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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

El Druida (40 page)

BOOK: El Druida
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El druida al que veía Ollovico parecía tener la misma edad que él, sabio, experimentado y más digno de confianza que su compañero.

—Eres mayor de lo que recordaba, Ainvar. Tal vez puedas ayudarme a hacer entrar en razón a este necio individuo, puesto que conozco vuestra amistad. He estado pensando en la idea de una confederación entre las tribus galas y he decidido que es una locura.

—¿Lo es? —le pregunté inocentemente.

—Por supuesto. Ven, siéntate..., ¿quieres agua para la cara? ¿O vino? Siéntate tú también, Vercingetórix, claro... Como iba diciendo, Ainvar, el intento de hacer que las tribus se acepten unas a otras como aliadas nunca surtirá efecto. Hombre, Vercingetórix me ha dicho que yo habría de servir en el campo de batalla con los turones, y ahora estamos al borde de la guerra con ellos debido a algunas mujeres que nos han robado.

Enarqué las cejas.

—¿Es que vosotros nunca habéis robado a sus mujeres?

Ollovico se encogió de hombros. Tenía un rostro interesante. Bajo la nariz estrecha y fina, apropiada para husmear la desaprobación, su boca trazaba una curva ancha y amable. Estaba trabado entre dos polos de expresión, sin que nunca pudiera rendirse del todo a uno o al otro. Su ceño no asustaba ni su sonrisa infundía ánimos.

—Eso es diferente —decía ahora—. Necesitamos esposas para traer sangre fresca a nuestros clanes.

—A los turones les sucede lo mismo. Podría haber matrimonios entre los miembros de vuestras tribus sin necesidad de ir a la guerra.

—¡Pero la guerra es necesaria, Ainvar! Los guerreros victoriosos se hacen con las mejores hembras, y las mujeres te respetan más cuando luchas por ellas y las ganas. Sólo gracias a las guerras tribales nos ponemos a prueba como hombres. Vercingetórix quiere que dejemos de lado siglos de tradición y nos juntemos en un rebaño como ovejas. Las mujeres se reirían de nosotros, créeme.

Puesto que el jefe druida de los carnutos no se había revelado como un experto en conducta femenina, decidí que era el momento de que Rix interviniera en la discusión.

—Tendrás toda la lucha que quieras si te unes a Vercingetórix —le dije—. Él me ha dicho que César está ahora atacando a los belgas.

Ollovico se volvió por primera vez hacia Rix.

—¿Cómo lo sabes?

—Tengo informadores entre muchas tribus que cooperan para vigilar al romano. Trabajando juntos podríamos seguir todos sus movimientos como ninguna tribu sería capaz de hacerlo por sí sola.

«Bien hecho», me dije.

—Aunque César ataque a los belgas, ¿qué tiene eso que ver conmigo y con mi pueblo? —quiso saber Ollovico—. Aún no me has convencido de que nada de esto concierna a los bitúrigos.

Rix se inclinó hacia adelante y fijó en Ollovico la mirada imperiosa de sus ojos velados.

—César ha adiestrado a sus legiones para que se muevan a una velocidad que ningún otro ejército puede igualar. En la Provincia observé su entrenamiento un día tras otro. A cada hombre se le enseña a ajustar su zancada a la longitud de una lanza corta y luego a apresurar ese paso a una velocidad que se aproxima a la carrera y que pueden mantener durante media jornada. Si César tiene ejércitos en el norte y decide traerlos a la Galia central, puede caer sobre nosotros antes de que ninguna tribu esté preparada, si las cosas siguen como hasta ahora. Si sus legiones se encuentran a siete noches de cualquiera de nosotros, nos amenazan a todos, Ollovico.

Rix hizo una pausa para respirar y me miró. Le animé con un gesto de asentimiento y él continuó:

—Hoy mismo Ainvar, aquí presente, me ha informado de que han visto patrullas romanas en el territorio de los carnutos, a no mucha distancia de tu Avaricum, Ollovico, que no es distancia en absoluto para un romano. Piensa en ello: guerreros romanos en el corazón de la Galia. Por esa razón el jefe druida de los carnutos ha venido al galope para conferenciar con el jefe druida de los bitúrigos..., ya sabes cómo les gusta a los miembros de la Orden conferenciar entre ellos en tiempos de peligro.

Ollovico se volvió hacia mí.

—¿Es eso cierto?

—Estoy muy preocupado por la seguridad del gran bosque.

Las pupilas del rey se dilataron.

—César no se atrevería...

—César se atrevería a todo —le interrumpió Rix—. Está trayendo cada vez más tropas del Lacio y la Provincia, y dicen que están construyendo tanto carreteras como fortificaciones permanentes. Tienen intención de quedarse en la Galia, Ollovico, a una distancia de tu tribu y la mía que le permitiría atacarnos.

—Sin duda no será tan cerca...

Rix se echó atrás y cruzó los brazos sobre el pecho.

—Desde el gran bosque a Cenabum hay dos días de marcha a la velocidad de las legiones —dijo en tono neutro—. Dos días más y llegarían a las murallas de Avaricum.

