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Authors: Arthur C. Clarke

El fin de la infancia (18 page)

BOOK: El fin de la infancia
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El silencio descendió sobre la murmurante multitud. La puerta se abrió de par en par y Karellen se adelantó hacia el estrado. La luz era escasa —sin duda bastante similar a la del distante sol de los superseñores—, de modo que Karellen no traía los anteojos oscuros que solía usar al aire libre.

—Buenos días a todos —respondió Karellen al desordenado coro de saludos. Luego se volvió hacia la alta y distinguida figura situada en primera fila. El señor Golde, decano del Club de la Prensa, podía haber inspirado a aquel mayordomo que había anunciado una vez—: Dos periodistas, milord, y un caballero del Times. —Golde se vestía y actuaba como un diplomático de la vieja escuela: nadie hubiese dudado en darle su confianza, y nadie lo hubiese lamentado después.

—Una verdadera multitud, señor Golde. Deben de estar faltos de noticias.

El caballero del Times sonrió y carraspeó.

—Espero que pueda usted rectificar esa falta, señor.

El señor Golde observó a Karellen atentamente mientras éste meditaba su respuesta. Parecía tan raro que los rostros de los superseñores, rígidos como máscaras, no traicionasen ninguna emoción. Los grandes ojos abiertos, las pupilas contraídas con fuerza, aun en esta luz tan débil, se clavaban profundamente en los ojos francamente curiosos de los hombres. Los dos orificios gemelos entre las mejillas —si esas estriadas superficies de basalto podían llamarse mejillas— emitian unos silbidos casi imperceptibles, mientras los hipotéticos pulmones respiraban el tenue aire terrestre. Golde alcanzaba a ver la móvil cortina de finos pelos blancos, mientras respondían al doble y rápido movimiento del ciclo respiratorio de Karellen. Se decía comúnmente que eran filtros de polvo, y sobre esa débil suposición se habían construido unas complicadas teorías a propósito de la atmósfera natal de los superseñores.

—Sí, tengo algunas noticias para ustedes. Como ya lo sabrán, una de mis naves de aprovisionamiento dejó recientemente la Tierra, en viaje de vuelta a la base. Acabamos de descubrir que llevaba un polizón.

Cien lápices se detuvieron de pronto; cien pares de ojos se clavaron en Karellen.

—¿Un polizón ha dicho? —preguntó Golde—. ¿Podemos saber quién es? ¿Y cómo llegó a bordo?

—Se llama Jan Rodricks, estudiante de ingeniería de la Universidad del Cabo. Ustedes mismos podrán averiguar otros detalles utilizando esos métodos propios, tan eficientes.

Karellen sonrió. Su sonrisa era muy curiosa. La mayor parte del efecto residía en los ojos; la boca inflexible y sin labios apenas se movía. ¿Era ésta, se preguntó Golde, otra imitación de las costumbres humanas, imitación que Karellen hacía con mucha habilidad? Pues el efecto total era, indudablemente, el de una sonrisa, y como tal se la aceptaba enseguida.

—En lo que se refiere a cómo entró en la nave —continuó el supervisor—, no tiene realmente importancia. Puedo asegurarles a ustedes, o a cualquier otro astronauta en potencia, que no hay posibilidad de que la operación se repita.

—¿Qué ocurrirá con ese joven? —insistió Golde— ¿Será enviado de vuelta a la Tierra?

—Eso está fuera de mi jurisdicción, pero espero que vuelva en la primera nave. Descubrirá que las condiciones del lugar de destino son demasiado... extrañas. Y esto me lleva al principal propósito de la reunión de hoy.

Karellen calló un momento y el silencio se hizo aún más profundo.

—Hemos recibido algunas quejas de los elementos más jóvenes y más románticos de la población terrestre por haber impedido el acceso al espacio exterior. Tenemos nuestras razones; no levantamos murallas por placer. ¿Pero han pensado ustedes, si me permiten una analogía poco halagadora, qué hubiese sentido un hombre de la Edad de Piedra si se hubiese encontrado de pronto en una ciudad actual?

—Pero hay una diferencia —protestó el representante del Herald Tribune—. Estamos acostumbrados a la ciencia. Hay en su mundo, seguramente, muchas cosas que no podríamos entender; pero no nos parecerían obra de magia.

—¿Está realmente seguro? —dijo Karellen tan débilmente que fue difícil escuchar sus palabras—. Sólo un centenar de años separa la edad del vapor de la edad de la electricidad, ¿y qué hubiese hecho un ingeniero victoriano con un aparato de televisión o una calculadora electrónica? ¿Y cuánto hubiese vivido si comenzara a examinar esos aparatos? El abismo que separa a dos tecnologías puede ser tan grande como para convertirse en algo... mortal.

(—Hola —murmuró el agente de Reuter al de la B.B.C.—. Tenemos suerte hoy. Va a hacer una declaración importante. Conozco los síntomas.)

—Y hemos impedido que los seres humanos salgan de la Tierra por otras razones también. Observen.

Las luces disminuyeron hasta apagarse. Una lechosa opalescencia se formó en el centro del cuarto. Al fin se transformó en un torbellino de estrellas, una nebulosa espiral vista desde un punto situado mucho más allá de su sol más exterior.

