El equipaje del rey José (11 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

BOOK: El equipaje del rey José
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—Hijo mío, ¡cuánto nos has hecho esperar! Son las once dadas —dijo doña Fermina, abrazándole—. Pero tú tienes algo, estás amarillo como un muerto. ¿Qué dices ahí entre dientes?

—¡Guerrillero él! ¡francés yo! —murmuró Salvador dejándose caer en una silla.

—Espera, te ayudaré a que te quites el uniforme —dijo la madre—. ¿Se han marchado ya los franceses?

—Salvador —dijo en tono agrio el cura, observando al sargento con severidad—. Un joven de tus cualidades no debe estar en las tabernas hasta hora tan avanzada.

Y como Monsalud no contestase a la advertencia, sino riendo a la manera que ríen los locos, el presbítero añadió, levantándose de su asiento:

—¡Salvador, estás borracho! ¡Qué terribles hábitos se adquieren en el ejército!

—¡Y entre franceses! —añadió la beata—. El Rey les da buen ejemplo para que sean un modelo de sobriedad.

—Ya se te pasará —dijo doña Fermina con maternal benevolencia—. Hijo, ¿quieres dormir?

—Sí, dormir; quiero dormir —repuso con gozo recostándose en un arca.

—Toma primero un bocado, muchacho.

—Sí, tengo hambre —exclamó el jurado abalanzándose a la comida y engullendo descortésmente sin consideración a los demás convidados.

Mas al instante apartó el plato con repugnancia.

—No tengo gana —dijo entre dientes.

El cura se paseaba por la habitación agitado y colérico.

—Los malos hábitos adquiridos no se olvidan en un día —afirmó doña Perpetua, echando al viento la voz por el registro más agridulce—. Esta mañana lo dije y ahora lo repito. Fermina, haz cuenta que no tienes hijo.

Doña Fermina rompió a llorar, y como interrogase cariñosamente al desgraciado joven acerca de sus propósitos y de la enmienda que por la mañana prometiera, este dijo:

—¡Guerrillero él, yo francés, francés toda la vida!

—Salvador —gritó el cura con enojo y fiereza—. Te creí traidor por inexperiencia, mas no vicioso ni degradado… Esta mañana me causabas lástima, ahora me causas horror.

—El pobrecito no sabe lo que se dice, señor cura —añadió la atribulada madre—. Esos pícaros lo han llevado a la cantina, y… por fuerza le han obligado a beber. Pero es un alma de Dios mi hijo. Esta mañana nos prometió dejar para siempre esas aborrecidas banderas, y lo hará, ¿pues no lo ha de hacer…? ¿Te quedarás aquí esta noche? Suelta el uniforme y duerme.

Oyéronse entonces lejanos toques de clarín. Callaron todos sobrecogidos por el son guerrero que parecía venir del campamento francés y Monsalud escuchaba con aparente júbilo. De pronto levantose y gesticulando como un insensato, y con desesperados gritos, gritó de esta manera:

—¡Viva Napoleón! ¡Viva el amo del mundo! ¡Viva Francia! ¡Mueran los guerrilleros!

—Esto no se puede tolerar —exclamó el cura bramando de ira y echando mano al respaldo de la silla que más cerca tenía—. Traidor infame y deslenguado blasfemo, sal de aquí al momento.

—¿Qué has dicho, hijo? —balbució entre angustiosos sollozos doña Fermina temblando como un niño—. Tú, tú, ¿pues no eres…?

—¡Afrancesado, francés hasta morir! —repuso el joven con enérgico brío—. ¡Francés hasta morir!

—Señor cura, señor cura —dijo la madre con tanto espanto como dolor—, ríñalo Vd.

—Buen caso hago yo de los curas —repuso Salvador mirando con desprecio al venerable Respaldiza—. Son los corruptores del linaje humano, como dicen Jean-Jean y Plobertin, que presenciaron la revolución francesa.

Doña Fermina ocultó el rostro entre las manos.

—Señor cura guerrillero —añadió el joven con insolente sarcasmo—, cuidado no le cojamos a Vd. por esos trigos… En mi regimiento no hay piedad para los clérigos armados… ¡Se les coge, se les desnuda, se les ahorca!…

Doña Perpetua se levantó de su asiento como una estatua que de súbito cobra vida para aterrar a los hombres.

—¡Miren la embaucadora! —gritó Monsalud remedando de un modo grotesco los ademanes de la santa mujer—. Vendré a rescatar a mi madre de las garras del demonio, para llevármela a Francia.

La beata y el cura le señalaron la puerta sin proferir una palabra.

—¡Guerrillero él, yo francés! —repitió el joven, no con palabras, sino con aullidos—. Madre, adiós, adiós… Escribiré desde Francia.

