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Authors: Charles Brokaw

Tags: #Aventuras, #Relato

El enigma de la Atlántida (50 page)

BOOK: El enigma de la Atlántida
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La imagen mostraba a un rey sentado en un trono, observando un vasto imperio.

Atraído por las palabras, Lourds comenzó a leer de nuevo.

—«Desprovistos del Edén, los hijos de Adán empezaron a vivir en el mundo exterior. Uno de sus hijos, Caleb, fundó la isla-reino de…». —No consiguió leer la palabra y se volvió hacia el padre Sebastian.

—Pone «cielo», pero no puede ser lo que era este sitio. El fundador eligió llamarlo así-susurró Sebastian.

—«Caleb continuó estudiando el Libro del Conocimiento. Pasaron los años y cedió esa tarea a sus hijos, que a su vez la cedieron a los suyos. No olvidaron el poder de Dios. Ambicionaban el poder y eligieron olvidar a Dios».

En la siguiente imagen se veía la construcción de un zigurat. Cientos de hombres trabajaban acarreando piedras para elevar un edificio que se suponía alcanzaría los Cielos.

—«Se construyó una gran torre bajo el reinado del hijo de Caleb, el rey sacerdote. Su pueblo pretendía vivir en el Cielo y convertirse en dioses. Creían que lo único que tenían que hacer era subir al Cielo y alcanzar el Paraíso».

En la siguiente piedra aparecía la destrucción de la torre y el suelo lleno de cadáveres.

—«Dios se percató de las malvadas y egoístas obras de los hombres y envió su venganza».

—«Cólera» —lo interrumpió Sebastian.

—«Y envió su cólera —se corrigió Lourds-sobre los hombres y destruyó la torre. También destruyó lo que los mantenía unidos y les privó de su lengua. Incluso la lengua que hablaban al salir del jardín del Edén se perdió».

Intentó imaginar lo que aquello había significado. Los hombres, que habían compartido tantas cosas, de pronto no podían comunicarse entre ellos. Les habían arrebatado incluso la lengua original.

—«Con el tiempo volvieron a hablar entre ellos en diferentes lenguas. Con el tiempo descifraron la lengua del Libro del Conocimiento. Los reyes sacerdote leyeron el libro. Dios conjuró el mar y destruyó la isla».

El siguiente relieve mostraba una enorme ola rompiendo en la costa de la isla. La gente contemplaba horrorizada cómo se acercaba su inminente condena.

—«Sólo los que se refugiaron en las cuevas…».

—«Catacumbas» —lo corrigió Sebastian.

—«… catacumbas —Lourds hizo el cambio automáticamente. Las palabras lo atraían conforme las iba iluminando con la linterna— sobrevivieron. Después, cuando el mar se retiró, los supervivientes guardaron el Libro del Conocimiento en el hogar de…». —Se calló, incapaz de continuar.

—«En la cámara de los acordes», que es donde estamos —acabó la frase Sebastian.

Dirigió la linterna hacia la pared de piedra y vio unos hombres con túnicas frente a unos pictogramas que reconoció como los relieves ante los que estaba.

—¿El Libro del Conocimiento está aquí? —preguntó Murani.

—No lo sé —contestó Lourds.

Leslie soltó un chillido de sorpresa y dolor.

Cuando Lourds se dio la vuelta vio que Murani la había cogido por el pelo y la había obligado a arrodillarse mientras cogía la pistola de uno de los guardias suizos.

—¿Qué está haciendo? —preguntó avanzando hacia ellos.

Murani golpeó a Lourds en la sien con el arma.

Sintió un profundo dolor en la cabeza. Se mareó, cayó a cuatro patas y por poco se golpea en el suelo con la cabeza.

—¿Dónde está el libro? —gritó Murani.

Estaba a punto de vomitar y sintió el sabor de la bilis en la garganta.

—No lo sé. No lo dice. Eso fue escrito hace miles de años. Que sepamos, alguien se llevó el libro. Todas las historias que ha oído pueden no ser nada más que mentiras.

—Dime dónde está el libro —le exigió a Sebastian.

—No, no te voy a ayudar Murani. Te has deshonrado a ti, a la Iglesia y a Dios. No tomaré parte en ello.

—Entonces morirás —aseguró apuntándole con la pistola.

Por un momento, Lourds pensó que iba a disparar al anciano sacerdote.

Sebastian cogió su rosario y empezó a rezar con voz ligeramente entrecortada.

Murani apuntó a Leslie.

—¡La mataré a ella! ¡Lo juro! ¡La mataré!

—Lo siento —dijo Sebastian fijando los ojos en Leslie.

Furioso, Murani volvió su atención hacia Lourds.

—¡Sigue leyendo! ¡Encuentra el libro! Si no lo haces, mataré a la chica. Tienes diez minutos.

Sumamente débil, Lourds se puso de pie, aunque se tambaleaba. Cogió la linterna que había caído al suelo y fue dando traspiés hasta el muro con las imágenes. Llegó hasta la de los cinco instrumentos musicales.

Parpadeó e intentó no ver doble.

