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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras,Clásico

El faro del fin del mundo (16 page)

BOOK: El faro del fin del mundo
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—Si, se dan prisa —contestó John Davis—. Dentro de poco las averías producidas por los proyectiles quedarán reparadas y nada les detendrá.

—Y tal vez… esta misma noche… aunque la marea sea tardía —añadió Vázquez—. No tienen necesidad de un faro que les alumbre, la conocen perfectamente. Así como la última noche la remontaron, esta noche descenderán por ella al mar; la goleta se los llevará… ¡Qué desgracia que no la haya usted desmantelado!…

—¡Qué quiere usted, Vázquez! —contestó Davis

—¡Se ha hecho lo que se ha podido! ¡Dios hará lo demás!

—Nosotros le ayudaremos —dijo entre dientes Vázquez, que parecía haber tomado de pronto una enérgica resolución.

John Davis permanecía pensativo; iba y venía por la playa, la vista fija en el norte. ¡Nada en el horizonte!… ¡Nada!

Se detuvo bruscamente, y acercándose a su compañero, le dijo:

—¿Y si fuéramos a ver lo que pasa en el faro?

—¿Al fondo de la bahía, Davis?

—Sí, reconoceremos si la goleta está en disposición de hacerse a la mar.

—¿Y qué habremos adelantado con eso?

—¡Saber, Vázquez! —exclamó John Davis—. Me muero de impaciencia… ¡No puedo más! ¡Es más fuerte que yo!

Y verdaderamente, se veía que el segundo del Century no era dueño de si.

—¿Cuánto hay de aquí al faro? —preguntó Davis.

—Tres millas, todo lo más, pasando por las colinas y yendo en línea recta hacia la bahía.

—Pues bien, yo iré, Vázquez… partiré a las cuatro… llegaré antes de las seis y me deslizaré hasta donde pueda. Aunque haya amanecido no me descubrirán, y yo podré observar…

Hubiera sido inútil tratar de disuadir a John Davis. Vázquez ni siquiera lo intentó, y cuando su compañero dijo: «Usted se quedará aquí vigilando el mar… Iré solo y estaré de vuelta ante de anochecer», contestó como hombre que tiene su plan:

—Le acompañaré a usted, Davis… Yo también quiero dar una vuelta por el faro. Estaba decidido y así se haría. Durante las horas que faltaban para ponerse en camino, Vázquez dejó a su compañero en la playa y se aisló en la cavidad que les había servido de refugio, entregándose a una misteriosa tarea.

El segundo del Century le sorprendió una vez en disposición de afilar cuidadosamente su largo cuchillo en la roca, y otra desgarrando una camisa en tiras que luego trenzaba haciendo una cuerda.

A las preguntas que le fueron hechas, Vázquez respondió de un modo evasivo, asegurando que se explicaría más claramente cuando llegara la noche. John Davis no insistió.

A las cuatro de la madrugada, después de comer un poco de galleta y un trozo de carne fiambre, los dos, armados de sus revólveres, se pusieron en marcha, escalando sin grandes dificultades las crestas de las colinas. Ante ellos se extendía una extensa llanura árida. Ni un solo árbol se divisaba en todo el alcance de la vista. Algunas aves de mar, chillonas y ensordecedoras, volaban por bandadas en dirección sur.

La ruta que habían de seguir para llegar al fondo de la bahía de Elgor estaba perfectamente indicada. —Allí— dijo Vázquez. Y con la mano señaló el faro, que se alzaba a menos de dos millas.

—Marchemos —respondió John Davis.

Los dos caminaban con paso rápido. Las precauciones no eran necesarias hasta que estuviesen cerca de la caleta.

Al cabo de media hora de marcha se detuvieron anhelantes, pero no sentían la fatiga. Quedaba todavía una media milla que franquear.

La prudencia era ya necesaria en prevención de que Kongre o alguno de sus hombres estuviese en observación desde el faro. A esta distancia podían ya ser advertidos.