Tropezando, haciendo gestos amenazadores y articulando gritos y bravatas poco inteligibles, pero horripilantes como la risa de los locos, salió de la estancia y de la casa, mientras cura y beata auxiliaban a la infeliz madre, que había perdido el conocimiento.

- XIII -

El buen orden de esta historia pide que ahora dejemos a Monsalud para que vaya solo o acompañado a donde mejor le plazca y su triste destino le lleve, y que volvamos los ojos y dirijamos nuestros pasos hacia Carlos Navarro, quien por lo que hasta ahora de él vimos, parece ha de ser personaje de historia y digno de ser conocido más de cerca.

Singular era este hombre, y más singular aún su padre D. Fernando Navarro, vulgarmente conocido en la Puebla con el remoquete de D. Fernando Garrote, que de sus mayores pasó a él sin que se pueda saber por qué. Aseguraban los ancianos de la villa, que siendo todos los Navarros, desde las generaciones más remotas, hombres muy fuertes, y a más de fuertes, algo pegones y amigos de dominar a los débiles y de machacar sobre los humildes, debieron de recibir por estas cualidades el sobrenombre citado, que les caía a maravilla. Los últimos vástagos de esta dinastía garrotil, son los que presentaremos ahora, eligiendo para ello el momento en que, desocupada momentáneamente la Puebla por los franceses, quiso D. Fernando poner en efecto su pensamiento de ir a las partidas con Respaldiza, apretándole a ello la falta que él pensaba hacía en el ejército su tardanza, según eran los agravios que pensaba vengar, proezas que acometer, y cabezas que descalabrar.

D. Fernando vivía desde algún tiempo en una casa de campo hacia Peñacerrada, donde había puesto fin a sus viajes y correrías, porque los achaques y dolores en la trabajada osamenta eran ya obstáculo a su fantasía siempre ardiente y a su corazón valeroso. Triste y solitario y aburrido dejaba pasar sus días en la vasta vivienda, aun en lo más crudo de la guerra, hasta que por capricho o voluntariedad impropia ya de sus años, resolvió variar de conducta. Para hacer los preparativos de marcha, trasladose el 18 de Junio a la Puebla, donde tenía la casa solar, residencia habitual de su juventud y edad madura hasta los últimos años. Allí vivía de ordinario su hijo, y un pariente pobre que le administraba el mayorazgo, consistente en tierras de pan, algunas viñas y mucho monte en el término de Treviño.

Allí le tenemos, allí está nuestro gran don Fernando en una sala baja, sentado en ancho sillón de vaqueta con las piernas extendidas sobre un banquillo. Ocúpase en limpiar la hoja de una luenga espada de taza, hoja toledana y grandes gavilanes retorcidos. Frente a él, acurrucada en una silla baja está la que ya conocemos, incomparable y seráfica doña Perpetua, observando con atención prolija al insigne varón.

Era D. Fernando Navarro, o si se quiere don Fernando Garrote un hombre de más de sesenta años, de elevada estatura y bien proporcionadas carnes, ni gordo ni flaco, arrogante a pesar de su avanzada edad, de frente despejada, ojos vivos, los brazos y las piernas vigorosas, aunque ya nada listos a causa del mucho cansancio, ancha la espalda, curva y airosa la nariz, blancas y pobladas las cejas, así como el cabello, la piel rugosa y con largos bigotes retorcidos entrecanos, que eran singular adorno de su fisonomía en aquellos tiempos en que todo el mundo se rapaba el rostro. Tenía este hombre la apariencia de un veterano de los antiguos tercios, héroe de las batallas de San Quintín y de las Gravelinas, conquistador de medio mundo y saqueador del otro medio desde Roma hasta Maestrich. Uníase a su belleza varonil y majestuosa cierta expresioncilla insolente y de perdona-vidas, y parecía satisfecho de la superioridad que Dios le había dado sobre el resto de los mortales. Observando su vanaglorioso ademán y porte guerrero, viéndole tan convencido de que la humanidad existía para que él probara sobre ella la fuerza de sus puños, se comprendía bien el apodo de
Garrote
que recibiera del vulgo. Lleváronlo sin ofenderse sus antepasados, que también fueron tremebundos, y el D. Fernando respondía al mote y a veces firmaba con él.

Durante su juventud Navarro había guerreado bastantes años, primero en la campaña contra Portugal hacia 1762, después en el bloqueo de Gibraltar en 1779, y aún se asegura que por dar desahogo a su grande afición militar tuvo sus amagos y vislumbres de bandolerismo, en tiempo de paz, lo cual es muy propio de españoles; pero esto debe acogerse con prudente desconfianza, y la honra de tan insigne varón nos obliga a no asegurar de un modo terminante lo del latrocinio, consignándolo tan sólo como un simple rumor.

