientes en lo que concierne a nuestro gran capitán barón, que se espera vuestra visita una hora antes del crepúsculo. Lo cual significa —añadió con una sonrisa— que el encuentro sólo durará una hora, pues Armiad detesta aventurarse de noche por las aguas. Acaso teme la venganza de las sabandijas de los pantanos con las que ha alimentado los contenedores. ¡No cabe duda de que el
Nuevo Razonamiento
está al corriente de este hecho!

Unas horas más tarde, Von Bek y yo nos encontramos acompañando al capitán barón Armiad-naam-Sliforg-ig-Vortan, ataviado con sus prendas más exquisitas (y abominables), a bordo de una especie de balsa, provista de pequeñas ruedas e impelida con pértigas por una docena de hombres (también engalanados con vistosos ropajes), que a veces flotaba y otras rodaba a través de las ciénagas y lagunas hacia el
Nuevo Razonamiento
, ya muy cercano a nuestro
Escudo Ceñudo
. Armiad apenas podía caminar, estorbado por la capa acolchada, las calzas almohadilladas, el enorme y bamboleante sombrero y el jubón grotescamente hinchado. Di por supuesto que había visto las ilustraciones de algún libro antiguo, y decidido que éstas eran las prendas adecuadas y tradicionales de un auténtico capitán barón. Le costó mucho subir a la embarcación y tuvo que sujetarse el sombrero con ambas manos cuando el viento amenazó con derribarlo. Los hombres nos impulsaban con mucha parsimonia hacia el otro casco, mientras Armiad les gritaba que tuvieran cuidado, que procurasen no salpicarnos y que sacudieran la chalupa lo menos posible.

Nosotros, vestidos con ropas sencillas y desprovistos de armas, no padecíamos esas dificultades. La única grave era disimular nuestras risas.

El
Nuevo Razonamiento
no estaba menos maltrecho y reparado que el
Escudo Ceñudo
, y era incluso algo más viejo, pero, en conjunto, se hallaba en mejores condiciones que nuestro casco. El humo que vomitaban las chimeneas no era la misma materia oleosa y amarillenta, Y sus cañones estaban dispuestos de manera que muy poca ceniza caía sobre las cubiertas. Las banderas se veían bastante decentes (aunque les resultaba imposible mantenerlas limpias del todo), y la pintura más brillante. Se habían preocupado de conservar en buen estado el casco, y sospecho que le habían dado forma de barco a propósito, en vista de la inminente Asamblea. Parecía extraño que Armiad no se diera cuenta de que podía tener el suyo más limpio, que su abandono reflejaba su falta de inteligencia, la escasa moral de su gente y media docena de cosas más.

Avanzamos hacia el otro casco, vadeando aguas frías, hasta llegar a la rampa que habían bajado para nosotros. Los hombres izaron la embarcación por la rampa con cierto esfuerzo, y no tardamos en hallarnos en las entrañas del
Nuevo Razonamiento.
Paseé la vista en derredor con curiosidad.

La apariencia general del casco coincidía con la del que habíamos dejado, pero el orden y pulcritud reinantes conseguían que el bajel de Armiad pareciera un viejo vapor comparado con un buque de guerra. Además, aunque los hombres que nos recibieron vestían como los primeros que habíamos visto, iban considerablemente más limpios, y era evidente que no tenían el menor deseo de agasajar a personas como nosotros. A pesar de que Von Bek y yo nos habíamos bañado y mudado de ropa, una película de mugre se había adherido a nuestra piel al desplazarnos desde nuestros aposentos a la chalupa. También estaba seguro de que los tres olíamos al casco, aunque ya nos habíamos acostumbrado. Asimismo quedó muy claro que la dotación del
Nuevo Razonamiento
consideraba el atavío de Armiad tan ridículo como nosotros.

Comprendimos enseguida que los demás capitanes barones no sólo se negaban a recibir en sus cascos a Armiad por razones de altivez; en todo caso, si eran altivos, la apariencia física y el temperamento de Armiad bastaban para confirmar todos sus prejuicios.

Armiad estaba inquieto, si bien no parecía darse cuenta de la impresión que causaba. Fanfarroneó ante el comité de bienvenida mientras nos presentábamos oficialmente e intercambiábamos nombres. Era la pomposidad personificada cuando dio a conocer la identidad de los que le acompañábamos en calidad de invitados del
Nuevo Razonamiento
, y pareció complacido cuando nuestros anfitriones reconocieron mi nombre con sorpresa, casi con sobresalto.

—Pues sí —dijo al grupo—, el príncipe Flamadin y su acompañante han elegido nuestro casco, el
Escudo Ceñudo
, para desplazarse a la Asamblea. Harán de él su cuartel general durante la travesía. Ahora, marineros, conducidnos hasta vuestros amos. El príncipe Flamadin no está acostumbrado a esta lentitud.

