—Creo que solía serlo —replicó con la voz baja con la que me habló por primera vez—. Pero me siento atribulado, señor, me siento atribulado.
Habría borrado esas palabras de haber podido hacerlo. Pero ya estaban dichas y me referí a ellas inmediatamente.
—¿Por qué? ¿Cuál es su problema?
—Es muy difícil de explicar, señor. Es verdaderamente difícil hablar de ello. Pero si vuelve a visitarme, intentaré contárselo.
—Me comprometo expresamente a visitarle de nuevo. ¿Cuándo podré hacerlo?
—Salgo de servicio por la mañana y volveré a entrar mañana por la noche a las diez, señor.
—Vendré entonces a las once.
Me dio las gracias y salió de la cabaña conmigo.
—Le iluminaré con mi linterna, señor, hasta que haya encontrado el camino de ascenso —me dijo con su peculiar voz baja—. Pero cuando lo haya encontrado, ¡no grite para decírmelo! Y cuando esté ya arriba, ¡no me llame!
Aquella actitud me pareció bastante fría, pero me limité a responderle un «de acuerdo».
—Y cuando venga mañana por la noche, ¡no me llame! Permítame una pregunta antes de partir: ¿por qué esta noche gritó «¡hola, ahí abajo!»?.
—Quién sabe —respondí yo—. Debí gritar algo parecido…
—No algo parecido, señor. Exactamente esas mismas palabras. Las conozco muy bien.
—Admito que fueran esas mismas palabras. Sin duda las dije porque le vi a usted aquí abajo.
—¿Por ningún otro motivo?
—¿Qué otra razón podría haber tenido?
—¿No tuvo la sensación de que le eran transmitidas de una manera sobrenatural?
—En absoluto.
Me deseó buenas noches y mantuvo en alto su linterna. Caminé junto a la vía del ferrocarril (con la sensación muy desagradable de que venía un tren a mis espaldas) hasta que encontré el camino. La subida fue más fácil que la bajada, y llegué a mi posada sin mayores aventuras.
Puntual a mi cita, cuando unos relojes distantes daban las once a la noche siguiente, puse el pie en el primer escalón de la bajada en zigzag. Él me aguardaba abajo con la linterna blanca encendida.
—No he llamado —le dije en cuanto estuvimos juntos—. ¿Puedo hablar ahora?
—Por supuesto que sí, señor. Buenas noches, y aquí está mi mano.
—Buenas noches, señor, y aquí está la mía.
Tras esa introducción caminamos uno junto a otro hasta su caseta, entramos, cerramos la puerta y nos sentamos junto al fuego.
—Señor, he decidido que no tenga que preguntarme dos veces qué es lo que me preocupa —dijo nada más sentarse, inclinándose hacia delante y hablándome en un tono que apenas era más elevado que un susurro—. Ayer por la noche le confundí con otro. Eso es lo que me conturba.
—¿Ese error?
—No. Ese Otro.
—¿De quién se trata?
—No lo sé.
—¿Se parece a mí?
—Tampoco sé eso. Nunca le vi el rostro. Se cubre la cara con el brazo izquierdo y mueve el derecho… lo agita violentamente, así.
Seguí sus movimientos con atención y me pareció la gesticulación de un brazo con el máximo de pasión y vehemencia, queriendo expresar este significado: ¡en nombre de Dios, despeje el camino!
—Una noche estaba sentado aquí, bajo la luz de la luna, cuando oí una voz que gritaba: «¡Hola, ahí abajo!». Me levanté, miré desde la puerta y vi a ese Otro de pie junto a la luz roja que hay cerca del túnel, moviendo el brazo de la manera que le acabo de explicar. La voz parecía áspera pero sin estridencias, y gritaba: «¡Cuidado! ¡Cuidado!». Cogí la lámpara, la puse en luz roja y corrí hacia la figura preguntándole que qué pasaba, qué había sucedido, dónde. Estaba ligeramente fuera del túnel. Avancé hasta acercarme tanto que pensé que iba a chocar con la manga de su brazo. Corrí hasta allí y ya había extendido mi mano para apartarle el brazo cuando desapareció.
—¿Se metió en el túnel? —pregunté.
—No. Fui yo el que entró corriendo en el túnel, hasta casi quinientos metros. Me detuve, levanté la lámpara por encima de la cabeza pero sólo vi las cifras que indican la distancia y las manchas de humedad que se deslizaban por las paredes y goteaban desde el arco. Salí corriendo a mayor velocidad de la que había entrado (pues me sentía sobrecogido por un horror mortal) y miré por todas partes junto a la luz roja con mi propia lámpara, subí por la escalera de hierro hasta la galería que hay encima, volví a bajar y regrese aquí corriendo. Telegrafié en ambas direcciones: «He recibido una alarma. ¿Hay algún problema?». Desde ambas llegó la misma respuesta: «Todo está bien».
