El Druida (27 page)

Read El Druida Online

Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

BOOK: El Druida
4.58Mb size Format: txt, pdf, ePub

Preparándolo para el viaje al bosque, Sulis había envuelto el cuerpo en capas de telas pintadas con símbolos druidas. Sólo el rostro estaba descubierto. Me acerqué más.

Los labios del druida muerto tenían un frunce extraño.

Cuando acerqué mi rostro al suyo noté el olor de la muerte, pero por debajo de los efluvios mi olfato adiestrado percibió un ligero y casi desvaído aroma a fruta amarga. Me erguí abruptamente.

—¿Es veneno, Sulis?

Ella me respondió en un susurro:

—No puedo demostrarlo ni puedo decir quién podría estar implicado. Pero ha hecho falta algo más que unos retortijones para matarle y existen muchos venenos compuestos con plantas que jamás he visto...

—... en lugares alejados de aquí —concluí por ella—. ¿Lo saben los demás? ¿Y Cotuatus?

—No he dicho nada a nadie. ¿Quién se atrevería a asesinar a un jefe druida? —preguntó horrorizada.

No le respondí, pero mi cabeza lo sabía. Tasgetius debía de tener unos deseos irrefrenables de conseguir el trono y no fue capaz de aceptar la oposición.

El hecho terrible yacía entre nosotros como una serpiente en el suelo. No era posible considerarlo, comentarlo, actuar en consecuencia... todavía. Por el momento no existía nada más que el cadáver de Menua. Mi cabeza conmocionada no podía pensar en otra cosa.

Al salir del alojamiento vi que Dian Cet me estaba esperando en compañía de Aberth. El sacrificador llevaba en los brazos una túnica con capucha.

—Cuando lleguemos al bosque, primero te iniciaremos en la Orden —dijo Aberth—. Así podrás asistir al ritual fúnebre de Menua con los otros druidas. Es lo que él habría querido.

Su voz tenía una amabilidad desconocida en él.

Miré fríamente la prenda, que no tenía ningún significado para mí, no era más que tela vacía, tan vacía como yo sentía mi interior. Me desplazaba alrededor del delgado borde de un vacío clamoroso, donde no existía ninguna de las verdades de las que había dependido. Me envolvió una abrumadora sensación de pérdida. Menua estaba muerto, no había un jefe druida que prestara oídos a mis descubrimientos, que me diera consejos e hiciera críticas, que me recibiera al volver a casa. Menua no existía, no, no...

Debí de tambalearme, porque Dian Cet me cogió con firmeza del brazo.

—Estás extenuado, Ainvar. Has recorrido un largo camino, y ahora debes comer y descansar si mañana vas a venir con nosotros.

Me condujo a alguna parte, a un aposento... Recuerdo que Sulis me acompañó, me dio una bebida que sabía a endrinas y me dormí. Al despertar, en el amanecer gris, Tarvos estaba inclinado sobre mí.

—Quieren que te reúnas con ellos —me dijo.

Los druidas transportaron en silencio el cuerpo de Menua desde Cenabum. Una multitud no menos silenciosa se reunió para vernos partir. El nuevo rey estaba entre ellos, con un aspecto apropiadamente serio.

Aparté el rostro de él.

Llevaban al jefe druida en unas andas de madera de tejo, que los druidas sostenían sobre sus hombros. Como no había sido iniciado, no me permitieron ayudar a llevarlo, pero le seguí de cerca. Caminamos sin detenernos para comer ni dormir, y cuando la carga se hacía demasiado pesada para los porteadores, un nuevo grupo los relevaba. Nos dirigíamos al norte, siempre al norte, hacia el bosque en el corazón de la Galia.

Un viento gélido nos acompañaba. Los días se habían acortado y eran muy oscuros.

Llegamos al Fuerte del Bosque cuando anochecía. El cadáver de Menua descansaría en su propio alojamiento, y me autorizaron a velarle.

