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Authors: Paul B Thompson & Tonya R. Carter

Tags: #Fantástico

El guardian de Lunitari (47 page)

BOOK: El guardian de Lunitari
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La mujer fijó la mirada en la mugrienta bolsa suspendida sobre sus cabezas. El globo de lona se había deshinchado de forma gradual, de acuerdo con el aumento de la temperatura, y se removía en la floja red, como un animal salvaje que tratara de escapar furtivamente. Kitiara acarició la empuñadura de su daga. «Se acabaron las tonterías», pensó. «En el momento en que las condiciones me parezcan favorables, ¡yo misma la desgarraré!»

Alerón, todavía atareado en el manejo de las velas, señaló hacia la proa, por el lado de estribor.

—¡Fuego! —chilló.

Argos desplegó el catalejo y lo enfocó hacia el distante fulgor anaranjado que se divisaba entre la niebla. El astrólogo se quedó boquiabierto, estático; después apartó el telescopio y lo cerró.

—¡Bobalicón! —increpó al piloto—. ¿Nunca has visto amanecer?

—¿Cómo?

—¿Amanecer? —repitió Kitiara. La salida del sol sólo podía significar que se hallaban lo bastante cerca de tierra para que el astro surgiera como la bola de fuego que todos recordaban, y no como el disco amarillento que divisaban entre la luna roja y Krynn.

Al intensificarse el calor y el brillo del sol, la niebla se disipó. A trescientos metros por debajo de la nave, se extendía un océano; hasta donde alcanzaba la vista, no se divisaba otra cosa que las aguas verdosas del mar. El aroma del salitre impregnó el aire cuando los rayos ardientes del astro caldearon la superficie líquida.

Se levantó una suave brisa del norte y la nave se desplazó, lenta y cansinamente, a unos seis nudos de velocidad. Con el transcurso de las horas, la pegajosa humedad aumentó, y los viajeros se despojaron de las pieles y prendas de abrigo. Los gnomos incluso se desprendieron de sus zapatos, y sobre la cubierta resonó el suave trepidar de nueve pares de pies diminutos en un afanoso ir y venir. A fin de protegerse del ardiente sol, Remiendos troceó las camisas y preparó unos grandes pañuelos para todos; poco después, el grupo de gnomos parecía una banda de pequeños piratas.

También Kitiara se había librado de las pesadas ropas de abrigo y sólo vestía el pantalón de montar y un chaleco de cuero. Sturm se mostró remiso a despojarse de su túnica de manga larga y de las botas. La mujer observó las manchas de sudor que se extendían por su pecho y bajo los brazos, y llegó a la conclusión de que mantener una sobria dignidad podía convertirse en una carga muy pesada.

Lograron que la nave descendiera hacia el mar angulando las alas; el rezón rebotó en las crestas de las oías. Argos trabajó con tesón con su astrolabio para determinar su localización, pero al carecer de compás o cartas de navegación apropiadas, no alcanzó más que una estimación aproximada y a grandes rasgos. Aun así, lo intentó y al cabo de un rato había llenado toda la cubierta, desde el puente de mando hasta el codaste, con cifras y más cifras; el sudor se acumuló en las arrugas de su frente y goteó de forma molesta por la punta de su nariz. Kitiara y Sturm examinaron durante un rato los profusos cálculos del astrólogo hasta que la mujer, impaciente, inquirió.

—¿Y bien?

—Estamos en Krynn —respondió Argos. Kitiara contó en silencio hasta diez a fin de controlar su irritación. El gnomo prosiguió—. La mejor estimación que puedo ofrecer es que nos encontramos en alguna zona del Mar de Sirrion, a quinientos, mil o mil quinientos kilómetros de Sancrist.

—¿A quinientos, mil o mil quinientos? —repitió confuso Sturm.

—Sin un compás es muy difícil ser más preciso. —El gnomo se quitó una gota de sudor que colgaba pertinaz de la punta de su nariz—. Estoy seguro de que se trata de uno de esos tres múltiplos de quinientos.

