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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras,Clásico

El faro del fin del mundo (7 page)

BOOK: El faro del fin del mundo
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Los bandidos se aferraron a las manivelas en un esfuerzo desesperado. La barra del timón se movió, indicando que se desprendía de la arena.

—¡Hurra! ¡Hurra! —gritaron todos, sintiendo que la Maule estaba a flote. El viraje del cabestrante se aceleró, y pocos instantes después la goleta flotaba fuera del banco.

Media hora más tarde, después de haber sorteado las rocas a lo largo de la playa, la goleta fondeaba en la caleta de los Pingouins, a dos millas del cabo San Bartolomé.

VI. En la bahía de Elgor

La operación había tenido un éxito completo. Pero no había terminado todo. En aquel fondeadero estaba expuesta al fuerte oleaje y a las tempestades del noroeste. En la época de las fuertes mareas del equinoccio no hubiera podido permanecer ni veinticuatro horas en la caleta.

Kongre no lo ignoraba, y su intención era abandonar el fondeadero al día siguiente.

Pero antes era necesario completar la visita del barco y verificar el estado de su casco en el interior. Aunque ya estaban convencidos que la goleta no haría agua, era necesario saber si tenía alguna reparación que hacer, en previsión de una travesía bastante larga.

Kongre puso enseguida sus hombres a la faena, a fin de trasladar el lastre que tenia en la cala de babor a estribor. No era menester desembarcarlo, lo que abreviaba el tiempo y la fatiga, sobre todo el tiempo que era lo que importaba en la situación poco segura en que la Maule se encontraba.

El hierro viejo que constituía el lastre fue primeramente transportado de proa a popa para poder examinar bien la cala.

Este examen fue cuidadosamente hecho por Kongre y Carcante, ayudados por un chileno, un tal Vargas, que había trabajado anteriormente en los astilleros de Valparaíso, y conocía bien el oficio.

No encontraron más que una avería de alguna importancia: una depresión del casco en una longitud de metro y medio. Esta abolladura debía provenir de un choque contra alguna roca, antes que la goleta embarrancase en el banco de arena.

Se imponía la reparación antes de hacerse a la mar, a menos que se tratara de una breve travesía con tiempo bonancible. Era probable que esta reparación exigiese una semana, suponiendo que se dispusiera de los materiales y útiles necesarios para el trabajo.

Cuando Kongre y sus compañeros supieron a qué atenerse, tremendas maldiciones sucedieron a los hurras con que habían saludado el salvamento de la Maule. ¿Es que la coleta no iba a poder navegar?… ¿Es que no iban a poder abandonar todavía la Isla de los Estados?… Kongre intervino diciendo: —Efectivamente, la avería es grave. En el estado en que está no hay que pretender navegar con la goleta. Hay cientos de millas que recorrer para ganar las islas del Pacifico. Sería correr un gran riesgo. Pero esta avería es reparable, y la repararemos.

—¿Dónde? —preguntó uno de los chilenos, que no ocultaba su inquietud.

—No será aquí —declaró otro de sus compañeros.

—No —contestó Kongre, con resuelto tono—. En la bahía de Elgor.

En cuarenta y ocho horas podría franquear la distancia que le separaba de la bahía. No tenían más que costear el litoral, bien fuera por el norte o por el sur de la isla. En la caverna donde hablan dejado todo lo procedente del pillaje, el carpintero tendría a su disposición la madera y los útiles necesarios para reparar la avería. Si era necesario estar dos, tres semanas allí, permanecerían. El buen tiempo duraría aún dos meses lo menos, y cuando Kongre y sus compañeros abandonasen la Isla de los Estados, sería a bordo de un barco que ofrecería seguridad completa.

Además, Kongre habla tenido siempre el propósito de pasar algún tiempo en la bahía de Elgor. De ningún modo quería renunciar a los objetos almacenados en la caverna, cuando los trabajos del faro obligaron a la banda a refugiarse en el extremo opuesto dé la isla.

La confianza volvió de nuevo a los espíritus de aquellos bandidos, que hicieron sus preparativos para partir al día siguiente en cuanto subiese la marea.

La presencia de los torreros del faro no era cosa que pudiera inquietar a esta banda de piratas. En pocas palabras Kongre expuso sus proyectos.