No dormí ni pensé. En mi cabeza no había nada más que niebla gris y bruma roja, y de vez en cuando me volvía para mirar el cuerpo inmóvil tendido sobre las andas de tejo.

Al amanecer los druidas carnutos vinieron primero en mi busca. El ritual de Menua tendría lugar cuando se pusiera el sol, mientras que el ritual de iniciación sería por la mañana.

Encabezados por Dian Cet, nos dirigimos al bosque, que estaba lleno de gente, pues no sólo habían acudido nuestros druidas sino también los de los bitúrigos, los arvernios, los boios y muchos otros, todos los que habían conocido y reverenciado al Guardián del Bosque.

Los árboles nos observaban. ¡Cuánto había anhelado ver de nuevo aquellos robles poderosos e intemporales! Ahora ni siquiera les eché un vistazo. Mis ojos no veían nada, no sentía nada ni quería sentir. Aquello era mucho peor de lo que había sido la muerte de Rosmerta.

La enseñanza de la muerte me había librado del temor a mi propia muerte, pero no me había preparado para el derrumbe del centro de mi mundo.

—¿Estás dispuesto para unirte a la Orden de los Sabios? —inquirió una voz.

—Lo estoy —repliqué a Dian Cet, pero sólo porque ésa era la forma correcta de responder.

Las palabras no tenían significado para mí. Me aferraba a mi entumecimiento como un guerrero se aferra a un escudo.

Los druidas formaron entre los árboles en dos líneas paralelas, creando un pasillo a lo largo del cual me condujo el juez principal. Cuando pasamos ante el primer par, empezaron a cantar. Cada par iniciaba el canto por turno, de modo que el cántico se movía con nosotros hacia adelante en oleadas hasta que llegamos al final del pasillo, donde nos esperaban más druidas en círculo. Estaban encapuchados, oficialmente invisibles a los ojos del mundo de los hombres.

Dian Cet me ordenó quitarme las blandas botas de cuero. Mientras permanecía descalzo en el suelo, éste empezó a resonar con el volumen creciente del cántico.

Procuré no sentir nada.

El cántico llegó a mis entrañas como la voz de la creación y no toleró mi indiferencia. Finalmente empecé a entonarlo también, mis huesos se convirtieron en una caja de resonancia mientras la sensación de pérdida, el dolor y la pena me traspasaban como una música. Traté de aferrarme a mi delgado borde, al lugar seguro e insensible donde nada hacía daño, pero era demasiado tarde. No podía rehuir el sonido.

Mis pies descalzos notaban la vida de la tierra. Las lágrimas se deslizaban por mis mejillas. Soy celta. Mientras me entregaba al cántico, oía periódicas exclamaciones de gratitud por la sabiduría que Menua me había transmitido y que ahora estaba almacenada en mi cabeza.

—Los druidas no pertenecen a sí mismos sino a la tribu —dijo cerca de mí una voz familiar.

Sobresaltado, abrí los ojos... y me encontré mirando una enorme telaraña suspendida entre las ramas desnudas de los robles. Era una red de plata tejida fuera de temporada, pues esas telas son una creación del verano. Sin embargo, aquélla permanecía intacta y brillante, no más alta que mi cabeza.

Como si obedecieran a su propia voluntad, mis pies se pusieron en movimiento. El círculo de druidas se apartó para dejarme pasar.

Cuando llegué a la gran telaraña no me detuve y la atravesé. Los delicados filamentos me rozaron el rostro. La voz de Menua, fuerte, vital, viviente, me recordó: «La muerte es una telaraña que apartamos al pasar; no es lo último sino lo menos importante».

Entonces sentí una oleada de alegría. Miré ansioso a mi alrededor, en su busca, pero sólo vi los árboles y los druidas. ¡Sin embargo él estaba allí! Los sentidos de mi espíritu le reconocieron. Yo sabía que Menua estaba presente en el bosque, lo impregnaba de una manera tan absoluta, más allá de las palabras y de la fe, que seguía existiendo. El Menua esencial era una parte permanente de la Fuente inmortal, creadora de estrellas y telarañas. Como lo somos todos.

