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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

El Druida (19 page)

BOOK: El Druida
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La piel alrededor de los ojos de Rix seguía tensa, y en su expresión veía rechazo, por lo que le arrojé un señuelo rápido e inspirado:

—En nuestros viajes encontraremos a otros mercaderes que quizá sepan la verdad de lo sucedido a tu padre. Ya sabes cómo son estas cosas, Rix, los miembros de una clase hablan entre ellos. Los mercaderes seguramente chismorrearán con otros mercaderes. Podemos interrogar a la gente, podemos aprender. Si la norma lo desea, incluso podrías obtener la prueba que necesitas para presentarla al juez principal de los arvernios.

—¿Lo crees de verdad? —preguntó él con una vehemencia conmovedora.

Tenía que serle sincero.

—No lo sé, pero vale la pena intentarlo. Aquí, oculto entre los árboles, no conseguirás nada. Dale tiempo a la situación. Como te digo, los augurios son tan malos que tu nuevo rey indudablemente le fallará a la tribu de una manera u otra, y entonces podrías encontrar un gran número de nuevos aliados. Además —añadí, confiando en que fuese la tentación final—, deseo tu compañía.

Me di cuenta de que titubeaba.

—Que quede claro, Ainvar, que si voy contigo me propongo regresar a Gergovia. Esto no ha terminado.

—Lo sé.

—Mi padre soñaba con dirigir a las tribus arvernias de la Galia. —Se sumió en la contemplación de algún espacio interior al que yo no tenía acceso—. Su sueño era como una chispa en hierba seca. Esa chispa no se ha extinguido. Algún día yo llevaré a término lo que él comenzó.

En aquel momento estuve seguro de que lo haría y, al mismo tiempo, temí por él. Todo el peligro que había percibido intuitivamente desde que penetré en aquella tierra giraba ahora inequívocamente en torno a mi amigo.

—Cuando llegue el momento, te ayudaré —le dije temerariamente. En aquel momento le habría dicho cualquier cosa—. Pero ahora ven conmigo. Por Samhain tengo que regresar al gran bosque. Menua quiere que comunique lo que he ido sabiendo durante la asamblea anual de druidas.

Convencer a Rix de que me acompañara requirió todas mis fuerzas, pero finalmente lo logré. Juntos nos pusimos en marcha hacia el sur, acompañados ahora por Hanesa el hablador así como por Tarvos y mi porteador. El bardo se nos había unido sin pedir permiso. Oculté una sonrisa, pues yo había hecho lo mismo con bastante frecuencia.

Si Vercingetórix era reconocido podríamos correr peligro, por lo que le convencí para que se disfrazara lo mejor que pudiera. En una feria que encontramos en un cruce de caminos le pedí a Tarvos que regateara para obtener una sucia capa de lana que parecía como si un pastor la hubiera usado durante años tanto en invierno como en verano. Tenía capucha, casi como la de un druida, y Rix podía ocultar con ella su brillante cabellera. Guardamos la espada con empuñadura enjoyada de su padre en una alforja de la mula y Rix se limitó a llevar una lanza, como si fuese uno de mis guardaespaldas.

Él aceptó estas decisiones con un alivio que intentaba disimular y que me revelaba lo terribles que habían sido para él los últimos días, solo y atormentado. Obedientemente ocupó su lugar y esperó las órdenes de marcha de Tarvos.

Esto le causó dificultades al Toro.

—No puedo darle órdenes, Ainvar —me susurró entre dientes—. ¡Pertenece al rango de la caballería!

—Debes hacerlo. No puedo nombrarle jefe de los guardaespaldas, pues eso le pondría demasiado en evidencia.

Estas palabras llegaron a oídos de Hanesa, el cual dijo retóricamente:

—¡La gente siempre se fijará en Vercingetórix, sol brillante de los arvernios!

—Y tú guarda silencio —le dije irritado—. Por lo menos hasta que estemos en el territorio de otra tribu, o podrían matar a tu brillante sol.

Con Vercingetórix figuradamente bajo mi brazo como un paquete valioso, avancé hacia el sur y visité varios bosques druidas a lo largo del camino pero no me quedé en ninguno. El verdadero objetivo del viaje era la Provincia y tenía prisa por llegar allí y ver un lugar que sin duda sería exótico y extraño.

Hasta que abandonamos el territorio de los arvernios, la tensión fue palpable en el aire y se aferró a mi piel como una pátina de sudor. Los nombres susurrados de Celtillus y Potomarus eran transmitidos por el viento, y algunos decían que aún era posible una guerra dentro de la tribu.

Sin embargo, no había ningún esfuerzo unificado, tan sólo conversaciones; gritos y puños agitados, jactancias engendradas por el vino. Pero sin un líder todo aquello se quedaría en nada y sería olvidado. No éramos un pueblo que ardiera lentamente: nos encendíamos enseguida o de lo contrario la llama se extinguía.

La llama caminaba a mi lado, ocultando sus pensamientos detrás de los párpados.