—«Los supervivientes vivieron en el temor a Dios. Guardaron el libro en la cámara de los acordes. La clave se dividió en cinco… instrumentos». Es una suposición, pero encaja.

—Continúa —le ordenó Murani.

Se secó el sudor de los ojos y fue hacia el siguiente pictograma.

—«El secreto estaba encerrado en ellos. Los instrumentos se entregaron a cinco hombres que se llamaron… guardianes». —Utilizó ese término por la forma en que se habían llamado a sí mismos Adebayo, Blackfox y Vang—. «Los guardianes se escogieron entre los que hablaban diferentes lenguas. Se les dio una parte de la clave y se les devolvió al mundo. No volverían a juntarse nunca más hasta que Dios los reuniera».

Cuando siguió hacia la siguiente sección del muro vio que estaba lisa. La recorrió con la linterna y después se volvió hacia Murani.

—No hay nada más —dijo en voz baja esperando que le disparara, ofuscado por la frustración.

—El secreto está en los instrumentos musicales. Encuéntralo.

Hizo un gesto. Gallardo y sus hombres llevaron unas cajas y las depositaron en el suelo.

Dudó. El desafío era difícil y las condiciones imposibles, pero quería salvar a Leslie. Quería ser el héroe, estar a la altura.

—No lo hagas.

Volvió la cabeza en dirección al padre Sebastian, que seguía con el rosario en la mano.

—El Libro del Conocimiento fue escondido. Dios lo quiso así por una razón, destruyó el mundo —continuó Sebastian.

Pensó en las imágenes de destrucción que mostraban los muros de piedra. Tan sólo daban una pequeña idea del verdadero horror que había padecido la isla-reino.

—No debes hacerlo —le aconsejó Sebastian.

—Hacedlo callar —gruñó Murani.

Gallardo le dio un golpe en el cuello y el sacerdote cayó sobre una rodilla tosiendo y sintiendo arcadas. Sin mostrar piedad alguna, Gallardo le dio una patada en la cabeza y lo tiró al suelo.

Murani apartó la pistola de la cabeza de Leslie y se puso frente a Lourds.

Lourds quiso echarse hacia atrás. La amenaza que emanaba el cuerpo del cardenal era tangible. Sintió náuseas.

—Se supone que puedes hacerlo —dijo Murani con una voz temiblemente baja—. No sabías nada de todo esto y has llegado hasta aquí. ¿Crees en la voluntad de Dios, profesor Lourds?

Intentó responder, pero no consiguió que la voz saliera de su garganta, atenazada por el miedo.

—Creo que estás aquí por voluntad divina. Creo que Dios quería que estuvieras aquí, para servirlo de esta forma.

«¿Para destruir el mundo?», no pudo dejar de pensar. Nadie le iba a pedir que hiciera algo así, y mucho menos un Dios benevolente.

—No lo hagas, Thomas —le suplicó Leslie.

Gallardo se colocó detrás de ella. Una de sus grandes manos se cerró sobre su pelo y le puso una pistola contra la cabeza.

—¡Calla, zorra!

Leslie no le hizo caso. Las lágrimas empezaron a correrle por la cara, pero sus ojos permanecieron fijos en Lourds.

—Nos matarán de todas formas. ¿Para qué darles lo que quieren?

—No os mataré —susurró Murani con una sonrisa en los labios—. Una vez que tenga el Libro del Conocimiento no será necesario. No podréis hacer nada contra mí. Tendré el poder.

Lourds no creyó en las mentiras de aquel hombre ni un sólo momento.

—Piensa en el conocimiento —continuó Murani—. Incluso si os matara por ello, ¿quieres irte a la tumba sin obtenerlo? —Sus oscuros ojos buscaron los de Lourds—. Estás muy cerca. El premio supremo está a tu alcance. Es sin duda el mayor secreto de la humanidad. ¿Quieres morir sin saber si puedes descifrar o no el secreto que contienen las palabras que hay en esos instrumentos?

No había podido dejar de pensar en eso.

—Piénsalo —lo tentó—. Hay muchas posibilidades de que no sea capaz de leer lo que hay escrito en el Libro del Conocimiento. Te necesitaré. Si encuentras el libro, vivirás.

Quería decir que no. Todo lo bueno y decente que había en su interior rechazaba cooperar con el loco fanático que tenía delante. Pero una insistente voz en lo más recóndito de su ser no le dejaba tranquilo. Quería leer ese libro. Quería saber lo que había escrito en él.

—¿Cómo puedes desentenderte ahora? —le preguntó Murani.

—No dejes que te influya. No dejes que te tiente —gruñó Sebastian.

Pero la tentación era demasiado grande. Era el mejor y más excelente objeto que nadie jamás había estado buscando.

Y todavía no había sido hallado.

Se volvió hacia los instrumentos musicales sin decir una palabra.

Desde su llegada a Cádiz, Natashya había intentado familiarizarse todo lo que había podido con la excavación. Había leído los periódicos y revistas que había en el campamento de los medios de comunicación. Gary le había ayudado a conseguirlos. También habían visto algunos de los reportajes que habían emitido las televisiones. La excavación había aparecido en numerosas cadenas.