CAPÍTULO XVI

No puedo hablar del ritual que siguió, pues la iniciación de un druida sólo la conocen los druidas. Estaban presentes muchos rostros familiares. Desaparecido mi entumecimiento, los reconocí y agradecí su compañía. Sonreí especialmente a Secumos, de los arvernios, quien debía haber viajado a caballo para llegar con tanta rapidez.

Todos habían venido lo antes posible y algunos desde más lejos que Secumos. Naturalmente, no habían venido por mí, sino para honrar a Menua, el cual nos contemplaba ahora con los sentidos de su espíritu.

Cuando abandonamos el bosque, la intuición me impulsó a mirar atrás. La gran telaraña plateada seguía tendida entre los árboles, como estaba cuando la atravesé. Colgaba indemne.

Entonando un canto a la vida, regresamos al Fuerte del Bosque.

Cuando se puso el sol, repetimos el viaje con el cadáver de Menua. Esta vez me puse la túnica con capucha, hecha de un prieto tejido recién salido del telar, blanqueado al sol pero sin teñir. A medida que se desarrollaran los acontecimientos de mi vida, los símbolos que los representaran serían bordados en la tela, una tarea a cargo de las mujeres de mi clan. Ahora estaba en blanco, esperando.

Dirigidos por Narlos, el exhortador, los ritos de entierro de Menua fueron solemnes pero no lastimeros. Nosotros, que no creíamos en la muerte, celebrábamos la vida. Finalmente entregamos al jefe druida a los árboles.

Ninguna tumba construida habría sido apropiada para él, y por ello cavamos una tumba entre las raíces de los robles. Allí su cuerpo se descompondría como lo hace un árbol caído, hundiéndose de nuevo en la tierra que es la madre de toda carne. La sustancia de Menua nutriría las raíces y crecerían seres vivos que contendrían parte de él.

Me gustaba pensar que Menua se convertiría en parte de los robles.

Le enterramos envuelto en su túnica y acompañado de los solemnes bienes de la aristocracia, pues era de estirpe noble. Cada uno de nosotros a su vez puso una piedra en el montón levantado encima de él para impedir que los lobos lo desenterraran. No lloramos, pues no había razón para hacerlo. Nada se pierde jamás. Simplemente cambia.

Los druidas de otras tribus permanecerían en el fuerte hasta la convocatoria de Samhain, al cabo de cuatro noches. Nuestras mujeres estaban ocupadas atendiendo a las necesidades de aquellos honorables huéspedes.

En medio del ajetreo, la llegada de Lakutu con Baroc no pasó desapercibida. Cuando oí gritar al centinela, me encaminé a la puerta, pero Sulis me detuvo. Señalando con un brazo a las mujeres que iban de un lado a otro con montones de ropas de cama y cestas de comida para los huéspedes, me dijo:

—Mira de qué me he librado, Ainvar. Las cargas de las mujeres.

—El placer de los hijos —repliqué, mirando hacia la entrada, donde las antorchas oscilaban en la oscuridad de la noche.

Ella siguió la dirección de mi mirada.

—¿Quién llega?

—Mi porteador. Acaba de darme alcance.

—¿Y quién es esa mujer de extraño aspecto?

—Es mi...

Me interrumpí. No había ninguna palabra para indicar lo que Lakutu era para mí. En realidad no sabía lo que era.

Sulis me miraba con suspicacia.

—¿Tu qué?

—Es su esclava —le dijo Tarvos, que se había acercado por detrás de nosotros—. Ainvar la compró en la Provincia.

Podría haberle matado.

Sulis se echó atrás como si yo fuese una serpiente.

—¿Has comprado a una mujer?

—Una esclava —puntualizó el servicial Tarvos.

