Ha sucedido en todos los países y en todos los tiempos que la religión ha intervenido en los matrimonios. Desde que empezaron a ser consideradas ilícitas o impuras ciertas cosas, necesarias a pesar de todo, se pensó en que la religión las legitimara en unos casos y en otros las reprobara. Pero como el matrimonio es, además, el acto civil más importante para la sociedad, ha sido menester que también las leyes civiles intervengan. Las consecuencias del matrimonio en lo tocante a los bienes, a las ventajas recíprocas de los cónyuges y a los intereses de la prole, es necesario que estén bien determinadas por las leyes civiles.
Como uno de los principales fines del matrimonio es evitar la incertidumbre que acompaña a toda unión ilegítima, si la religión le imprime su carácter la ley civil le presta la autenticidad. A las condiciones que pide la religión para que el matrimonio tenga validez, pueden agregarse otras exigidas por la ley civil.
La ley religiosa ordena ciertas ceremonias y la ley civil prescribe el consentimiento de los padres; lo que equivale a decir que la última pide algo más que la primera, sin pedir nada que la contradiga. A las leyes de la religión les toca decidir si el vínculo matrimonial será indisoluble o no; porque si establecieran la indisolubilidad y las leyes civiles decretaran que podía romperse, tendríamos dos cosas contradictorias.
Algunas veces, los caracteres que las leyes civiles imprimen al maridaje no son de necesidad absoluta; pertenecen a este orden los establecidos por las leyes, cuando éstas, en vez de disolver el matrimonio, se limitan a castigar a los que lo han contraído.
En Roma, las
leyes Papias
declararon injustos los matrimonios que ellas prohibían, sujetándolos nada más que a ciertas penas
[24]
; el senadoconsulto dictado después del discurso del emperador Marco Aurelío, declaró que eran nulos, de suerte que no quedaba nada: ni matrimonio, ni mujer, ni dote, ni marido
[25]
. La ley civil obra según las circunstancias: unas veces tiende a remediar el mal, otras a precaverlo.
En cuanto a la prohibición del matrimonio entre parientes, es cosa muy delicada fijar el límite en el cual terminan las leyes de la naturaleza y comienzan las civiles: para esto es necesario sentar algunas reglas.
El matrimonio del hijo con la madre es contra natura: el hijo debe a su madre ilimitado respeto; la mujer se lo debe a su marido. Semejante casamiento sería una confusión, un trastorno.
Hay más: la naturaleza ha adelantado en las mujeres el tiempo de la fecundidad y lo ha retrasado en los hombres; por lo mismo, las mujeres pierden más pronto la facultad de procrear y los hombres la pierden más tarde. Si se permitiera el maridaje de la madre con el hijo, ocurriría casi siempre que la mujer habría perdido la aptitud para los fines de la naturaleza cuando el marido aun la conservara.
El matrimonio del padre con la hija también repugna a la naturaleza, pero no tanto como el precedente por no existir los mencionados obstáculos. Así los Tártaros, que pueden casarse con sus hijas
[26]
, no se casan nunca con sus madres, como vemos en las crónicas
[27]
.
Natural ha sido siempre en los padres el velar por el pudor de sus hijas. Siendo su obligación darles estado, han debido conservarles el cuerpo intacto y el alma pura. Los padres, por sentimiento y por deber, han cuidado siempre de evitar la corrupción de los hijos. Se dirá que el matrimonio no es una corrupción, pero antes del matrimonio hay que hablar, enamorar, seducir; lo que horrorizaba era, sin duda, la idea de esta seducción.
Ha sido pues necesario levantar una barrera entre los que deben dar la educación y los que han de recibirla, evitando así todo género de corrupción, aun por causa legítima. ¿Por qué los padres se esfuerzan en impedir toda familiaridad entre sus hijas y los mismos que se han de casar con ellas?
El horror que produce el incesto del hermano con la hermana ha debido tener el mismo origen. Basta que los padres y las madres hayan querido conservar puras las costumbres de sus hijos y de sus casas, para inspirarles a los primeros una invencible repugnancia a todo lo que pueda conducirlos a la uni6n de los dos sexos.
La prohibici6n del matrimonio entre dos primos hermanos tiene la misma explicación. En los tiempos primitivos, es decir, en los tiempos santos, en las edades en que no se conocía el lujo, todos los hijos se quedaban en la casa y en ella se establecían
[28]
, pues bastaba una casa chica para una familia grande. Los hijos de los hermanos y de los primos se consideraban todos como hermanos
[29]
. Así las razones que se oponían al matrimonio entre hermanos se extendieron al matrimonio entre primos
[30]
.