Ollovico titubeaba. Le veía tratando de imaginar distancias y hombres en marcha.

—¿Es posible tal cosa?

—Puedes tener la seguridad —le dijo Rix—. Puede que me equivoque en media jornada, pero no más. Eres muy vulnerable a César, Ollovico, como todos nosotros. Es muy fácil que nos agarre en su puño. Cuanto antes podamos hacerlo comprender así a las tribus de la Galia libre y nos preparemos para la mutua defensa, más seguros estaremos.

»Te necesitamos a ti y a tus bitúrigos, Ollovico, y tú nos necesitas a los demás. Cada tribu puede proteger las fronteras de sus vecinos, y en caso de guerra total, la fuerza que tendríamos todos juntos nos permitiría enfrentarnos a las legiones de César. Es muy fácil —concluyó Rix con un aire de desdén casi negligente—. Únete a nosotros o muere solo.

Entonces me guiñó un ojo.

Como yo estaba con él, volvía a tener seguridad en sí mismo. Negaba la existencia del Más Allá, pero cuando yo, un representante de los espíritus, estaba a su lado, su equilibrio se restauraba y recobraba la confianza.

La confianza es una magia poderosa.

Rix avanzaba implacablemente, Ollovico cedía terreno con rapidez.

Cuando salimos de su alojamiento, Rix tenía la promesa del rey de que se uniría a la confederación, aunque con una condición.

—Si César ataca el centro de la Galia con sus ejércitos y las demás tribus acceden a seguir tu estandarte, también yo lo haré, Vercingetórix. Pero exijo tu palabra de que no intentarás usurpar el trono de los bitúrigos.

—Tengo mi propia tribu —replicó Rix—. Lo único que pretendo es mantenerla libre.

Libertad... Es una simple palabra. No obstante, si el gran bosque era el corazón de la Galia, la libertad era su sangre.

Por un instante me pregunté si los belgas sentirían del mismo modo con respecto a su libertad...

CAPÍTULO XXIV

Vercingetórix estaba regocijado. Su éxito con Ollovico le había excitado demasiado para poder dormir y pasamos la noche conversando en su tienda. Poco antes del amanecer confié en que podría hacer algunas referencias sutiles a la importancia y la realidad del Más Allá, empezar a derribar los peligrosos muros de resistencia que él había levantado. Pero asuntos más tangibles ocupaban la mente de Rix.

—Voy a visitar de nuevo a los demás reyes, Ainvar. Ahora que tengo el apoyo de Ollovico para usarlo como una palanca, sé que puedo persuadir a más para que se unan a nosotros. Incluso es posible que vaya a algunas de las tribus en los límites de la Galia libre, los primeros a los que engullirá César. No es necesario que me acompañes, pues ya sé cómo tratarlos.

Aquella noche tenía la sensación de que podía hacer cualquier cosa.

Me sentí contento, pues la sensación que experimentaba Rix era necesaria para nuestro éxito. Así pues, mantuve la boca cerrada sobre el tema del Más Allá. ¿Por qué iba a correr ahora el riesgo de ganarme su antipatía? Ya habría otras oportunidades, otras conversaciones.

Además, mi concentración estaba fragmentada. Pensaba mucho en la patrulla romana que habíamos visto. Rix había dicho la verdad cuando le confesó a Ollovico que yo estaba preocupado por la seguridad del bosque.

Ahora César estaba ocupado con los belgas, pero cuando llegara el momento de dirigir su atención a la Galia libre, su ataque inicial tal vez sería contra los druidas. Yo había observado cómo Roma desacreditaba y, en última instancia, proscribía a los druidas de la Galia Narbonense a fin de eliminar toda influencia sobre la gente que hiciera competencia a la romana.

Si César se proponía hacer lo mismo en la Galia libre, ¿qué mejor manera de empezar que destruir su centro sagrado? Una sombría intuición me advirtió de que el grupo de exploración que habíamos visto podría estar buscando la localización exacta del gran bosque para futura referencia de César.

Me alivió que Rix no sintiera la necesidad de que le acompañara a visitar a los demás reyes. Más que ninguna otra cosa, lo que yo deseaba era cabalgar de nuevo hacia el norte, para asegurarme de que el fuerte, Briga, Lakutu y los árboles estaban a salvo.

La mañana antes de mi partida Rix y yo tuvimos una última conversación. Alrededor de nosotros sus guerreros levantaban el campamento, recogían las tiendas, empaquetaban los suministros, llevaban los caballos a abrevar, buscaban sus armas, reían, se insultaban y retaban, tropezaban con las estacas de las tiendas, orinaban ruidosamente en el suelo y pululaban con la acostumbrada confusión de los guerreros celtas a punto de ponerse en marcha.

Rix supervisaba aquel caos.

—Ainvar —me dijo pensativamente—, en los campamentos militares romanos cada hombre tiene unos deberes concretos que lleva a cabo con cierto orden. Ni más ni menos, cada vez de la misma manera. No hay esta arrebatiña ni se ve a dos hombres discutiendo sobre cuál de ellos tiene que cargar la mula.

Vi la dirección que estaban tomando sus pensamientos.

