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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El guardián de la flor de loto (38 page)

BOOK: El guardián de la flor de loto
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—Las estrellas parecen más cercanas vistas desde la meseta —dijo.

—Todo parece distinto visto desde aquí.

Me contempló durante unos segundos, limitándose a sonreír. Yo sabía que guardaba algo para sí.

—Siento interrumpir tu meditación —dije—, pero tenemos que irnos ya.

Entonces me lo comunicó, sin más preámbulos.

—Me quedo, Jacobo.

—¿Cómo?

—Me quedo con los kampa. De momento iré con ellos hasta la región del Jam. Luego ya decidiré hacia qué monasterio dirigirme.

—Pero Gyentse —miré hacia la montaña que me separaba de la India—, ya estamos en casa…

—Quizá llegue un día en el que deba regresar, pero en este momento sé que aquí puedo hacer… que mi casa…

Se detuvo. Ahora la emoción le impedía hablar.

—Es tu pieza del puzle —dije, recordando nuestras primeras conversaciones en Dharamsala.

—Así es. Mi pieza —repuso, secándose los ojos con el dorso de la mano sana—. Recuerda lo que te dije en el monasterio del oráculo acerca de la falta de maestros en el Tíbet. Casi todos se han visto obligados a huir al exilio y la cadena de enseñanza que ha mantenido con vida nuestra tradición está a punto de romperse. Aquel día me dijiste que, entre todos, conseguiríamos que eso no ocurriera. Y sé que ahora tengo en mis manos la oportunidad de poner mi grano de esperanza en ese saco casi vacío.

—Pero no puedes dejarme solo… ¿Qué voy a hacer sin ti? —le confesé—. Ya oíste al pintor de mándalas, siempre serás mi maestro…

—Quizá todos los años que he vivido en Dharamsala tenían como único fin encontrarte, pero ahora ya no me necesitas. Te he enseñado todo lo que necesitabas aprender. Y te aseguro que durante el tiempo que hemos pasado juntos tú también me has enseñado a mí muchas más cosas de las que imaginas. Además…

—Además…

—¿Sabes por qué el maestro ciego te dijo que eras el nuevo guardián de la flor de loto?

Me quedé inmóvil.

—No.

—La flor de loto es para nosotros el símbolo máximo de la pureza y la santidad, ya que florece en todo su esplendor hasta en las aguas más corrompidas sin perder un ápice de su belleza. Has de saber que el propio maestro Padmasambhava nació de una flor de loto que creció en el río Indo. Y no es una casualidad que nuestro Dalai Lama, y todos los que le precedieron, pertenezcan a la familia búdica llamada el Clan del Loto. Por todo ello, esa flor de sublime belleza es el ser vivo que mejor puede representar el legado inmortal del pueblo tibetano.

—Pero yo no soy nadie…

—Yo creo que sí. Algo tan delicado necesitaba un guardián que estuviera a su altura. Y tú has demostrado con creces que podías hacerte cargo de tan importante empresa.

—Te estoy tan agradecido… No puedes imaginarlo.

—Con sólo percibir tu gratitud sincera ya me has compensado mil veces.

—No sé si es suficiente.

—Para mí sí que lo es. No te ofendas, pero creo que en vuestra sociedad no sentís la gratitud del mismo modo que se siente en Oriente. —El rostro del jefe Solung emergió de la oscuridad y se desvaneció al instante—. Por eso, con saber que has aprendido ésta y alguna otra de las cosas que he tratado de enseñarte me siento más que satisfecho.

—¿No tienes miedo? —le pregunté, viendo que llegaba el momento de separarnos para siempre.

Gyentse me cogió la mano por última vez y la apretó con fuerza.

—Cuando era niño hice un viaje iniciático a la montaña con mi tutor en busca de hierbas curativas —comenzó a contarme con voz pausad—. Por la noche, ya en el interior de la tienda, nunca trataba de dormir hasta que el fuego se hubiese consumido por completo. Si cerraba los ojos mientras aún había llamas, las sombras que proyectaban en la tela se convertían en demonios. Un día se lo confesé a mi tutor y me dijo que no tenía nada que temer. Sólo debía convencerme de que aquellos demonios estaban en mi mente, por lo que no podían hacerme daño. Así son las cosas. ¿Por qué hemos de tener miedo a nada? Si prescindes de la influencia de los espíritus malévolos y disfrutas con la presencia de tus propias divinidades, soñarás cada noche con un mundo lleno de posibilidades.

—Trataré de recordarlo, como todo lo demás —sonreí.

—No te hace falta. Son cosas que ya forman parte de ti.

—Mi amigo…

—Te aseguro que, desde aquel día, espero con emoción ese momento antes de conciliar el sueño. Aprovecho para madurar mis preocupaciones y, justo antes de caer rendido, dejo que se desvanezcan con los demonios del fuego. A partir de hoy, cada noche te tendré en mis pensamientos.
Tukjeche
.

—Gracias a ti también.