—Márchate —le dije al guerrero.

—Quédate, Tarvos —le ordenó ella, y se dirigió a mí—: ¿Para qué posible uso has comprado a una mujer?

—No es eso, no lo comprendes. Estaba en la plataforma de subastas y Rix y yo...

—¿Tú y Rix la comprasteis para usarla juntos?

Sulis dio otro paso hacia atrás.

—¡No!

Intenté coger el brazo de la curandera y hacerle escuchar la explicación completa, pero en aquel momento Lakutu me vio y corrió hacia mí, echándose a mis pies con un grito inarticulado.

Sulis me fulminó con la mirada y se alejó.

Cogí a Lakutu de la mano y la llevé al alojamiento que en otro tiempo compartí con Menua. Tarvos nos siguió pisándonos los talones, como si desconociera el problema que había ayudado a agravar. La gente nos miraba.

Mantuve el rostro impasible, pero no era fácil.

Cuando salió el sol, todo el mundo en el fuerte estaba enterado de que había comprado una esclava. Ningún celta hacía tal cosa. Por supuesto, nos quedábamos las mujeres capturadas en la guerra y la mayoría de los príncipes tenían siervos, pero la esclavitud, la idea de ser propiedad de otra persona, era anatema para un pueblo que apreciaba la libertad por encima de la vida. Incluso las mujeres capturadas en la guerra —invariablemente mujeres celtas, en la Galia— tenían los derechos y la condición de los nacidos libres. Pero un esclavo no tenía ninguno. Un esclavo era una tragedia.

Ahora que vestía la túnica con capucha nadie se atrevía a interrogarme, pero cuando Damona me trajo la comida por la mañana, después de la canción al sol, leí la pregunta no formulada en sus ojos. Su mirada pasó de mí a Lakutu y regresó a mí.

Lakutu estaba ocupada barriendo el suelo.

—¿Ésa va a hacer ahora mi trabajo? —me preguntó Damona en un tono contenido.

—Si ella quiere. Es mi... invitada. Puede hacer lo que le plazca.

En realidad, no tenía manera de impedir que Lakutu barriera el suelo o hiciera cualquier otra cosa. Aunque en apariencia entregada a mí, no hacía el menor esfuerzo por aprender mi lengua. Alguna parte de su mente se había cerrado.

Damona sirvió la comida y estaba a punto de marcharse cuando le pregunté:

—¿Recuerdas a las mujeres secuanas que fueron capturadas poco antes de mi marcha?

—Sí.

—¿Qué les sucedió?

—Todas fueron solicitadas.

—¿Todas? ¿Incluso la que era hija de un príncipe?

Damona me dirigió una mirada que no pude descifrar.

—Ésa fue la última en aceptar a un hombre. Briga, la bajita, ¿te refieres a ésa?

Hice un gesto de asentimiento.

Percibí claramente un destello en los ojos de la esposa del herrero mientras me decía:

—Las otras mujeres secuanas parecieron aceptar contentas a cualquier guerrero que las solicitaba, para tener un hogar y familia. Pero esa Briga... fue difícil. Insistió una y otra vez que esperaría al hombre alto de cabellos de bronce.

Miré fijamente a Damona, cuyos labios se habían curvado en una sonrisa que no podía ocultar.

—Llegó un momento en que Menua perdió la paciencia y le dijo que si no aceptaba a otro sería expulsada del fuerte y tendría que sobrevivir como pudiera. Aun así, ella insistió en que esperaría al hombre alto de cabellos de bronce. Hasta que alguien le dijo que ese hombre era el aprendiz de Menua. Al día siguiente le dijo a Menua que iría con cualquiera que la solicitara.

Other books

Showjumpers by Stacy Gregg
Agent M4: Riordan by Joni Hahn
A Killing in China Basin by Kirk Russell
The Right Words by Lane Hayes
A Sea Too Far by Hank Manley
Ripple by Heather Smith Meloche