El druida del César (37 page)

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Authors: Claude Cueni

Tags: #Histórico

BOOK: El druida del César
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Me retiré con Wanda a nuestra tienda y le pedí a Crixo una jarra de vino. Me apetecía emborracharme. Ya era medianoche.

—¿Tú qué crees, Wanda? ¿Está sujeto el destino de cada persona a un plan divino?

—No lo sé —respondió ella sonriendo mientras su brazo me rodeaba con más fuerza la cintura.

Lucía
jugaba con los cordones de cuero de mis zapatos; estaba contento de tenerla a mi lado. Hablo de
Lucía
expresamente porque no suele hablarse de los perros hasta que mueren.
Lucía
siempre fue muy importante para mí. En cierto sentido era como una esponja que absorbía todas mis penas. Al cabo de unos cuantos sorbos de vino me sentí nostálgico y melancólico. Estaba intranquilo y de pronto tuve miedo de perder a Wanda. No sé si se debía al hecho de que, en los últimos días, tantas personas hubieran perdido tanto. No lo sé. ¿O era un presentimiento? ¿Un mensaje de los dioses? Abracé a Wanda y la estreché con fuerza.

César seguía fuera, ante sus legionarios. Su voz llegaba hasta nuestra tienda. Una vez más apeló a los dioses inmortales, que habían ayudado a Roma en la victoria.

¿Victoria? Los hombres de César estaban acabados. Pasaron tres días cuidando de los heridos y enterrando a los muertos. No cabía pensar en la persecución de los helvecios, que habían dejado atrás carretas y ganado.

Mientras tanto, los helvecios marchaban día y noche en dirección al norte. Querían sobreponerse junto a los lingones y prepararse para la próxima batalla. Sin embargo, éstos habían recibido ya a los mensajeros de César, tomando buena nota de su amenaza. Cerraron las puertas de sus
oppida
y les negaron cualquier tipo de ayuda a los helvecios, los cuales mandaron emisarios a César e imploraron la paz. Los famélicos helvecios no podían permitirse una guerra en dos frentes. César, que había retomado su persecución tres días después, recibió a los emisarios y les comunicó brevemente que no se movieran de donde estaban y que esperaran su respuesta.

La tercera guardia nocturna ya había empezado cuando César recibió la delegación celta en su tienda de general. Iba encabezada por Nameyo y Veruclecio. César estaba sentado en una silla elevada, cubierta con cuero rojo, cuyos amplios brazos se hallaban guarnecidos de bronce. El suelo de la tienda estaba cubierto de tablones, aunque donde se sentaba César era un escalón más alto. De ese modo el procónsul reinaba un poco elevado entre sus tribunos, prefectos y legados A. Cota, Craso, D. Bruto, S. Galba, C. Fabio y el leal T. Labieno. A ambos lados se habían dispuesto mesas para los escribientes e intérpretes. César nos había encomendado las tareas de despacho a mí, a Aulo Hircio, a Cayo Oppio, a Valerio Procilo y a Trebacio Testa.

César tomó de inmediato la palabra:

—Helvecios, en nombre de Roma, César exige vuestra capitulación inmediata.

Procilo tradujo. César le hizo una señal al joven Trebacio Testa, un joven respetable, delgado y con unos rasgos faciales que recordaban a los griegos. Su voz era agradablemente suave, sus palabras precisas y comprensibles:

—La capitulación incluye la entrega inmediata de todas las armas, la restitución de todos los esclavos huidos y la entrega de rehenes. Con la aceptación de la capitulación accedéis a una situación jurídica provisoria que consiste en la reivindicación de la soberanía por parte de Roma. Si aceptáis la capitulación, a continuación os leeré los pormenores de las disposiciones.

Testa miró un instante a César. Cuando Procilo hubo terminado la traducción, César volvió a tomar la palabra.

—Helvecios, aceptad o rechazad la capitulación.

—César —comenzó Nameyo—, los dioses te han sonreído. Han frustrado nuestros planes, pero no nos han aniquilado. Nuestra combatividad está intacta. Por eso dinos dónde quieres asentarnos si capitulamos.