Como la atmósfera estaba diáfana, la galería era perfectamente visible. No había nadie en ella en aquel momento, pero acaso Carcante o algún otro se encontraran en la cámara de cuarto, desde donde por las estrechas ventanas, orientadas a todos los puntos cardinales, la mirada podía observar la isla en una vasta extensión. John Davis y Vázquez se deslizaron entre las rocas esparcidas por doquier en un desorden caótico. Pasaban de una a otra deslizándose cuidadosamente, a veces arrastrándose por el suelo para atravesar un espacio descubierto. Su marcha se retardó considerablemente durante esta última parte del camino.

Eran cerca de las seis cuando alcanzaron la última de las colinas que encuadraban la caleta.

No era posible que fuesen descubiertos, a menos que uno de los de la banda se hubiera destacado en dirección a ellos. Aun desde lo alto del faro no hubieran podido ser visibles en medio de las rocas, entre las que se confundían.

La Carcante estaba allí, flotando en la caleta. La tripulación se ocupaba en volver a la cala la parte de la carga que había sido preciso subir al puente durante las reparaciones. Todo indicaba que la reparación estaba concluida, que los agujeros producidos por los proyectiles quedaban completamente cerrados.

—¡Están en disposición de partir! —exclamó John Davis, comprimiendo su cólera, próxima a estallar.

—Quién sabe si zarparán antes de la marea, de aquí a dos o tres horas —decía Vázquez.

—¡Y no poder nada! ¡Nada! —repetía John Davis.

Efectivamente, el carpintero Vargas había cumplido su palabra. Su tarea había sido rápida y convenientemente ejecutada. No quedaba huella de la avería. Habían bastado los dos días. Colocada la carga en su sitio, cerradas las escotillas, la Carcante estaba en disposición de hacerse a la mar.

Sin embargo, transcurrió el día y desapareció el sol sin que a bordo se notasen señales de una próxima partida. Desde su abrigo, Vázquez y John Davis escuchaban los ruidos que llegaban hasta ellos desde la bahía. Eran gritos, risas, juramentos, el arrastrar de los fardos sobre el puente. A eso de las diez oyeron distintamente el ruido de una escotilla que se cerraba. Luego, el más completo silencio.

Davis y Vázquez sintieron que se les oprimía el corazón.

Sin duda, terminado el trabajo, había llegado el momento de partir…

Pero no, la goleta continuaba balanceándose en la caleta, sujeta a su ancla, que no había sido elevada del fondo de la bahía.

Pasó una hora. El segundo del Century y tomó la mano de Vázquez, diciendo: —La marea vuelve a subir.— ¡No partirán!… —Hoy no; pero, ¿y mañana?— Ni mañana, ni nunca —afirmó Vázquez—. Venga usted —añadió, saliendo de la concavidad donde estaban emboscados.

Davis, muy intrigado, siguió a Vázquez, que avanzaba prudentemente hacia la playa. En pocos minutos estuvieron al pie del faro. Una vez allí, Vázquez, después de una ligera pesquisa, desplazó una roca, que hizo girar sin gran esfuerzo.

—Metase usted ahí dentro —dijo a Davis, designándole el hueco que había quedado al descubierto—. Este es un escondrijo que por casualidad descubrí cuando estaba en el faro. Estaba lejos de sospechar que podía serme útil. No es una caverna, es un agujero en el que apenas podremos estar los dos; pero pasarán mil veces a nuestro lado sin sospechar que la casa está habitada.

Davis se deslizó en la cavidad, donde inmediatamente entró Vázquez. Apretados el uno contra el otro, hasta el punto de no poderse mover, hablaban a media voz.

—He aquí mi plan —dijo Vázquez—. Usted me esperará aquí. —¿Esperarle a usted? —Sí; voy a la goleta. —¿A la goleta? —dio Davis estupefacto.

