—Acabo de pensar en el rompeolas que he estado reconstruyendo —dijo en un tono un poco vacilante—. Me refiero al que empezó a construirse desde los dos extremos a la vez… Por desgracia las cosas no salieron tal como yo esperaba, pero la idea era buena. Si pudiéramos hacer algo parecido… No estoy hablando de construir un rompeolas, naturalmente. Lo que sugiero es que nos acerquemos a Caer Cadarn desde varias direcciones distintas.
Fflewddur se encogió de hombros. El que sus sugerencias hubieran sido rechazadas le había dejado un poco alicaído.
Pero Eilonwy asintió.
—Sí. Es el único plan sensato.
Glew lanzó un bufido.
—El único plan sensato es atacar la fortaleza con todo un ejército detrás de vosotros. Cuando era un gigante habría estado más que dispuesto a ayudaros, pero no pienso tomar parte en esta acción.
El hombrecillo se disponía a seguir hablando, pero una mirada del bardo le redujo al silencio.
—No temas —dijo Fflewddur—. Tú y yo estaremos juntos en todo momento. Estarás en buenas manos.
—Bien, somos cinco —intervino Rhun, quien parecía tener muchas ganas de volver a hablar—. Algunos deberían trepar por la muralla de atrás, y los otros tendrían que entrar por la puerta. —El joven rey se puso en pie y sus ojos emitieron destellos de nervioso apasionamiento—. Fflewddur Fflam conseguirá que abran las puertas del castillo, y yo entraré al galope por ellas mientras los demás atacan desde la muralla de atrás.
La mano de Rhun ya se había posado sobre la empuñadura de su espada. Había echado la cabeza hacia atrás, y se alzaba ante los compañeros tan orgullosamente como si todos los reyes de Mona estuvieran a su lado. Cuando siguió hablando lo hizo en un tono de voz tan firme y límpido y tan lleno de alegre entusiasmo que Eilonwy no se atrevió a interrumpirle.
Pero tuvo que acabar haciéndolo.
—Rhun, lo siento, pero… —dijo Eilonwy—. Bueno, me parece que resultarías más útil si te mantuvieras alejado del combate propiamente dicho a menos que llegara a ser absolutamente necesario que intervinieras en él, y creo que Fflewddur estará de acuerdo conmigo. De esa manera estarás a mano cuando te necesitemos, pero no correrás tanto peligro.
La desilusión y el abatimiento nublaron el rostro de Rhun.
—Pero yo…
—Ya no eres príncipe —añadió Eilonwy antes de que Rhun pudiera seguir protestando—. Eres el rey de Mona. Tu vida ya no te pertenece del todo, ¿comprendes? Ahora tienes todo un reino lleno de gente en el que pensar, y no permitiremos que corras más riesgos que los estrictamente necesarios. Incluso así los peligros a los que te enfrentarás ya me parecen excesivos. Si la reina Teleria hubiera podido llegar a adivinar lo que ocurriría…, bueno, para empezar nunca habrías subido al barco para hacer el viaje hasta Caer Dallben.
—¡No comprendo qué tiene que ver mi madre en todo esto! —exclamó Rhun—. Estoy seguro de que mi padre habría querido que yo…
—Tu padre comprendía lo que significa ser un rey —le dijo Eilonwy con dulzura—. Tú debes aprender a entenderlo tal como lo hizo él en su día.
—Taran de Caer Dallben me salvó la vida en Mona —dijo Rhun con voz apremiante—. Estoy en deuda con él, y se trata de una deuda que sólo yo puedo saldar.
—Tienes otra clase de deuda contraída con los pescadores de Mona —replicó Eilonwy—, y ellos tienen todavía más derecho a verla saldada.
Rhun les dio la espalda y se sentó sobre una hamaca con aire abatido dejando que la espada colgara fláccidamente a su lado. Fflewddur intentó animarle dándole una palmadita en el hombro.
—No desesperes —le dijo el bardo—. Si los huevos y las setas de nuestro amigo Gwystyl no dan resultado tendrás una ración de problemas aún más abundante de la que deseas obtener…, igual que todos nosotros.