—Antes que tuviéramos la suerte de hacer nuestra la goleta —dijo a Garante en cuanto estuvieron solos—, yo estaba decidido a posesionarme de la bahía de Elgor. Mis intenciones no han cambiado; únicamente que, en vez de llegar por el interior de la isla, evitando ser advertidos, llegaremos por mar abiertamente. La goleta irá a fondear en la caleta, se nos recibirá sin recelo… y…

Kongre acabó su pensamiento con un gesto muy significativo.

En verdad que todas las posibilidades de éxito estaban de parte del miserable. A menos que se operase un milagro, ¿cómo iban a escapar Vázquez, Moriz y Felipe a la suerte que les esperaba?

La tarde fue consagrada a los preparativos de marcha. Kongre hizo que fuera colocado convenientemente el lastre y se ocupó del embarque de las provisiones, de las armas y de otros objetos llevados a la caverna del cabo San Bartolomé.

El cargamento se efectuó con rapidez. Desde su salida de la bahía de Elgor —y esto databa de más de un año— Kongre y sus compañeros se habían alimentado principalmente con las provisiones de reserva, y quedaba ya muy exigua cantidad.

Púsose tal diligencia en la faena, que a las cuatro de la tarde estaba a bordo toda la carga. La goleta hubiera podido zarpar inmediatamente; pero Kongre no se aventuraba a navegar de noche, a lo largo de un litoral erizado de arrecifes. Aún no había decidido si tomaría o no el estrecho de Lemaire para remontarse a la altura del cabo San Juan. Esto dependería de la dirección del viento.

Cualquiera que fuese la ruta escogida, la travesía no debía durar más de treinta horas, comprendida la escala durante la noche.

Cuando se puso el sol ninguna modificación se había producido en el estado atmosférico. Ni la más ligera bruma emanaba la limpidez del cielo, y la línea del horizonte era de una pureza tal, que un rayo verde atravesó el espacio en el momento que el disco solar desaparecía detrás del horizonte.

Todo hacia esperar que la noche seria tranquila, y lo fue efectivamente. La mayor parte de los hombres la pasaron a bordo, los unos sobre cubierta, los otros en la cala. Kongre ocupaba el camarote del capitán Pailha, y Garante, el del segundo.

Varias veces subieron al puente para observar el mar y el cielo, para convencerse que la Maule no corría ningún riesgo y que nada retardaría su partida.

El amanecer fue verdaderamente soberbio. En aquella latitud se ve muy raramente salir el sol por encima de un horizonte tan limpio.

Kongre se embarcó en el bote hasta la extremidad del cabo. Allí, desde lo alto de una roca, observa un vastísimo espacio del mar. Únicamente al este su mirada se encontró con las masas montañosas que se elevan entre el cabo San Antonio y el cabo Kempe.

El mar, tranquilo por la parte sur, estaba bastante movido en la abertura del estrecho, porque el viento iba tomando fuerza y tendía a refrescar.

No se descubría ningún barco de vela ni de vapor, y era casi seguro que la goleta no se cruzaría con ninguna otra embarcación en su corta travesía hasta el cabo San Juan. Kongre decidió partir. Deseoso ante todo de no fatigar la goleta, exponiéndola a las olas del estrecho, siempre duras en la marea, se decidió a tomar la ruta de la parte meridional de la isla y ganar la bahía de Elgor, doblando los cabos Kempe, Webster, Several y Diegos. Además, la distancia era aproximadamente igual por el sur y por el norte.

Kongre saltó a tierra y se dirigió hacia la caverna, comprobando que no se había olvidado ningún objeto.

Eran poco más de las siete. El reflujo, que comenzaba ya, favorecía la salida de la caleta.

Kongre tenia el timón, en tanto que Garante vigilaba en proa, y la salida se efectuó sin el menor tropiezo.

Los bandidos se dieron cuenta bien pronto que el barco navegaba perfectamente. Seguramente no habría riesgo alguno en aventurarle en los mares del Pacífico, después de dejar a popa las ultimas islas del archipiélago magallánico.

Tal vez se hubiera podido llegar a la bahía de Elgor al anochecer: pero Kongre prefería hacer escala en un punto cualquiera antes que el sol hubiera desaparecido detrás del horizonte.

No forzó, pues, la tela y se contentó con navegar a una media de cinco o seis millas por hora.