—Os ordeno que regreséis a vuestro hogar. Volved a construir vuestras casas y fortalezas.

—¿Acaso ha olvidado César el motivo por el que decidimos hace tres años abandonar nuestro hogar? ¿Quiere dejarnos César indefensos ante el ataque de los germanos? Si César nos envía de vuelta para que Ariovisto no avance por la región abandonada y se convierta en vecino de la provincia romana, entonces al menos debería dejarnos las armas.

César sacudió la cabeza de mala gana.

—No tenéis condiciones que imponer, helvecios. Mañana al anochecer, antes de la primera guardia nocturna, tenéis que haber entregado todas vuestras armas. Todo celta que las conserve será desarmado por la fuerza y reducido a la condición de esclavo. El que acepte la capitulación podrá regresar a su hogar; allí recuperará sus armas.

La delegación helvecia discutió los términos un instante. Era evidente que ya habían hablado con antelación de todos los escenarios posibles. Nameyo fue el primero en soltar el gancho dorado de su cinto de armas y arrojarlo al suelo junto con la espada, manteniendo la cabeza bien alta. Después, dos esclavos le desataron los cierres de cuero de la coraza y dejaron la armadura en el suelo. Los demás príncipes siguieron su ejemplo. Para mí aquél fue un momento muy conmovedor y triste. Todos sabíamos que César había provocado una guerra injusta. No entendía por qué nuestros dioses lo habían permitido. ¿O sería acaso, como afirmaba César, que los dioses cuidan durante más tiempo precisamente de aquellos a quienes quieren castigar en especial, para que la repentina caída en la desgracia les parezca aún más horrible? Yo no tenía la respuesta. El druida Veruclecio se me acercó y me tomó la mano.

—Divicón ha muerto, Corisio. Sigue tu camino y piensa en la profecía.

Un helado escalofrío me recorrió la espalda. De modo que yo solo tenía que matar un hombre con el que todo un ejército celta no había podido acabar; asentí, aunque no lo pensaba en serio. Para un druida como Veruclecio, claro está, César era el mayor de los problemas. Sus ejércitos traían la escritura latina, traían conocimientos, conocimientos y vino. Traían nuevos dioses y dinero fresco de Roma. Y allí donde antaño se libraran sangrientas batallas, florecería después el comercio. ¡Los druidas perderían todo su poder para siempre! ¡Tantos conocimientos guardados con tantísimo cuidado! Y los nobles temían por sus privilegios. Por eso se había puesto el eduo Diviciaco del lado de César; por eso cabalgaba el arverno Vercingetórix en la caballería romana. De pronto me pareció como si ningún noble celta le tuviese verdadero cariño a su tierra. Lo único que querían todos era proteger su riqueza, si era preciso con ayuda de César.

—¿Ya no debo convertirme en druida, verdad?

—Los dioses ya te han hablado —Veruclecio sonrió—. No serás ningún libro cerrado de los celtas, Corisio, serás un libro parlante.

A los druidas nunca les faltaban bellas palabras. En ese momento comprendí que jamás había tenido posibilidad de convertirme en druida algún día. En mi interior yo ya lo tenía decidido. Prefería ser el amante de Wanda a un druida de la isla de Mona. Sin embargo sentí rabia de que eso jamás hubiese podido ser decisión mía. Aunque un día yo hubiese decidido seguir la senda druídica, ya me habría desviado. Ese día a más tardar, los druidas me habrían excluido de su comunidad. Pero si ni siquiera era de noble ascendencia. Si quería progresar en la sociedad, sólo podía hacerlo desde las filas del ejército de César. Precisamente el ejército de César. Creo que el día de la capitulación fue para mí casi tan decisivo como el momento en que contemplé a aquellos patéticos eduos llorosos: Diviciaco y Lisco.

Me despedí de Veruclecio, y también en cierto modo de mi tribu. Sabía que jamás volvería a ver al druida. Sólo entonces advertí que César me había estado observando todo ese tiempo. Sonreía, y parecía sentirse complacido ante mi despedida de Veruclecio. Sus ojos volvían a buscar mi amistad.

