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Authors: Paul B Thompson & Tonya R. Carter

Tags: #Fantástico

El guardian de Lunitari (6 page)

BOOK: El guardian de Lunitari
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Tirolan seguía remando incansable y maniobraba con habilidad entre los barcos de mayor tamaño. Kit estiró el cuello para echar una ojeada por encima del empinado costado de un gran bajel procedente de Ergoth. Un cuarteto de marineros, con la cabeza cubierta con gorros de lana, se asomó por la borda y los hombres comenzaron a silbar y a gritar al verla. La mujer los saludó con la mano con desenfado.

—Me gustaría ver qué quedaría de tanta audacia, si nos encontráramos cara a cara con las espadas desnudas —comentó en voz baja a Sturm.

Cuando ya habían rebasado los grandes barcos, el trío divisó una nave muy extraña fondeada en el muelle de aguas profundas. Era alta y cuadrada y llevaba adosadas a los costados una especie de ruedas de carreta. El único mástil era corto y grueso y en la parte superior parecía arder la fogata señalizadora de un faro. Una nube de humo y hollín flotaba sobre la horrenda nave.

—¿Qué demonios es eso? —exclamó sorprendido el elfo.

Bogaron un poco más cerca y divisaron un pesado botalón aparejado en el lado de estribor de la nave. En el mismo costado, se alineaba una gabarra en la que ya se habían descargado dos enormes cajones de madera.

Una tercera caja, tan grande como la lancha en que navegaba el trío, era izada con lentitud desde la cubierta del humeante y estrafalario buque en aquel mismo momento.

—Se va a caer —manifestó Tirolan—. ¡Observad!

El botalón empezó a oscilar hacia adelante y hacia atrás, y vieron el cajón sujeto en una red de carga y a un grupo de pequeñas figuras que pugnaban denodadamente por hacer contrapeso y levantarlo. El esfuerzo resultó vano. La red cedió y el pico de una esquina abrió un agujero que se ensanchaba por momentos; acto seguido, la caja salió a través del desgarrón, se desplomó sobre el agua y estuvo a punto de arrastrar en su caída a la gabarra cargada. Varios de los pequeños personajes dieron unos tumbos por la cubierta y se precipitaron por la borda, en medio de estridentes chillidos. Tirolan se reía a carcajadas.

—Tendría que haberlo adivinado —dijo jocosamente—. ¡Son gnomos!

Sturm no conocía a los integrantes de esta pequeña raza más que por su reputación de inveterados chapuceros, inventores de máquinas demenciales y ensayistas de interminables teorías. Como sentían un profundo desdén por la práctica de la magia, los gnomos eran los más fervientes partidarios de la tecnología en todo Krynn, y habían mantenido con los Caballeros de Solamnia un pacto de ayuda mutua a lo largo de generaciones, debido quizás a la desconfianza que ambos grupos sentían por todo lo relacionado con la hechicería.

Tirolan rodeó la popa de la nave gnoma. Kit señaló hacia una interminable hilera de letras que aparecían pintadas a través de la popa, a lo largo del costado, bajo la proa... No era otra cosa que el nombre de la nave. El fragmento escrito en la popa decía:
Principio de Compresión Hidrodinámica y Volatilidad Etérica, Controlada por el Sistema de Mecanismo Más Ingenioso Ideado por el Ilustre Inventor, Aquel-Que-Articula-Polinomios-Fraccionados-Mientras-Duerme...;
etc. etc. etc.

—¿Los ayudamos? —sugirió Sturm.

—No, a menos que quieras mojarte tú también —objetó la mujer.

Como era de esperar, los gnomos que se encontraban en la gabarra y trataban de echar un cabo de salvamento, no consiguieron más que caer, también ellos, de cabeza por la borda. El elfo continuó remando y se alejó del lugar de la catástrofe.

—¿Qué contendrán esas cajas? —preguntó el caballero mientras dejaban atrás el pandemónium organizado por los gnomos.

