Read El evangelio según Jesucristo Online
Authors: José Saramago
El día amaneció límpido, sin nubes, el sol vino caliente y luminoso, no había que temer un retorno de la lluvia. María salió de casa temprano, con todos sus hijos varones en edad de ir a la escuela, y también Jesús, que, como fue dicho en su momento, tenía acabada ya su instrucción. Iba a la sinagoga a informar de la muerte de José y de las presumibles circunstancias que en ella habrían concurrido, añadiendo que, pese a todo, a él como a los otros infelices, punto nada despreciable, se le habían oficiado las honras fúnebres que la prisa y el lugar permitían, en todo caso suficientes, en tenor y número, para poder afirmar que, en general, el rito se había cumplido. De vuelta a casa, al fin a solas con el hijo mayor, pensó María que la ocasión era buena para preguntarle por qué calzaba las sandalias del padre, pero en el último momento la contuvo un escrúpulo, lo más probable es que Jesús no supiera qué explicación darle y, así humillado, ver, ante los ojos de la madre, confundido su acto, sin duda excesivo, con la falta trivialísima que es que un niño se levante de noche para ir, a escondidas, a comer un pastelillo, pudiendo siempre, si lo atrapan, alegar como disculpa el hambre, lo que de este episodio de las sandalias no puede decirse, salvo que se trate de otra especie de hambre que no sabríamos, nosotros, explicar. En la cabeza de María surgió después otra idea, la de que el hijo era ahora el jefe de familia, y, siendo así, estaba bien que ella, su madre y subordinada, pusiese todo su empeño en mostrarle el respeto y la atención convenientes, como sería, por ejemplo, interesarse por aquel mal de espíritu que lo atribuló en el sueño, Has soñado con tu padre, preguntó, y Jesús hizo como si no la hubiera oído, volvió la cara para el otro lado, pero la madre, firme en su propósito, insistió, Has soñado, no esperaba que el hijo le respondiera primero, Sí, y luego No, y que se le cargara la expresión de aquel modo, que parecía como si tuviera otra vez ante sus ojos al padre muerto. Prosiguieron callados el camino y al llegar a casa María se puso a cardar lana, pensando ya que, por necesidad del sustento de la familia, tendría que empezar a hacerlo para la calle, aprovechando la buena mano que tenía para aquel menester. A su vez, Jesús, que mirara al cielo confirmando las buenas disposiciones del tiempo, se acercó al banco de carpintero que fuera de su padre y que estaba en el cobertizo, empezando a verificar, uno por uno, los trabajos interrumpidos y luego el estado de las herramientas, con lo que María se alegró mucho en su corazón, al ver que el hijo se tomaba tan en serio, desde este primer día, sus nuevas responsabilidades.
Cuando los más pequeños volvieron de la sinagoga y se juntaron todos para comer, sólo un observador atentísimo se daría cuenta de que esta familia sufrió hace pocas horas la pérdida de su jefe natural, marido y padre, pues salvo Jesús, cuyas negras cejas, fruncidas, siguen un pensamiento escondido, los demás, incluida María, parecen tranquilos, con una serenidad compuesta, porque está escrito, Llora amargamente y rompe en gritos de dolor, observa el luto según la dignidad del muerto, un día o dos por causa de la opinión pública, después consuélate de tu tristeza, y escrito está también, No debes entregar tu corazón a la tristeza, sino que debes apartarla de ti, recuerda tu fin, no te olvides de él, porque no habrá retorno, en nada beneficiarás al muerto y sólo te causarás daño a ti mismo. Aún es pronto para risas, que a su tiempo vendrán, como los días vienen tras los días y las estaciones tras las estaciones, pero la mejor lección es la del Eclesiastés, que dice, Por eso alabé la alegría, porque para el hombre no hay nada mejor bajo el sol que comer, beber y divertirse, esto es lo que lo acompaña en sus trabajos durante los días que Dios le conceda bajo el sol. Por la tarde, Jesús y Tiago subieron a la azotea de la casa para tapar con paja amasada en barro las hendiduras del tejado, por las que, durante toda la noche, estuvo goteando el agua, a nadie le sorprenderá que entonces no se hablara de tan humildes pormenores de nuestra vida cotidiana, la muerte de un hombre, inocente o no, siempre deberá prevalecer sobre todas cosas.
