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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

El enigma de Cambises (32 page)

BOOK: El enigma de Cambises
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—No importa, Daniel. ¡Ya la tengo! —le gritó—. ¡Ya la tengo!

La serpiente trató de enrollarse al brazo de Tara, pero ésta le apretaba el cuello con firmeza, impidiéndoselo. Temblando, Daniel recogió la linterna del suelo y la enfocó hacia Tara. La serpiente tenía la boca abierta y dejaba ver sus colmillos, finos como agujas.

—¡Dios mío! ¡No puedo creer lo que has hecho!

—Ni yo tampoco.

Tara fue hacia la entrada y salió al exterior sin soltar a la cobra. Bajó despacio por la pendiente hasta llegar casi al borde y lanzó el reptil al vacío, que cayó como una cinta que el viento agitara y se perdió de vista. Tara desanduvo el camino y volvió a entrar en la tumba, jadeante.

—Bien —dijo, aparentando más calma de la que tenía—. Ahora veamos qué hay aquí.

La cámara del fondo del pasadizo era de forma rectangular y muy pequeña, de no más de cinco por dos y medio. Las paredes estaban decoradas con columnas de jeroglíficos y pinturas de colores rojo, verde y amarillo. En todo el perímetro, a modo de zócalo, había una serie de serpientes pintadas, erguidas, como las de la tablilla de yeso que habían encontrado en Saqqara. El suelo de la cámara quedaba un metro más abajo que el del pasadizo. Tara saltó sin dificultad. Daniel se detuvo un momento a recorrer con el haz de la linterna el suelo de la cámara y a continuación saltó también. Después enfocó hacia las paredes, recubiertas de pinturas. Seguía nervioso y miraba una y otra vez hacia atrás. Pero poco a poco fue concentrando su atención en las pinturas; en sus brillantes colores, en los extraños rostros, en las columnas de intrincados jeroglíficos. Su nerviosismo fue dejando paso al entusiasmo. Le brillaban los ojos.

—Es extraordinaria —musitó para sí asintiendo con la cabeza—. Extraordinaria —repitió enfocando una de las pinturas que representaba a un personaje con cabeza de chacal conduciendo a un hombre hacia una balanza junto a otra figura, con cabeza de ibis y una pluma y una tablilla en la mano.

—¿Qué es eso? —preguntó Tara.

—Pertenece al
Libro de los muertos
—contestó él mirando la pintura—. Anubis, dios de la necrópolis, conduce al difunto hacia las balanzas del juicio. Pesa su corazón y el dios Toth anota el resultado. Es una escena típica de las tumbas egipcias. Como ésa...

Daniel enfocó otra pintura con la linterna. Una persona de piel rojiza y falda blanca sostenía con ambas manos una jarra, con los brazos extendidos. Enfrente, estaba representada otra persona, de piel amarillenta y con la cabeza coronada por lo que parecían los cuernos de un toro en medio de los cuales había un círculo.

—El difunto le hace una ofrenda a la diosa Isis —explicó Daniel—. Pintaban a los hombres con la piel rojiza y a las mujeres con la piel amarillenta. Es un fresco maravilloso. Fíjate en la perfección de las líneas, en la riqueza de los colores. Increíble... —musitó.

—¿Y esas otras figuras? —preguntó Tara señalando una de las escenas representadas en las paredes.

Dos hombres, de barba y con complicadas pelucas trenzadas, se hallaban enfrentados, uno en posición sentado y el otro arrodillado.

—Parecen de otro estilo —añadió Tara.

—Exacto —repuso Daniel—. No son de estilo egipcio sino persa. Se distinguen por los tocados y las barbas. En las ruinas de Susa y de Persépolis abundan pinturas similares a éstas. Pero nunca aparecen en las tumbas egipcias. —Enfocó la linterna hacia otra escena que representaba a un hombre de barba con túnica blanca frente a una mesa cubierta de fruta, y añadió—: Ésta, en cambio, es de estilo griego. Fíjate en la toga; además, su piel es pálida y lleva la barba más corta y perfilada. También es rarísimo encontrar este tipo de imágenes en una tumba egipcia. No es un caso único, porque las hay también en la tumba de Petosiris en Tuna el-Gebel, y en la de Siamón en Siwa. Pero son casos excepcionales, y éste lo es aún más, porque incluye pinturas de estilo persa. Es como si hubiesen enterrado aquí a tres personas de distintas épocas. ¡Es increíble!

