El Druida (14 page)

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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

BOOK: El Druida
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—Ella hizo su elección y yo hago la mía. Sigo mi norma y te pido que respetes eso, Ainvar.

Yo era demasiado joven para saber que los climas emocionales cambian y que la independencia que Sulis deseaba algún día podría pesarle mucho. Acepté su postura, pero con pesar en mi corazón.

De vez en cuando Menua nos utilizaba a los dos para la magia sexual, lo cual en cierto modo hacía que la situación fuese más dolorosa para mí. Sin embargo, nunca me negué. Había aprendido que el sexo, en su aspecto más mágico, es un rito sagrado de tal poder y excitación que todo lo demás me dejaba extrañamente insatisfecho.

Observé con envidia, mientras le veía apearse en el fuerte, que Tarvos el Toro no parecía requerir la magia en sus mujeres. Se casaría con la que tuviera más a mano cuando estuviera preparado para casarse, y ella admiraría sus cicatrices y le daría una camada de guerreros y serían felices.

Por la noche paseaba bajo las estrellas, entre los alojamientos, sin ningún techo sobre mí y con la oscuridad por compañía. A través de las puertas abiertas me llegaban retazos de conversación, ningún pensamiento completo sino sólo enunciado a medias entre personas que se conocían lo bastante bien para adivinar el resto. Comentarios sobre la comida, el trabajo y el clima, críticas personales, una risa resonante, el borde afilado de la ira en erupción.

Gentes encerradas en conchas de madera.

El suyo era el tedio ligero de los muros, las tareas, el vivir hacinados, a veces subiéndose unos a otros, oliendo los pedos y padeciendo los ronquidos de los demás. Estaban empotrados en lo ordinario.

Yo no era así. Míos eran el vasto cielo oscuro y los espacios entre las estrellas que me llamaban. Mía era la promesa de la magia.

Pensé que tal vez Sulis tenía razón.

Caminaba soñadoramente bajo las estrellas, y las familias en sus casas no me oían pasar.

La rueda de las estaciones giraba y giraba.

Entre nosotros treinta años se consideraban una generación completa, pero el paso del tiempo no se medía de una manera tan sencilla. Pasaba largos días estudiando la lámina de bronce en la que estaba inscrito nuestro calendario, que dividía y delineaba el año de modo que las festividades siempre se observaban en sus días apropiados con relación a la tierra y el cielo. El calendario estaba formado por dieciséis columnas que representaban sesenta y dos ciclos lunares subdivididos en mitades claras y oscuras, con dos ciclos adicionales intercalados para completar el total correspondiente al año solar. Lo estudié hasta conocerlo como mi lengua conocía el velo de mi paladar.

Y ésa era sólo una de las muchas lecciones que debía aprender. Notaba que los sesos se expandían dentro de mi cráneo. Mis maestros eran legión. Aprendía de los tallos del trigo y las exhalaciones del ganado, de la disposición de los guijarros en el lecho de un arroyo o la pauta que formaban los gansos que aleteaban por encima de mi cabeza. Pero mi instructor principal era siempre Menua, a quien estudié hasta que fui capaz de adoptar sus maneras como si me pusiera un manto.

Las estaciones también pasaban para él. Cada invierno encontraba al jefe druida más rudo e irascible.

—Tú serás mi último alumno —me decía—. Eres el único que debe seguirme.

Mi espíritu se expansionaba y empecé a engullir sabiduría mientras avanzaba en el dominio de mi mente. Concentré mi intelecto para memorizar la ley contenida en los versos silábicos rimados a los que llamaban
rosc
, un cántico muy acentuado y aliterativo. Descubrí que la ley era hermosa.

En la reunión anual de Samhain, cuando se llevaban a cabo todos los juicios, Dian Cet siempre concluía recordándonos:

—Tomamos nuestras decisiones de acuerdo con la ley de la naturaleza, pues la naturaleza es la inspiración y el modelo de la ley. No se puede defender ninguna ley contraria a la naturaleza.

Menua me enseñó el lenguaje de los griegos que había aprendido en su juventud y pulió los rudimentos de latín que yo había adquirido de los mercaderes, aunque desdeñó ese idioma, considerándolo áspero, gutural y sin valor. Me mostró la escritura de los griegos y romanos, formas talladas en madera, inscritas en tablillas de cera o pintadas en pergaminos de piel de ternera.

—Pero no confíes en estos signos —me advirtió—. Lo que está escrito puede quemarse, fundirse o cambiarse. Lo que está tallado en tu mente permanece.

También me enseñó el
ogham
, que no era el lenguaje escrito de los druidas sino simplemente una manera de dejar mensajes sencillos para otras personas tallando unas marcas en los árboles o las piedras. El
ogham
no reflejaba ninguna sabiduría, pero era bastante útil y la gente corriente se admiraba de que lo entendiéramos y sentía hacia nosotros un temor reverencial.

—¡Mantén siempre en ellos ese temor reverencial! —insistía Menua.

Cada vez cargaba más responsabilidad sobre mis hombros. Cuando necesitaba a un corredor para que llevara mensajes de mi parte a otros druidas, Menua le pedía a Tarvos que me sirviera.