—He resuelto que los bandidos no salgan de la bahía —declaró Vázquez con firmeza.

Y sacó del bolsillo dos paquetes y un cuchillo.

—Este es un cartucho que he confeccionado con nuestra pólvora y un trozo de camisa. Con otro pedazo de tela y el resto de la pólvora he fabricado esta mecha. Voy a ponerlo todo encima de mi cabeza para ganar a nado la goleta. Con el cuchillo haré un agujero bajo la bóveda. En este agujero colocaré la carga de pólvora, y una vez encendida la mecha, volveré a tierra. Tal es mi proyecto, que por nada del mundo dejaré de poner en práctica.

—¡Es maravilloso! —exclamó John Davis entusiasmado—. Pero no permitiré que corra usted solo tan gran peligro. Le acompañaré a usted.

—¿Para qué? —replicó Vázquez—. Un hombre solo pasa más inadvertido, y para lo que quiero hacer, uno basta.

Davis creyó que debía insistir; pero Vázquez se mantuvo inflexible. La idea era suya, y a él le competía ponerla en ejecución. Davis no tuvo más remedio que ceder ante la firme resolución de su compañero.

De noche cerrada, Vázquez, después de despojarse de sus vestidos, salió del escondrijo y fue bajando la colina. Una vez en el mar, se echó al agua y nadó con brazo vigoroso hacia la goleta, que se balanceaba muellemente a un cable de la orilla.

A medida que se aproximaba, la masa del barco se hacía más negra y más imponente. Bien pronto advirtió el nadador la silueta del hombre de guardia. Sentado en la borda, con las piernas pendientes hacia el agua, el marinero silbaba una canción, cuyas notas se oían distintamente en el silencio de la noche.

Vázquez describió una curva y se aproximó a la popa del barco, ocultándose en la sombra. El timón se dibujaba por encima de él, y con sobrehumanos esfuerzos logró gatear hasta la parte superior, colocándose a horcajadas.

De esta suerte, con sus dos manos libres, pudo asir el saco que llevaba en la cabeza, y manteniéndolo entre los dientes, explorar su contenido. Sacando el cuchillo, se puso inmediatamente a la tarea. Poco a poco, el agujero practicado en el codaste iba siendo más ancho y más profundo. Después de una hora de trabajo, la hoja del cuchillo salió por la parte opuesta. En este agujero metió Vázquez el cartucho que llevaba preparado, y le adaptó la mecha, buscando luego su mechero en el fondo del saco.

En aquel momento aflojó un instante las piernas, y sintió que se deslizaba. Aquello era el irremediable fracaso de su tentativa. Si se le mojaba la mecha, tenía que renunciar a hacer fuego.

En el involuntario movimiento que hizo para mantenerse en equilibrio, el barco osciló y el cuchillo cayó al agua produciendo un ligero ruido.

La canción del hombre de a bordo había cesado bruscamente. Vázquez le oyó marchar por el puente e inclinarse hacia el agua. Su sombra se dibujó en la superficie del mar. El marinero buscaba, sin duda, la causa del ruido insólito que había atraído su atención. Permanenció largo tiempo en esta actitud, en tanto que Vázquez, las piernas agarrotadas, las uñas crispadas sobre la resbaladiza madera, sentía que le iba faltando la fuerza tranquilizado por el silencio el marinero se alejó hacia la proa, reanudando su interrumpida canción

Vázquez sacó del saco el mechero y batió el pedernal dándole golpecitos con el eslabón. Se desprendieron ligeras chispas y la mecha comenzó a chisporrotear.

Rápidamente, se deslizó a lo largo del timón y entrando de nuevo en el agua, se dirigió a la orilla a grandes brazadas silenciosas.

En el escondrijo donde se había quedado solo, el tiempo se le hacía eterno a John Davis. Transcurrió media hora, tres cuartos, una hora… Davis no pudiendo dominar su impaciencia, se deslizó fuera del agujero, mirando ansiosamente hacia el mar.