—¡Fantástico! Lo mismo podemos alcanzar la Bahía de Thalan dentro de cuatro días, como morirnos de hambre mientras llegamos a una isla que se encuentra a miles de kilómetros de distancia. —Kitiara levantó los brazos sobre su cabeza.

—No pereceremos de inanición —apuntó Alerón.

—¿Ah, no? ¿Cómo estás tan seguro?

—Ahí hay un barco —respondió con tranquilidad, al tiempo que señalaba con un dedo hacia el mar.

Las cifras que tanto trabajo le habían costado a Argos se borraron en un instante al ser pisoteadas por todos en su afán de asomarse por la borda. A babor, Silueteadas contra el horizonte, otearon unas velas blancas y los mástiles de una embarcación. Argos sacó su catalejo, pero Kitiara se lo arrebató de las manos.

—¡Eh! —protestó el gnomo, pero la mujer se había llevado el instrumento al ojo y escudriñaba las aguas.

La nave era una carabela de dos palos, de origen dudoso; no llevaba mascarón de proa ni se distinguía nombre alguno en el castillo de proa. De los mástiles, no colgaba ningún estandarte o bandera. La cubierta estaba muy limpia y el lustrado maderamen, reluciente.

—¿Tienes alguna idea de dónde procede? —inquirió Sturm.

—No. No veo a ningún miembro de la tripulación.

—Busca en los aparejos. Navegan a todo trapo, y lo normal es que alguien esté subido a las jarcias.

—Ya lo he hecho, pero tampoco ahí he divisado a nadie.

La velocidad de
El Señor de las Nubes
aminoró al entrar en un estrato bajo de aire, que soplaba en otra dirección. Las velas de parches orzaron y se sacudieron con impotencia. En tanto Sturm y los gnomos se ocupaban de fijarlas y orientarlas de nuevo, la mujer estudió con interés la enigmática embarcación.

—¿Una nave pirata quizás? ¿O de contrabando? —musitó para sí. Existían muchas razones para ocultar el nombre de un barco, pero pocas eran legales. Kitiara llamó al caballero.

—¡Sturm! ¡Sturm, acércate!

—¿Qué ocurre?

—¿Por qué no alcanzamos a la nave y la abordamos?

El hombre llegó hasta el borde del techo del puente de mando e hizo visera con la mano para resguardarse los ojos del sol y mirar a la guerrera con intensidad.

—¿Para qué?

—Tal vez lleve alimentos y agua fresca.

Su argumento tenía mucho peso. Sturm estaba tan harto de judías secas y plantas de Lunitari como cualquiera de sus compañeros. Aceptó la proposición.

—Podemos hacerlo. El rezón sigue colgando, así que tendremos que cuidarnos para no romperle los aparejos o rasgar las velas.

El misterioso barco mantenía el mismo rumbo, con todo el velamen desplegado. Cuando
El Señor de las Nubes
sobrevoló cerca del costado de babor, Kitiara descubrió que el timón estaba amarrado. Las vidrieras del castillo de proa también tenían echados los postigos y todas las portañolas del casco estaban cerradas. En un día caluroso y de viento en calma como aquél, haría un calor bochornoso en el entrepuente, pensó la mujer.

—Soltad las velas —ordenó Sturm. Trinos y Bramante las desplegaron y la nave dio un brusco salto hacia adelante. Él rezón se enganchó en el estay del palo mayor y frenó a
El Señor de las Nubes,
que giró sobre sí. De pronto, volaron con la popa por delante, arrastrados por la carabela.

—¿Ahora qué? —quiso saber Alerón, mientras se asomaba por la borda.

—Alguien tendrá que bajar para amarrarnos —sugirió el caballero—. Lo haría, pero temo que este cabo sea demasiado fino para mi peso.

—No me mires —dijo Kitiara—. Ya he tenido escaladas de sobra en este viaje.