Pensé con tristeza que se lo habría pedido a Crom Daral si nuestra relación se hubiera normalizado.

Una mañana rodeé el alojamiento y casi tropecé con Crom. Desde el otro lado del fuerte llegaba el sonido de un martillo que golpeaba hierro en la forja.

—El ruido me ha impedido oírte —le dije a modo de disculpa, aunque en realidad el ruido no era tan fuerte. Pero tenía que decir algo.

Crom se encogió de hombros sin responder y se dispuso a alejarse por el estrecho callejón. Le cogí del brazo.

—¿Qué ocurre entre nosotros, Crom? ¿No se puede arreglar?

—¿Arreglar? —Dio media vuelta para enfrentarse a mí—. ¿Cómo? ¿Estás dispuesto a admitir que no eres mejor que yo?

—Claro que no soy mejor que tú. Sólo soy diferente.

—Dices eso pero no lo piensas.

Mi cabeza observó que tenía razón.

—No me conoces en absoluto —le dije alzando la voz y con demasiada rapidez.

—Tú no te conoces a ti mismo —gruñó—. Deberías verte como yo te veo, andando por ahí como si tus pies fuesen demasiado buenos para tocar el suelo. —Se zafó de mí y se alejó apresuradamente.

¡No he cambiado, sólo soy Ainvar!, quise gritarle, pero no lo hice.

Al cabo de largo rato entré de nuevo en el alojamiento, sintiéndome desdichado.

—Dime, Menua, ¿es difícil ser a la vez hombre y druida?

Él reflexionó sobre la pregunta.

—Imposible —dijo al fin.

¿Sería capaz de aprender todo lo que necesitaba saber? Veinte años de estudio se consideraban el mínimo necesario para un jefe druida. Podría iniciarme en la Orden mucho antes, porque el tiempo de la iniciación lo determinaban los augurios y las circunstancias. Pero esos veinte años de aprendizaje eran una característica de las escuelas druídicas desde Bibracte, en la Galia, hasta la distante y legendaria isla de los britones.

Y todo debía confiarse a la memoria.

—Háblame otra vez de Roma y la Provincia —me pidió Menua por trigésima vez, acomodado contra el tronco de un árbol y mascando una brizna de hierba—. Y procura no cambiar ni una sola palabra.

—Los romanos son una tribu de la tierra del Lacio —respondí obediente—. En el pasado fueron una entre muchas tribus, vivían en chozas dispersas en un grupo de colinas y luchaban con sus vecinos. Pero eran más ambiciosos que éstos. Con el tiempo organizaron un ejército capaz de exterminar a los etruscos, que habitaban al norte, y apoderarse del rico valle del río Po.

»Luego destruyeron a sus rivales comerciales, Corinto y Cartago, a fin de apoderarse de sus rutas mercantiles. Mientras derrotaban a Cartago también emprendieron la conquista de Iberia. Los romanos destruían por completo a cualquiera que se les opusiera y establecieron prácticamente un monopolio comercial, enviando un constante flujo de riquezas a su fortaleza, la ciudad de su tribu.

Menua asintió. Observé que los blancos de sus ojos amarilleaban con la edad y que tenía manchas en los dorsos de sus manos arrugadas.

—Ahora dime qué es la Provincia, Ainvar.

—La parte más meridional de la Galia. En otro tiempo las tribus célticas que habitaban allí eran tan libres como el resto de nosotros. Pero eso era antes de que Roma invadiera la región, antes de que yo naciese. Le pusieron el nuevo nombre de Galia Narbonense, tomado del de la capital, Narbo, que levantaron allí. Pero normalmente se la conoce simplemente como la Provincia, pues es la principal provincia de Roma fuera del Lacio.

Menua suspiró.

—Los romanos la invadieron. Trajeron guerreros y los dejaron allí, para que se casaran, engendraran hijos y reclamaran la tierra como suya, romanizada. —Meneó la cabeza—. ¿Y a quién estaba dedicada la ciudad de Narbo, Ainvar?

—A Marte, una deidad romana.

El jefe druida se sonó en el aire, una expresión de desprecio.

—Marte, espíritu de la guerra. No el espíritu de un ser vivo, un árbol o un río, sino de la guerra. —Su repugnancia era palpable—. No tienen instinto para poner nombres.

—No —convine—. El nombre tiene una importancia primordial. Todo tiene su propio nombre innato, que debe ser descubierto.

El jefe druida casi sonrió. Mi respuesta le había complacido.

—¿Qué sabemos de la vida que llevan los celtas en la Provincia?

—Las tribus galas meridionales —recité— no pueden emprender ninguna actividad sin el permiso y la asociación de un ciudadano romano. Ninguna moneda cambia de manos y ninguna deuda se contrae sin que esté escrito en los rollos de los romanos.

—Escrito —repitió Menua, disgustado—. Las deudas de un hombre escritas para que sobrevivan a su muerte y atormenten a sus descendientes.

Se levantó y empezó a pasear de un lado a otro, con los brazos a la espalda.