Daniel se volvió lentamente y Tara se acercó a un pequeño recodo del fondo.

—Ésta es la hornacina canopea —explicó Daniel—; para los vasos canopeos. Cuando el difunto era momificado le extraían los órganos y los metían en cuatro recipientes: para el hígado, los intestinos, el estómago y los pulmones respectivamente. Y ahí es donde debieron de estar los vasos.

Daniel parecía un guía turístico. Tara sonrió para sí recordando sus visitas al Museo Británico, cuando habían empezado a salir juntos, y las detalladas explicaciones de Daniel sobre todo lo que veían.

—¿Y esto qué es, profesor? —preguntó ella en tono jocoso señalando un fresco que estaba justo a la izquierda de la hornacina.

Daniel dirigió el foco de luz hacia allí. El fresco estaba dividido en tres secciones superpuestas. En la superior se veía a unos hombres en fila india sobre un fondo amarillo; en la siguiente las figuras parecían tropezar y caer. Un hombre con cabeza de animal de largo morro blandía una maza por encima de ellos. En la inferior había una sola figura, con el mismo fondo amarillo, y detrás un joven más alto que llevaba en la mano el símbolo de la
anj
, o
crux ansata
, como la llamaban los latinos, un símbolo de la vida en forma de cruz con asa, y un tocado en forma de flor de loto.

—Es una pintura narrativa —explicó Daniel—. Las figuras de la parte superior son soldados. Fíjate en las lanzas, los arcos y los escudos. Parecen marchar por el desierto. En la siguiente, esa imagen de la maza y de la cabeza de animal es Seth, el dios de la guerra y el caos. Y también está en el desierto, abatiéndolos. De manera que parece representar la derrota en una batalla, aunque no hay nada que indique quién era el enemigo. Y en la parte inferior, con un tocado en forma de flor de loto, está representado Nefertum, dios de la regeneración y el renacimiento.

—¿Y qué significa?

Daniel se encogió de hombros.

—Quizá que el espíritu del ejército pervive a pesar de la derrota; o que algunos de los soldados sobrevivieron a la batalla. Es difícil saberlo dado el carácter de la simbología egipcia. Su mentalidad era muy distinta de la nuestra.

Daniel siguió contemplando las pinturas por unos instantes. Por fin dio media vuelta y enfocó las paredes del pasadizo, cubiertas con columnas de jeroglíficos en negro. En la parte inferior de la pared que quedaba a su izquierda había un espacio vacío entre el texto.

—De ahí es de donde procede nuestra tablilla —dijo Daniel—. Fíjate. Las serpientes encajan en la hilera de la parte inferior.

Daniel y Tara se acuclillaron. La oscuridad era cada vez más densa, como si se sumergiesen en un líquido negro. El silencio era tan absoluto que Tara oía los latidos de su propio corazón.

—Vamos... compruébalo. Para eso hemos venido, ¿no? —lo apremió ella.

Daniel la miró y sacó la caja del bolso. A continuación extrajo la tablilla y la encajó en el hueco. Era casi imposible notar que la habían desprendido.

—¿Qué dice el texto? —preguntó ella.

Daniel volvió a mirarla, se levantó y se alejó unos pasos enfocando los jeroglíficos.

—El texto comienza aquí —dijo—, a la izquierda de la entrada, y se lee de arriba abajo y de derecha a izquierda.

Empezó a leerlo recorriéndolo con el haz de la linterna, traduciéndolo con rapidez y seguridad. Su voz resonaba con solemnidad como si procediese de otro tiempo. Tara se estremeció.