* * *

El campamento de los helvecios, entretanto, se había convertido en una jaula abierta, rodeada de interminables empalizadas. Cuando la delegación hubo regresado al campamento, se oyeron voces agitadas; discutían e incluso peleaban aquí y allá. Alrededor de la medianoche, más de seis mil guerreros todavía consiguieron huir del campamento.

* * *

A la mañana siguiente, los legados y los tribunos de César escenificaron el acto oficial de la capitulación. Seis legiones formaron una calle, al extremo de la cual se había erigido un pedestal de madera. César estaba sentado como un rey en su trono de cuero rojo, rodeado de sus oficiales. Un celta tras otro recorría el trayecto entre las filas de legionarios y arrojaba sus armas ante César. Cuando le tocó el turno a la tribu de los rauracos, contuve el aliento. ¿Quién habría sobrevivido? Sin embargo, Basilo era uno de los primeros.

—¡Basilo! —vociferé a todo pulmón.

Los oficiales romanos me miraron perplejos. Wanda apartó a un lado a los jóvenes tribunos y me empujó hacia delante. Por fin vi a Basilo: su torso estaba desnudo y marcado por las heridas, pero no se apreciaba en él ninguna lesión duradera. Se movía erguido y orgulloso, y se acercó a mí a paso ligero. Con el rostro radiante, alzó su espada en alto.

—¡Corisio!

De inmediato algunos pretorianos de la guardia personal de César saltaron ante su general y lo protegieron con sus escudos. A izquierda y derecha, arqueros cretenses apuntaron a Basilo. Él se quedó quieto y disfrutó del sobresalto que mostraban los romanos. Con una sonrisa arrojó su larga espada al montón de hierro que yacía a los pies de César.

—¿Volveremos a vernos, Corisio? —preguntó Basilo, y lo hizo con alegría.

—Sí —respondí de forma espontánea—, volveremos a vernos, Basilo, pero pasarán algunos inviernos.

Los pretorianos se dirigieron hacia Basilo empuñando los
gladii
. Algunos legionarios habían inclinado ya los
pila
y lo empujaban hacia delante. Irritado, se volvió y miró con desdén a los legionarios que sostenían las puntas de los
pila
a sólo un palmo de su torso desnudo. No tenía miedo. Por mis profecías, yo sabía que ése no era el día de su muerte. Basilo sonrió con intrepidez y luego prosiguió. Tuve la impresión de que había envejecido; tenía el rostro macilento y marcado por las fatigas.

La entrega de las armas duró toda la mañana. Por la tarde se presentaron los rehenes exigidos. Se produjeron escenas horribles. Los niños lloraban de forma lastimera; había que tener estómago para contemplar cómo los legionarios les ponían las manillas en las tiernas articulaciones. A Procilo se le saltaban las lágrimas ante aquella visión. A pesar de que ya era un hombre hecho y derecho, esas imágenes le traían a la memoria su propia deportación. Me habría gustado darles a los niños ese consejo de sabiduría celta según el cual una desgracia que se acepta sin mayor dilación pesa mucho menos. Pero ese día no lo habrían entendido. Al cabo de pocos días, a niños y mujeres les quitarían las manillas y los tratarían como a huéspedes. Los niños no estarían solos; también había nobles de todas las edades que fueron entregados como rehenes. Por norma general se intentaba tener en cuenta a todos los clanes y siempre se escogía a los más queridos, puesto que sólo éstos ofrecían garantías de que el vencido se iba a comportar según los deseos de Roma.

Por la tarde, los esclavos huidos fueron recuperados. Aquellos que se habían opuesto a su vuelta por la fuerza, hiriendo a algún legionario, fueron crucificados. Esta costumbre, por cierto, procede de los cartagineses. En su origen había sido un rito de sacrificio, que los romanos adoptaron con objeto de ridiculizar a sus víctimas.