Tan naturales son estas causas y tan poderosas, que han obrado en todos los países de la tierra sin haber entre ellos comunicaci6n. No serían los Romanos, ciertamente, los que enseñaron a los isleños de Formosa que era incestuoso el casamiento con parientes hasta el cuarto grado
[31]
; no serían ellos los que inculcaron a los Arabes la misma idea
[32]
ni los que se la transmitieron a los Maldivos
[33]
.
Es cierto que algunos pueblos han admitido los matrimonios entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas, pero ya hemos visto en el libro primero que los seres inteligentes no siempre se han sometido a esa legalidad. ¡Parece mentira! Las ideas religiosas han sido precisamente las que han hecho caer a los hombres en tamaños extravíos. Si los Asirios, si los Persas tomaban por esposas a sus propias madres, los primeros lo hicieron por el respeto religioso que Semíramis les inspiraba, los segundos por la religión de Zoroastro, que daba la preferencia a tales matrimonios
[34]
. Si los Egipcios tomaban por mujeres a sus mismas hermanas, fue también un delirio de su religión que consagraba esas bodas en honor de Isis. Como el espíritu de la religión consiste en impulsarnos a ejecutar las cosas más difíciles o que exigen más esfuerzo, no debe creerse que una cosa es buena por haberla consagrado alguna religión.
El principio de que el matrimonio de padres con hijos y de hermanos con hermanas está prohibido para mantener en las familias el natural pudor, puede servirnos para conocer qué matrimonios prohibe la ley natural y cuáles no pueden ser prohibidos sino por la ley civil.
Como los hijos habitan o se supone que habitan con sus padres y, por consiguiente, el yerno con la suegra y el suegro con la nuera o con la hijastra, el matrimonio entre ellos está prohibido por la ley de la naturaleza. En estos casos, la imagen produce el mismo efecto que la realidad, pues tiene la misma causa: la ley civil no puede ni debe permitir semejantes matrimonios.
Hay pueblos, ya lo he dicho, en que los primos hermanos se consideran hermanos, porque generalmente viven en la misma casa; hay otros pueblos en que no se consideran lo mismo. En los primeros, el matrimonio entre primos debe reputarse contrario a la naturaleza; en los segundos no.
Pero las leyes de la naturaleza no pueden ser locales. Así es que, cuando tales matrimonios se prohiben o se permiten, según las circunstancias, es una ley civil la que los prohibe o los permite.
No es seguro que el cuñado y la cuñada vivan en la misma casa; por consiguiente, no está prohibido el matrimonio entre ellos para conservar el pudor de la familia; si una ley lo prohibe o lo permite, no es la ley natural, sino una ley civil que depende de las circunstancias y de las costumbres del país. Es uno de los casos en que las leyes se amoldan a los usos y costumbres.
Las leyes civiles prohiben ciertos matrimonios cuando, por los usos corrientes del país, se encuentran en las mismas circunstancias que los prohibidos por la naturaleza; y en caso contrario, los permiten.
La prohibición por las leyes de la naturaleza es invariable, puesto que responde a una causa invariable: el padre, la madre, los hijos, necesariamente viven juntos. Pero las prohibiciones de la ley civil son accidentales, porque las origina alguna circunstancia accidental; los primos hermanos y demás parientes, sólo viven accidentalmente en el mismo hogar.
Así se explica que las leyes de Moisés, las de los Egipcios y las de otros pueblos
[35]
consientan el matrimonio entre cuñados, prohibido por las leyes de otras naciones.
En la India hay una razón muy natural para que sean admitidos estos casamientos. Al tío se le considera como padre, obligándole a educar a los sobrinos y a darles estado como si fueran hijos, lo cual proviene del carácter de aquel pueblo, que es bueno y muy humano. Esta ley o costumbre ha dado origen a otra. Si un marido pierde a su mujer, deja de casarse con su cuñada
[36]
; y esto es natural, porque la nueva esposa no será una madrastra para los hijos del marido, que son sus sobrinos, como hijos de su hermana.
Así como los hombres han renunciado a su independencia natural para vivir sujetos a leyes políticas, de igual modo han renunciado a la natural comunidad de bienes para vivir sujetos a leyes civiles.
