El guardian de Lunitari (38 page)

Read El guardian de Lunitari Online

Authors: Paul B Thompson & Tonya R. Carter

Tags: #Fantástico

BOOK: El guardian de Lunitari
9.45Mb size Format: txt, pdf, ePub

El dragón extendió las alas y encogió las patas para elevarse en el aire.

—Puedes descansar tranquilo, maese Brightblade. Nadie será sacrificado. Todos volveremos a ver Krynn. Lo prometo.

25

Proyectos gnomos

Los gnomos se dividieron en dos grupos. El primero, integrado por Tartajo, Chispa, Alerón, Argos y Trinos, se dedicó a estudiar el problema de cómo horadar las paredes del obelisco. La tarea de los otros cuatro gnomos era encontrar el modo de resguardar todo lo que estaba dentro de la torre, incluidos el propio Cupelix y
El Señor de las Nubes.

Los Micones regresaron de su incursión bien pasada la medianoche y, bajo la dirección del dragón, nivelaron la rampa de arena que unos días antes levantaran. Las hormigas gigantes dedicadas a esta tarea sobrepasaban la cincuentena, por lo que muy pronto el terreno que rodeaba al obelisco quedó otra vez igualado y el acceso expedito. Kitiara y el Equipo Demoledor, como se llamaba a sí mismo, salieron a inspeccionar la estructura de la construcción.

—El mármol de las paredes a nivel del suelo tiene no menos de tres metros y medio de espesor —informó Tartajo, tras consultar sus anotaciones—. Inclusive con taladros y piquetas del mejor acero, llevaría a todo un equipo días y días taladrar esa mole de parte a parte.

—Y aún hay más —añadió Argos—. El análisis que he practicado en este mármol indica que es muchísimo más duro que uno corriente. Está vitrificado.

—¿Vitrificado? —Kitiara alzó la mirada hacia el elevado pináculo del obelisco, envuelto en un aura rojiza fluctuante. La mujer recordó a los gnomos las violentas descargas que presenciaran a su llegada—. Toda esa energía provoca el endurecimiento de la piedra.

Tartajo se aproximó al muro y tocó el frío mármol. Después hizo lo mismo con una de las bandas negras y brillantes, insertas entre las descomunales losas rojizas; el tacto era aún más frío que el del mármol.

—Metal —dictaminó—. Estas uniones no son de argamasa, sino de metal.

—¿De verdad? ¿De qué clase? —se interesó Chispa.

Tartajo rascó con la uña la negra superficie. El color quedó indemne.

—Es blando. ¿Plomo, quizás? —sugirió.

Los otros dos gnomos se acercaron y lo examinaron. Trinos confirmó con un gorjeo que, en efecto, se trataba de plomo.

—Muy sólido —dictaminó Argos, al tiempo que palmeaba el muro.

—Tengo una idea —anunció Kitiara. Los hombrecillos la miraron tan extrañados como si hubiese dicho que le estaba creciendo otra cabeza. La mujer, algo irritada, insistió—. Sí,
tengo
una idea. He presenciado la caída de muchas murallas de fortalezas, derribadas por el ejército invasor, y todas ellas eran, si no tan sólidas, al menos igual de gruesas que estos muros. Las tropas de asedio excavaban túneles bajo los cimientos y más tarde las minaban.

El asombro se plasmó en todos los semblantes del Equipo Demoledor.

—¡Vaya! ¡Si es algo muy sencillo! —exclamó Tartajo.

—¿Cómo no se nos había ocurrido? —se preguntó Chispa.

—¡No hay más que excavar la arena! —concluyó Alerón.

Los tres se dejaron caer de rodillas y, al momento, la rojiza arena volaba por el aire. Kitiara movió la cabeza con un gesto irritado y regresó a la nave. Encontró a Sturm de pie, apoyado en una muleta que Carcoma le había preparado. El caballero se había mantenido al margen de todos los preparativos; sin embargo, preguntó interesado por la decisión adoptada por los gnomos.

—Ya están cavando —remarcó la mujer, quien mientras tanto había cogido una palanca de hierro del almacén de herramientas. Sin más, regresó con los enfebrecidos excavadores. Sturm, cojo, siguió sus pasos.