—«Yo, Ib-wer-imenty, yazgo aquí en el año doce del rey del alto y bajo Egipto, Se-tut-ra Tar-i-ush...» Es la transcripción egipcia del nombre persa Darío —explicó, y prosiguió—: «En el cuarto día del primer mes del
ajet
. Amado por Darío, fiel servidor de su afecto, protector de reyes amado por su señor, seguidor del rey, inspector del ejército, el justo, el fiel, el leal. En Grecia estuve a su lado. En Lidia estuve con él. En Persia no le fallé. Y también estuve en Askalon».

Al llegar a la tercera columna, Daniel hizo una pausa.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó Tara.

—Por lo pronto, significa que la tumba data del primer período persa. Los persas conquistaron Egipto en tiempos de Cambises, hacia quinientos veinticinco antes de Cristo. Darío sucedió a Cambises en quinientos veintidós. Y como el difunto murió el duodécimo año del reinado de Darío, significa que murió en quinientos diez. Debió de ser uno de los generales de Darío. Esto es lo que suelen significar títulos como
shemsu nesu
, «seguidor del rey», y
mer-mesha
, «inspector del ejército». No puedes imaginar la importancia de esto. Es la tumba de uno de los generales del rey. Y, además, del siglo VI antes de Cristo. Apenas se han encontrado enterramientos de esa época en Tebas. Es fabuloso.

—¿Y qué dice el resto?

—«Destruí a los nubios por desafiar a mi señor, los reduje a polvo y gané gran fama. Hice que los griegos se inclinasen ante mí. Diezmé a los lidios produciendo una gran matanza y los expulsé hasta el más lejano horizonte. Mi espada fue poderosa. Mi fuerza extraordinaria. No conocí el miedo. Los dioses estaban conmigo» —Hizo una pausa enfocando con la linterna un poco más abajo y continuó—: Veamos; nuestro texto corresponde al principio de la columna siguiente. «En el tercer año bajo la persona del rey del alto y bajo Egipto, Kem-bit-jet» (Esto también es una transcripción, del nombre persa Cambises). «Antes de alcanzar gran fama, en el tercer mes del
peret
, yo, Ib-er-imenty, fui al desierto occidental, a Sejet-imit, para destruir a los enemigos del rey...»

Daniel se interrumpió con expresión de perplejidad.

—¿Qué? —preguntó ella.

—Sejet-imit es...

Guardó silencio, pensativo, y luego, sin terminar la frase, empezó a traducir otra vez, con voz más queda, más pausada, como si midiese cada una de las palabras.

—«En el lugar de la pirámide, a noventa
iteru
, al sur y al este de Sejet-imit, en mitad del valle de arena, mientras tomábamos nuestra comida del mediodía, se desató una gran tormenta. El mundo se volvió negro. No se veía el sol. Cincuenta mil hombres fueron tragados por la arena. Sólo yo me salvé, por misericordia de los dioses. Caminé sesenta
iteru
por el desierto, al sur y al oeste, hasta la Tierra de las Vacas. Muy grande era el calor. Padecí mucha sed. Padecí mucha hambre. Morí muchas veces pero llegué a la Tierra de las Vacas. Los dioses me acompañaban. Gozaba de su favor...»

La voz de Daniel se fue extinguiendo. Tara lo miró. Movía los labios pero no se le oía. Incluso sumidos en aquella oscuridad, Tara reparó en que su rostro reflejaba una luz blanquecina, espectral. Le temblaba la mano con la que sujetaba la linterna.

—Dios mío —musitó con voz ronca, como si se atragantase con las tinieblas.

—¿Qué?

Daniel no contestó.

—¿Qué te pasa, Daniel? —insistió ella.

—Es el ejército de Cambises —dijo Daniel con los ojos muy abiertos, exultante.

—¿Y qué es el ejército de Cambises?

Daniel no contestó, sino que siguió mirando la pared, sin hacer caso de la pregunta, como en trance. Al cabo de un minuto, sacudió la cabeza como para despejarse, tomó a Tara de la mano y cruzaron la cámara, hasta el fresco que habían estado mirando antes. Enfocó la linterna.

