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Authors: Jerónimo Tristante

El enigma de la calle Calabria (33 page)

BOOK: El enigma de la calle Calabria
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Todos permanecieron con la boca abierta.

Uno de los periodistas se levantó y comenzó a aplaudir. Blázquez, López Carrillo, Alfonsín y los demás hicieron lo propio. Aquello se convirtió al momento en una sentida ovación, como si Víctor fuera, ahora sí, un artista consumado

—Me va usted a perdonar —dijo don Trinitario Mompeán, el gobernador, interrumpiendo aquel emocionante momento—, pero me parece todo muy traído por los pelos: pruebas, ninguna, todas circunstanciales. Eso no llega ajuicio.

—Vaya, lo mismo dice Elisabeth o, perdón, Paco Martínez Andreu —observó Víctor.

Hubo sonrisas entre los presentes con evidente mala intención.

—¿Qué insinúa?

—Yo, nada. Usted se lo ha dicho todo —repuso Víctor—. Además, quemó usted su dietario.

Entonces el gobernador se encaró con el detective y gritó:

—¡No le consiento! Sepa que se enterarán de esto en el Ministerio de la Gobernación.

El acompañante de don Horacio Buendía tomó la palabra poniéndose en pie.

—No será necesario. Me llamo Gilberto Honrubia, subsecretario del ministerio, y aquí tengo una cosa para usted —dijo tendiendo un papel sellado al gobernador.

—¿Cómo?

—Está usted cesado. Su sustituto, don Vicente Costa Ruiz, viene de camino.

—Pero ¡esto es inaudito!

—En efecto —apuntó don Gilberto mientras el otro miraba los papeles consternado—. Inaudito, y dé usted gracias por no acabar en la cárcel. Tiene orden de presentarse en Madrid a la mayor brevedad posible para que le comuniquen su nuevo destino. He oído algo del norte de África.

Don Trinitario se quedó inmóvil. Con el rostro colorado por la vergüenza levantó la cabeza y echó un vistazo a la concurrencia. Con una amplia sonrisa, uno de los periodistas levantó el índice y se preparó para hacerle una pregunta, pero antes de que pudieran darse cuenta el cesado había abandonado la sala hecho una auténtica furia entre las risas de los presentes.

—Bien está lo que bien acaba—apuntó don Horacio Buendía, el Mastín.

—Quisiera decir algo más —pidió Víctor tomando de nuevo la palabra—. Sé que a veces se me tacha de teatral por estos «actos finales» con los que me gusta rubricar mis casos; hay quien dice que es una falta de humildad, pero creía necesario limpiar en cierta medida la memoria del pobre don Gerardo, ya que él solo se buscó la ruina, y dejar para siempre a un lado esa leyenda que surgió tras su reaparición. Sí que tuvo una debilidad, sí, era un hombre con una doble vida, pero demasiado cara pagó el pobre su pasión oculta por Elisabeth. Además, les he reunido por otro motivo: quiero pedir disculpas a todos mis amigos artistas que me conocieron como Max por mis mentiras, y especialmente a Elia por aquella exposición que quedó pendiente en Roma y que nunca se celebrará. Al menos, de momento. Hay aquí un joven, Alfonsín, que espero honre la memoria de su padre y que ayude a su madre, doña Huberta. —Ella apretó la mano del heredero de Borras—. Sé que el joven Borrás no es una mala persona y me consta que con la ayuda de estos amigos logrará encontrar su camino. Quisiera dar las gracias a mi amigo Takeo, a Segismundo de El Bou Trencat y por supuesto a Eduardo, a mis amigos los inspectores López Carrillo y Blázquez, y sobre todo a mi querido Gian Carlo, quien con su magistral actuación como el conde de Chiaravalle nos permitió atrapar a Elisabeth. Se jugó la vida y nunca podremos estarle lo suficientemente agradecidos. Y dicho esto, les comunico a todos ustedes, al subsecretario don Gilberto, a mi superior, don Horacio, y a la prensa aquí presente que, des de este momento, ceso en mi actividad policíaca y entro en situación de excedencia. Y ahora, estoy seguro de que sabrán disculparme, pero a Gian Carlo y a un servidor nos espera nuestra familia en San Sebastián.