¿Qué le ocurriría a Vázquez?, ¿Habría fracasado su tentativa?

De todos modos no debía haber sido descubierto puesto que continuaba reinando el silencio más absoluto.

De pronto, repercutida por el eco de la colina, estalló una explosión sorda, seguida de un clamoreo de lamentaciones y de gritos. Momentos después, un hombre, completamente mojado, llegaba a todo correr, y empujando a Davis, se deslizaba Junto a él en el escondrijo, haciendo girar el bloque que disimulaba la entrada.

Casi al mismo tiempo, un pelotón de hombres pasó gritando. Sus gruesos zapatones golpeando en las piedras no lograban apagar sus voces.

—¡Es nuestro! —Decía uno de ellos.

—Le he visto como te estoy viendo a ti —añadió otro. —Iba solo. —Seguramente que no está a cien metros de nosotros.

—¡Ah canalla! ¡Ya te cazaremos!…

El ruido se fue extinguiendo con la distancia.

—¿Está hecho? —preguntó Davis en voz baja. — Sí —contestó Vázquez. —¿Y cree usted que ha conseguido su propósito? —Espero que sí. Al lucir el alba, el martilleo de a bordo hizo desaparecer las dudas. Puesto que se trabajaba en la goleta es que tenía averías, y que la tentativa de Vázquez había tenido éxito.

Pero lo que ni uno ni otro podían saber era la importancia de estas averías.

—Puede ser que tengan que permanecer un mes en la bahía —exclamo Davis, olvidando que si tal cosa ocurriera, su compañero y él se morirían de hambre en el fondo de su escondite.

—¡Silencio! —dijo Vázquez, asiéndole una mano.

Se aproximaba un nuevo grupo de hombres, acaso el mismo que regresaba de la infructuosa caza. Los que lo constituían no pronunciaban una palabra. No se oía más que el ruido de las pisadas.

Toda la mañana estuvieron Vázquez y Davis oyendo patear alrededor de ellos. Los bandidos pasaban y repasaban en persecución del agresor de la goleta.

Sin embargo, a medida que el tiempo transcurría, esta persecución pareció disminuir. Hacía largo tiempo que no se oía ningún ruido del exterior, cuando a mediodía se detuvieron tres o cuatro hombres a dos pasos del agujero en que Davis y Vázquez estaban embutidos.

—Decididamente, no hay medio de dar con él —dijo uno de ellos, sentándose sobre la roca misma que obstruía el orificio.

—Más vale que renunciemos a ello —afirmó otro— los camaradas están ya a bordo.

—Y nosotros vamos a hacer otro tanto. Después de todo, ese bribón ha dado un golpe en vago.

Vázquez y Davis se estremecieron, prestando gran atención a lo que decían sus enemigos.

—Si —aprobó un cuarto interlocutor. Lo que él quería era hacer saltar el timón.

—¡El alma y el corazón de un barco!…

—¡Bonita obra nos hubiera hecho ese pillo!…

—Afortunadamente, no lo ha conseguido. El mal se reduce a un agujero en la bóveda y a un herraje arrancado. El timón no ha sufrido nada, o casi nada.

—Hoy mismo quedará todo reparado —repuso el que había iniciado esta conversación, y esta tarde, antes que suba la marea, nos habremos largado y que se quede ese maldito en la isla muriéndose de hambre.

—Bueno, López, ¿has descansado ya bastante? —interrumpió bruscamente una voz ruda—. ¿A qué charlar tanto? Vamos a bordo.

—¡Vamos! —contestaron los otros tres, poniéndose en marcha.

En la reducidísima caverna donde se ocultaban Vázquez y Davis, aplanados por lo que acababan de oír, se miraron en silencio. Dos gruesas lágrimas aparecieron en los ojos de Vázquez, deslizándose por sus curtidas mejillas, sin que el rudo marino se preocupara de disimular este testimonio de su impotente desesperación.

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