Durante la primera jornada, la Maule no encontró ningún barco, y la noche iba a caer cuando echó el ancla al este del cabo Webster, habiendo efectuado próximamente la mitad de su travesía.

Allí se amontonaban enorme rocas y se elevaban los más altos escarpados de la isla. La goleta fondeó a un cable de la costa, en una ensenada cubierta por la punta; un barco no hubiese estado más seguro en un puerto. Si el viento hubiera soplado del sur, la Maule hubiese estado más expuesta en este lugar, donde el mar es tan violento como en el cabo de Hornos cuando lo agitan las tempestades polares.

Pero el tiempo parecía sostenerse con brisa nordeste, y la suerte continuaba favoreciendo los proyectos de Kongre y los suyos.

La noche del 25 al 26 de diciembre fue la más tranquila. El viento, que había caído hacia las diez, se levantó a las cuatro de la madrugada.

Desde las primeras horas del alba, Kongre tomó sus disposiciones para zarpar. Se restableció el velamen; el cabestrante recogió el ancla, y la Maule se puso en marcha.

El cabo Webster se prolonga cuatro o cinco millas en el mar, de norte a sur. La goleta tuvo, pues, que remontar para encontrar la costa, que se desarrolla hacia el este hasta la punta Several, en una longitud de una veintena de millas.

La Maule reanudó su marcha en las mismas condiciones de la víspera, en cuanto encontró aguas apacibles al abrigo de los altos acantilados de la costa.

¡Y qué costa tan espantosa!… Ni una caleta que fuese abordable, ni un banco de arena sobre el que fuera posible poner el pie. Aquellos inabordables macizos, rocosos y negruzcos, eran como el monstruoso parapeto que la Isla de los Estados oponía a las terribles olas procedentes de los parajes antárticos.

La goleta se deslizaba a media vela, a menos de tres millas del litoral. Kongre no conocía esta costa, temiendo, con razón, aproximarse demasiado.

Hacia las diez de la mañana, al llegar a la altura de la bahía Blossom, no pudo, sin embargo, evitar completamente el oleaje. El viento levantaba en el mar algunas olas, que la Maule, gimiendo, recibía de través.

Kongre se puso al timón y se ciñó al viento todo lo posible.

A las cuatro de la tarde, la costa mostraba todo su desenvolvimiento hasta el cabo San Juan.

Al mismo tiempo, detrás de la punta Diegos aparecía la torre del faro del Fin del Mundo, que Kongre veía por primera vez. Con el anteojo de larga vista, encontrado en el camarote del capitán Pailha, pudo distinguir uno de los torreros, que desde la galería del faro observaba el mar. Como aún que no había duda que la Maule daban lo menos tres horas de luz, entraría en el fondeadero antes de anochecer.

Poco le importaba a Kongre que la goleta fuese vista desde el faro. Esto no modificaba en nada sus provectos.

Cuando la Maule estaba a dos millas de la bahía, uno de los tripulantes que había bajado a la bodega subió diciendo que el barco hacía agua.

Efectivamente, el casco se había abierto por la parte resentida por el choque contra la roca; pero solamente en una longitud de algunas pulgadas.

En suma, aquella avería no presentaba ninguna importancia. Retirado el lastre, Vargas consiguió sin ningún trabajo cegar la vía de agua por medio de un tapón de estopa.

Esto era una prueba más que había que repararla con cuidado. En el estado en que estaba, no hubiera podido afrontar los mares del Pacífico sin correr el riesgo de una pérdida cierta.

Serían las seis cuando la Maule se encontró a la entrada de la bahía de Elgor, a milla y media de distancia.

A los pocos momentos, un haz de rayos luminosos se proyectó sobre el mar. El faro acababa de ser encendido, y el primer barco, la marcha del cual iba a alumbrar a través de aquella bahía, era una goleta chilena, caída en manos de una banda de piratas.

Eran ya las siete, y el sol declinaba detrás de los altos picos de la Isla de los Estados, cuando la Maule dejó a estribor el cabo San Juan. La bahía se abría ante ella.

Kongre y Carcante, al pasar por delante de las cavernas, pudieron cerciorarse que sus orificios de entrada no habían sido descubiertos bajo el amontonamiento de piedras y de broza que los obstruía. Encontraban, pues, el producto de sus rapiñas en el mismo estado que lo dejaran.

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