Otra noche llegó, otro día comenzaba, cenó la familia como pudo y se acostó en las esteras. De madrugada María despertó despavorida, no era ella quien soñaba, no, sino el hijo, y ahora con llanto y con gemidos que cortaban el corazón, de tal modo que despertaron también a los hermanos mayores, a los otros sería preciso mucho más para arrancarlos del sueño profundo que es el de la inocencia a estas edades. María corrió en auxilio del hijo que se debatía, con los brazos alzados, como si intentara defenderse de golpes de espada o de lanza, poco a poco se fue calmando, o porque se retiraron los salteadores o porque se le estaba acabando la vida. Jesús abrió los ojos, se agarró con fuerza a la madre como si no fuera el hombrecito que es, cabeza de familia, que hasta un hombre adulto, si llora, se transforma en criatura, no lo quieren confesar, pobres tontos, pero el dolorido corazón se mece en las lágrimas. Qué tienes, hijo mío, qué tienes, le preguntó María, inquieta, y Jesús no podía responder, o no quería, una crispación, en la que nada había de niño, sellaba sus labios, Dime qué has soñado, insistió María, y, como intentando abrirle un camino, Has visto a tu padre, el muchacho hizo un brusco gesto negativo, luego se soltó de sus brazos y se dejó caer en la estera, Vete a dormir, dijo, y dirigiéndose a los hermanos, No es nada, dormid, estoy bien. María regresó junto a las hijas, pero se quedó, casi hasta el amanecer, con los ojos abiertos, atenta, esperando a cada momento que el sueño de Jesús se repitiese, qué sueño habría sido ese para tan gran abatimiento, pero no ocurrió nada. No pensó María que su hijo podría estar despierto sólo para no volver a soñar, en lo que sí pensó fue en la coincidencia, en verdad singular, de que Jesús, que siempre había tenido el sueño tranquilo, hubiera empezado con las pesadillas al morir el padre, Señor, Dios mío, que no sea el mismo sueño, imploró, el sentido común le decía, para su tranquilidad, que los sueños no se legan ni se heredan, muy engañada está, que no ha sido necesario que los hombres se comunicaran unos a otros los sueños que sueñan para que los anden soñando iguales de padres a hijos y a las mismas horas. Al fin amaneció, se iluminó la rendija de la puerta. Cuando despertó, María vio que el lugar del hijo mayor estaba vacío, Adónde habrá ido, pensó, se levantó, rápidamente, abrió la puerta y miró afuera, Jesús estaba sentado debajo del alpendre, en la paja del suelo, con la cabeza en los brazos y los brazos sobre las rodillas, inmóvil. Estremecida por el aire frío de la mañana y también, aunque de esto apenas se diera cuenta, por la visión de la soledad del hijo, la madre se aproximó a él, Estás enfermo, preguntó, y el muchacho levantó la cabeza, No, no estoy enfermo, Entonces, qué te pasa, Son mis sueños, Sueños, dices, Un sueño solo, el mismo esta noche y la otra, Has soñado con tu padre en la cruz, Ya te dije que no, sueño con mi padre, pero no lo veo, Me habías dicho que no soñaste con él, Porque no lo veo, pero estoy seguro de que está en el sueño, Y qué sueño es ese que te atormenta. Jesús no respondió de inmediato, miró a la madre con una expresión desamparada y María sintió como si un dedo le tocase el corazón, allí estaba su hijo, con aquella cara aún de niño, la mirada mortecina de no haber dormido y el primer bozo de hombre, tiernamente ridículo, era su hijo primogénito, a él se confiaba y entregaba para el resto de sus días, Cuéntamelo todo, le pidió, y Jesús dijo al fin, Sueño que estoy en una aldea que no es Nazaret y que tú estás conmigo, pero no eres tú porque la mujer que en el sueño es mi madre tiene una cara diferente, hay otros niños de mi edad, no sé cuántos, y mujeres que son las madres, pero no sé si las verdaderas, alguien nos reunió a todos en la plaza, estamos esperando a unos soldados que vienen a matarnos, los oímos en el camino, se acercan pero no los vemos, en ese momento aún no tengo miedo, sé que es un sueño malo, nada más, pero de repene tengo la seguridad de