El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (21 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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Como siempre, fui recobrando la conciencia de manera progresiva, a partir de los extremos de mi campo visual. Primero, en el ángulo derecho, emergió la puerta del cuarto de baño; luego, en el izquierdo, la lámpara de la mesa de la cocina; poco después, la visión fue extendiéndose hacia el centro y, del mismo modo que el hielo va cubriendo la superficie de un estanque, acabó confluyendo en un punto central. Y, justo allí, había un reloj despertador. Las agujas señalaban las once y veintiséis minutos. Este despertador me lo dieron, recuerdo, en una boda. Para apagar el zumbido de la alarma tienes que apretar simultáneamente un botón rojo que hay en el lado izquierdo y otro negro que hay en el derecho. Si no, el despertador continúa sonando. Este original mecanismo tiene como objetivo impedir que sigas una norma de conducta muy extendida que consiste en parar, en un gesto reflejo, el despertador y seguir durmiendo. Y lo cierto era que para apagarlo tenía que levantarme, ponerme el despertador sobre las rodillas y apretar a la vez los dos botones con las manos izquierda y derecha, con lo cual mi mente ya se había adentrado uno o dos pasos en el reino de la vigilia. Acabo de decir que me lo regalaron en una boda. Pero no logro recordar en la boda de quién. Hubo una época en que yo tenía un montón de amigos y conocidos que rondaban los veinticinco años y en la que los casamientos se sucedían uno tras otro. Total, que no recuerdo en qué boda me lo regalaron. Porque lo cierto es que yo no me hubiera comprado jamás un despertador tan engorroso como aquél, que requería que se apretaran dos botones a la vez para detener el zumbido. Y es que suelo despertarme de muy buen humor.

Cuando mi visión confluyó en el punto donde estaba el reloj despertador, yo, en un acto reflejo, lo cogí, me lo puse sobre las rodillas y apreté con ambas manos los botones rojo y negro. Después me di cuenta de que no había estado sonando. Como no había estado durmiendo, no había tenido necesidad alguna de poner el despertador; me había limitado a colocarlo, sin más, sobre la mesa de la cocina. Había estado haciendo un
shuffling.
No tenía por qué parar el despertador.

Dejé el reloj sobre la mesa y miré a mi alrededor. Todo continuaba igual que antes. La luz roja indicaba que la alarma seguía conectada; en un rincón de la mesa había una taza de café vacía. En el posavasos que hacía las veces de cenicero, la colilla del cigarrillo que ella se había fumado se mantenía tiesa. Era un Marlboro Light. Sin manchas de carmín. Pensándolo bien, ella no llevaba maquillaje.

Después examiné el cuaderno y los lápices que tenía delante. De los cinco lápices F bien afilados, dos estaban rotos, dos completamente gastados y sólo uno seguía intacto. En el dedo anular de la mano derecha notaba el ligero entumecimiento propio de cuando se ha escrito mucho tiempo seguido. El
shuffling
había concluido. Unas pulcras y apretadas cifras se sucedían en el cuaderno a lo largo de dieciséis páginas.

Tal como indicaba el manual, tras confrontar las cantidades de las listas de los valores numéricos resultantes del
shuffling
con las de los valores numéricos convertidos del lavado, cogí las segundas y las quemé en el fregadero. Metí el cuaderno en una caja de seguridad y lo guardé con el magnetófono en la caja fuerte. Luego me senté en el sofá del cuarto de estar y lancé un suspiro. La mitad del trabajo ya estaba hecha. Todavía me quedaba un día libre.