Ya casi había amanecido, y hacía mucho frío cuando el pequeño grupo salió de su escondite en el bosquecillo y avanzó cautelosamente hacia el castillo en el que no se veía brillar ninguna luz. Cada uno llevaba su parte de los huevos y setas de Gwystyl, y un paquetito de su terroso polvo negro. Describieron un gran círculo, y se fueron aproximando a Caer Cadarn por el lado que se hallaba más oscuro y lleno de sombras.
—Recordad el plan —les advirtió Fflewddur en voz baja—. Todo debe hacerse exactamente tal como lo hemos acordado. Cuando todos nos encontremos en la posición fijada, Gwystyl debe partir por la mitad una de esas setas prodigiosas suyas, y entonces las llamas deberían atraer a los centinelas hacia la parte de atrás del patio de armas. Ésa será vuestra señal —dijo mirando a Eilonwy y Rhun—. Entonces, y no antes, mucho cuidado con eso, tendréis que estar preparados para abrir las puertas del castillo lo más pronto posible, pues supongo que tendremos bastante prisa por salir. Al mismo tiempo yo liberaré a los hombres de Smoit que están encerrados en la sala de guardia. Os ayudarán si llegáis a necesitarles, y mientras tanto yo iré al cuarto de las viandas y sacaré de allí a nuestros amigos. Debemos esperar que esa araña malvada no los haya llevado a algún otro sitio. Si lo ha hecho… Bien, entonces tendremos que improvisar nuevos planes sobre la marcha.
»Y en cuanto a ti, viejo amigo —añadió Fflewddur volviéndose hacia Gwystyl justo cuando las oscuras murallas ya se alzaban sobre ellos—, creo que ha llegado el momento de que cumplas la promesa que nos hiciste.
Gwystyl dejó escapar un prolongado suspiro y su boca se frunció en una mueca mucho más melancólica de lo habitual.
—No me encuentro en condiciones de trepar…, por lo menos hoy no. Si pudierais haber esperado un poco… No sé, quizá la semana próxima, o cuando haga mejor tiempo. Bueno, da igual. No se puede hacer gran cosa al respecto, ¿verdad?
La abatida criatura dejó en el suelo los rollos de cuerda que había estado llevando encima del hombro mientras seguía meneando la cabeza con expresión dubitativa. Después fue colocando los gruesos anzuelos sacados de su fardo a lo largo de un trozo de cuerda disponiéndolos en ángulos distintos. El rey Rhun observó con expresión fascinada cómo Gwystyl arrojaba la cuerda al aire impulsándola con gran destreza. Un instante después oyeron un débil raspar metálico procedente del parapeto que se extendía por encima de sus cabezas seguido por el chasquido indicador de que los anzuelos se habían enganchado en una piedra que sobresalía del parapeto. Gwystyl tiró de la cuerda y volvió a colgarse del hombro los rollos restantes.
—¿Crees que ese sedal de pesca tuyo aguantará? —murmuró Rhun.
Gwystyl suspiró y le lanzó una mirada impregnada de lúgubre melancolía.
—Lo dudo.
Pero empezó a trepar rápidamente por la cuerda sin dejar de lanzar gemidos y balbuceos ininteligibles, y quedó suspendido un instante en el aire antes de que sus pies encontraran las piedras del muro. Gwystyl siguió izándose a lo largo de la cuerda e impulsándose con los pies contra la muralla del castillo, y no tardó en desaparecer.
—¡Asombroso! —exclamó Rhun.
El bardo movió frenéticamente las manos advirtiéndole de que debía guardar silencio.
Un instante después la cuerda-sedal fue subida hasta lo alto del parapeto, y el extremo de una de las cuerdas más gruesas no tardó en bajar hasta ellos. El bardo alzó en vilo a Glew, quien protestó todo lo ruidosamente que se atrevió a hacerlo, y le dio un empujón para que empezara a subir por la cuerda que colgaba de la muralla.