que mi padre viene con los soldados, me vuelvo hacia ti para que me defiendas, aunque no estoy tan seguro de que seas tú, pero tú te has ido, todas las madres se han ido, sólo quedamos nosotros, que ya no somos muchachos, sino niños muy pequeños, yo estoy tumbado en el suelo y empiezo a llorar, y los otros lloran todos, pero yo soy el único que tiene un padre que viene con los soldados, miramos a la entrada de la plaza, sabemos que vendrán por allí, y no entran, estamos a la espera de que entren, pero no entran, y es todavía peor, los pasos se aproximan, es ahora y no es, no llega a ser, entonces me veo a mí mismo como soy ahora, dentro del niño pequeño que también soy, y empiezo a hacer un gran esfuerzo para salir de él, es como si estuviese atado de pies y manos, te llamo pero te has ido, llamo a mi padre, que viene a matarme, y en ese momento me desperté, esta noche y la otra. María estaba horrorizada, tras las primeras palabras, apenas percibió el sentido del sueño, bajó los ojos doloridos, estaba ocurriendo lo que tanto temiera, contra toda lógica y razón Jesús había heredado el sueño del padre, no exactamente de la misma manera, sino como si padre e hijo, cada uno en su lugar, lo estuviesen soñando al mismo tiempo. Y tembló de auténtico pavor cuando oyó que el hijo le preguntaba, Qué sueño era aquel que mi padre tenía todas las noches, Bueno, una pesadilla, como tanta gente, Pero esa pesadilla, qué era, no lo sé, nunca me lo dijo, Madre, no debes ocultar la verdad a tu hijo, No sería bueno para ti saberlo, Qué puedes tú saber de lo que es bueno o malo para mí, Respeta a tu madre, Soy tu hijo, tienes mi respeto, pero ahora estás ocultándome algo que es de mi vida, No me obligues a hablar, Un día le pregunté a mi padre cuál era su sueño y me dijo que ni yo podía hacerle todas las preguntas, ni él darme todas las respuestas, Ya ves, acepta las palabras de tu padre, Las acepté mientras vivió, pero ahora soy el jefe de la familia, he heredado de él una túnica, unas sandalias y un sueño, con esto podría irme ya por el mundo, pero tengo que saber qué sueño llevaría conmigo, Hijo mío, tal vez no vuelvas a soñarlo. Jesús miró a los ojos de su madre, la forzó a mirarlo también, y dijo, Renunciaré a saberlo si la próxima noche no vuelve, si no vuelve nunca más, pero, si se repite, júrame que me lo dirás todo, Lo juro, respondió María, que ya no sabía cómo defenderse de la insistencia y la autoridad del hijo. En el silencio de su angustiado corazón, ascendió una llamada a Dios, sin palabras, o, si las tuviera, podrían ser, Pásame, Señor, a mí, este sueño, que hasta el día de mi muerte tenga que sufrirlo yo en todos los instantes, pero mi hijo, no, mi hijo, no. Dijo Jesús, Recordarás lo que prometiste, Lo recordaré, respondió María, pero se iba repitiendo para sí, Mi hijo, no, mi hijo, no.
Mi hijo, sí. Vino la noche, de madrugada cantó un gallo negro y el sueño se repitió, el morro del primer caballo apareció en la esquina. María oyó los gemidos de su hijo, pero no fue a consolarlo. Y Jesús, temblando, bañado en el sudor del miedo, no necesitó preguntar para saber que también su madre se había despertado, Qué me dirá ahora, pensó, mientras María, por su parte, pensaba, Cómo voy a contárselo, y buscaba maneras de no decírselo todo. Por la mañana, cuando se levantaron, Jesús le dijo a su madre, Voy contigo a llevar a mis hermanos a la sinagoga, después vendrás tú conmigo al desierto, pues tenemos que hablar. A la pobre María, mientras preparaba la comida de los hijos, se le caían las cosas de las manos, pero el vino de la agonía estaba servido y ahora había que beberlo. Los más pequeños estaban ya en la escuela, madre e hijo salieron de la aldea y allí, en el descampado, se sentaron debajo de un olivo, nadie, a no ser Dios, si anda por estos sitios, podrá oír lo que dijeron, las piedras no hablan, lo sabemos, ni siquiera batiéndolas unas contra otras, y en cuanto a la tierra profunda, ella es el lugar donde todas las palabras se convierten en silencio.
