El guardian de Lunitari (32 page)

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Authors: Paul B Thompson & Tonya R. Carter

Tags: #Fantástico

BOOK: El guardian de Lunitari
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* * *

Los gnomos forjaron con hierro y cobre una maciza manilla conmutadora y emplearon el resto de la chatarra en la fabricación de inmensas conexiones que se instalarían en los cables partidos y que quedarían sujetas con grandes abrazaderas de hierro. Este trabajo les llevó casi toda la noche; cuando quedó concluido, Pluvio provocó una precipitación en el interior del obelisco con el propósito de apagar el fuego y limpiar la capa de hollín que velaba todo. Cupelix siguió con interés todo el proceso desde su percha, sin preguntar, sin apenas moverse en aquellas nueve horas y media. Los hombrecillos, extenuados, subieron tambaleantes la rampa de la nave y penetraron en ella con el propósito de descansar; atrás dejaron al dragón para que admirase su obra.

Sturm también contempló el trabajo mientras comía con aire ausente una sopa de brotes secos y judías frías. Cupelix lo hostigó con la materialización mágica de patas asadas de cerdo y cántaros de nata dulce batida, pero el caballero desdeñó estoico el banquete que el dragón le ofrecía.

—Eres un tipo obstinado —dijo este último a Sturm, que masticaba impasible su magra ración.

—No se deben abandonar los principios, aun cuando resulten molestos.

—Los principios no llenan un estómago vacío.

—Tampoco la magia remedia el vacío de un corazón.

—¡Excelente! —exclamó Cupelix—. Intercambiemos proverbios contradictorios; será un pasatiempo enriquecedor.

—En otro momento. No estoy de humor para juegos. —Sturm suspiró.

—Ah, detrás de todo esto veo el hermoso rostro de nuestra dama Kitiara. —La voz del dragón tenía un tono malicioso—. ¿Languideces por ella, muchacho? ¿Quieres que le hable en tu favor?

—¡No! —barbotó Sturm—. A veces, eres irritante de verdad.

—Como no he hablado con nadie durante casi tres milenios, admito que mi urbanidad es penosa y tosca. Pero... esta circunstancia te da la posibilidad de ilustrarme. De este modo, demostrarías la gentileza y la cortesía de un caballero. ¿Me instruirás?

El hombre sofocó un bostezo.

—No son las lecciones de cortesía o educación impartidas junto a la chimenea las que hacen a un caballero. Es un largo aprendizaje y un entrenamiento sometido al Código y la Medida. Estas cosas no se pueden enseñar en el transcurso de una charla intrascendente. Además, dudo que desees aprender nada en profundidad; sólo buscas divertirte un rato.

—¡Qué desconfiado eres! ¡No, no lo niegues! Lo percibo en tu mente antes de que digas una palabra. ¿Cómo te convenceré de que mi buena voluntad es sincera, maese Recelo?

—Respóndeme. ¿Por qué un dragón broncíneo adulto, tú, vive confinado de manera permanente en una torre construida en esta extraña luna dominada por la magia?

—Soy El Guardián de las Nuevas Vidas.

—¿Qué significa?

El dragón miró a uno y otro lado como si buscara a unos espías inexistentes.

—Custodio la continuidad de mi raza. —Al ver la expresión desconcertada de Sturm, el reptil continuó a gritos—. ¡Huevos, mi querido e ignorante mortal! Los huevos de los dragones descansan en las cavernas situadas bajo el obelisco. Mi cometido es vigilarlos y protegerlos de insensatos brutos como tú. —Las descomunales fauces se ensancharon en una mueca—. Sin ánimo de ofenderte, por supuesto.

—No me has ofendido.

Sturm miró al suelo, de un color rojo claro y veteado con trazos granates, y trató de imaginar el nido de los huevos de dragón existente bajo el mármol, pero fue incapaz de concebirlo.

—¿Cómo llegaron hasta aquí? Me refiero a los huevos —preguntó.

