Authors: Col Buchanan
Marlee lo perseguía habiéndole con voz queda, sin dejarle espacio para respirar. Entonces, de pronto, se vio a sí mismo como a un extraño que se había apoderado de su cuerpo. Tomó conciencia de su voz, que retumbaba en todas las habitaciones de la casa —que empezaban a recibir la luz del sol—, atónito por las cosas que oía decir a su mujer y a sí misma por culpa de la cólera que lo corroía sin ningún motivo.
Finalmente, Marlee lo había agarrado con fuerza del brazo.
—¿Qué ocurre? —le preguntó con un hilo de voz.
Bahn se obligó a mirarla a los ojos y pareció volver en sí.
«Pero ¿qué estoy haciendo?», se había preguntado, recuperando su habitual carácter.
Exhaló un largo suspiro y acarició el brazo de su esposa como disculpándose.
—Puede que nada —respondió suavemente.
Y tiró de Marlee para acercársela y sepultó el rostro en su cabellera impregnada del aroma de bayas, agarrando a su esposa por su talle esbelto para apretarla contra sí. Y durante ese abrazo sintió cómo toda la fatiga acumulada durante la guerra caía sobre él, como si de pronto un anciano se quitara de encima todos sus años de vejez y se los endilgara a un muchacho sin culpa alguna. Y pensó de nuevo, temblando: «¿Qué estoy haciendo?» Pues la respuesta a esa pregunta parecía contener todo lo que había amado o se había propuesto en su vida.
Marlee sujetaba en una mano la bota perdida, que acababa de encontrar. Ambos apoyaban la frente en la del otro y sus ojos relumbraban. Bahn besó el rostro de su esposa, todavía con el papel del despacho apretado en la mano.
—¿Cuál es su opinión, señor?—preguntó ahora Bahn, humedeciéndose los labios resecos con la lengua—. A mi juicio, planean una invasión.
El veterano guerrero estaba lo suficientemente cerca del cristal de la ventana como para empañarlo con su aliento. Limpió el vaho del vidrio de una pasada con la manga.
—Sí, ¿verdad?
—¿De Khos?
El general meditó unos instantes antes de responder.
—Tal vez... no me sorprendería.
Ese puñado de palabras bastó para dejar lívido a Bahn.
—Por lo más sagrado, rezo por que el destino no nos tenga preparado algo así.
Creed permaneció un momento en silencio, entornando los párpados mientras contemplaba el Escudo, que se extendía debajo.
—También yo —masculló—. Debemos informar al gabinete.
Bahn observó detenidamente el perfil del general, vagamente recortado contra la luz que entraba por la ventana. Por un momento que apenas si duró un segundo, o a lo sumo dos, la mandíbula de Creed tembló.
El extranjero de tierras remotas
Fin
Nuestro trabajo aquí ha terminado —dijo Serése, contemplando por la ventanilla del carruaje la devastación que se desplegaba a su paso, las calles teñidas de sangre y los edificios carbonizados todavía humeantes.
Baracha se volvió perplejo hacia ella. No entendía el comportamiento de los últimos días su hija. A su lado, Ash parecía absorto en su mundo, apenas si había hablado desde su aparente recuperación.
El carruaje torció hacia el este y enfiló en dirección al Primer Puerto por la amplia vía conocida como la Serpentina. Ash iba acariciando el frasquito de cenizas que le colgaba del cuello, al parecer de un modo inconsciente, mientras reflexionaba.
Habían considerado demasiado arriesgado reservar los pasajes para un barco que se dirigiera directamente a Cheem; los reguladores debían de estar vigilando los puertos, ahora que se habían reabierto con la esperanza de que los roshuns abandonaran sus escondrijos e intentaran abandonar la ciudad. De modo que habían contactado con un contrabandista alhazií conocido de Baracha y le habían ofrecido una importante suma de dinero por una litera en su veloz baladro. El contrabandista tenía intención de entregar un cargamento de escoria en Palo—Fortuna, donde los roshuns no tendrían problema en encontrar a alguien que los llevara de regreso a Cheem. Era una opción más segura. Para evitar el control de aduanas, una embarcación de remo estaría esperándolos en el embarcadero de un almacén privado y los conduciría hasta el barco.
El conductor tiró de los zels para detener el carruaje. A la derecha del vehículo se hallaba el embarcadero que daba paso a la bahía abierta donde estaba fondeada la flota. El carruaje se balanceó sobre sus suspensiones cuando las cuatro figuras encapuchadas y envueltas en capas se bajaron de él por ambos lados. Baracha pagó al hombre y salió en pos de sus compañeros, que ya enfilaban hacia el embarcadero, donde una enorme embarcación de remo cabeceaba en el agua. Seis marineros barbados estaban sentados a los remos, paseando sus miradas inquietas en todas direcciones y sujetando los remos en vertical fuera del agua.
Los roshuns se detuvieron un instante para contemplar la extraordinaria flota anclada en la bahía.