Remiendos se ofreció para el trabajo; era el más pequeño y también el más ágil. El gnomo descendió por la cuerda hasta el remate del mástil y, una vez que alcanzó la cruceta, agitó los brazos e indicó con un gesto que había llegado bien.

—¡Busca un cabo más grueso, amárralo y sube con él hasta nuestra nave! —dijo Sturm a voces. Remiendos asintió con la cabeza y se descolgó por el aparejo hasta la cubierta de la carabela. Encontró una soga gruesa enrollada junto al palo del trinquete y se la echó al hombro. Poco después estaba de vuelta en
El Señor de las Nubes.

—Sí, señor, éste es mi aprendiz —dijo Bramante con orgullo.

—¿Viste señales de vida en ese barco? —le preguntó Kitiara.

Remiendos dejó caer en el suelo el resto del rollo de soga antes de responder.

—No. Todo está muy limpio y cuidado, pero no hay ni un alma.

Sturm bajó al camarote. Cuando regresó a cubierta, llevaba su espada; tras colocarse el cinturón en bandolera, pasó una pierna por encima de la batayola.

—Será mejor que me adelante y eche una mirada.

—Te seguiré —dijo Kitiara.

—Y yo —propuso Remiendos. Todos los gnomos se mostraron dispuestos a ir tras él, pero Sturm se negó.

—Alguien ha de quedarse a bordo. Arregladlo como queráis, pero no podéis venir todos.

Treinta metros son muchos cuando esa distancia hay que salvarla descolgándose por una cuerda, pensó el caballero, que tuvo que hacer un alto a medio camino, mareado por el calor. Se enjugó el sudor que le entraba en los ojos, sin dejar de preguntarse cómo iba a subir después a pulso. Sintió un gran alivio cuando sus pies tocaron la lustrosa y oscura madera de roble del peñol. A continuación, Kitiara inició el descenso enroscando en la soga sus piernas desnudas.

La cubierta estaba tal como la había descrito el pequeño Remiendos: pulcra y ordenada. Aquello no le gustó nada a Sturm; los tripulantes no habrían abandonado una embarcación que estaba en excelentes condiciones sin tener un buen motivo.

Kit se dejó caer de un salto en la cubierta y sobresaltó al hombre, que se revolvió al tiempo que desenfundaba la espada.

—¡Tranquilo, soy yo! Estoy en el mismo bando, ¿recuerdas?

—Lo siento. Este barco me ha puesto los nervios a flor de piel. Si te parece bien, iremos hasta la proa: tú por el lado de estribor y yo por el de babor.

Completaron el recorrido sin descubrir nada anormal, excepto que no había señales de ningún miembro de la tripulación. Junto al bauprés había una escotilla, y la guerrera propuso bajar por ella al interior de la nave.

—Aún no. Inspeccionemos antes la popa.

En aquel momento, Argos y Tartajo llegaban a la cubierta. El astrónomo manejaba una escuadra de carpintero y el jefe de los gnomos blandía un martillo, al parecer, las únicas «armas» que habían encontrado a bordo. Ahora más que nunca parecían unos diminutos piratas al abordaje de una desafortunada embarcación.

—¿Habéis d...descubierto algo?

—Nada.

La rueda del timón estaba, como advirtiera antes Kitiara, atada con fuerza y sólo se desplazaba unos centímetros a la derecha o a la izquierda, según la dirección en que el viento y las olas empujaban el timón. Sturm intentaba encontrar algún indicio que apuntara cuánto tiempo hacía que estaba amarrada, cuando Kitiara dio un sonoro respingo.

—¡Mirad!

Clavado en la pared del alcázar había un cuervo; un cuervo muerto, disecado, con las alas y la cola extendidas.

—Esto lo he visto en otras ocasiones —dijo Kitiara—. Alguien ha lanzado un hechizo sobre este barco y como protección del maleficio se ha clavado ese cuervo. ¡Tenemos que salir de aquí!