—No estoy seguro. Nací en este lugar, ¿sabes?, y llegué a la madurez entre estas paredes. De entre todos los huevos, el mío fue elegido para eclosionar y convertirme en custodio, en El Guardián de las Nuevas Vidas.

—¿Quién depositó los huevos y construyó la torre? —Sturm no salía de su asombro.

—Tengo una teoría —respondió Cupelix e imitó con deliberación a los gnomos—. Hace tres mil años, cuando los dragones fueron desterrados de Krynn, Paladine arrojó a los malignos a la Vasta Nada, el plano negativo, donde permanecerían hasta el día del juicio. Los dragones aliados a las fuerzas del Bien abandonaron del mismo modo el mundo de los hombres. Paladine pactó con Gilean, el dios neutral, que se compadeció de nuestra aflicción y dispuso que un número de huevos de los dragones del Bien se depositaran aquí, y fueran los centinelas protectores en caso del retorno de los malignos. Él hizo que se alzara esta torre y provocó que mi huevo eclosionara.

—¿Cuántos tipos de dragones hay en la caverna?

—Algunos de los diferentes clanes de broncíneos; un total de cuatrocientos noventa y seis. Es el espíritu colectivo de estos dragones nonatos lo que produce la magia que satura Lunitari.

—Cuatrocientos... —Sturm se levantó de un salto, como si hubiese percibido el movimiento de aquellas criaturas bajo la gruesa losa de mármol—. ¡Tantos!

»
¿Cuándo eclosionarán? —preguntó por último.

—Mañana, jamás... ¿quién sabe? —Sturm lo presionó para que le diera una respuesta más concreta y Cupelix añadió:— Un velo de sueño latente, propiciado por Gilean, se cierne sobre toda la nidada. Sería preciso un hechizo benévolo o muy poderoso para que los huevos incubaran. Ahora que ya conoces toda mi historia, ¿confías en mí?

—Casi. ¿Podría ver los huevos?

Cupelix, pensativo, se rascó el bruñido pecho con una de sus garras y el chirriante sonido erizó el vello a Sturm.

—No sé qué hacer... —susurró indeciso.

—¿No confías en mí? —remedó irónico Sturm.

—¡Un golpe certero, mortal! De acuerdo, contemplarás lo que ningún ojo humano ha vislumbrado jamás. Ummm... Tendré que advertir a los Micones. Viven en las cavernas para cuidar los huevos; los limpian y les dan la vuelta cada día con el propósito de que las yemas no se coagulen. No dudarían en acabar contigo si te aventuraras en sus dominios sin mi permiso. —El reptil levantó una de las patas, gruesa como un tronco de árbol, y flexionó los dedos; después ahuecó las alas. Parecía un grotesco pájaro dispuesto a dormir—. Sí, informaré a los Micones; pero guárdate de tocar los huevos. Su instinto protector está arraigado de un modo tan profundo que ni siquiera mi intervención evitaría que te desgarraran en pedacitos si osaras rozar uno solo.

—Lo tendré en cuenta. ¿Pueden acompañarme los otros? —preguntó Sturm antes de alejarse del dragón.

—Sí, ¿por qué no? Estoy seguro de que los hombrecillos lo encontrarán fascinante.

—Gracias, dragón. —El caballero saludó con una breve inclinación de cabeza y se dirigió hacia la silenciosa nave. Cupelix aguardó a que el humano desapareciera en el interior de la embarcación; sólo entonces extendió las alas y ordenó por telepatía a las hormigas que cesaran de emitir luz. Uno tras otro, los abdómenes se apagaron y los Micones se descolgaron al suelo del obelisco; enseguida, todos se habían introducido por los orificios que conducían a la gruta subterránea.

En aquel momento, entró Kitiara al obelisco.

—¿Dónde se ha metido todo el mundo? —preguntó extrañada.

—Están en la máquina voladora. —En la oscuridad reinante, la mujer no había advertido la presencia de Cupelix y su voz la sobresaltó.