—¿Adonde se dirigirá? —se preguntó Baracha en voz alta.
—Adondequiera que sea, lo siento por ellos —dijo Aléas.
Los marineros empezaban a impacientarse. No les hacía ninguna gracia entretenerse más tiempo de la cuenta con el barco cargado y listo para zarpar.
—Recordad —dijo Baracha en un susurro, dirigiéndose a su hija y a Aléas—, somos esclavos fugitivos y Ash es un monje que nos escolta hasta su misión en Minos. No habléis a menos que os pregunten y que no se os vea el pelo más que lo imprescindible.
Aléas y Serése fueron los primeros en subir a la embarcación. El único saludo que recibieron de los marineros fue la orden expresada con sequedad de que se quitaran de en medio y se sentaran inmediatamente. Ash retrocedió, todavía paseando los dedos por el frasquito que colgaba en su cuello.
Baracha ya había iniciado la maniobra para subir a la embarcación detrás de su hija y su aprendiz pero se detuvo, todavía con un pie en el embarcadero. Masculló entre dientes lo que parecía una maldición y se volvió hacia Ash.
—¿Es que no vienes con nosotros?
—No, creo que no.
El Alhazií devolvió el otro pie al embarcadero y se alejó a trancos de la embarcación. Ash lo siguió con pasos lánguidos.
Ambos se detuvieron bajo el pálido sol matinal.
—No puedes quedarte aquí —dijo Baracha.
—Debo hacerlo.
—A mí háblame claro, viejo chiflado. Lo que quieres es vengarte por el muchacho. Quieres volver y matar a la matriarca, ¿no es eso?
Ash no lo negó.
Baracha bajó la voz, si bien sus palabras salían escupidas con fuerza de su boca:
—¿Y qué ejemplo vas a dar con ello, eh? Nuestro roshun más veterano correteando por ahí en busca de venganza.
—Lo que busco es justicia. Es lo menos que merece el muchacho y lo único que puedo darle.
Baracha soltó un gruñido.
—No trates de disfrazarlo con otras palabras. Si sigues adelante, estarás quebrantando el código que rige nuestras vidas. Lo que te propones es una
vendetta
personal, y eso atenta contra todos los principios de los roshuns. Hasta yo me doy cuenta de eso.
—Entonces a partir de ahora dejo de ser un roshun —repuso impasible Ash—, así sólo romperé mi propio código, no el de la orden.
Baracha lo agarró del brazo. El anciano extranjero de tierras remotas bajó la mirada a la mano del Alhazií y luego la levantó hacia sus ojos coléricos.
—Roshun o no, tu comportamiento sentará un precedente entre nosotros. La pena te ha hecho perder el juicio, sólo eso.
—No. He pasado dos semanas empapado en el sudor de mis pesadillas. Cuando ayer por la mañana desperté, descubrí que esas pesadillas eran reales. —Llevó su mano a la de Baracha aferrada a su brazo y la retiró sin esfuerzo—. Alhazií... ya no sé nada aparte de que no puedo seguir conviviendo conmigo ni un segundo más si no acabo esto.
Por un momento, Baracha tembló, al borde de un ataque de ira. Apretó los puños y la sangre le subió al rostro; siempre le sucedía lo mismo cuando no conseguía salirse con la suya. De una manera bastante inesperada le vinieron a la mente las palabras del Bendito Profeta: «No juzgues al hombre por el camino que toma. A no ser que tú ya hayas recorrido ese mismo camino de principio a fin, no puedes saber hacia dónde se dirige él ni qué deja atrás.»
Baracha levantó la vista al cielo y luego la bajó al suelo antes de mirar de nuevo al marchito extranjero de tierras remotas abatido por el dolor. Resopló expulsando toda su frustración.
—Entonces que Zabrihm te bendiga, viejo chiflado. —Le tendió una mano y Ash se quedó mirándola un momento, con los ojos entornados, antes de estrecharla.
Baracha se dirigió a grandes zancadas de vuelta a la embarcación, meneando la cabeza.
—¡Baracha! —espetó Ash.
El grandullón alhazií se volvió. Ash sacó el tarro grande de cenizas de su mochila y se acercó a él para entregárselo.
—Guárdalo hasta mi regreso. Si no lo consigo, intenta que llegue a su madre. Aléas sabrá algo sobre ella.
Baracha asintió, y con el tarro en la mano saltó a la embarcación. Los marineros impulsaron la barca para alejarla del embarcadero y empezaron a batir los remos en el agua salada.
La embarcación se deslizó por el mar en dirección al barco que aguardaba su llegada para levar anclas, acompañada por el estrépito del oleaje que rompía en sus costados. Baracha se revolvió sobre el tablón en el que se había sentado y echó la vista atrás, con la idea, tal vez, de despedirse por última vez de Ash, pues sabía que probablemente ya nunca volverían a verse. Sin embargo, el anciano roshun ya le daba la espalda y enfilaba hacia la ciudad.
FIN