—Ningún ser humano ha visto esta escena hasta ahora —dijo la voz de Karellen desde la oscuridad—. Están mirando el universo de ustedes, la isla galáctica de la cual el sol terrestre es sólo un miembro desde una distancia de medio millón de años luz. Hubo un largo silencio. Luego Karellen continuó, y su voz encerraba ahora algo que no era precisamente piedad, pero tampoco desprecio.

—La raza humana ha demostrado no poder resolver los problemas de este planeta minúsculo. Cuando llegamos, estaban ustedes a punto de destruirse a sí mismos con los poderes que la ciencia les había entregado temerariamente. Sin nuestra intervención la Tierra seria ahora un baldío radiactivo.

»Ahora tienen ustedes un mundo en paz y una raza unida. Pronto serán bastante civilizados como para gobernar el planeta sin nuestra ayuda. Quizá hasta puedan dirigir todo un sistema solar, digamos unas cincuenta lunas y planetas. ¿Pero creen realmente que podrían enfrentarse con esto?

La nebulosa aumentó de tamaño. Ahora las estrellas pasaban rápidamente, apareciendo y desvaneciéndose como las chispas de una fragua. Y cada una de esas chispas fugaces era un sol, con quién sabe cuántos mundos circundantes...

—En esta galaxia —murmuró Karellen— hay ochenta y siete mil millones de soles. Pero aun ese número sólo da una débil idea de la inmensidad del espacio. Ante ella serían ustedes como hormigas que intentasen clasificar todos los granos de arena de todos los desiertos del mundo.

»La raza humana, en el estado actual, no puede tener esa pretensión. Uno de mis deberes ha sido el de proteger a los hombres de las fuerzas y poderes que hay entre los astros... fuerzas que ningún hombre es capaz de imaginar.

La imagen de los giratorios y nebulosos fuegos de la galaxia se apagaron lentamente. En el silencio repentino de la cámara se encendió otra vez la luz.

Karellen se volvió para irse. La reunión había terminado. Al llegar a la puerta se detuvo y miró a la apretada multitud.

—Es un pensamiento doloroso, pero tienen que aceptarlo. Un día podrán poseer los planetas. Pero las estrellas no son para el hombre.

Las estrellas no son para el hombre. Sí, no les gustaría que se les cerrasen las puertas del cielo en las narices. Pero tenían que aprender a enfrentarse con la verdad... o con la pizca de verdad que se les podía ofrecer, misericordiosamente.

Desde las solitarias alturas de la estratosfera, Karellen miró al mundo y la gente que había aceptado vigilar de no muy buena gana. Pensó en todo lo que había por delante, y en lo que sería este mundo, dentro de doce años.

Nunca lo apreciarían. Durante toda una vida los hombres habían conocido una felicidad ignorada por todas las otras razas. Había sido la Edad de Oro. Pero el oro es también el color del crepúsculo, del otoño, y sólo los oídos de Karellen eran capaces de oír los primeros gemidos de las tormentas invernales.

Y sólo Karellen sabía con qué inexorable rapidez la Edad de Oro se acercaba a su fin.

III —La última generación
15

—¡Mira esto! —estalló George lanzando el papel hacia Jean. La hoja, a pesar de los esfuerzos de la mujer, vino a posarse indiferentemente en la mesa del desayuno. Jean quitó con paciencia la jalea, y comenzó a leer el pasaje ofensivo, haciendo todo lo posible por mostrar algún signo de desaprobación. No lo hacía muy bien, pues demasiado a menudo estaba de acuerdo con los críticos. Comúnmente trataba de guardarse estas opiniones herejes para sí misma, y no solamente en beneficio de su paz y tranquilidad. George estaba perfectamente dispuesto a aceptar elogios de ella (o de cualquier otro), pero si Jean aventuraba alguna critica recibiría una conferencia aplastante acerca de su ignorancia.

Leyó dos veces la crónica, y al fin se dio por vencida. Parecía bastante favorable y así se lo dijo a George.

—Parece que la representación le gustó. ¿De qué te quejas?

—De esto —gruñó George señalando con el dedo la mitad de la columna—. Vuelve a leerlo.

—"El delicado color verde pastel del fondo en la escena del ballet era particularmente agradable." ¿Y bien?

»—¡No era verde! ¡Tardé mucho tiempo en conseguir ese matiz exacto de azul ¿Y qué pasa? ¡O alguno de esos técnicos malditos destruyó el equilibrio de los colores o ese crítico idiota tiene un miserable receptor! ¿De qué color parecía en nuestro aparato?

—Este... no me acuerdo —confesó Jean—, Poppet comenzaba a gritar en ese momento y tuve que ir a verla.

—Oh —dijo George cayendo en una hirviente aquiescencia. Jean sabía que en cualquier momento estallaría otra erupción. Cuando ocurrió, sin embargo, fue bastante suave.

—He inventado una nueva definición de la TV —murmuró George tenebrosamente—. Un aparato para impedir la comunicación entre el artista y el público.