—¡Podrías haberme avisado que estabas aquí! —lo reprendió—. ¿Ha quedado algo de comer?

Apenas formuló la pregunta, se materializó frente a ella una mesa adornada con velas, sobre la que reposaba una fuente con chuletas de ternera, pan, mantequilla dulce y una copa alta de cristal rebosante de vino púrpura. Junto a la mesa había un sillón con cojines de terciopelo. Kitiara tomó asiento.

—¿Qué acontecimiento se celebra? —preguntó.

—Ninguno. Sólo se trata de un gesto amistoso.

—¿Acaso somos amigos?

—Por supuesto, y espero que lo seamos más aún.

—No estaría mal. —Kit sorbió un poco de vino—. Es bueno —opinó, sin encontrar otra calificación para un caldo que no era de uvas, sino de alguna clase de baya, con un ligero gusto agridulce.

—Me alegro de que te guste. Me agrada hacer cosas para ti, Kitiara. ¿Puedo llamarte así? Tú aprecias mis pequeños regalos, no como ese Brightblade, tan inflexible y envarado que es un milagro que no se desconche cuando se afeita.

Kitiara no reprimió una carcajada al escuchar la acertada descripción del dragón.

—Tu risa es encantadora —opinó Cupelix.

—¡Ojo, amigo! —advirtió ella—. Si fuera menos perspicaz, pensaría que tratas de engatusarme.

—Oh, no. Sencillamente, disfruto de tu compañía.

Se escuchó un rápido aleteo que trasladó a Cupelix de un extremo al otro de la percha. Las llamas de las velas titilaron al agitarse el aire.

—Muy pronto maese Brightblade y sus compañeros gnomos descenderán a las cavernas que se extienden bajo la torre. —Cupelix amplió esta información con el relato de la nidada de huevos de dragón—. Mientras hacen su excursión, me gustaría que visitaras mis aposentos privados —propuso a continuación.

La voluminosa figura del reptil salió de las sombras y se posó con increíble gracia y delicadeza frente a la mesa.

—¿Para qué? —Kitiara tenía un nudo en la garganta.

Tan cercanos, a no más de un metro y medio, los ojos de Cupelix eran unos orbes verdes de tres palmos de ancho. Las negras pupilas verticales semejaban hendiduras abiertas a un profundo abismo. El dragón entrecerró los párpados al recorrer con su mirada escudriñadora a la mujer.

—Quisiera que me contaras tu vida y ética moral. También podrás indagar mis secretos. Pero no se lo cuentes a los demás; sentirían celos —dijo.

—Ni una palabra —prometió Kitiara, al tiempo que le guiñaba un ojo. La lengua del dragón cimbreó y rozó su mano; un cálido hormigueo le recorrió el brazo.

—Hasta entonces —se despidió Cupelix. Acto seguido, extendió las alas y se impulsó con las poderosas patas. Su figura se perdió en las sombrías alturas del obelisco.

El corazón de Kitiara recobró poco a poco su ritmo normal, y el hormigueo de su brazo se desvaneció. Alargó la mano hacia la copa de vino, pero, para su sorpresa, le temblaba de tal modo que se le escurrió de entre los dedos y cayó al suelo. El delicado cristal se hizo añicos. Kit apretó los puños.

—¡Maldita sea! —barbotó.

23

En las recónditas cavernas

Los gnomos acogieron la invitación de Cupelix con su habitual entusiasmo. Los nuevos repuestos para
El Señor de las Nubes
aún precisaban un poco más de tiempo para enfriarse y poder ser instalados, por lo que la perspectiva de descender a la gruta les pareció de perlas. Pusieron la nave patas arriba a fin de dar con el equipo adecuado para la ocasión: plumas y papel, por supuesto; cuerdas; cintas métricas y teodolitos para la medición del trazado de las cavernas. Carcoma sacó una balanza grande para pesar los especímenes representativos de los huevos de dragón.

—¡Oh, no! Nadie los tocará, ni siquiera rozarlos —advirtió Sturm.