No pude decir nada más. Le dediqué una mirada de despedida que llevaba impresa todo lo que yo era y me llevé a cambio una imagen de sus ojos achinados y de su cráneo rasurado, de su sonrisa inalterable y del aura que había aprendido a percibir y que no dejaría de alumbrarme allí donde fuese.

Me di la vuelta con el cartucho de cuero a la espalda y fui en busca del guía, confiando en poder atravesar el último paso de montaña antes de que el frío polar de la noche tibetana me paralizase las piernas.

Capítulo 40

Habían pasado dos días desde que me separé de Gyentse en la aldea de la montaña y me encontraba a punto de aterrizar en Delhi a bordo de un avión militar.

Aquel último tramo del viaje, que yo había creído un mero trámite después de haber logrado escapar del ejército chino y de superar los envites más duros de la cordillera, se convirtió en otra prueba inesperada que de nuevo me llevó al límite de mi resistencia. Primero tuve que cruzar la última cumbre que me separaba de tierra india. Tenía los pies en carne viva y aquel pico parecía estirarse hacia el cielo a medida que me acercaba al final. Después me vi obligado a caminar por la grava de una carretera desierta hasta el cuartel más próximo, sin que durante el trayecto se cruzase en mi camino ni un maldito vehículo al cual pedirle que me llevase algunos kilómetros. No imaginaba que la región se hallara tan militarizada y, por lo tanto, tan poco transitada. Según me dijeron, no era que se hubieran recrudecido los enfrentamientos con las fuerzas paquistaníes, sino que había crecido el temor a las acciones terroristas de los grupos independentistas, bien indios o bien paquistaníes, que pugnaban por hacerse un hueco en las primeras páginas de los periódicos del país. Lo peor fue que, una vez conseguí llegar hasta el cuartel, me sometieron a sucesivos interrogatorios hasta que se convencieron de que mis papeles estaban en regla.

No quería contarles toda la verdad acerca de las causas que me habían hecho salir de China a través de la cordillera. Bastaba con que se convencieran de la autenticidad de mi pasaporte y de los visados que, antes de partir, me entregó Luc Renoir, el delegado de la Unión Europea amigo de Malcolm. Así que cuando comprobaron que los sellos no estaban falsificados y no tenían nada que temer me dejaron seguir adelante. «No podemos arriesgarnos, tal como están las cosas por aquí. Ayer mismo cayeron tres de nuestros soldados al inmolarse un hombre que se les acercó para venderles queso de cabra», se había excusado el oficial del destacamento tras haberme tenido varias horas encerrado en una sala sin ventanas en la que sólo había dos sillas, una para mí y otra para el soldado que me hacía una y otra vez las mismas preguntas.

Conseguí que no me quitasen el cartucho del
terma
. Eso era lo único que me importaba, y me abrazaba a él como si fuera parte de mí.

Todo comenzó a ir mejor cuando terminaron los interrogatorios y me dejaron telefonear. En primer lugar llamé al Kashag. No pudieron pasarme con el Kalon Tripa, pero uno de los lamas de confianza que estaba al tanto de todo me aseguró que de inmediato enviaría a dos de sus compañeros a Delhi para esperar a que yo llegase y hacerse cargo del
terma
. Era preciso vernos en la capital, ya que no había conexión posible por avión con Dharamsala ni posibilidad de encontrar otra forma rápida de viajar hasta allí. Después traté por todos los medios de hablar con Martha, pero me fue imposible. Tampoco pude contactar con Malcolm. Le dejé algunos recados y llamé a su amigo Luc Renoir para que acelerase mi regreso.

En poco más de una hora, el delegado movió tantos hilos como fue necesario para que de inmediato me llevasen en un camión hasta Srinagar, la capital de la Cachemira india, y una vez allí me hiciesen un hueco en el avión de transporte de tropas que ahora descendía entre la lluvia llevándome a mí y a otros veinte reclutas en el interior de la cola.

Apenas había amanecido y el monzón descargaba de forma torrencial sobre la ciudad. Delhi, de nuevo la Delhi polvorienta a la que por fin regresaba con el cartucho del
terma
sagrado, se lavaba la cara para recibirme.

Al pisar el suelo me hice a un lado, esperando que bajase el oficial y me indicase hacia dónde debía dirigirme. Un soldado con el que había intercambiado un par de frases durante el vuelo me saludó levantando levemente el casco antes de abrochar la hebilla y cubrirse con un impermeable militar. Caminé a través del manto de agua siguiendo un trazado apenas reconocible de líneas amarillas.

El propio Luc Renoir acudió en persona a la base militar de Delhi para recogerme. Me esperaba leyendo un ejemplar atrasado del Time en una oficina situada a pie de pista. Se asomó a la ventana, casi opaca por la grasa del combustible mal quemado y la película terrosa que la lluvia depositaba en todos los cristales de Delhi. Cuando entramos le dio las gracias al oficial por haberme traído. Al momento nos dejaron solos. Escuché el golpeteo de las gotas sobre el tejado, el chorro de la canaleta de desagüe cayendo sobre a la pista. Allí dentro hacía un calor asfixiante. Luc se aflojó la corbata ahuecando el cuello de la camisa y me contempló unos segundos antes de hablar.