Jesús dijo, Cumple lo que juraste, y María respondió sin rodeos, Tu padre soñaba que iba de soldado, con otros soldados, a matarte, A matarme, Sí, Ese es mi sueño, Sí, confirmó ella aliviada, no ha sido tan complicado, pensó, y en voz alta, Ahora ya lo sabes, volvámonos a casa, los sueños son como las nubes, vienen y van, por querer tanto a tu padre heredaste su sueño, pero él no te mató, ni te mataría nunca, aunque recibiera una orden del Señor, en el último momento el ángel le detendría la mano, como hizo con Abraham cuando iba a sacrificar a su hijo Isaac, No hables de lo que no sabes, cortó secamente Jesús, y María vio que el vino amargo tendría que ser bebido hasta el fin, Consiente que al menos yo sepa que nada se puede oponer a la voluntad del Señor, cualquiera que ella sea, y que si la voluntad del Señor es ahora una, y luego es otra, contraria, ni tú ni yo somos parte en la contradicción, respondió María, y, cruzando las manos en el regazo, se quedó a la espera. Jesús dijo, Responderás a todas las preguntas que yo te haga, Responderé, dijo María, desde cuándo empezó mi padre a tener ese sueño, Hace muchos años, Cuántos, Desde que naciste, Todas las noches lo soñó, Sí, creo que todas las noches, en los últimos tiempos ya ni me despertaba, una se acostumbra, Nací en Belén de Judea, Así es, Qué ocurrió en mi nacimiento para que mi padre soñase que me iba a matar, No fue en tu nacimiento, Pero tú has dicho, El sueño apareció unas semanas después, y qué pasó entonces, Herodes mandó matar a los niños de Belén que tuvieran menos de tres años, Por qué, No lo sé, Mi padre lo sabía, No, Pero a mí no me mataron, Vivíamos en una cueva fuera de la aldea, Quieres decir que los soldados no me mataron porque no llegaron a verme, Sí, Mi padre era soldado, Nunca fue soldado, Qué hacía entonces, Trabajaba en las obras del Templo, No lo entiendo, Estoy respondiendo a tus preguntas, Si los soldados no llegaron a verme, si vivíamos fuera de la aldea, si mi padre no era soldado, si no tenía responsabilidad alguna, si ni siquiera sabía por qué mandó Herodes matar a los niños, Sí, tu padre no sabía por qué mandó matar Herodes a los niños, Entonces, Nada, si no tienes otras preguntas que hacerme, yo no tengo más respuestas que darte, Me ocultas algo, O tú no eres capaz de ver. Jesús se quedó callado, sentía que se sumía, como agua en suelo seco, la autoridad con que había hablado a su madre, mientras que en un rincón cualquiera de su alma, le parecía ver desenroscarse una idea innoble, de líneas que se movían aún, pero monstruosa desde el mismo momento de nacer. Por la ladera de una colina cercana pasaba un rebaño de ovejas, tanto ellas como el pastor tenían color de tierra, eran tierra moviéndose sobre la tierra. El rostro tenso de María se abrió en una expresión de sorpresa, aquel pastor alto, aquella manera de andar, tantos años después y en este justo momento, qué señal será, clavó en él los ojos y dudó, ahora era un vulgar vecino de Nazaret que llevaba unas pocas ovejas a los pastos, tan sucias ellas como él. En el espíritu de Jesús acabó de formarse la idea, quería salir fuera del cuerpo, pero la lengua se le trababa, por fin, con una voz temerosa de sí misma dijo, Mi padre sabía que los niños iban a ser muertos, No era una pregunta y por eso María no tuvo que responder, Cómo lo supo, ahora sí era una pregunta, Estaba trabajando en las obras del Templo, en Jerusalén, cuando oyó que unos soldados hablaban de lo que iban a hacer, Y después, Vino corriendo para salvarte, Y después, Pensó que sería mejor que no huyéramos y nos quedamos en la cueva, Y después, Nada más, los soldados hicieron lo que les habían mandado y se marcharon, Y después, Después nos volvimos a Nazaret, Y empezó el sueño, La primera vez fue en la cueva. Las manos de Jesús se alzaron de repente hasta el rostro como si quisieran desgarrarlo, su voz se soltó en un grito irremediable, Mi padre mató a los niños de Belén, Qué locura estás diciendo, los mataron los soldados de Herodes, No, los mató mi padre, los mató José, hijo de Heli, que sabiendo que los niños iban a ser muertos no avisó a los padres, y cuando estas palabras fueron dichas, quedó también perdida toda esperanza de consuelo. Jesús se tiró al suelo, llorando, Los inocentes, los inocentes, decía, parece mentira que un simple muchacho de trece años, edad en la que el egoísmo fácilmente se explica y se disculpa, pueda haber sufrido tan fuerte conmoción a causa de una noticia que, si tenemos en cuenta lo que sabemos de nuestro mundo contemporáneo, dejaría indiferente a la mayor parte de la gente. Pero las personas no son todas iguales, hay excepciones para el bien y para el mal y ésta es sin duda de las mejores, un muchachito llorando por un antiguo error cometido por su padre, tal vez esté llorando también por sí mismo, si, como parece, amaba a ese padre dos veces culpado.