Si las primeras les aseguran la libertad, las últimas les aseguran la propiedad. Y no conviene que las leyes de la libertad, o de la ciudadanía, hayan de decidir lo que corresponde a las leyes de la propiedad. Es un paralogismo eso de que el bien particular deba ceder al bien público, lo cual no es cierto sino cuando se trata de la ciudad, es decir, de la libertad del ciudadano; en lo tocante a la propiedad no es cierto, porque en este particular el bien público estriba en que cada uno conserve sin alteración la propiedad que las leyes civiles le dan o le reconocen.
Decía Cicerón que las leyes agrarias eran funestas, porque, según él, la ciudad sólo estaba establecida para que cada cual conservara sus bienes.
Sentemos, pues, la máxima de que, tratándose del bien público, éste no consiste nunca ni puede consistir en que se prive de sus bienes a un particular, ni en que se le quite la menor parte de ellos por una ley política. Si llega el caso, debe seguirse rigurosamente la ley civil, que es el paladión de la propiedad.
Así pues, cuando el público necesita la finca de un particular, no se debe proceder a la expropiación con la inflexible severidad de la ley política, sino ajustándose a la ley civil, que mira a cada particular con ojos de madre, como a la ciudad misma.
Si el magistrado político desea construír algún edificio público, algún nuevo camino, la indemnización es lo primero; en esta relación, el público es un particular que trata con otro particular. Ya es bastante que al ciudadano pueda obligársele a vender su propiedad, negándole el privilegio que le da la ley civil de no poder ser compelido a enajenar sus bienes.
Los pueblos que destruyeron el imperio romano abusaron de sus conquistas, pero el espíritu de libertad les recordó el de equidad. Ejercieron con moderación los derechos más bárbaros; si hay quien lo dude, lea la admirable obra de jurisprudencia que Beaumanoir escribió en el siglo XII.
En aquel tiempo se componían los caminos como se hace ahora. Y dice el autot citado que, si algún camino era difícil de recomponer, se trazaba otro lo más cerca posible del camino viejo, pero indemnizando a los propietarios expropiados a expensas de los que resultaran beneficiados por el nuevo camino
[37]
. La ley civil determinaba entonces lo que determina hoy la ley política.
Se verá el fondo de todas las cuestiones, si no se confunden las reglas derivadas de la propiedad con las que provienen de la libertad.
El dominio de un Estado, ¿es inajenable o no lo es? Esta cuestión se resuelve por la ley política y no por la ley civil. Y no por esta última, porque es tan necesario que haya un dominio para que el Estado pueda subsistir, como lo es que el Estádo tenga leyes reguladoras de la propiedad.
Si se enajena el dominio del Estado, deberá éste crear un nuevo fondo para otro dominio. Pero es un recurso que también trastorna el régimen político, porque, en virtud de la misma naturaleza de las cosas, a cada nuevo dominio que se establezca, el súbdito pagará más y el soberano retirará menos. En una palabra, el dominio es siempre necesario sin que lo sea la enajenación.
El orden de sucesión en las monarquías, se funda en la conveniencia del Estado, la cual exige que aquel orden tenga una fijeza que evite los disturbios del despotismo, en el que todo es incierto y arbitrario.
No se establece el orden de sucesión en interés de la familia reinante, sino que le interesa al Estado que haya una dinastía fija, una familia que reine. La ley que determina la sucesión de los particulares en una ley civil, que tiene por objeto el interés de los mismos; la que arregla la sucesión de la Corona es una ley política, la cual persigue el bien, la estabilidad del Estado y su conservación.
De esto resulta que cuando la ley política ha establecido en el Estado un orden de sucesión, es un absurdo, si este orden se extingue, el reclamar la sucesión en virtud de la ley civil de otro pueblo, sea el que fuere. Una sociedad particular no legisla para otra sociedad. Las leyes civiles de los Romanos, en semejante caso, no son más aplicables que cualesquiera otras; ni ellos mismos las emplearon para juzgar a sus reyes, y las máximas de que se sirvieron son tan abominables que no se debe hacerlas revivir.
De lo dicho se desprende que cuando la ley política ha obligado a una familia a renunciar la sucesión, es absurdo querer emplear las restituciones tomadas de la ley civil. Las restituciones pueden ser legales y muy buenas sin duda para los que viven en la ley, pero no lo son para los que han sido instituídos por la ley y viven para ella.
Es ridícula pretensión la de querer decidir sobre derechos de los reinos, de las naciones y del universo, por las mismas reglas que deciden entre particulares acerca del derecho a una canal, para servirme de los términos de Cicerón
[38]
.