—Sé mucho y no lo suficiente, Ainvar. Oímos cosas, capto un aroma de algo en el viento... No puedo dormir pensando en el poder de Roma. Lo siento crecer como algo vivo, una enredadera que quiere estrangular al roble.

»Pero no estoy seguro del peligro, ni su grado ni su origen. Si fuese posible iría yo mismo al territorio romano para observar qué sucede allí. Algunos afirman que los galos viven mejor que nosotros aquí, otros dicen que son infelices y están esclavizados. Necesito saber la verdad, pero soy el jefe druida y corren tiempos peligrosos. No me atrevo a abandonar el bosque durante tanto tiempo como es necesario para visitar la Provincia. —De repente se volvió y fijó sus ojos en mí—. Pero tú eres joven y fuerte. Podrías hacer el viaje por mí. Serías mis ojos y oídos en la Provincia y me traerías informes de todo lo que descubras.

El corazón me dio un vuelco. La emocionante promesa de aventura era como un trago de vino fuerte.

Menua volvió a sentarse y se apoyó en el árbol. Sus ojos me miraban pero no creo que me viera.

—Ainvar —musitó—. El que viaja lejos.

Retuve el aliento, esperando que dijera más. El jefe druida se retiró dentro de su cabeza, y me quedé observando las nubes en el cielo y las piedras rosadas y amarillas que emergían del blando suelo pardo. Nuestro pequeño río, el Autura, canturreaba bajo el cerro del bosque.

—Todavía eres joven. —La voz de Menua me sobresaltó, haciéndome salir de una ensoñación en la que aparecía Sulis—. Necesitas más adiestramiento. Antes de que puedas ser iniciado en la Orden debes haber estudiado en los bosques de otras tribus. Yo mismo he pasado mucho tiempo en Bibracte, donde los druidas de los eduos enriquecieron notablemente mi cabeza. Podríamos enviarte al sur, a visitar a los druidas entre nuestras tierras y la Provincia..., luego cruzarías las montañas que nos separan del territorio romano y continuarías tu aprendizaje en el otro lado. Una clase distinta de aprendizaje, claro.

—¿Cómo tus ojos y oídos?

—Exactamente. ¿Estás dispuesto?

Procuré responder con un decoro apropiado a la seriedad de la misión, pero la impaciencia me traicionó.

—¡Sí! —exclamé.

Los ojos de Menua centellearon.

—Tienes que pensar que no será fácil. El camino es largo y el viaje es siempre azaroso.

—¡No me importa! ¡Soy muy fuerte y puedo cuidar de mí mismo!

—Hum, seguro que es así, pero de todos modos te proporcionaré una escolta, alguien algo más veterano que tú para que sea tu guardaespaldas.

Menua se estiró, se rascó ambas axilas y se puso en pie. Se movía con impecable elegancia a pesar de su volumen, pero sus huesos al crujir cantaban la canción de sus años.

Juntos llevamos a cabo el ritual de la puesta del sol para agradecer al astro que nos hubiera dado el día. Luego volvimos al fuerte, ambos con una expresión apropiadamente serena, pero cuando Menua dormía salí del alojamiento y del fuerte para estar solo y libre bajo el cielo nocturno y lanzar un potente grito de pura exuberancia.

Menua informó a los otros druidas de su plan. El hecho de que me hubiera elegido para semejante empresa recalcaba, más que con palabras, su fe en mí, su deseo de que algún día fuese su sucesor. Naturalmente, cuando llegara ese día el jefe druida sería elegido por la Orden, pero la preferencia de Menua tendría un gran peso. Ellos lo sabían y yo también.

El Guardián del Bosque.

Poco antes del anuncio, Sulis me buscó.

—Tal vez deberíamos hacer juntos una magia sexual para asegurarte un viaje seguro —me sugirió.

Su cabello era suave al contacto de mis labios y la magia resultó fuerte y segura.

La ruta que Menua eligió para mí me llevaría a través de las tierras de los bitúrigos, los boios, los arvernios y los gábalos.

—Aprende algo de valor en el bosque sagrado de cada tribu —me dijo Menua—, pero recuerda que tu objetivo final es la Provincia. Una vez llegues allí, no llames la atención. He oído decir que los romanos miran con recelo a los druidas. Sé un simple viajero, tal vez alguien que busca nuevas conexiones comerciales. El comercio es el lenguaje que más les gusta a los romanos.

Llevaría conmigo un guardaespaldas y un porteador. A petición mía, Tarvos sería el guardaespaldas. Para identificarme como un hombre con derecho a recibir instrucción en los bosques, Menua le pidió a Goban Saor que me hiciera un amuleto de oro druida, llamado
triskele
, para que lo llevara. Tenía la forma de una gran rueda con tres radios curvos que dividían el círculo en la trinidad de la tierra, el hombre y el Más Allá.

—Antes de que te vayas, hay una cosa final que debemos hacer por ti —dijo Menua—. Si aspiras a la Orden de los Sabios, debes estar dispuesto a mostrar al mundo un rostro sin miedo. Así pues, te reunirás con nosotros en el bosque dentro de tres albas a partir de ahora. Para recibir la enseñanza sobre la muerte.

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