Los gnomos perforaron un hoyo que duplicaba su propia altura en un corto espacio de tiempo. Bajo el nivel del suelo, los cimientos del obelisco eran una continuación de las paredes superiores: bloques de mármol macizo unidos con plomo. Kitiara ocupó el lugar de los gnomos en el agujero y levantó la barra de hierro sobre su cabeza.

—¡Espera! Eso es roca... —comenzó a decir Argos.

No tuvo oportunidad de acabar la frase. Kitiara golpeó los cimientos con toda la potencia de su fuerza incrementada. Se escuchó un crujido, como si una gruesa rama de árbol se hubiese resquebrajado. Una diminuta esquirla de mármol saltó por el aire y cayó a los pies de Sturm. El hombre se agachó con torpeza para recoger el fragmento. Parecía un pétalo desprendido de una rosa pétrea.

—¡Mirad la palanca! —exclamó Chispa.

La palanca de hierro de tres centímetros de grosor tenía el extremo plano reventado en forma de hongo y toda la barra aparecía doblada en una curva pronunciada. Kitiara apoyó la herramienta contra su rodilla e intentó enderezarla, pero no consiguió más que doblarla hacia el lado opuesto. Con gesto de fastidio la arrojó a un lado.

—Intenté advertirte —dijo Argos—. La base de la torre se asienta sobre el techo de la caverna. Es roca sólida.

—Pero el techo está perforado —intervino Alerón—. Tiene agujeros; los de los Micones. Nosotros mismos pasamos a través de ellos cuando visitamos la cámara de los huevos.

—Minar los cimientos no dará resultado —sentenció Tartajo con desánimo—. Se nos presenta el mismo problema que en los muros exteriores.

Kitiara se sacudió la arena de las manos y las polainas. Cuando habló, su aliento se hizo visible en el aire frío de la noche.

—Ahora todo depende de vosotros, gnomos.

Los hombrecillos se agruparon en círculo y cambiaron impresiones en su atropellado parloteo que resultaba incomprensible a los dos humanos. Por fin, Tartajo volvió hacia ellos la cabeza.

—Hemos de consultar con nuestros colegas —anunció.

—¿Tenéis algún plan?

—A grandes rasgos, pero necesitamos los conocimientos de nuestros compañeros para concretarlo.

Los gnomos se alejaron al trote hacia el interior del obelisco. Sturm empujó absorto la palanca con la punta de la bota y habló con voz inexpresiva.

—Parece muy difícil controlar esa desmesurada fuerza que, por otro lado, se incrementa sin cesar, ¿no es cierto? ¿Por eso te mueves como si el mundo fuera de cristal, Kit?

Ella recogió con brusquedad la barra de hierro, la asió con una mano y comenzó a doblarla con lentitud hasta formar un ángulo recto... sin emplear más que su pulgar. Después la tiró a un lado con violencia.

—¿Era eso lo que querías ver? —inquirió, con voz tensa.

* * *

Cupelix y los dos humanos se hallaban sentados en un extremo del obelisco; es decir, Sturm y Kitiara sentados en unas cajas y el dragón posado en su repisa. Los tres observaban con suma atención. Carcoma había improvisado un caballete que los gnomos habían cubierto con un trozo de tela y, de pie, junto a él, se encontraba Tartajo con un largo y delgado puntero en la mano. Los otros se habían acomodado en un banco instalado frente a los humanos.

—Dama, caballero y bestia. —El jefe de los gnomos inició su disertación.

Cupelix exhaló un borrascoso suspiro que levantó la barba del gnomo. Éste corrigió con voz suave.

—Dama, caballero y dragón. Tengo el placer de presentarles La Barrena Liberadora Del Obelisco, Fase I. —Tras esta presentación, levantó el trozo de tela y descubrió un gran fragmento de pergamino clavado al caballete; sobre él, aparecía dibujado con tinta marrón el diseño de un artilugio inverosímil. Apoyado en un inmenso bastidor de madera, reposaba un descomunal taladro en espiral, una versión ampliada de la herramienta utilizada por los carpinteros para perforar agujeros. De acuerdo con las cifras reflejadas en el pergamino, sólo el grosor de la barrena alcanzaba los cuatro metros y medio, el diámetro óptimo, según Tartajo, para que Cupelix pudiese atravesarlo.