Cuando salieron de la casa les pareció escuchar un emotivo murmullo de admiración.

En el corto trayecto hasta el coche de alquiler, Víctor sufrió el acoso de los tres plumillas, que querían más y más información. No contestó ni a una sola pregunta aunque sí accedió a ser fotografiado como un héroe, pero eso sí, junto a Gian Carlo, Eduardo, don Alfredo y Juan de Dios López Carrillo.

Un grupo de notables se hallaba sentado en la sala de prensa del Cercle del Liceo degustando un buen coñac y fumando unos puros habanos mientras debatían los detalles referentes a la organización de los próximos juegos florales. De aquellos prohombres se decía que eran los verdaderos gobernantes de Barcelona: Eusebi Güell, Manuel Girona, Antonio López y López, Enric de Duran, el alcalde, y media docena más de eminencias charlaban en animada conversación.

—¡Vaya! —dijo Eusebi Güell poniéndose de pie al ver que Víctor Ros entraba acompañado de un ujier.

Todos se levantaron para estrechar la mano del hombre del momento y se deshicieron en elogios agradeciéndole vivamente que hubiera limpiado de aquella manera su ciudad. Al fin, el recién llegado tomó asiento en una silla, rodeado en semicírculo por las de tan distinguida concurrencia. Parecía algo cortado. Accedió a tomar un café y en cuanto le fue posible dijo:

—Esta misma tarde, en apenas un par de horas, parto hacia Madrid. Tengo allí unos papeleos pendientes para cerrar el caso y supongo que en cosa de tres días podré hallarme en San Sebastián con mi familia.

—Unas merecidas vacaciones, ¿eh? —observó Manuel Girona.

—Me temo que definitivas —respondió Ros.

—¿Cómo?

—Creo, mi buen amigo Manuel, que don Víctor deja la policía —aclaró Güell.

—Vaya —contestó Víctor muy sorprendido—. ¿Cómo lo sabe usted?

—Es nuestra obligación saber lo que se cuece en esta maravillosa ciudad—comentó el heredero de Joan Güell con una sonrisa en los labios.

Víctor se puso muy serio y volvió a tomar la palabra:

—No quería marcharme sin venir a darles las gracias. De no haber sido por su generosa contribución económica no habríamos podido tejer la red que nos permitió capturar a esa mujer y desarticular su pequeña banda.

—No, no —protestó Antonio López—. Es a usted a quien debemos estar agradecidos por habernos hecho ver la importancia de este asunto. La ciudad es más segura, más bella y más noble sin esa gentuza.

—En esta ocasión —dijo Víctor—, debo reconocer que me han apoyado desde el Ministerio de la Gobernación e incluso, dicen, desde el Palacio Real. Por cierto, ¿han recibido la lista de los nombres que les envié esta mañana?

Eusebi asintió.

—¿Están todos? —preguntó.

—Creo que se calla alguno —apuntó el policía—. Insiste en que su caso no llegará a juicio.

Todos sonrieron. Entonces, el alcalde dijo:

—El nuevo gobernador viene de camino y, gracias a esa lista, en cuanto llegue instaremos a algunos «notables ciudadanos» a que cambien de aires, ya saben, tendrán que mudarse a vivir al extranjero, lo más lejos posible.

—Nada trascenderá, claro —musitó Víctor.

—En efecto, amigo —afirmó Güell—. Los escándalos no benefician a nadie, pero supongo que así al menos se hace justicia.

—Sí, en cierto modo —respondió Víctor, que no parecía demasiado convencido, mientras se levantaba—. Y ahora, si me perdonan, he de irme. Reitero mi agradecimiento, señores, han prestado ustedes un gran servicio a esta ciudad.