Seguí al comité de bienvenida, muy molesto por su grosería e intentando demostrar a nuestros anfitriones que no aprobaba sus comentaños, por una serie de rampas que conducían a las cubiertas exteriores. También allí existía una próspera ciudad, de calles tortuosas, escaleras, tabernas, comercios de alimentación, e incluso un teatro. Von Bek murmuró palabras de aprobación, pero Armiad, que caminaba a su lado y justo detrás de mí, susurró con voz estridente que observaba signos de decadencia por todas partes. Yo había conocido a ciertos ingleses que asociaban pulcritud con decadencia, y las pruebas palpables de que en el
Nuevo Razonamiento
florecían las artes y los oficios, habrían confirmado su opinión. Por mi parte, traté de trabar conversación con el comité de bienvenida; todos sus miembros eran jóvenes y parecían agradables, pero se mostraron poco dispuestos a responderme, incluso cuando alabé el empaque y la belleza de su casco.

Cruzamos varios pasadizos elevados hasta llegar a lo que parecía ser un edificio público bastante grande. No poseía el aspecto fortificado del palacio de Armiad, y pasamos bajo altos arcos ojivales para desembocar en una especie de patio rodeado de airosas columnas. De la parte izquierda surgió otro grupo de hombres y mujeres, todos de edad madura, e incluso avanzada. Vestían largas túnicas de intensos colores oscuros, sombreros gachos, engalanados cada uno con una pluma de diferente color, y guantes de piel teñida en tonos brillantes. Sus rostros apenas eran visibles bajo las máscaras de fina gasa, que se quitaron con presteza, colocándolas sobre el corazón en una versión del mismo gesto que Mopher Gorb y sus hombres habían realizado cuando nos encontramos por primera vez. Sus dignos rasgos me impresionaron, y también me sorprendió que dos de ellos, un hombre y una mujer, tuvieran la piel bronceada. Todos los miembros del grupo que nos había recibido eran blancos de tez.

Sus modales fueron perfectos y elegantes sus palabras, pero resultaba más que evidente que nuestra visita no les complacía. Estaba claro que no hacían distinciones entre Von Bek y yo y Armiad (¡lo que, por supuesto, hirió mi orgullo!) y, aunque no fueron descorteses, dieron la impresión de patricios romanos padeciendo la visita de algún bárbaro grosero.

—Saludos, honorables huéspedes del
Escudo Ceñudo.
Nosotros, el Consejo de nuestro capitán barón Denou Praz, Hermano Poético de los Larens de Toirset y nuestro Defensor del Oso Polar, os damos la bienvenida en su nombre y os rogamos que nos acompañéis a tomar un frugal refrigerio en nuestra sala de reuniones.

—Encantados, encantados —replicó Armiad con un ademán airoso que se vio obligado a interrumpir para devolver el sombrero a su posición anterior—. El príncipe Flamadin y yo nos sentimos más que honrados de ser vuestros huéspedes.

La reacción de nuestros anfitriones ante mi nombre no me halagó en modo alguno, pero su autodisciplina era demasiado grande para permitirles exhibir su desagrado. Hicieron una reverencia y nos guiaron bajo las arcadas, atravesando puertas con paneles de cristal coloreado, hasta un agradable salón iluminado por lámparas de cobre; en el cielo raso se habían esculpido versiones estilizadas de escenas pertenecientes al lejano pasado del casco, relacionadas con hazañas llevadas a cabo en bancos de hielo flotante. Recordé que el
Nuevo Razonamiento
era del norte, donde debía de navegar mucho más cerca del polo (si el reino poseía un polo como yo lo entendía).

Un anciano se levantó de una silla tapizada de brocado, situada al extremo de la mesa, se quitó la máscara de gasa y la posó sobre su corazón.

—Capitán barón Armiad, príncipe Flamadin, conde Ulrich von Bek, soy el capitán barón Denou Praz. Acercaos y sentaos a mi lado, por favor.

—Ya nos hemos encontrado una o dos veces, hermano Denou Praz —dijo Armiad en un tono de fanfarrona familiaridad—. ¿Os acordáis? En la Conferencia de Cascos celebrada a bordo del
Ojo del Leopardo
, y el año pasado en
Mi tía Jeroldeen
, en el funeral del hermano Grallerif.

—Lo recuerdo bien, hermano Armiad. ¿Reina la satisfacción en vuestro casco?

—Una satisfacción excepcional, gracias. ¿Y en el vuestro?

—Pienso que mantenemos el equilibrio, gracias.

Me di cuenta enseguida de que Denou Praz intentaba ceñir la conversación a cauces estrictamente oficiales. Armiad, sin embargo, siguió metiendo la pata con despreocupación.

—No tenemos cada día al príncipe electo de los valadekanos entre nosotros.

—No, desde luego —dijo Denou Praz con escaso entusiasmo—. Claro que el buen caballero Flamadin ya no es el príncipe electo de su pueblo.

Estas palabras sobresaltaron a Armiad. Yo sabía que Denou Praz había hablado con sarcasmo, rozando los límites de la cortesía, pero ignoraba lo que significaba su afirmación.

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