Me serví dos dedos de whisky en un vaso, cerré los ojos y me lo bebí en dos tragos. El alcohol tibio pasó por mi garganta, cruzó mi esófago y se aposentó en mi estómago. Transportado por mis venas, el calor se extendió pronto a todos los rincones de mi cuerpo. Primero se caldearon mi pecho y mis mejillas; después, mis manos y, por último, mis pies. Fui al cuarto de baño, me cepillé los dientes, bebí dos vasos de agua, oriné y, a continuación, me dirigí a la cocina, afilé los lápices y los coloqué ordenadamente en la bandeja de los lápices. Luego puse el despertador en la mesilla y desconecté el contestador automático del teléfono. El reloj señalaba las once y cincuenta y siete minutos. El día siguiente lo tenía libre, todo entero para mí. Me desnudé deprisa, me puse el pijama, me escurrí entre las sábanas y, tras subirme la manta hasta el mentón, apagué la luz de la mesilla. Estaba decidido a dormir doce horas seguidas. Nadie podría impedirme dormir doce horas seguidas. Aunque los pájaros cantaran, aunque la gente cogiera el tren para ir al trabajo, aunque algún volcán entrara en erupción, aunque una división acorazada israelí arrasara algún pueblo de Oriente Medio, yo seguiría durmiendo.

Luego, fantaseé sobre la vida que llevaría después de la jubilación. Por entonces, habría ahorrado ya una cantidad considerable y, junto con el dinero de la jubilación, podría vivir sin agobios, y aprender griego y violonchelo. Cargaría el estuche del violonchelo en los asientos traseros del coche, me iría a la montaña y allí, solo, con tranquilidad, haría mis ejercicios musicales...

Y si me iban bien las cosas, tal vez incluso pudiera adquirir una casita en la montaña. Un pequeño chalé, con una cocina bien equipada. Y pasaría los días leyendo, escuchando música, viendo películas antiguas en vídeo, cocinando... Cocinando. En este punto, me acordé de la chica del pelo largo, la encargada de las consultas de la biblioteca. Pensé que no me importaría que estuviese conmigo... allí, en el chalé de la montaña. Yo cocinaría y ella comería.

Pensando en la comida, terminé durmiéndome. El sueño cayó de repente sobre mí, como si el cielo se derrumbara sobre mi cabeza. El violonchelo, el chalé, la comida... Todo se esfumó, convertido en pequeños fragmentos. Sólo quedé yo, durmiendo a pierna suelta.

Alguien me había abierto un boquete en la cabeza con un taladro y ahora me estaba introduciendo una dura cinta de papel dentro del agujero. La cinta era muy larga y muy dura e iba penetrando y penetrando sin fin. Yo intentaba apartarla con un movimiento de la mano, pero no lo conseguía y la cinta iba deslizándose rápidamente hacia el interior de mi cráneo.

Me incorporé y me pasé ambas manos por la cabeza, pero no encontré ninguna cinta. Tampoco palpé agujero alguno. Era un timbre. Un timbre que sonaba sin parar. Agarré el reloj despertador, me lo puse sobre las rodillas y apreté con ambas manos los botones rojo y negro. Pero el timbre seguía sonando. Era el teléfono. Las agujas del reloj señalaban las cuatro y dieciocho minutos. Fuera todavía estaba oscuro. O sea, que eran las cuatro y dieciocho minutos de la madrugada.

Salté de la cama, me dirigí a la cocina y agarré el teléfono. Siempre que me llaman a altas horas de la noche, me digo que, en lo sucesivo, antes de acostarme me llevaré el teléfono al dormitorio, pero luego me olvido. Y después acabo golpeándome la espinilla con la pata de la mesa de la cocina o con la estufa de gas.

—¿Diga? —pregunté.

Ningún sonido. Parecía que el teléfono estuviese enterrado en la arena.

—¡¿Diga?! —grité, enfadado.

Al otro lado de la línea reinaba un silencio absoluto. Ni siquiera se oía el ruido de una respiración. El silencio era tan denso que me daba la sensación de que iba a llegar a través del hilo telefónico y a arrastrarme hacia su interior. Enfadado, colgué, saqué leche de la nevera, bebí a grandes tragos y regresé a la cama.

El teléfono volvió a sonar a las cuatro y cuarenta y seis minutos de la madrugada. Me levanté, seguí el mismo itinerario, alcancé el teléfono y descolgué.

—¿Diga?