Lo que sí no deja duda, por constar en papel sellado dentro de los mismos archivos de la audiencia de Pamplona, es que el gran Navarro entretuvo sus ocios y dio alimento a su arrebatada actividad y ardiente fantasía, introduciendo por los Alduides tejidos de hilo y algodón, en lo que según su entender no se ofendía a Dios, siendo claro como el agua que ni en el Decálogo, ni en el Nuevo Testamento, ni en ningún catecismo se dice nada contra el contrabando. Hacía esto nuestro adalid más que por propio lucro, por ayudar a los amigos, por favorecer a unos cuantos pobrecitos que vivían de ello, por armar camorra con los empleados del fisco y por dar palos. Esto era para Garrote fuente de delicias físicas y morales sin término.

Al llegar aquí, y cuando después de enumerar casi todas las cualidades de hombre tan eminente, me encuentro enfrente de la más importante, no puedo menos de alzar los ojos al cielo, cruzar las manos y decir: «¡Bendito sea Dios, que en una sola pieza puso tantas y tan admirables prendas del alma y del cuerpo!». Ello era que D. Fernando Navarro, luego que heredó el mayorazguillo, y además algunos pingües dineros que le dejaron dos tíos suyos venidos de las Indias, retirose a la Puebla y allí se hizo un D. Juan Tenorio. Su arrogante figura, su garbo para vestir y su mucho gracejo para hablar, su gran experiencia del mundo y diestra habilidad para engañar, proporcionáronle adelantamientos fabulosos en la carrera.

Siendo al mismo tiempo muy liberal y dadivoso, así de dinero como de palos, encontraba abiertos casi todos los caminos, y bien pronto todo el condado de Treviño, toda Álava y aun parte de la Rioja, llenáronse de víctimas en distintas edades y estados. Algunos disgustos experimentó en diversas ocasiones; mas como era Garrote la persona más poderosa en la villa, y casi casi en la comarca, como tenía la llave dorada, y aun se habló de que iba a recibir la merced de un título de Castilla, todo se quedó en palabras y en dos o tres porrazos. Un fraile francisco quiso con amonestaciones convertirle, librando de azote tan fiero a los habitantes de la baja Álava y Rioja alavesa, mas por una singularidad digna de ser mencionada en la historia, los villanos todos, especialmente los más humildes se pusieron de parte de D. Fernando, hasta que el bendito fraile se cansó, y resolvió que lo mejor era rezar por las agraviadas.

Lo que no puede pasarse en silencio, es que hacia el fin de su carrera D. Fernando
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se casó, animándole a ello su propio interés y el de una familia de Navarra que con la suya estaba genealógicamente entroncada. Antes, mucho antes del matrimonio, había nacido un varón, que fue reconocido con solemnidad. Sacó Carlitos, con el cariz y la figura de su padre, muchas de las prendas de su alma, y singularmente el valor y la generosidad, y creció el niño en la holganza, dedicándose a ejercicios de fuerza, con descuido de la inteligencia, aunque la tenía privilegiada. No mostró como el progenitor, afición al galanteo frívolo, y durante algunos años huía de las faldas como del demonio: tanto que creyeron iba derechito por el camino de la iglesia, mas de pronto resultó muy apasionado y tierno, y verificose radical transformación en sus hábitos, y más que todo en su pensamiento. En el transcurso de esta fiel historia irán saliendo muchas cosas que ahora no conviene anticipar, y que completarán el conocimiento de este benemérito joven, primero mojigato, guerrillero después, y adornado siempre de estupendas cualidades.

Ahora lo que importa referir, es que en 1812 tomó el gusto Carlitos a las partidas, enamorándose de tal modo de aquella errante, gloriosa y popular vida, que a vuelta de pocos meses era uno de los más bravos e inteligentes soldados del bravísimo Longa, siendo tantas sus hazañas que en la Puebla de Arganzón gozaba de más fama que en Macedonia el Grande Alejandro. No está de más decir, que entre las causas que determinaron a D. Fernando a meter su cucharada en el negocio de la guerra, no fue la menor cierta comenzoncilla, o por ponerlo más claro, cierta envidia del gran renombre de su hijo, y tenía la certidumbre de que con sólo echarse al campo eclipsaría con un solo arranque las proezas de todos los fusileros de Longa, Mina y Pastor.

Conocidas así las personas, refiramos ahora lo que hablaron doña Perpetua y el Sr. Garrote, mientras este, esperando a su hijo, al cura Respaldiza y demás personas que debían acompañarle, se ocupaba en limpiar el moho a varios trebejos, resto de su alborotada mocedad.

—Reflexione Vd., Sr. Garrote —dijo la vieja, apoyando las manos en el palo y la barba en las manos—, sobre lo que tantas veces le he dicho y ahora le repito. Un hombre lleno de pecados, que ha sido el escándalo de un siglo y el Satanás de esta honrada villa, debe ocuparse en arreglar sus largas cuentas con Dios para no presentarse a él desprevenido, con el libro de las deudas de su conciencia tan embrollado y lleno de borrones.

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