—¡Venga, arriba! —murmuró Fflewddur—. Estaré justo detrás de ti.
Rhun fue el siguiente en trepar mientras el bardo y el antiguo gigante desaparecían entre las sombras. Eilonwy agarró la cuerda y se sintió izada rápidamente hacia lo alto del parapeto. Pasó por encima de éste y se dejó caer sobre una cornisa que sobresalía hacia fuera. Gwystyl ya estaba trotando hacia la parte de atrás del castillo. Fflewddur y Glew se escabulleron en la oscuridad que había más abajo. El rey Rhun sonrió a Eilonwy y se agazapó pegándose a las frías piedras del parapeto.
La luna estaba muy baja, y el cielo se había ennegrecido. Las llamas de una hoguera encendida por la guardia ardían entre las sombras de los edificios silenciosos, los establos y la larga masa oscura que Eilonwy supuso sería la Gran Sala de Smoit. A cierta distancia por el parapeto yendo en dirección a las puertas se podían distinguir las siluetas inmóviles de los centinelas adormilados.
—¡Creo que está lo bastante oscuro! —dijo Rhun en un murmullo jovial—. Me parece que no vamos a necesitar el polvo de Gwystyl. Apenas puedo ver nada.
Eilonwy volvió los ojos hacia la dirección por la que se había alejado Gwystyl esperando que la señal llegara de un momento interminable a otro. Rhun tenía el cuerpo tenso, y estaba preparado para descolgarse por la cuerda.
Un grito resonó en el patio de armas. En el mismo instante una nube de llamas carmesíes surgió de la nada entre las sombras de la Gran Sala.
Eilonwy se levantó de un salto.
—¡Algo anda mal! —gritó—. ¡Fflewddur ha atacado demasiado pronto!
Un instante después de haberse incorporado vio otro chorro de llamas en el extremo del castillo que quedaba a mayor distancia de ellos. Más gritos de alarma resonaron por encima del estrépito de los pies lanzados a la carrera, pero Eilonwy sintió que se le formaba un nudo en la garganta cuando vio que los guerreros no iban hacia el falso ataque de Gwystyl sino hacia la Gran Sala. El patio de armas se había convertido en un hervidero de sombras. Las antorchas empezaron a encenderse aquí y allá.
—¡A las puertas, deprisa! —gritó Eilonwy.
Rhun saltó de la cornisa. Eilonwy se disponía a seguirle cuando distinguió la silueta de un arquero en uno de los puestos de vigilancia de la pared. El arquero corrió hacia ella y se detuvo para tomar puntería.
Eilonwy sacó a toda prisa una seta de entre los pliegues de su capa y se la arrojó al guerrero. El lanzamiento quedó corto y la seta se partió en dos al chocar contra las piedras. Un chorro de llamas brotó de ella y la cegó. Las llamas subieron hacia el cielo formando una nube rugiente que parecía dispuesta a calcinarlo todo. El arquero lanzó un grito de terror y retrocedió tambaleándose. La flecha que acababa de disparar pasó zumbando junto a la cabeza de Eilonwy.
La muchacha se aferró a la cuerda y se dejó caer al patio de armas que se extendía por debajo de ella.
Mientras tanto y en el cuarto de las viandas Gurgi fue el primero en oír los gritos de alarma. Los sonidos quedaban bastante ahogados por los gruesos muros, pero le hicieron levantarse de un salto antes de que los otros compañeros se enteraran del tumulto que se estaba produciendo fuera de su celda. Habían pasado la noche temiendo que Magg llegara de un momento a otro y buscando infructuosamente alguna forma de escapar. Sus esfuerzos les habían dejado agotados, y acabaron acostándose por turnos para sumirse en un sopor inquieto después de haberse dicho que la única esperanza que les quedaba era la de vender caras sus vidas cuando los centinelas por fin vinieran a buscarles.
—¡Trancazos y tortazos! —gritó Gurgi—. ¿Son por los pobres y cansados cautivos? ¡Sí, sí, tienen que serlo! ¡Sí, estamos aquí!