—¿Sí? ¿Me oyes? —dijo una voz femenina. No logré adivinar quién era—. Perdona por lo de antes. Es que el sonido sufre alteraciones. Desaparece de vez en cuando, ¿sabes? —dijo.

—¿Que el sonido desaparece?

—Sí, exacto —dijo ella—. Desde hace rato, hay un gran desbarajuste sonoro. Seguro que le ha pasado algo a mi abuelo. ¿Me oyes?

—Sí, te oigo —dije. Era la nieta del estrafalario anciano que me había regalado el cráneo del unicornio. La gordita del traje chaqueta de color rosa—. Mi abuelo todavía no ha vuelto a casa. Y el sonido se ha alterado de repente. Estoy segura de que le ha sucedido algo malo. He llamado al laboratorio, pero no contesta... Estoy convencida de que lo han atacado los tinieblos y le han hecho algo malo.

—¿Estás segura? ¿No es normal en él eso de enfrascarse en sus experimentos y no volver a casa? Acuérdate de que ni siquiera se había dado cuenta de que te había dejado insonorizada toda la semana. No sé, pero me da la impresión de que es una persona que se sumerge en algo y se olvida de todo lo demás.

—No, no es eso. Yo lo sé. Entre mi abuelo y yo hay una conexión muy fuerte, ¿sabes?, y notamos si le ha ocurrido algo al otro. A mi abuelo le ha sucedido algo, te lo digo yo. Algo horrible. Además, han destruido la barrera del sonido, estoy segura. Por eso el sonido está tan alterado en el subterráneo.

—¿Qué es eso de la barrera del sonido?

—Es un dispositivo que emite un sonido especial para ahuyentar a los tinieblos. La han destrozado y el sonido de la zona se ha desequilibrado por completo. Los tinieblos han atacado a mi abuelo.

—¿Y para qué?

—Todos van detrás de las investigaciones de mi abuelo. Los tinieblos, los semióticos, toda esa gente. Intentan apoderarse de sus investigaciones. Le propusieron un trato, pero mi abuelo lo rechazó y ellos se enfadaron muchísimo. ¡Por favor! ¡Ven enseguida! Está ocurriendo algo horrible. ¡Ayúdame! ¡Por favor!

Me imaginé a los tinieblos vagando por el tenebroso subterráneo. Sólo con pensar en bajar allá en esos momentos se me ponían los pelos de punta.

—Mira, lo siento en el alma, créeme. Pero yo soy calculador. En mi contrato no están estipulados otros servicios y, además, no creo que te sirviera de mucho. Me encantaría ayudarte, por supuesto, pero luchar contra los tinieblos y rescatar a tu abuelo sobrepasa con mucho mis posibilidades. Yo acudiría a la policía, o a los especialistas del Sistema, no sé, a gente entrenada para eso.

—Llamar a la policía está descartado. Si lo hiciera, todo saldría a la luz. Y las consecuencias serían fatales. Si las investigaciones de mi abuelo se hicieran públicas, el mundo se acabaría.

—¿Que se acabaría el mundo, dices?

—¡Por favor! —insistió la muchacha—. ¡Ven a ayudarme! ¡Y deprisa! Si no lo haces, las consecuencias serán irreparables. Y, después de mi abuelo, vas tú. Porque al siguiente a quien buscarán será a ti.

—¿A mí? ¿Y por qué tienen que ir a por mí? Si yo no sé nada sobre la investigación de tu abuelo...

—Pero tú eres la llave. Sin ti, no lograrán abrir la puerta.

—No entiendo de qué me estás hablando —dije.

—Ahora, por teléfono, no hay tiempo para entrar en detalles. Pero tiene una importancia capital, mayor de la que te imaginas, créeme. Es de suma importancia
para ti.
No hay tiempo que perder. O será el fin. No te miento.

—¡Lo que me faltaba! —dije y miré el reloj—. En todo caso, es mejor que salgas de ahí. Si es verdad lo que dices, corres peligro.

—¿Y adonde tengo que ir?

Le indiqué un supermercado de Aoyama que no cerraba en toda la noche.