El tiempo cada vez más cálido nos excitaba. Todos éramos jóvenes y a veces hablábamos de mujeres mientras caminábamos. Era un tema favorito de Rix, el cual ya tenía una amplia experiencia en ellas. Hanesa aportó sus propios recuerdos, floridos y sin duda exagerados. Baroc se mordía el labio, pues el acceso de un siervo a las mujeres estaba limitado hasta que le licenciaran de su obligación. Tarvos callaba, como de costumbre.

Pensé en Sulis y en Briga. Hablé de la primera en voz alta porque todos, excepto Hanesa, la conocían y yo era lo bastante joven para que me gustara jactarme. En cambio, no dije nada de Briga, pero por la noche, cuando yacía envuelto en mi manto, la veía detrás de mis párpados cerrados. Faltaba mucho tiempo hasta Samhain, y seguramente para entonces algún hombre la habría hecho suya...

Intenté, sin éxito, no pensar en eso.

De vez en cuando cedíamos a los impulsos de nuestra juventud, retozábamos, gritábamos y nos dábamos empujones mientras la mula nos miraba con una expresión de madurez ofendida.

Un día, cuando estaba disfrutando de una larga pausa de silencio, Rix se me acercó y caminó a mi lado. Lo hacía a veces, cuando nadie podía ser testigo de esa familiaridad. Inició la conversación abruptamente, como si hubiera reflexionado durante mucho tiempo sobre sus palabras.

—Me peleé con mi padre poco antes de que le mataran, Ainvar. Solíamos pelearnos mucho. Me dio un puñetazo en una oreja.

—Todas las familias se pelean —le aseguré.

—No como lo hacíamos nosotros. Desde el principio estuvimos enfrentados, a pesar de lo muy parecidos que éramos. Pero él estaba en desacuerdo con todo lo que yo decía y, siguiendo su ejemplo, yo hacía lo mismo con él.

—Parece algo inofensivo. Yo diría que sucede a menudo entre padres e hijos, miden sus fuerzas respectivas como dos toros.

Me resultaba fácil ser objetivo, pues no había conocido a mi padre.

—No comprendes. Las últimas palabras que intercambiamos fueron violentas y airadas, y la próxima vez que le vi estaba muerto. Quise decirle que tenía razón..., ahora ni siquiera recuerdo de qué habíamos discutido, pero no pude decírselo y sigo hablándole en mi cabeza, tratando de poner fin a una conversación que nunca puede terminar.

—Podrás terminarla en el Más Allá, cuando vuestros espíritus se reúnan allí.

Él volvió rápidamente la cabeza.

—¿Crees seriamente en esa tontería?

Me quedé tan asombrado que tropecé y casi me caí.

—¡Naturalmente! ¿Tú no?

—Tuve a Celtillus en mis brazos cuando estaba muerto, Ainvar. No quedaba nada de él, no tenía vida. Estaba frío y la sangre rígida en sus ropas. Era un montón de carne muerta. Le llamé a gritos, pero no recibí ninguna respuesta, se había ido. Era como si nunca hubiera existido. Destruido. No me miraba con benevolencia desde el Más Allá, pues en ese caso habría encontrado la manera de decírmelo. Mi padre podía hacer cualquier cosa. Estaba destruido, ¿me oyes? ¡Convertido en nada! Ese día aprendí que cuando mueres no hay nada. Ni Más Allá ni continuidad. Vives, mueres y se acabó.

La intensidad de su amargura me consternó, aunque ahora comprendía por qué estaba tan decidido a hacer suyo el sueño de su padre.

Recordé a Briga, que lloró por su hermano sacrificado, muerto por una causa que era muy diferente. Me sentí incapaz ante tanto dolor. Me habían enseñado que los vivos y los muertos forman parte de una comunidad que nunca se interrumpe, que la muerte no pone fin a nada, pero no sabía ofrecer mi fe como si fuese una copa de vino.

Tenía que regresar enseguida al bosque a fin de que Menua pudiera completar mi educación y darme la sabiduría necesaria para consolar a Briga y Rix. Pero antes debía cumplir con un encargo y adquirir otra clase de educación.

Nuestra última visita antes de llegar a la Provincia fue a la tribu de los gábalos, en la espesura de su montaña. Obviamente azorado, el viejo jefe druida me escoltó a su bosque, un triste y pequeño grupo de robles nudosos a los que les faltaban muchas ramas, como dientes rotos que arruinan una sonrisa.

—¿Qué ha ocurrido aquí? —quise saber, mirando los muñones de las ramas cortadas.

—Mi gente cortó los árboles, para tener leña.

El anciano no podía sostener mi mirada.

—¡No se atreverían!

—Aquí ya no hay mucho culto, Ainvar. Algunos incluso colocan dioses de arcilla, al estilo romano, en hornacinas abiertas en sus paredes. —El pobre hombre se encorvaba como para protegerse—. Hacen budines con la sangre de los animales sacrificados, que debería ser entregada a la tierra. Discuto, pero los jóvenes no me escuchan.

Era al mismo tiempo patético y aterrador, como un sueño trágico y profético. Un viejecito esquelético al que estaban royendo el poco poder que le quedaba.

—¿Cómo ha podido suceder esto? —le pregunté.