Corrió hacia la puerta y empezó a gritar pegando el rostro a la abertura protegida con barrotes.
Taran oyó lo que parecía ser un entrechocar de espadas. Un instante después Coll y el rey Smoit ya estaban detrás de él. Gwydion había llegado a la puerta en dos zancadas, y apartó de la abertura al excitado Gurgi.
—Cuidado —les advirtió secamente—. Fflewddur Fflam quizá haya encontrado una forma de liberarnos, pero si se ha llegado a dar la alarma en el castillo Magg quizá nos mate antes de que nuestros camaradas puedan salvarnos.
Oyeron pisadas en el exterior, y un instante después el cerrojo de la gruesa puerta empezó a emitir chasquidos y crujidos metálicos. Los compañeros retrocedieron y se agazaparon preparándose para saltar sobre sus captores. La puerta se abrió de par en par y Eilonwy entró corriendo en la celda.
—¡Seguidme! —gritó. La princesa sostenía su juguete brillantemente iluminado en una mano levantada, y con la otra cogió un saquito que llevaba colgando del cinturón—. Cogedlos. Las setas son fuego, los huevos humo… Arrojádselos a cualquiera que os ataque. Ah, y este polvo les cegará.
»No he podido encontrar armas —siguió diciendo a toda prisa—. He liberado a los guerreros de Smoit, pero Fflewddur está atrapado en el patio de armas. Todo ha salido mal. ¡Nuestro plan ha fracasado!
Smoit corrió hacia la puerta lanzando alaridos de rabia.
—¡Quédate con tus setas y tus huevos de gallo! —rugió—. ¡Mis manos me bastan y me sobran para retorcer el cuello de un traidor!
Gwydion cruzó el umbral de la celda de un salto. Coll y Gurgi le siguieron, y Taran echó a correr detrás de Eilonwy. Taran salió de los pasillos de la Gran Sala y emergió de ellos para internarse en algo que no era ni luz del día ni oscuridad. Inmensas nubes de un espeso humo blanco se alzaban en el patio de armas medio ocultando el cielo del amanecer. Eran como olas ondulantes en continuo movimiento que cambiaban de forma y dirección según los caprichos del viento, y tan pronto se disipaban un momento para mostrar a un grupo de guerreros enzarzados en un feroz combate como volvían a espesarse un instante después cayendo sobre ellos igual que una marea impenetrable. Aquí y allá se alzaban rugientes columnas de llamas que se retorcían entre la humareda.
Taran perdió de vista a Eilonwy y empezó a abrirse paso entre las nubes que se arremolinaban a su alrededor. Un guerrero alzó su espada y le lanzó un mandoble. Taran se tambaleó intentando escapar al golpe. Alzó una mano y arrojó la pequeña cantidad de polvo que sostenía en la palma hacia el rostro del hombre. El guerrero retrocedió como si estuviera aturdido. Sus ojos abiertos al máximo no veían nada. Taran arrancó la espada de entre los dedos del perplejo centinela y se alejó a la carrera.
—¡Un Smoit! ¡Un Smoit!
El grito de guerra del rey de la barba pelirroja resonó en la dirección de los establos. Antes de que el humo volviera a invadir sus ojos, Taran tuvo un fugaz atisbo del furioso Smoit armado con una enorme guadaña que movía frenéticamente a su alrededor haciendo pensar en un oso convertido en segador.
Pero el infortunado Gurgi había tropezado y caído al suelo sin haberse desprendido de los huevos que llevaba en la palma de la mano. El humo le envolvió al instante. Durante un momento, Taran sólo pudo ver un par de brazos peludos, que se agitaban de un lado a otro, y que no tardaron en desaparecer dentro de las nubes de humo. Gurgi giró sobre sí mismo aullando con toda la potencia de sus pulmones, y echó a correr a ciegas siguiendo la dirección en la que quisieran llevarle sus pies. Los guerreros gritaron y se apresuraron a escapar de aquel temible torbellino.