—Tranquilízate. —La voz de Sturm era reposada—. No he advertido vestigios de fuerzas mágicas activas. Entremos y veamos si al menos identificamos el barco.

Empujaron la puerta de listones. Los goznes de bronce gimieron. En el umbroso interior del alcázar hacía un calor sofocante. Unas delgadas franjas de luz proyectaban unas sombras extrañas en la estancia.

—Tartajo, abre los postigos, por favor.

El gnomo se dirigió hacia el juego de luces y sombras situado a la derecha y durante un momento se escuchó el suave y repetido roce del pestillo al correrlo. Las contraventanas se abrieron y la luz inundó la cabina.

—Aquí está el capitán —dijo Kitiara con voz lúgubre.

El señor de la carabela estaba sentado a la mesa, fija la ciega mirada de sus cuencas vacías. Los huesos del cráneo estaban limpios y secos por completo; las manos esqueléticas reposaban sobre el tablero de la mesa, con los dedos entrelazados. El capitán llevaba una ostentosa casaca de brocado azul, ornada con borlas y galones dorados. Como toque macabro final, los despojos de su última cena aún se encontraban en un plato frente a él. Tartajo hurgó en los huesecillos de la carcasa.

—Pollo. Una g...gallina, diría yo —anunció.

Sturm tomó la copa de peltre colocada junto a la mano derecha del muerto y la olió. No había trazas de la existencia de veneno en el recipiente vacío. Al dejarla otra vez sobre la mesa, se fijó en el anillo de plata que el hombre lucía en uno de los dedos. Levantó con toda clase de cuidados la esquelética mano pero, a pesar de todo, los huesos se desmoronaron al tocarlos. Sturm alzó el anillo hacia la luz, a fin de buscar alguna inscripción o el cuño del orfebre, pero la sortija era un simple aro de plata algo oxidado, fabricado en cualquier parte y por cualquier persona.

Kitiara se había agachado para atisbar debajo de la mesa.

—¡Eh! ¿Qué es eso? —Cuando se incorporó, sujetaba entre las manos otra calavera—. Esto se encontraba entre los pies del Capitán Hueso. Alguien le cortó la cabeza a este muchacho. Se nota la señal del hacha aquí, mira. —La guerrera dejó la horrenda reliquia en la mesa y se agachó de nuevo—. Bonitas botas. Piel de gamo y hebillas de plata. Nuestro capitán era todo un dandi.

—Me pregunto quién sería —musitó Sturm.

—¡C...cielos! —Tartajo se hallaba cerca de las ventanas de popa y había topado con un arcón forrado en cuero. El gnomo soltó la sencilla cerradura y el contenido quedó desvelado: montones de monedas de oro y piedras preciosas. Kitiara emitió un penetrante silbido mientras se apoderaba de una esmeralda singularmente hermosa.

—Ahora lo comprendo. Éste es un barco pirata —comentó.

—¿Qué te induce a pensarlo? —inquirió Argos.

—¡No se amasa un botín semejante con textiles o con la pesca!

La guerrera levantó la tapa de un segundo cofre. Este se encontraba repleto hasta el borde de pequeñas cajas de madera. Kit abrió una de ellas y se asomó para descubrir el tesoro que guardaba; un instante después, encogía la nariz y soltaba un estrepitoso estornudo.

—¡S...salud! ¿Qué es? —se interesó Tartajo.

—Especias... ¡Pimienta! —respondió entre resuellos al tiempo que cerraba de golpe la tapa. Sturm se asomó por encima de su hombro.

—Las especias son más escasas que el oro y, por lo tanto, más preciadas —afirmó rotundo—. Este cofre es sin duda más valioso que el otro.

—¡Bah! Cuando llegue el momento, quiero mi parte en oro y joyas —insistió la mujer. Sturm la miró de hito en hito.

—¿Tu parte? Creí que te preocupaba el maleficio.

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