* * *

Durante los días siguientes César autorizó diversas fiestas en el campamento. Vació los mercados de los alrededores e hizo que trataran a sus legionarios a cuerpo de rey. En un discurso festivo halagó su valentía y su coraje y volvió a anunciar que le había indicado a su cuestor que otorgara a cada legionario una prima por el importe de la soldada de un año. A pesar de que sólo los ciudadanos romanos solían recibir estas primas, César se había apartado de la costumbre en este punto. Ordenó que también las tropas auxiliares, los celtas montados de sus filas, disfrutaran de ella. Recibió personalmente en su tienda a los cabecillas de los jinetes celtas que habían ingresado con todos sus seguidores en la caballería de la auxilia de César, y les hizo entrega del dinero. Los convirtió en personas ricas, clavando así más hondo la cuña que separaba a las tribus celtas rivales. Para poder pagar las elevadas primas, César tuvo que cargarlas una vez más a su caja privada de general. A Mamurra eso lo puso fuera de sí.

—Repartes el dinero antes de que lo haya contado. ¿Por qué no saldamos tus deudas de una vez por todas, César?

Era uno de los pocos que podía hablarle así.

—¿Qué saco yo de librarme de las deudas y perder la Galia? —preguntó César, lacónico—. Los eduos me son de más valor que cualquier almacén de víveres fortificado en mitad de estos parajes.

—Prometes demasiadas coronas —dijo Mamurra con una sonrisa condescendiente, y acató las órdenes de César.

César ocupaba la mayor parte de las tardes en el dictado de cartas. Roma debía enterarse de que había encontrado una veta de oro en la Galia. Roma debía enterarse de que había vencido a los helvecios, a los que se consideraba especialmente valiosos por su vecindad con los germanos.

A los helvecios, latobicos, tigurinos y rauracos los envió de vuelta a su hogar y aseguró a los alóbroges que pondría suficientes alimentos a disposición de los que regresaban, hasta la primera cosecha. Los alóbroges no tenían nada de envidiable: estaban bajo las órdenes de la administración romana de la provincia de la Galia Narbonense y tenían que hacer lo que les ordenara César. Por el contrario, al regresar a su hogar, los helvecios seguían siendo un pueblo libre.

* * *

César mandó construir un campamento fortificado cerca de Bibracte y les concedió a sus hombres descanso y abundantes alimentos. Tras el sometimiento de los helvecios, los eduos habían abandonado su táctica de aplazamientos y abastecían al ejército romano de todas las vituallas y materiales deseados. Los numerosos heridos recibieron atentos cuidados y agasajos en forma de ración doble de alimento; el resto de legionarios recibió permiso para, una vez concluidas sus tareas, dirigirse a los mercaderes y las prostitutas que habían vuelto a disponer sus tiendas alrededor del campamento y compraban de buena gana las joyas celtas que los legionarios robaran a los muertos. Las numerosas armaduras y armas de los celtas caídos fueron confiscadas por la legión y se guardaron para el futuro armamento de tropas auxiliares, o bien se vendieron a mercaderes al por mayor. Un poderoso mecanismo monetario se había puesto en marcha. Cada día aparecían más burdeles fuera del campamento, más puestos de comida y más tabernas. Cada legionario, por muy pequeño y belicoso que fuera, era recibido por putas y campesinos celtas como si de un noble señor se tratara. Ya podía apestar a ajo y soltarse pedos igual que un perro viejo, que para la gente de los alrededores era un príncipe enviado por Eso. Les daba dinero, mucho dinero, y treinta mil legionarios daban más dinero todavía. César no les había traído a esos celtas la muerte y la ruina, sino la prosperidad económica. Incluso los helvecios que poco antes luchaban encarnizadamente contra César se presentaban ahora ante los prefectos para solicitar un puesto en la legión. Y César no era rencoroso; para él sólo contaba el rendimiento. Por eso dio la orden de que también los nobles helvecios, con todo su séquito a caballo, pudiesen entrar en la caballería de la auxilia. A César sólo le interesaban los jinetes.

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