Todos le estrecharon la mano. Güell y López le acompañaron incluso a la puerta, hasta su coche de alquiler. Justo cuando iba a subir, Eusebi Güell le dijo:

—Ahora que estará usted en excedencia, considere seriamente la posibilidad de venir a Barcelona, me encantaría que trabajara para mí.

Víctor sonrió y subió al carruaje:

—¿Sabe? Adoro esta ciudad que, en su momento, conocí bien. En cuanto pase un tiempo y los sórdidos detalles del caso no estén tan frescos en mi mente, traeré a mi mujer y a mis hijos para que la conozcan y terminen amándola como yo.

La portezuela se cerró y el coche inició su camino.

—Ahí va un hombre notable —observó López.

—Y que lo digas, amigo, y que lo digas —contestó Güell.

EDUARDO

La despedida era triste, ahora sí. López Carrillo y Eduardo, en el andén, apuraban los últimos minutos en compañía de aquellos amigos con los que habían vivido una increíble aventura. Blázquez y Gian Carlo, después de dar un abrazo a López Carrillo, besaron al crío y subieron al vagón. Los mozos pasaban junto a ellos empujando carros que contenían varios pisos de maletas sujetos por cuerdas. Víctor se quedó el último. Apretó a Juan de Dios en un fuerte abrazo como si quisiera romperlo e hincó una rodilla en tierra para abrazar al crío. Olía bien. Al fin había conseguido hacer de él lo que era, un niño, y no una especie de espectro con el rostro negro y vestido con harapos.

—Cuídate, hijo —dijo con un nudo en la garganta . Allí estarás bien, el aire es sano y aprenderás mucho, irás a la universidad.

Eduardo lo miró con el rostro demudado por la tristeza, pero no le hizo ningún reproche. Víctor siguió hablando:

—Vendré a verte pronto, ahora tendré más tiempo, iremos de excursión.

El silbato del tren sonó.

—Víctor, el tren —dijo López Carrillo.

Después de besar al crío Víctor Ros se giró sin mirarlo a la cara y subió de un salto al vagón. Tenía un peso en el estómago que apenas le dejaba respirar. El zumbido del vapor le indicó que el tren se ponía en marcha y desde la puerta se asomó a decir adiós. Allí estaba Eduardo de la mano de López Carrillo, que, junto a él, parecía inmenso, triste y serio. Víctor reparó en que aquel crío no lloraba. Nunca lo había visto llorar. Ni en la peor de las situaciones. Bueno, apenas dos lágrimas el día en que lo citó en su habitación del hotel. Los comentarios de don Alfredo resonaban en su cabeza y sabía que su amigo, en el fondo, tenía razón. El tren comenzó a moverse lentamente, con desgana, y se fijó de nuevo en el rostro de Eduardo: no lloraba. Una lágrima rodó por la mejilla del detective. Sintió que el corazón se le partía. Pensó en el chiquillo caracterizado como Alphonse, en lo mucho que le había ayudado y en su mente apareció una imagen: la de Férez sujetando al niño, su navaja al cuello. En aquel momento sintió un pánico atroz, como cuando creyó que habían secuestrado a Victítor. Sintió miedo sólo de pensar en que algo le ocurriera a Eduardo y le voló la cabeza a aquel tipo, como si estuviera defendiendo a su hijo. A su propio hijo. El tren se movía y el niño no lloraba. Sintió que algo se rompía en su interior y se metió dentro.

Eduardo y López Carrillo iban a girarse cuando, de pronto, vieron cómo una sombra saltaba desde el tren. Apenas si tuvo tiempo de reaccionar, pues Víctor estaba ya a su altura y, empujándolo con una mano en la espalda y otra en el codo, le obligó a correr. ¿Qué estaba pasando?

—¡Vamos, Eduardo, vamos!

—Pero ¿qué haces? —musitó el rapaz.