—¿Y qué quieres hacer? —replicó Jean—. ¿Resucitar el teatro?

—¿Y por qué no? —preguntó George—. Eso es exactamente lo que estaba pensando. ¿Recuerdas aquella carta que me escribieron los de Nueva Atenas? Volvieron a escribirme. Y esta vez voy a contestarles.

—¿De veras? —dijo Jean algo alarmada—. Pensé que eran un montón de maniáticos.

—Bueno, sólo hay un modo de averiguarlo. Pienso ir a verlos antes de dos semanas. Las obras que representan son perfectamente normales, hay que reconocerlo. Y hay entre ellos algunos hombres de mucho valor.

—Si crees que voy a cocinar sobre un fuego de leña y a vestirme con pieles tendrás que...

—¡Oh, no seas tonta! Esas historias son ridículas. La colonia tiene todo lo necesario para una vida civilizada. No creen en adornitos inútiles, eso es todo. Además, ha pasado un par de años desde mi último viaje al Pacífico. Será un bonito paseo para los dos.

—En eso estoy de acuerdo —dijo Jean—. Pero no tengo la menor intención de que Junior y Poppet se conviertan en un par de polinesios.

—No se convertirán —dijo George—. Te lo prometo.

Tenía razón, pero no en el sentido que él creía.

—Como habrá notado al descender —dijo el hombrecito en el otro extremo de la veranda— la colonia abarca dos islas unidas por un arrecife. Esta es Atenas. A la otra la hemos bautizado Esparta. Es bastante salvaje y rocosa; un lugar ideal para ejercicios y deportes. —Los ojos del hombre pasaron por sobre la línea del cinturón de George, que se movió en la silla de paja—. Esparta es un volcán apagado. Por lo menos los geólogos dicen que es apagado. ¡Ja, ja!

»Pero volvamos a Atenas. El propósito de la colonia, como usted habrá comprendido, es establecer un grupo cultural estable e independiente, con tradiciones artísticas propias. Le advierto que antes de iniciar esta empresa se realizó una intensa investigación. Se trata realmente de una obra de ingeniería social, basada en una ciencia matemática muy compleja que no pretendo entender. Sólo sé que los sociólogos matemáticos han calculado el tamaño ideal de la colonia, cuántos tipos de gente deben habitarla, y, sobre todo, qué constitución ha de dársele para que tenga un carácter permanente.

»Estamos gobernados por un consejo de ocho directores, representantes de la producción, la energía, la ingeniería social, el arte, la economía, la ciencia, los deportes y la filosofía. No hay primer director ni presidente estable. Todos los directores ocupan la presidencia durante un año y por rotación.

»Nuestra población actual es de unas cincuenta mil almas, poco menos que el nivel óptimo. Por eso estamos buscando todavía nuevos reclutas. Y claro, se producen ciertas mermas. Aún nos faltan algunos talentos especializados.

»Estamos tratando de salvar la independencia de la humanidad, sus tradiciones artísticas. No somos enemigos de los superseñores: sólo queremos que se nos permita seguir nuestro propio camino. Cuando destruyeron las viejas naciones, y esas costumbres que databan de los comienzos de la historia, barrieron muchas cosas buenas junto con las malas. Hoy vivimos en un mundo plácido, uniforme, y culturalmente muerto: nada nuevo en verdad ha sido creado desde la llegada de esos seres. La razón es obvia. No hay nada por qué luchar y sobran distracciones y entretenimientos. ¿Ha advertido que todos los días salen al aire unas quinientas horas de radio y televisión? Si uno no durmiese, y no hiciese ninguna otra cosa, no podría seguir más de una vigésima parte de los programas. No es raro que los seres humanos se hayan convertido en esponjas pasivas, absorbentes, pero no creadoras. ¿Sabe usted que el tiempo medio que pasa un hombre ante una pantalla es ya de tres horas por día? Pronto la gente no tendrá vida propia. ¡Vivirá siguiendo los episodios de la televisión!

—Aquí en Atenas, los entretenimientos ocupan su justo lugar. Además son algo vivo, nada mecánico. En una comunidad de estas proporciones es posible lograr una participación casi total del público, con todo lo que eso significa para artistas y ejecutantes. A propósito, tenemos una magnífica orquesta sinfónica que se cuenta quizá entre las seis mejores del mundo.

»Pero no quiero que acepte sin más mis palabras. Los posibles ciudadanos suelen pasar aquí unos pocos días respirando la atmósfera del lugar. Si deciden unirse a nosotros los atacamos con nuestra batería de pruebas psicológicas, la que es en verdad nuestra principal línea de defensa. Rechazamos, aproximadamente, un tercio de los solicitantes, casi siempre por razones que no implican ningún desmerecimiento personal, y que fuera de aquí no tienen ninguna importancia. Los que son aceptados, vuelven a sus casas para arreglar sus asuntos y luego se unen a nosotros. A veces cambian de parecer, pero es muy raro, y casi siempre por motivos personales que no nos conciernen. Nuestras pruebas tienen actualmente una eficacia del ciento por ciento: la gente que pasa las pruebas es la que quiere de veras vivir aquí.

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