—Espérame en la cafetería. Llegaré antes de las cinco y media.

—Tengo mucho miedo. Es que no…

El sonido se perdió de nuevo. Vociferé ante el auricular, pero no obtuve respuesta. El silencio ascendía desde el auricular como el humo sale por la boca de la escopeta. Tal vez volvía a haber problemas de insonorización. Colgué el auricular, me quité el pijama, y me puse una sudadera y unos pantalones de algodón. Luego fui al cuarto de baño, me afeité a toda prisa con la maquinilla eléctrica, me lavé la cara y, frente al espejo, me peiné. Debido a la falta de sueño, tenía la cara hinchada como un pastel de queso. Sólo deseaba dormir a pierna suelta. Dormir largo y tendido, recuperar las fuerzas y llevar una vida normal y corriente. ¿Por qué la gente no me dejaba en paz? Que si unicornios por aquí, que si tinieblos por allá..., ¿qué tenía que ver todo eso conmigo?

Encima de la sudadera me puse un anorak de nailon y, en el bolsillo, me metí la cartera, algo de calderilla y la navaja. Tras dudar unos segundos, envolví el cráneo del unicornio en un par de toallas, lo metí, junto con las tenazas, en una bolsa de deporte y, al lado, arrojé el cuaderno de los valores numéricos resultantes del
shuffling.
Mi apartamento no era seguro. Un profesional tardaría tanto tiempo en forzar la cerradura del piso y la de la caja fuerte como en lavar un pañuelo.

Al final, me puse las zapatillas de tenis a medio lavar, cogí la bolsa de deporte y salí de casa. En el descansillo no se veía un alma. Evité el ascensor, bajé por las escaleras. Aún no había amanecido y el edificio estaba sumido en el silencio más absoluto. En el aparcamiento del subterráneo tampoco se veía un alma.

Era extraño. Estaba todo demasiado tranquilo. Si iban detrás del cráneo, lo normal era que hubieran dejado al menos a un tipo vigilando. Y allí no había nadie. Era como si se hubiesen olvidado de mí.

Abrí la puerta del coche, dejé la bolsa en el asiento del copiloto y di la vuelta a la llave del motor. Eran casi las cinco de la madrugada. Salí del aparcamiento mirando atentamente en todas direcciones y me dirigí a Aoyama. La carretera estaba desierta. Apenas circulaban coches, sólo algún taxi que volaba de regreso a casa y algún camión de transporte nocturno. De vez en cuando echaba una ojeada al retrovisor, pero ningún coche me seguía.

Los acontecimientos se estaban desarrollando de una manera extraña. Conocía muy bien la manera de actuar de los semióticos. Cuando hacían algo, se dejaban la piel en ello. Sobornar a un chapucero empleado del gas o relajar la vigilancia de la persona que buscaban no era su estilo. Siempre escogían el método más eficaz y no pestañeaban a la hora de llevarlo hasta las últimas consecuencias. Una vez, dos años atrás, secuestraron a cinco calculadores y les levantaron la tapa de los sesos con un cuchillo eléctrico. Les extrajeron el cerebro y trataron de descifrar los datos que contenían mientras aún estaban vivos. Fracasaron en el intento y, al final, encontraron los cinco cadáveres, sin el cerebro y sin la parte superior del cráneo, flotando en la bahía de Tokio. Esa gente no se andaba con chiquitas. Allí pasaba algo raro.

Entré en el aparcamiento del supermercado a las cinco y veintiocho minutos: casi a la hora de la cita. Por el este, el cielo ya había empezado a cobrar una tonalidad lechosa. Con la bolsa en los brazos, entré en el supermercado. El amplio recinto estaba casi desierto y, en la caja, un chico con un uniforme de rayas, sentado en una silla, leía una de las revistas que estaban a la venta. Una mujer de edad y profesión indefinidas rondaba por los pasillos apilando latas de conserva y comida precocinada en su carrito. Doblé la esquina de la sección de bebidas alcohólicas y enfilé hacia la cafetería.

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