Según lo que había leído, la cueva en la que se encontraba la misteriosa puerta que salía en todos los vídeos estaba situada a unos tres kilómetros de la entrada.

Fue hacia el parque de automóviles que había en el interior de la primera cueva, donde guardaban el equipo pesado. Vio una pequeña camioneta descubierta en las sombras, donde no llegaban las luces de seguridad.

Estaba cerrada. Natashya supuso que era más por costumbre del conductor que por temor a un robo. ¿Quién iba a saltar la valla para robarles el equipo?

—Cerrada, ¿eh? —dijo Gary—. Quizás haya otra…

Natashya abrió la caja de herramientas que había en la parte de atrás, sacó una palanca y rompió la ventanilla del conductor. Los trozos de cristal cayeron hechos añicos al suelo de piedra.

—¡Joder! —exclamó Gary mirando a su alrededor—. ¿No crees que sería mejor actuar con un poco más de discreción?

—La discreción es más lenta —replicó Natashya abriendo la puerta—. Y no tenemos tiempo. Es posible que ya sea demasiado tarde.

—Creo que viene alguien —dijo Gary haciendo un gesto con la cabeza.

Natashya miró por encima del hombro y vio que se acercaban tres trabajadores. Se situó al volante y abrió la puerta del pasajero.

Uno de los hombres gritó, pero no entendió el idioma en el que hablaba. Sacó una navaja y cortó los cables de encendido. Después utilizó la palanca para forzar el bloqueo del volante.

—¿Sabes lo que está diciendo? —preguntó Gary.

—Seguramente querrá saber qué estamos haciendo. —Unió dos cables y el motor se encendió.

—¿Y si está diciendo algo como salid de la camioneta o disparo?

—Enseguida lo sabremos. —Puso una marcha y pisó el acelerador.

Los tres hombres echaron a correr gritando y agitando los brazos.

Gary se agachó, anticipando lo peor.

—¿Sabes?, tenemos un problema.

Natashya condujo entre el laberinto de equipo pesado y se dirigió hacia el arco iluminado que conducía a las profundidades del sistema de cuevas.

—¿Sólo uno?

La tensión incapacitaba a Gary para apreciar el sarcasmo.

—Algunos de estos guardias de seguridad son buenos tipos. Sólo hacen su trabajo. No están compinchados con los malos. ¿Cómo vas a distinguir unos de otros?

—Tendrán que tomar partido. —La camioneta dio un bote en el accidentado suelo—. Si se interponen en mi camino son malos. Es posible que los únicos buenos allí abajo seamos nosotros.

—Estupendo.

Cuando miró por el espejo retrovisor vio que los perseguían al menos dos vehículos.

—Menudo factor sorpresa el nuestro —comentó Gary en tono sombrío.

Entonces una bala atravesó el cristal trasero y destrozó el delantero.

—¡Coño! —exclamó Gary, que se agachó y se cubrió la cabeza con las manos.

Natashya se concentró en la conducción. Tenía un mapa aproximado del sistema de cuevas en la cabeza, pero la oscuridad era completa, a excepción de las luces de seguridad, que apenas iluminaban el camino. Sus faros sólo penetraban unos metros en aquella negrura. Las paredes de la cueva parecían ir acercándose cada vez más. En una ocasión el parachoques impactó contra una de ellas y provocó que saltara un torrente de chispas.

Confiaba en que Chernovsky hubiera llamado a las autoridades españolas y que la mitad de sus efectivos estuviera de camino. Y quizá la mitad del ejército. También intentaba no chocar contra ninguna de las paredes. Una vez dentro, esperaba llegar a tiempo de salvar a Lourds.

Lourds estudió los instrumentos que tenía delante. Pensó seriamente en destrozarlos. Eso sería fácil, pero no sabía si eso evitaría que Murani encontrara el Libro del Conocimiento.

Y para él habría sido un sacrilegio.

—Si los destruyes te prometo que suplicarás la muerte antes de que te mate. —Murani estaba arrodillado frente a él con una pistola en la mano.

—Leería mejor si no me estuviera apuntando. Además, me quita la luz.

Murani se apartó, pero no bajó el arma.

Lourds leyó las inscripciones una y otra vez. Hablaban de la destrucción de la Atlántida y de la decisión irrevocable de enviar al mundo exterior la clave de la Tierra Sumergida en cinco partes.

La última frase decía: «Haced un ruido jubiloso».

—Haced un ruido jubiloso —dijo en voz alta—. ¿Significa algo? —Pensó que a lo mejor tenía algo que ver con los instrumentos, pero los había tocado y no había ocurrido nada.

Murani dudó un momento.

—«Cantad alegres a Dios, habitantes de toda la Tierra». Salmo 100,1.

—¿Qué significa?

—Los hombres deben rezar y alegrarse en Dios.

—¿Lo sabía?

—Todos los obispos deben saber recitar el libro de los salmos. —Murani levantó la cabeza—. Hay muchas prácticas de la Iglesia que se han ido abandonando. Yo soy más tradicional.

Lourds quería preguntar: «¿Incluyen esas prácticas el asesinato?», pero decidió que sería demasiado provocativo y seguramente nada conveniente.

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