—¿Quién sabe? Quizás una nueva máquina para pelar y trocear manzanas —bromeó el elfo—. ¡Ahí está el muelle!

Al llegar a las pilastras del embarcadero, Tirolan levantó los remos y dejó que la lancha se acercara lentamente, de costado, hasta detenerse. El caballero ató el cabo de proa al amarradero y los tres ascendieron por la corta escalinata que llevaba a la plataforma.

No les fue difícil desembarcar a los caballos, ya que usaron el aparejo de poleas instalado en el muelle para facilitar la carga y descarga de mercancías.

—¿Y qué es lo que vamos a hacer ahora? —inquirió Sturm.

La primera línea de puerto la formaban tabernas y comercios expendedores de aguardientes. Detrás, se alzaban los grandes edificios de almacenaje.

—No sé vosotros, muchachos —intervino Kitiara con la mirada fija en los establecimientos públicos—, pero yo estoy sedienta.

—¿No puedes esperar? —protestó el caballero.

—¿Y por qué habría de hacerlo? —La mujer se colocó el cinturón de la espada en un ángulo apropiado y, sin volverse a mirar atrás, echó a andar con su montura cogida por las bridas. Los dos hombres la siguieron de mala gana.

Sin ningún motivo aparente, Kitiara eligió una taberna Llamada La Cabeza Cortada y, tras atar a la yegua, abrió la puerta de una patada. Se detuvo un momento en el umbral y recorrió con la vista la habitación; se percibían figuras que se movían de acá para allá en el sombrío local. Una oleada fétida procedente del interior les alcanzó las fosas nasales.

—¡Aaaj! —exclamó asqueado el elfo—. Ese olor no es humano.

—Vayámonos, Kit. Este no es sitio para nosotros —dijo a su vez Sturm mientras la tomaba por el codo para apartarla de allí. Pero la mujer, que no estaba dispuesta a razonar, se libró de su mano de un tirón y se metió en el tugurio.

—¡Estoy harta de caminos polvorientos y barcos incómodos! Este sitio me interesa mucho —exclamó con voz desafiante.

—Mantente alerta —susurró el caballero a la puntiaguda oreja de Tirolan—. Kit es una buena amiga, pero estos largos meses de inactividad en Solace la hacen actuar de forma temeraria.

La taberna carecía de mostrador; sólo tenía unas cuantas mesas y sillas esparcidas en desorden. Kitiara caminó con un movimiento ondulante hacia una mesa situada en el centro de la habitación, pasó la pierna sobre el respaldo de la silla y se sentó a horcajadas.

—¡Cantinero! —llamó a voces. Las cabezas se volvieron en su dirección y Sturm advirtió varios pares de ojos relucientes en la penumbra, tan rojos y ardientes como brasas de una fragua. Los dos hombres se sentaron con sigilo.

Una criatura achaparrada y deforme apareció junto al brazo de la mujer. Resoplaba como un fuelle agujereado, y con cada resuello se expandía una nueva oleada pestilente.

—¿Uhhh? —articuló la grotesca criatura.

—Cerveza —pidió secamente Kitiara.

—Uh... uh.

—¡Cerveza! —repitió en voz más alta. La criatura sacudió el torso de un lado a otro a modo de negativa. Kitiara dio un manotazo en el tablero de la mesa—. Trae la especialidad de la casa —sugirió. Esta vez obtuvo un gruñido afirmativo. El sirviente se dio la vuelta con movimientos renqueantes—. ¡Apresúrate! —le gritó Kit, y la criatura se alejó con paso cansino.

Algo se levantó en la penumbra de la taberna. Su altura debía aventajar en casi una cabeza a Sturm y era el doble de corpulento. La masa voluminosa se acercó a su mesa.

—Éste no es sitio para vosotros —dijo la mole, con una voz profunda y cavernosa.

—Bueno, los conozco peores —respondió Kitiara con descaro.