—¿Te imaginas lo que sería ordenar a los guerreros galos que midan cada paso que den? Eso es inadaptable a nuestro estilo, Rix.

Él se restregó la mandíbula. Sus ojos velados tenían una expresión reflexiva.

—César nos está llevando a una nueva forma de guerra. Las antiguas razones de la lucha, eso de lo que Ollovico habló ayer..., todo está cambiando, ¿no es cierto?

—Sí, también yo he pensado en ello.

—Y no hay posibilidad de retroceder.

—No. —Acudió a mi mente un dicho favorito de Menua y recité—: «El ritmo inexorable de las estaciones pone fin a todo, a la alegría y la tristeza por igual. El invierno sigue al verano, la muerte al nacimiento, la rueda gira y nosotros debemos girar con ella».

—Ideas druidas —dijo Rix en tono áspero.

—Pero ciertas.

—Siempre estás tocando ese tambor, ¿verdad? Ah, eres muy sutil, Ainvar, pero sé lo que estás haciendo. No te hace ninguna gracia que yo no siga creyendo, pero tú mismo acabas de decir que todo cambia. Tal vez la mía sea la nueva manera, tal vez no necesitemos en absoluto esos cantos, bailes y sacrificios. César no baila.

—César hace sacrificios a los dioses romanos. He oído decir tal cosa a sus sacerdotes. Ningún rey se atreve a desafiar abiertamente a las deidades.

—Si es que existen los dioses. Dices que los romanos son una invención de los hombres. ¿Cómo puedes demostrarme que los nuestros no lo son? Me pides que crea, pero no creo y, sin embargo, la Fuente no ha enviado ningún rayo para castigarme. En lo que yo creo, Ainvar, es en tu inteligencia y tus buenos consejos cuando me ocupo de asuntos prácticos y tú no estás en las nubes.

Reprimí las palabras que acudieron a la punta de mi lengua. No debía permitirme el lujo de discutir con él ahora, pues toda división entre nosotros sería peligrosa.

—Tengo que volver al bosque —le dije en un tono rígido.

—¿Estás enfadado conmigo?

—No.

—¿Vendrás de nuevo si te necesito?

Le miré a los ojos.

—Cuando me necesites.

Él tragó saliva pero no parpadeó.

—Te mandaré llamar —dijo.

Antes de partir tuve un encuentro de lo más convencional con el druida Nantua, a fin de repetirle acerca del peligro que correría el bosque en caso de que Ollovico le dijera algo al respecto. También aproveché la oportunidad para recalcar que debía incitar a Ollovico de modo que no flaqueara su apoyo a Vercingetórix.

—Las disposiciones para la guerra son asunto de los guerreros —replicó en tono reprobador el jefe druida de los bitúrigos.

—¡Estoy hablando de nuestra pura supervivencia, Nantua, y ésa es una preocupación de los druidas!

Mientras galopaba hacia el norte, recordé la expresión de asombro en el rostro de Nantua, para quien el peligro todavía no era real, como tampoco lo era para ninguno de ellos. César era un grito a lo lejos. No podía comprender la amenaza que representaba.

No obstante, cada día esa amenaza estaba más próxima.

Avanzamos a toda prisa por la llanura y por fin, con una sensación de alivio indescriptible, vi el gran bosque que se alzaba inviolado contra el cielo.

Apenas había cruzado las puertas del fuerte cuando fui objeto de mil solicitudes. Me sumí en la ardua tarea del verano, y cuando podía dedicar un breve pensamiento a algo distinto pensaba en Vercingetórix, allá en el sur, cabalgando de tribu en tribu, tratando de reunir seguidores.

Niños que querían convertirse en druidas me pisaban los talones cuando me desplazaba por el fuerte o caminaba por el campo circundante. Uno de ellos, mi más ardiente seguidor, era el muchacho al que Briga había curado la ceguera. Recordando la época en que yo mismo caminaba a la sombra de Menua, dirigí al muchacho una sonrisa especial.

—¿Tiene algún don? —pregunté a su madre, la esposa de un granjero, una mujer de piel cremosa y boca generosa.

Recordaba haber reparado en ella durante las primeras temporadas cálidas de mi virilidad.

—Ninguno que yo conozca, excepto tal vez su fascinación por los druidas.

—Entonces, cuando sea lo bastante mayor para recibir instrucción, envíamelo. Ya ha recibido un don, el de la vista, al tiempo que recuerda la oscuridad. Haremos algo de él.

Con la estación de la cosecha llegó la festividad de Lughnasa; el otoño trajo a Samhain con el invierno desperezándose más allá. Aquel año, en la convocatoria de Samhain, me dirigí así a los druidas reunidos:

—César ha pasado el verano luchando contra las tribus belgas. Tras construir innumerables fortificaciones y matar a centenares de mujeres y niños, finalmente los ha derrotado y, con algún pretexto, ha atacado a los nervios y a sus aliados, los aduatucos. Está avanzando por el norte desde el Rin hasta el mar de la Galia. Hasta ahora se ha mantenido la protección conseguida gracias a los sacrificios de Menua y nos hemos ahorrado las atenciones de César, pero ¿quién puede saber cuánto más durará esa protección?

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