—¡Corre, corre! ¡Te vienes a Madrid conmigo!

López Carrillo, sorprendido, quedó rezagado en apenas un momento.

Eduardo corrió sin saber por qué y antes de que pudiera darse cuenta los brazos del detective, más fuerte que él, lo habían lanzado de un salto al interior del vagón. Se asomó y vio a Víctor que corría un par de metros más atrás. El tren comenzaba a tomar velocidad.

—¡Víctor, corre!—gritó Eduardo. En un último intento Víctor Ros aceleró la marcha corriendo todo lo que le daban sus piernas. Tomó la mano de Eduardo, apoyó un pie en el estribo, saltó y cayó rodando por el interior del compartimento.

—Decididamente tu mujer tiene razón. Tienes que ponerte a régimen —sentenció el bueno de Gian Carlo.

Víctor, de rodillas y abrazado a Eduardo, supo lo que era reír y llorar al mismo tiempo. Vio de reojo que una lágrima caía por el rostro del crío, el cual, por primera vez en toda su infancia, lloraba desconsoladamente. Entonces el desencantado detective, hipando y sorbiéndose los mocos como un infante, alzó la vista y contempló el rostro de don Alfredo.

Este sonreía satisfecho a la vez que asentía como diciendo: «Bien hecho».

EPÍLOGO

Barcelona, un año después

Como bien predijo ella misma, el caso de Elisabeth, Paco Martínez Andreu, nunca fue a juicio. Había confesado con una sola condición: ingresar en una cárcel de mujeres. Las autoridades estimaron que era lo mejor por su seguridad, ya que en una prisión masculina no hubiera durado ni una semana al conocerse la gravedad de los delitos. El 8 de septiembre de 1882, dos días después de que Santiago Berga se quitara la vida en su celda cortándose las venas con un clavo de su camastro, Elisabeth recibió una visita en la prisión.

Después de entrevistarse con una mujer desconocida, regresó al patio, donde, en cuanto apareció, sufrió por sorpresa el brutal ataque de una interna a resultas del cual murió. Su rostro quedó desfigurado, apenas una careta, por un punzón que usó la agresora.

Alguien dijo que el cuerpo de la fallecida estaba ya inmóvil al comenzar la agresión. Se rumoreó que había familias muy influyentes que no querían que declarara en un juicio y que había sido envenenada.

Aquella misma tarde, cuando empezó a caer la oscuridad y en medio de una horrible tromba de agua, un carruaje salió por la parte de atrás del penal. El mismísimo director de la cárcel salió a despedir a sus misteriosos ocupantes. Apenas unos metros más adelante surgieron dos embozados. Uno de ellos mostró una placa y un revólver, y frenó al cochero de golpe. El otro se acercó con parsimonia y golpeó el cristal de la ventanilla. La puerta se abrió.

—Lewis —dijo Víctor Ros bajándose el pañuelo que le tapaba el rostro. Llevaba un sombrero de ala ancha por el que resbalaba el agua como si fuera una fuente.

—Víctor —dijo Brandon Lewis inclinando la cabeza, siempre tan atento.

En el asiento de detrás iba Elisabeth, esposada a dos tipos muy serios, dos enormes caballeros de aspecto nórdico bien vestidos, que apenas dejaban espacio para que aquella mujer pudiera moverse. Llevaba grilletes en los pies.

—No sé adónde se creen que van —repuso Ros.

El inglés le tendió un salvoconducto. Iba firmado por el propio ministro de la Gobernación.

Víctor quedó algo confundido.

Lewis sonrió y dijo:

—No puedes hacer nada, Víctor. Además, ni siquiera estás en ejercicio.

Se hizo un silencio.

—¿Ve? —se jactó la presa sonriendo—. Le dije que nunca iría a juicio.

Víctor Ros sintió que la sangre de todo el cuerpo se le subía a la cabeza.

—¿Qué carajo pretenden ustedes hacer ahora? —preguntó indignado.

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