—No puedo creer lo que me contaste por teléfono —dijo sin intentar evitar una sonrisa ladeada—. ¿De verdad has cruzado la cordillera a pie?

Me sequé la cara con la manga.

—Te aseguro que me he quedado corto.

Sin duda mi rostro dejaba entrever todo el padecimiento acumulado.

—¿Estás bien? —preguntó, preocupado.

—No es nada. Es sólo que… —Le miré a los ojos y se lo solté sin tapujos—. No puedo más, Luc.

—Anda, ven aquí y dame un abrazo.

Casi me desplomé sobre él. No quería decirle que tenía las botas llenas de sangre seca y que apenas había dormido en varios días. Ambos callamos durante unos segundos. No parecía la misma persona que conocí unas semanas atrás. Entonces lo hubiera tildado de prepotente y un tanto arisco. Sin embargo, aquella mañana se mostraba mucho más afectuoso. Y además se había desvivido por ayudarme.

Volví a pasarme la manga por la cara, no tanto para secarme la lluvia como para arrastrar alguna lágrima de agotamiento.

—¿Y Malcolm? —pregunté.

—No he podido localizarle.

—Yo tampoco he conseguido hablar con él.

—No te preocupes, ahora te llevaré a su casa.

Se volvió para salir de la sala.

—¡Espera! —exclamé.

—¿Necesitas algo? —dijo, volviéndose.

—¿Ha habido más muertes? —le pregunté.

Necesitaba saberlo. Luc pareció sorprenderse.

—¿Cómo?

—Entre los lamas, en Dharamsala.

Tomó aire.

—No.

—Menos mal…

—Es normal que te acuerdes de…

Asha.

—No puedo olvidarla. Pero entonces, ¿no…?

Luc negó con la cabeza y desvió la mirada de nuevo hacia la puerta. Es posible que quisiera abrirla y aliviar de una vez la extraña tensión que de repente se respiraba en el interior de la sala.

—¿Nos vamos?

—Que ahora todo esté tranquilo en Dharamsala me confirma que quien asesinó a Singay y a los otros lamas solo quería…

Luc se fijó en el cartucho de cuero policromado que llevaba amarrado a la espalda. Me lo desenfundé y se lo mostré sin poder evitar un cierto brote de orgullo.

—No será…

—Sí. Es el
Tratado de la Magia del Antiguo Tíbet
.

—¡No puedo creer que al final te hicieras con él! —exclamó mientras se le iluminaba la cara. No esperaba esa reacción—. Me informé bien acerca de ese tesoro después de tu partida. ¡Uno de los
terma
enterrados por el maestro Padmasambhava…! ¡Nunca llegué a pensar que fueses capaz de encontrarlo! ¡Hubiese jurado que no era más que una leyenda!

Se acercó para tocarlo.

—Debo ir a toda prisa al barrio tibetano para reunirme con los dos lamas que el gobierno exiliado ha enviado para recogerlo. He de entregárselo cuanto antes.

—Entiendo que estés nervioso llevando esto encima. ¿Sabes si esos lamas han llegado ya a Delhi?

—Hablé con el secretario del Kalon Tripa desde Cachemira, justo antes de contactar contigo, y me aseguró que salían de inmediato de Dharamsala. Espero que hayan tenido tiempo suficiente.

—¡Es fantástico! —exclamó, emocionándose de nuevo—. ¡Un
terma
del antiguo Tíbet aquí, al alcance de mi mano! He de confesarte que cuando partiste en su busca pensé que todos os habíais vuelto locos. Pero habían ocurrido tantas cosas que no sabía cómo negarte mi apoyo.

—No era el único que lo buscaba, al parecer.

—¿A qué te refieres? ¿Qué ha pasado? —exclamó.

—Nos han seguido por toda la meseta, Luc, de este a oeste del Tíbet.

Me agarró de los brazos con gesto de asombro.

—¿Cómo que os han seguido?

—¿Quién?

—No sé de quién partirían las órdenes, pero se servían del propio ejército chino.

—El ejército… ¿Estás seguro?

—Sé que iban detrás de nosotros.

—Dios mío…

—Estoy convencido de que es esto lo que buscan —dije, agarrando el
terma
con fuerza—, y creo ver sombras que me acechan en cada rincón —le confesé, señalando a un lado y a otro un tanto paranoico.

—Ya me lo contarás todo con detalle. Al parecer tienes que contarme mucho más de lo que esperaba. ¿Puedes decirme qué hay en el interior del cartucho?

—Está sellado. Y el pintor de mándalas me pidió que no lo abriese hasta que no llegase el momento.

—¿Quién dices que te lo pidió?

—Es una larga historia. Lo importante es que muy pronto el Dalai Lama podrá examinarlo.

—No te lo preguntaba por mera curiosidad —se excusó—. Esto es un aeropuerto militar y…

—Vayámonos cuanto antes, te lo ruego —le supliqué.

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