—Este no es sitio para vosotros —repitió el individuo.

—Quizá deberíamos marcharnos —intervino rápidamente Tirolan—. Hay muchas otras tabernas. —Sus ojos se dirigieron hacia la salida con el objeto de calcular la distancia que los separaba de ella.

—Ya he pedido la bebida. Siéntate —ordenó Kitiara sin permitir discusiones.

La mole se inclinó y posó una mano grande como un plato —y con sólo cuatro dedos— sobre la mesa. La piel era reseca y escamosa.

—¿Os vais u os echo a patadas? —amenazó.

—No queremos jaleo... —Tirolan se levantó de un salto.

El otro brazo de la criatura se disparó y asió al joven por el pecho. Al tambalearse, la capucha se deslizó y dejó al descubierto sus rasgos elfos. Se escuchó un respingo general en la habitación. El extraño siseo hizo que a Sturm se le erizase el vello de la nuca.

—¡Kurtrah! —
graznó la amenazante criatura.

Sturm y Kit se pusieron de pie sin brusquedad, pero rápidamente. Las espadas salieron de las fundas; la de Tirolan era corta y de manufactura elfa. Los tres se colocaron en círculo, espalda contra espalda.

—¿Has visto en que lío nos has metido? —reprendió el caballero a la mujer, sin bajar la guardia.

—Sólo pretendía divertirme un rato —replicó ella—. ¿Qué te pasa, Sturm? ¿Acaso quieres ser eterno?

Una banqueta de tres patas se les vino encima desde las sombras; el caballero la desvió hacia un lado con un golpe del canto de su arma.

—Eterno, no, ¡pero unos cuantos años más no estarían mal! —respondió.

De alguna parte de la penumbra surgió un destello metálico.

—Desplazaos hacia la puerta —urgió Tirolan—. Hay demasiados de esos... lo que sean, para hacerles frente. —Una jarra de barrase hizo añicos contra la viga del techo y los pedazos llovieron sobre las cabezas de los tres compañeros—. ¡Casi no los veo!

—Es cierto que no nos vendrían mal un par de velas —admitió Kitiara. Una gigantesca figura que salió de las sombras y que esgrimía un acero tan ancho como la palma de su mano, se abalanzó sobre la mujer. Con todo, Kit consiguió parar la estocada, enganchar la hoja y dar un seco tirón que dejó desarmado a su enemigo. La mujer notó que la punta de su espada se hundía en la carne; su atacante exhaló un aullido.

—¿Velas? ¡Tengo algo mejor que eso! —Tirolan hizo girar su espada, la clavó en el centro de la mesa e inició de inmediato un canturreo apresurado y trémulo en lengua élfica. La hoja de acero empezó a emitir un resplandor rojizo.

Dos de los extraños seres se abalanzaron sobre Sturm, y éste golpeó las pesadas armas contrarias con gran estruendo, y escaso resultado.

—¡Tirolan, ayúdanos! —barbotó. El elfo prosiguió con su salmodia. La corta espada estaba ahora casi al rojo vivo y del tablero de la mesa empezó a elevarse un hilillo de humo. Un instante después, el mueble ardía por los cuatro costados.

Sus enemigos se hicieron visibles con la primera llamarada. Eran ocho seres semejantes a gigantescos lagartos marrones y vestían unas gruesas túnicas acolchadas. La luz los cegó y retrocedieron unos pasos.

Kitiara lanzó su grito de guerra y atacó. Esquivó la acometida de su conspicuo oponente al tiempo que llegaba con el filo de su arma hasta el brazo escamoso. La descomunal espada cayó al suelo con estrépito. La mujer aprovechó ese momento para asir con ambas manos su acero y arremetió de frente; la afilada hoja se enterró profundamente en el pecho de su enemigo. El extraño ser bramó de rabia y dolor e intentó apresar a la mujer entre sus manos ganchudas. Kit se recobró y repitió el golpe. Esta vez, la criatura emitió un sordo gruñido y se desplomó de bruces.