—Muy ingenioso —dijo el dragón, que contemplaba con evidente escepticismo la peculiar invención—. ¿Cómo funciona?

—Hay que girar esta biela excéntrica que aparece aquí. —El puntero golpeó la ubicación de la manivela en el pergamino—. La manejaremos entre los once. De acuerdo con las estimaciones más favorables, el taladro perforará el muro en sesenta y siete horas de trabajo.

—¡Son casi tres días! —gritó Kitiara.

—En Lunitari, dos días y dos noches —puntualizó Argos.

—Es lo de menos —intervino Sturm—. Me pregunto de dónde saldrá el acero necesario para forjar el taladro y las vigas para el bastidor.

—A excepción de la espiral del taladro y unos cuantos puntos de tensión, como por ejemplo los cojinetes, todos los demás componentes de La Barrena Liberadora Del Obelisco se fabricarán con madera.

—¿Con qué madera? —insistió el caballero.

—Del casco y las cuadernas de
El Señor de las Nubes,
sin duda.

—¡Aaah! —Kitiara enterró el rostro entre las manos con gesto desesperado. Sturm suspiró hondo y preguntó con tanta calma y paciencia como le fue posible.

—Si desmanteláis la nave, ¿cómo volveremos a casa?

Los gnomos, pillados por sorpresa, se miraron los unos a los otros, perplejos. Por fin, Remiendos, con un soplo de voz, dijo algo sobre reconstruir la embarcación una vez hubiesen liberado al dragón.

—¡No! —se opuso Kitiara—. Jamás conseguiríais recomponer algo parecido a un barco. ¡Muchachos, tendréis que inventar algo mejor!

—¡Tranquila! —replicó el jefe de los gnomos. Acto seguido, arrancó del caballete el elaborado diseño de La Barrena Liberadora Del Obelisco; debajo de éste, apareció un nuevo e igualmente meticuloso diagrama—. Este es, me enorgullece decirlo, El Amplificador Del Acceso Al Obelisco. Dado que la puerta representa un punto natural de entrada, se nos ocurrió este proyecto alternativo. Estos tornos extensores se instalarán en la entrada. —El puntero voló hacia el diagrama—. Tensando estos torniquetes aquí, aquí y aquí, se ejercerá una presión en los arietes que resquebrajará el hueco de entrada.

Sólo les llevó un minuto, a Sturm y Kitiara, destruir el proyecto de El Amplificador Del Acceso Al Obelisco; sobre todo, por las mismas razones que lo había sido La Barrena Liberadora: no disponían de los materiales adecuados para su fabricación. No existía más madera o metal que los que habían traído los propios gnomos, o los que formaban parte de
El Señor de las Nubes.

—Démonos por vencidos —dijo el dragón con un profundo suspiro.

—¡Jamás! —afirmó Alerón. El piloto se arrancó las vendas que cubrían su rostro para que todos pudiesen verle los ojos. Las pupilas se habían dilatado de tal forma que ocupaban todo el globo ocular. Luego se los tapó con las manos.

—Habéis visto lo que me ha ocurrido. No puedo cerrar mi visión a nada. He de dormir boca abajo, con la cara pegada al suelo y a través del cual soy capaz de contar estrato tras estrato hasta alcanzar el núcleo de esta luna. —El gnomo señaló a Carcoma, que se sentaba a su lado—. Mi buen colega percibe incluso el roce de un grano de arena contra otro. Bramante casi tiene sellada una mano a la otra, ¿no es así, amigo mío? Las ropas de Pluvio comienzan a enmohecer por la constante humedad. Todos los demás también tienen problemas, pero no nos marcharemos de aquí hasta solucionar el tuyo.

Sturm, que había estado escuchando con mucha atención las palabras del gnomo, intervino.

—Ya que hablamos de nuestros «dones», os mostraré algo.