—Poco a poco —dijo con tristeza—. Empezó cuando las autoridades romanas de la Galia Narbonense declararon que la Orden era persona non grata allí. Era una afrenta, y empezaron a hacer afirmaciones despectivas sobre nosotros para justificarla. La gente que vive al otro lado de las montañas empezó a creerles. Luego mi propio pueblo..., los que tenían ciertos tratos con los provinciales en las fronteras... también empezaron a perder la fe en nosotros. Estamos demasiado cerca de los romanos. Su influencia...

Extendió las manos y sacudió la cabeza gris.

¡Ah, Menua!, pensé. ¡Grande es tu sabiduría, Guardián del Bosque!

No había nada más que los gábalos pudieran enseñarme, pero esa única lección era lo bastante valiosa. Los romanos debían de temer a la Orden cuando se esforzaban tanto por desacreditarnos.

Y si nos temían, eso significaba que teníamos un poder que ellos reconocían tácitamente.

Conduje a mi pequeño grupo por los puertos de montaña y entramos en la Galia Narbonense.

Parecía como si hubiéramos penetrado en un mundo diferente.

La Provincia prosperaba bajo un sol más caliente y digno de confianza del que conocíamos en el norte. Cuando bajamos de las montañas, la tierra se extendió ante nosotros como un regazo verde. Vimos granjas bien cuidadas y gordas reses dondequiera que mirásemos. Allí donde el suelo no era utilizado para cultivar, crecían flores silvestres. El aire olía a mantequilla y queso.

A medida que nos adentrábamos en la Provincia me arrodillaba una y otra vez y desmenuzaba la tierra entre mis dedos. Cada vez que su color y textura cambiaban, me detenía para tocar, saborear y oler, para familiarizarme con el nuevo lugar. Observaba cada cambio en las hojas y los arbustos, cada canto de ave distinto. Estaba maravillado.

Obedeciendo la advertencia que me había hecho el jefe druida de los gábalos, oculté mi amuleto bajo la ropa y le pedí a Hanesa que no se identificara como bardo si alguien le preguntaba.

Empecé a observar que una uva silvestre similar a la que florecía en el valle del Liger había sido domada en la Provincia y aparecía en hileras ordenadas.

—¡Mira, Rix! Aquí está la fuente del vino que importamos a un coste tan alto. En casa crecen las mismas uvas en estado silvestre.

Silvestres en casa, domadas allí. Bajo el control romano, el vino era sumiso.

El sello extranjero se veía por todas partes. Aunque veíamos cabañas con techumbre de hierba, cuanto más avanzábamos, hacia el sur menos galas y más romanas se volvían. Los nativos de la Provincia, los alóbroges celtas, los nantuatos, los volcos, los inteligentes saluvios y los fuertes ligures, seguían viviendo allí, pero tras algunas generaciones de dominio romano se habían latinizado. Lo veíamos en sus edificios y lo oíamos en su manera de hablar.

Pronto supimos que ya no podríamos encontrar hospitalidad allí donde nos sorprendiera la noche. Todas las puertas, excepto las de las posadas comerciales, estaban cerradas a los extranjeros, y los posaderos querían ver el dinero primero.

Yo traía las monedas celtas que usábamos con los mercaderes. Entre nosotros preferíamos el trueque, pero habíamos aprendido de los griegos que los meridionales preferían el frío metal. Y a los romanos era lo único que les interesaba. Así pues, acuñamos monedas.

En la primera posada que visitamos, el posadero miró mis monedas y torció el gesto. Tenía los ojos como nueces y el rostro rojo como el de un bebé.

—¿No tienes dinero auténtico?

—Éste es auténtico.

—Mira lo que está estampado en las monedas. ¿Quién es este salvaje de pelo revuelto y qué es esta figura, un caballo o un perro? Dame monedas romanas con cabezas romanas.

—No tenemos ninguna.

—Ya me lo parecía —dijo el posadero con los ojos brillantes—. Los bárbaros nunca las tenéis cuando llegáis. Pero mi naturaleza es generosa y cambiaré tu dinero, por un porcentaje, claro. Tienes que aceptarlo, pues la moneda de la peluda Galia no te servirá para comprar nada aquí.

Era la primera vez que oía una referencia a la Galia libre por ese nombre insultante.

—También tendréis que comprar unas ropas decentes —añadió—. No podéis ir por ahí vestidos con esos colores chillones. La gente sabría enseguida que sois unos salvajes. Sois doblemente afortunados porque tengo un hermano en el pueblo vecino, un tendero que os vestirá apropiadamente. Por un precio, claro.

La risa que acompañó a estas últimas palabras era desagradable.

Un montón de monedas romanas nos proporcionó una comida que habría dejado hambriento a un ratón. Todo estaba empapado en aceite rancio. La carne era más vieja que yo. De acuerdo con nuestro rango solicité el mejor aposento para Hanesa y yo mismo, y otro cercano para nuestros guardaespaldas y el porteador. Al bardo y a mí nos destinaron un cubículo sin ventilación al que se subía por una desvencijada escala desde la sala principal de la posada. Allí pasamos una noche terrible, oyendo los ronquidos y los pedos de otros cuatro viajeros, tendidos en paja infestada de piojos.

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