Mientras tanto, Sturm había estado intercambiando golpes con dos oponentes. La mesa en llamas había llenado de humo la habitación y por fin las repulsivas criaturas retrocedieron al tiempo que boqueaban de manera espasmódica. Tirolan, a la diestra del caballero, pasaba un mal rato. Había recobrado su espada, ya fría, pero el arma era tan corta que las de sus enemigos la duplicaban en longitud y sólo su excelente agilidad le salvaba de terminar partido en dos.

Los extraños seres abrieron la puerta de la taberna de un brutal empujón y se precipitaron al exterior. Las llamas se habían extendido por las patas de la mesa y el suelo de madera, seco como yesca, comenzaba a arder.

—¡Fuera, fuera! —gritó Sturm. Kitiara seguía enzarzada en la pelea, y el caballero tuvo que agarrarla por la nuca para obligarla a que saliera al exterior.

—¡Suéltame! ¡Déjame en paz! —chilló, al tiempo que le lanzaba un codazo contra el estómago. Sturm paró el golpe y la sacudió con fuerza.

—¡Escúchame! ¡El edificio está ardiendo en tus narices! ¡Sal de aquí! —gritó. Aunque de mala gana, Kitiara se dejó convencer.

El espeso humo que salía por las ventanas del piso superior había congregado a una multitud de curiosos caergothianos frente a la taberna. Los tres compañeros irrumpieron en la calle seguidos de cerca por las llamas; el caballero recorrió con la mirada la muchedumbre de espectadores, pero los extraños hombres-lagarto habían desaparecido.

Kitiara y sus dos amigos buscaron apoyo unos en otros, mientras tosían, medio ahogados por el humo rancio que les había entrado en los pulmones. Poco a poco, Sturm se percató del silencio que guardaba la multitud que los rodeaba; al levantar la vista, se encontró con que todos observaban fijamente a Tirolan.

—Elfo —dijo alguien; la palabra sonó como una blasfemia.

—Trató de incendiar nuestra ciudad —intervino otro.

—Siempre causan problemas —añadió un tercero.

—Regresa a la lancha —musitó Sturm a Tirolan—. Y no les des la espalda.

Kitiara quiso pagar al joven lo acordado, pero él sólo aceptó tomar la mitad. El elfo ya se alejaba cuando Sturm y la mujer se montaron en los caballos; de repente, se detuvo, giró sobre sus talones y lanzó a Kit una gema brillante de color púrpura. Le guiñó un ojo y la mujer sonrió.

—Un regalo —dijo. Luego se separaron y tomaron distintas direcciones.

4

Un toque púrpura

Kitiara y Sturm ascendieron por un sendero tortuoso hasta los arenosos acantilados que se asomaban a la bahía. A lo lejos, el
Cresta Alta
parecía un barco de juguete. Tras una última ojeada a la embarcación elfa, dieron la vuelta a sus monturas y se encaminaron tierra adentro.

No tardaron en llegar a la carretera que pasaba por las murallas de Caergoth. Estaba muy concurrida por mercaderes y comerciantes, y aprovecharon para reponer sus provisiones; compraron pan, carne, frutos secos y queso.

La carretera se extendía recta como una flecha, rumbo al este. Pavimentada y abovedaba, esta vía era una de las pocas obras públicas que aún se conservaban de los tiempos precedentes al Cataclismo. Durante los primeros quince kilómetros, Kit y Sturm cabalgaron por el centro de la calzada, uno junto al otro, ya que por ambos lados discurría una abigarrada muchedumbre de viajeros a pie. Sin embargo, a media tarde ya estaban solos.

Apenas hablaron durante el trayecto; fue Kitiara la que rompió el silencio.

—Es extraño que no haya viajeros en el camino a Caergoth.

—Sí. También a mí me desconcierta. Mala señal que una carretera esté desierta...

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