El caballero rasgó el vendaje de la pierna. Donde hacía dos noches había una fea herida abierta, no se percibía más que la piel suave, limpia de cicatrices.

—La misma magia que hace caminar y luchar a los árboles ha sanado mi herida. No pedí que ocurriera, pero ha sucedido; y me ha convencido de una cosa: éste no es sitio para mortales. Por eso, sólo por eso, cuentas con mi ayuda, dragón. Cuanto más tiempo permanezcamos en Lunitari, más nos afectará su magia. Puesto que mis compañeros han resuelto ayudarte, mi oposición sólo nos retrasaría.

—Bienvenido a la lucha —respondió Cupelix.

—Alerón, ya que ves a través del suelo, ¿no has descubierto algún depósito de hierro o cobre? —preguntó Kitiara.

—¡Ay, no! Toda esta luna está formada de arena, granito y más arena.

—Arena —dijo Argos en un murmullo. El gnomo se bajó de un brinco del asiento, paseó hasta la pared más alejada y volvió sobre sus pasos. Con un dedo siguió el trazado de la banda divisoria entre dos bloques de mármol—. ¡Arena! —gritó de pronto—. ¡Arena, arena, arena!

—¡Cuidado, le patinan los engranajes! —advirtió Pluvio.

Argos respiró hasta inflar el pecho y a continuación se encaminó hacia Tartajo con actitud digna.

—Arena —repitió—. Es lo que hay en abundancia en este mundo ¿no es así?

—Eh... sí —admitió vacilante el jefe de los gnomos.

El astrólogo desplegó con celeridad su lupa y la colocó sobre la palma de su colega.

—¿De qué están hechas estas lentes?

—De cristal —respondió deprisa Bramante.

Argos se volvió hacia él y lo señaló con el dedo mientras proseguía.

—¿De qué están hechas las armas de los lunitarinos?

—De cristal —dijeron al unísono Sturm y Kitiara.

—¡Exacto! ¿Con qué se hace el cristal?

Todos guardaron silencio.

—De arena, pero... —comenzó Remiendos.

—¡Arena, cristal, lentes! ¿No os dais cuenta? Fabricaremos una lente gigante con la que concentraremos la luz del sol en un potente rayo ardiente. La potencia calorífica del foco superará en mucho el punto de licuación del plomo; por lo tanto...

—La pared se desplomará —acabó Cupelix—. ¿Podremos hacerlo?

—Nada se puede dar por hecho —respondió Argos con una cautela poco habitual en los gnomos—. Necesitaremos una fuente permanente de calor para derretir la arena.

—¿Y qué me decís de lo que encontramos en las cavernas? ¿Sería eso bastante caliente? —preguntó Sturm.

—El magma sería más que suficiente para fundirla... —opinó Chispa.

—Los Micones os proporcionarán toda la arena que preciséis —ofreció Cupelix—. ¿Los pongo ya en marcha?

—Será mejor que antes saquemos de aquí a
El Señor de las Nubes.
Nos hará falta mucho espacio para trabajar —argumentó Tartajo.

El dragón convocó a los Micones, y los gnomos los engancharon a unos arneses que amarraron a la proa de la nave. Las hormigas sacaron la voluminosa embarcación por el acceso del obelisco y la llevaron hasta el llano terreno del exterior. Los hombrecillos se ocuparon de transportar las alas desmontadas y las colocaron con cuidado a la sombra del casco. Acto seguido, Cupelix entró en una larga comunicación telepática con sus mascotas, que enseguida se reunieron en el exterior. A continuación, rodearon el obelisco como un ejército de criaturas mudas atentas a una voz audible sólo para ellas. En un abrir y cerrar de ojos, sesenta hormigas gigantes se volvieron de espaldas a la torre y comenzaron a arar la tierra con sus cabezas. Los surcos de roja arena se abrieron bajo un cielo sembrado de estrellas; entre tanto, otros Micones apilaban la arenisca en ordenados montones.

Other books

Earthrise by Edgar Mitchell
Mining the Oort by Frederik Pohl
Quintana of Charyn by Melina Marchetta
Hangman Blind by Cassandra Clark
Shifter's Lady by Alyssa Day
The Way Home by Gerard, Cindy