Venciendo la sensación de que un dedo helado estaba recorriendo lentamente mi columna vertebral, le dije que aquella figura debió de ser un engaño de su vista; y que es bien sabido que esas figuras, cuyo origen está en la enfermedad de los delicados nervios que rigen el funcionamiento de los ojos, a menudo han inquietado a los pacientes, algunos de los cuales han tomado conciencia de la naturaleza de su aflicción e incluso se lo han demostrado a sí mismos por medio de experimentos.
—En cuanto a lo del grito imaginario —seguí diciéndole—, escuche por un momento el viento en este valle artificial mientras hablamos en voz tan baja y el sonido que provocan los cables del telégrafo.
Me contestó que todo aquello estaba muy bien después de que hubiéramos estado sentados un tiempo en silencio y escuchando, pero que él debía saber algo sobre el viento y los cables, pues con frecuencia había pasado allí largas noches de invierno a solas y vigilante. Añadió que me rogaba que tuviera en cuenta que no había terminado su historia.
Le pedí excusas y lentamente, tocándome el brazo, añadió estas palabras:
—Seis horas después de la aparición sucedió el conocido accidente de esta vía, y diez horas más tarde sacaban los muertos y los heridos a través del túnel por el lugar en donde había estado la figura.
Me recorrió un desagradable estremecimiento, pero hice los mayores esfuerzos para sobreponerme. Repliqué que no podía negar que se trataba de una coincidencia notable, bien calculada para impresionarme. Pero era incuestionable que continuamente se producen notables coincidencias y que deben tenerse en cuenta al tratar temas semejantes. Aunque debía admitir a buen seguro, añadí (pues creí ver que iba a oponerme esa objeción), que los hombres con sentido común no tienen en cuenta esas coincidencias al analizar de manera ordinaria la vida.
De nuevo me hizo cortésmente la observación de que no había terminado.
Por segunda vez le supliqué que me perdonara por la interrupción.
—Esto sucedió hace exactamente un año —dijo poniendo de nuevo la mano en mi brazo y mirando por encima de su hombro con ojos huecos—. Pasaron seis o siete meses y ya me había recuperado de la sorpresa y el shock cuando una mañana, al despuntar el día, me encontraba de pie en la puerta mirando hacia la luz roja y vi de nuevo al espectro.
Se detuvo ahí y permaneció mirándome fijamente.
—¿Gritó algo?
—No. Guardaba silencio.
—¿Movía el brazo?
—No. Estaba apoyado sobre el haz de luz, con las dos manos ante el rostro, puestas así.
Seguí sus movimientos con la mirada y vi una acción de dolor. Ya había visto esa actitud en las esculturas que hay sobre las tumbas.
—¿Subió hasta allí?
—Entré y me senté, en parte para pensar en ello, pero también en parte porque me sentía débil. Cuando volví a salir, la luz del día lo iluminaba todo y el fantasma había desaparecido.
—¿Y no pasó nada? ¿La aparición no tuvo consecuencias?
Me tocó el brazo con el dedo índice dos o tres veces asintiendo fúnebremente cada vez:
—Aquel mismo día, cuando un tren salía del túnel me di cuenta al mirar hacia una ventanilla que en el interior había una confusión de manos y cabezas y que algo se movía. Lo vi durante el tiempo necesario para pedir al maquinista que se detuviera. Puso el freno, pero el tren se deslizó hasta unos ciento cincuenta metros de aquí, o más. Corrí hasta allí y al llegar escuché terribles gritos y lamentos. Una mujer joven y hermosa había muerto instantáneamente en uno de los compartimentos y la trajeron hasta aquí, colocándola en este suelo que hay ahora entre nosotros.
Involuntariamente, eché hacia atrás mi silla y miré las tablas que él me señalaba.
—Así fue, señor. Ciertamente. Sucedió exactamente tal como se lo cuento.
No se me ocurría nada que decir, en ningún sentido, y tenía la boca muy seca. El viento y los cables siguieron la historia con un gemido prolongado.
—Y ahora, señor, —siguió diciéndome— medite en ello y juzgue hasta qué punto está conturbada mi mente. El espectro regresó hace una semana. Desde entonces ha aparecido allí, una y otra vez, sin seguir pauta alguna.
—¿Junto a la luz?
—Junto a la luz de peligro.
—¿Y qué es lo que parece hacer?
Repitió, si ello es posible con mayor pasión y vehemencia, la misma gesticulación cuyo significado había interpretado como: «¡por Dios, despejen el camino!». Y luego siguió hablando.
—Por eso no tengo ni paz ni descanso. Durante muchos minutos seguidos, y de una manera dolorosa, me grita: «¡cuidado ahí abajo!». Y sigue haciéndome señas. Hace que suene la campanilla…
Esa última frase me hizo pensar algo.
—¿Sonó la campanilla ayer por la noche cuando yo estaba aquí y usted salió hasta la puerta?
—Por dos veces.
—Bien, ya veo que su imaginación le está desorientando. Yo tenía la vista fija en la campanilla y los oídos bien abiertos a su sonido, y tan seguro como de que estoy vivo que NO sonó en esas ocasiones. No, ni en ningún otro momento, salvo dentro del curso natural de las cosas físicas, cuando la estación comunicaba con usted.