—Pero ¿por qué? —La pregunta la hizo Pluvio, que vestía su guardapolvo impermeable de forma continua.

—Los Micones tienen orden de matar a quienquiera que toque los huevos —explicó el caballero—. Ni siquiera Cupelix puede revocar tal precepto.

De mala gana, Carcoma renunció a llevar consigo la balanza. Dos horas antes del amanecer, Sturm y el grupo de gnomos rodeaban uno de los amplios orificios abiertos en el mármol. Cupelix estaba posado en la repisa, sobre sus cabezas, y Kitiara miraba divertida desde la puerta de la entrada la cómica formación de gnomos exploradores. Algunos de ellos, en especial Remiendos, iban tan cargados de herramientas que apenas se podían mantener de pie. El único «utensilio especial» que portaba Sturm era un largo rollo de cuerda, que le colgaba en bandolera.

—Confío en que no tengáis intención de bajar por una cuerda —dijo el dragón con voz mesurada—. El camino presenta muchas dificultades.

—¿Y de qué otro modo descenderemos ahí? —inquirió Tartajo.

—Os transportarán los Micones.

—¿Cómo lo harán? —Los ojos de Sturm se estrecharon.

—Es muy sencillo. —Cupelix guardó silencio e inclinó la cabeza, como solía hacer cuando se comunicaba por telepatía con las hormigas. Las cabezas duras y triangulares de los Micones asomaron por los orificios y, antes de que Sturm pudiera oponerse, seis hormigas estaban dispuestas ante el grupo de exploradores—. Son bastante resistentes para acarrear dos gnomos cada una de ellas. La sexta será la montura de maese Brightblade —explicó el dragón.

El caballero se volvió hacia Kitiara.

—¿Estás segura de no acompañarnos?

—Ya he explorado bastante en esta luna, gracias —respondió ella al tiempo que negaba con la cabeza.

Entretanto, los gnomos rodeaban a las hormigas y las medían, tocaban, y les daban golpecitos en los cuerpos cristalinos, desde las antenas hasta el puntiagudo abdomen. La superficie tersa de las criaturas no presentaba huecos donde posar los pies o sujetarse con las manos para montarlas; por lo tanto, tras varias discusiones interrumpidas por el suspiro impaciente de Sturm, los gnomos tejieron con cuerdas unas bridas más o menos aceptables. Los Micones soportaron con total inmovilidad aquella humillación; ni siquiera sus antenas, siempre ondeantes, se agitaron.

Chispa se puso a gatas y Tartajo se subió a su espalda para llegar hasta el lomo de la hormiga. Aun así, no alcanzaba el arqueado tórax de cristal. A Argos se le ocurrió una forma de auparle; apoyó ambas manos y un hombro en las posaderas de su compañero y empujó con todas sus fuerzas. Tartajo subió por el curvo caparazón cristalino, y subió, y subió... y lo sobrepasó; cayó de bruces por el otro costado de la hormiga. Por fortuna, algo blando paró su caída: Trinos.

Sturm hizo una lazada a modo de estribo y se izó hasta el lomo de un Micón.

—Es como montar una estatua. Fría y rígida —comentó mientras se removía para acomodarse.

Los gnomos emularon la lazada ideada por el caballero y, salvo unos pequeños chichones, subieron a sus monturas sin más percances. Formaron parejas: Tartajo y Chispa, Trinos y Argos, Carcoma y Pluvio, Bramante y Remiendos (por supuesto); Alerón quedó solo.

—¿Cómo se dirigen estas cosas? —susurró el carpintero. El ronzal rodeaba el cuello de la hormiga gigante, pero no había modo de controlar a un animal que no respiraba.

—No es necesario —informó el dragón—. Les he ordenado que os conduzcan a las cavernas, os esperen, y después os traigan. Seguirán mis instrucciones al pie de la letra; por consiguiente, no los desviéis. Sujetaos y disfrutad del paseo.

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