—El año quinientos veinticinco antes de Cristo —prosiguió—, Cambises de Persia conquistó Egipto, que pasó a formar parte del imperio persa. Poco después envió dos ejércitos desde Tebas; uno lo dirigió personalmente, marchando hacia el sur contra los etíopes; el otro lo envió al noroeste a través del desierto, para destruir el oráculo de Amón en el oasis de Siwa, que los egipcios llamaban Sejet-imit, que significa «palmeral». —Enfocó la primera de las tres imágenes del fresco, el grupo que marchaba por el desierto y continuó—. Según el historiador griego Heródoto, que escribió sus crónicas unos setenta y cinco años después, el ejército llegó al oasis llamado Isla de los Benditos que, probablemente, es el actual Al-Jarga. Pero, entre allí y Siwa, en el Gran Mar de Dunas, fue literalmente tragado por una tormenta de arena. Los cincuenta mil hombres que lo formaban perecieron. —Dirigió la luz de la linterna hacia la segunda escena, la que representaba a los soldados aplastados por la maza de Seth—. Nadie ha logrado probar que la historia sea cierta, pero este texto demuestra que sí lo es. Y no sólo eso, sino que por lo menos una persona, el tal Ib-wer-imenty, aquí enterrado, sobrevivió al desastre. Dios sabe cómo, pero sobrevivió. —Enfocó la tercera escena y continuó—: Ib-wer-imenty con Nefertum, dios de la regeneración y del renacimiento. La escena significa que el ejército fue aniquilado, pero que un hombre sobrevivió.

—¿Y eso por qué es tan importante? —preguntó Tara.

Sin desviar la vista de la pared, Daniel sacó un puro del bolsillo y lo encendió. La llama disipó por un instante las sombras e iluminó toda la cámara.

—El solo hecho de que confirme el relato de Heródoto ya es importante —contestó—. Pero hay mucho más, Tara, mucho más. Fíjate —añadió tirando de su mano y acercándola al texto—. Ib-wer-imenty no se limita a decirnos que sobrevivió a la tormenta de arena, sino que precisa dónde quedó sepultado el ejército, o sea, a noventa
iteru
al sur y al oeste de Sejet-imit. No sé a qué se refiere con «en el lugar de la pirámide», pero probablemente se trate de una roca caliza de forma piramidal. Lo que sí sabemos es que un
iteru
es una antigua unidad de medida equivalente a dos kilómetros. Y el texto dice más: «Caminé sesenta
iteru
solo a través del desierto, al sur y al oeste hasta la Tierra de las Vacas». La Tierra de las Vacas es una traducción de
ta-iht
, antiguo nombre de Al-Farafra, otro oasis que se encuentra entre Jarga y Siwa. ¿No lo entiendes, Tara? Lo que tenemos aquí equivale a un mapa de la zona donde se perdió el ejército de Cambises. Sesenta
iteru
al noroeste de Al-Farafra, noventa
iteru
al sudeste de Siwa, en el lugar de la pirámide. Es lo más exacto que puede esperarse de un texto antiguo. Es fabuloso.

Hacía calor en el interior de la cámara mortuoria y el rostro de Daniel brillaba a causa del sudor.

—¿Tienes idea de lo que significa esto, Tara? —dijo tras dar una profunda calada al cigarro—. Hace miles de años que se busca al ejército de Cambises. Se ha convertido en una especie de santo grial de los arqueólogos. Pero el desierto occidental es muy extenso. Y todo lo que escribió Heródoto es que se perdió en ese desierto, que es lo mismo que no decir nada. Pero con estos datos, se puede localizar el lugar con gran precisión. Las distancias desde Siwa y Al-Farafra reducen la zona de búsqueda a un área de unos treinta kilómetros cuadrados. Si se explorase esa zona desde el aire no debería ser muy difícil localizar una roca de forma piramidal. Cualquier accidente del terreno de esas características debe de asomar del desierto como un dedo. Se podría encontrar en un par de días, o acaso menos.

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