—Todavía no he cometido nunca un error, señor —añadió agitando la cabeza—. Jamás he confundido la llamada del espectro con la del hombre. La llamada del fantasma es una extraña vibración en la campana que no viene de parte alguna y no he afirmado que la campana se mueva delante de los ojos. No me extraña que usted no la oyera. Pero yo sí la escuché.
—¿Y estaba el espectro allí cuando miró?
—Allí estaba.
—¿Las dos veces?
—Las dos —repitió con firmeza.
—¿Querría venir conmigo hasta la puerta y mirar ahora?
Se mordió el labio inferior, como si lo que yo le había propuesto le desagradara, pero se levantó. Abrí la puerta y salí hasta el primer escalón, mientras él permanecía en el umbral. Estaba allí la luz de peligro. También la boca tenebrosa del túnel. Los altos muros de piedra húmeda de la zanja. Y por encima, las estrellas.
—¿Lo ve? —le pregunte fijándome especialmente en su rostro.
Sus ojos estaban tensos, pero no mucho más, quizá, de lo que habrían estado los míos de haberlos dirigido tan ansiosamente hacia ese lugar.
—No —respondió—. No está allí.
—Estamos de acuerdo —repliqué yo.
Volvimos a entrar, cerré la puerta y ocupamos nuestros asientos. Me concentré en encontrar el mejor modo de aprovechar aquella ventaja, si así podía llamársele, cuando él reanudó la conversación de una manera casual, como suponiendo que no podía existir entre nosotros ninguna cuestión seria, hasta el punto de que me sentí en la posición más débil.
—Ahora ya habrá entendido plenamente, señor, que lo que me turba de un modo tan terrible es la cuestión de cuál es el significado del espectro.
Le contesté que no estaba seguro de entenderle plenamente.
—¿Contra qué advierte? —dijo él pensativamente, con la mirada puesta en el fuego y mirándome sólo de vez en cuando—. ¿Cuál es el peligro? ¿Dónde está? Sé que hay peligro en algún lugar de la vía. Que va a suceder alguna calamidad terrible. No puedo dudar de ello en esta tercera ocasión, después de lo que ha sucedido con anterioridad. Pero seguramente se trata de algún cruel aviso dirigido a mí. ¿Qué puedo hacer?
Sacó su pañuelo de bolsillo y se limpió las gotas de sudor que cubrían su frente.
—Si telegrafío diciendo que hay peligro en alguna de las direcciones, o en ambas, no puedo explicar el motivo —siguió diciendo al tiempo que se secaba las palmas de las manos—. Tendría problemas y no serviría de nada. Las cosas sucederían así: Mensaje: «¡Peligro! ¡Tengan cuidado!». Respuesta: «¿Qué peligro? ¿Dónde?». Mensaje: «No lo sé, pero por el amor de Dios, ¡tengan cuidado!». Me despedirían. ¿Qué otra cosa podrían hacer?
Sentí una enorme piedad ante su dolor. Era la tortura mental de un hombre consciente oprimido más allá de lo que era capaz de soportar por una responsabilidad ininteligible que significaba riesgo para alguna vida.
—Cuando apareció por primera vez bajo la luz de peligro —siguió diciendo al tiempo que se echaba hacia atrás los cabellos oscuros y se frotaba las sienes con las manos, con la agitación del dolor enfebrecido—: ¿por qué no me dijo dónde iba a producirse ese accidente… si iba a producirse? ¿Por qué no me dijo cómo podía evitarse… si es que podía evitarse? Cuando en la segunda ocasión ocultó el rostro, ¿por qué en lugar de hacer eso no me dijo que ella iba a morir y que les dejáramos llevarla a casa? Si en aquellas dos ocasiones sólo vino para mostrarme que sus advertencias eran ciertas, y prepararme así para la tercera, ¿por qué no me advierte ahora claramente? ¡Que el Señor me ayude! ¡Sólo soy un pobre guardavías en este puesto solitario! ¿Por qué no advierte a alguien que pueda ser creído y tenga capacidad de actuar?
Cuando le vi en aquel estado entendí que por su propio bien, y por la seguridad pública, estaba obligado por el momento a tranquilizarle. Por ello, dejando a un lado toda cuestión de realidad o irrealidad que hubiera entre nosotros, le manifesté que cualquiera que cumpliera plenamente con su deber tenía que hacerlo bien por fuerza, y que al menos tenía el consuelo de que entendía cuál era su deber, aunque no pudiera entender aquellas confusas apariciones. En este sentido tuve más éxito que en el intento de razonar con él para que abandonara sus convicciones. Se tranquilizó; las ocupaciones de su cargo empezaron a exigir más su atención conforme avanzaba la noche y lo abandoné a las dos de la mañana. Me había ofrecido a permanecer con él la noche entera, pero no quiso ni oír hablar de ello.
No veo razón alguna para ocultar que en más de una ocasión me volví para mirar la luz roja mientras subía las escaleras, que no me gustaba esa luz roja, y que habría dormido muy mal de haber tenido mi cama debajo de ella. Tampoco me gustaban las dos secuencias del accidente y de la joven muerta. No veo razón tampoco para ocultar ese hecho.