El guardián entre el centeno (16 page)

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Authors: J.D. Salinger

Tags: #Otros

BOOK: El guardián entre el centeno
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Al final del primer acto salimos con todos los cretinos del público a fumar un cigarrillo. ¡Vaya colección! En mi vida había visto tanto farsante junto, todos fumando como cosacos y comentando la obra en voz muy alta para que los que estaban a su alrededor se dieran cuenta de lo listos que eran. Al lado nuestro había un actor de cine. No sé cómo se llama, pero era ése que en las películas de guerra hace siempre del tío que en el momento del ataque final le entra el canguelo. Estaba con una rubia muy llamativa y los dos se hacían los muy naturales, como si no supieran que la gente los miraba. Como si fueran muy modestos, vamos. No saben la risa que me dio. Sally se limitó a comentar lo maravillosos que eran los Lunt porque estaba ocupadísima demostrando lo guapa que era. De pronto vio al otro lado del vestíbulo a un chico que conocía, un tipo de esos con traje de franela gris oscuro y chaleco de cuadros. El uniforme de Harvard o de Yale. Cualquiera diría. Estaba junto a la pared fumando como una chimenea y con aspecto de estar aburridísimo. Sally decía cada dos minutos: «A ese chico lo conozco de algo».

Siempre que la llevaba a algún sitio, resulta que conocía a alguien de algo, o por lo menos eso decía. Me lo repitió como mil veces hasta que al fin me harté y le dije: «Si le conoces tanto, ¿por qué no te acercas y le das un beso bien fuerte? Le encantará». Cuando se lo dije se enfadó. Al final él la vio y se acercó a decirle hola. No se imaginan cómo se saludaron. Como si no se hubieran visto en veinte años. Cualquiera hubiera dicho que de niños se bañaban juntos en la misma bañera. Compañeritos del alma eran. Daba ganas de vomitar. Y lo más gracioso era que probablemente se habían visto sólo una vez en alguna fiesta. Luego, cuando terminó de caérseles la baba, Sally nos presentó. Se llamaba George algo —no me acuerdo—, y estudiaba en Andover. Tampoco era para tanto, vamos. No se imaginan cuando Sally le preguntó si le gustaba la obra… Era uno de esos tíos que para perorar necesitan unos cuantos metros cuadrados. Dio un paso hacia atrás y aterrizó en el pie de una señora que tenía a su espalda. Probablemente le rompió hasta el último dedo que tenía en el cuerpo. Dijo que la comedia en sí no era una obra maestra, pero que los Lunt eran unos perfectos ángeles. ¡Ángeles! ¿No te fastidia? Luego se pusieron a hablar de gente que conocían. La conversación más falsa que he oído en mi vida. Los dos pensaban en algún sitio a la mayor velocidad posible y cuando se les ocurría el nombre de alguien que vivía allí, lo soltaban. Cuando volvimos a sentarnos en nuestras butacas tenía unas náuseas horrorosas. De verdad. En el segundo entreacto continuaron la conversación. Siguieron pensando en más sitios y en más nombres. Lo peor era que aquel imbécil tenía una de esas voces típicas de Universidad del Este, como muy cansada, muy
snob
. Parecía una chica. Al muy cabrón le importaba un rábano que Sally fuera mi pareja. Cuando acabó la función creí que iba a meterse con nosotros en el taxi porque nos acompañó como dos manzanas, pero por suerte dijo que había quedado con unos amigos para ir a tomar unas copas. Me los imaginé a todos sentados en un bar con sus chalecos de cuadros hablando de teatro, libros y mujeres con esa voz de
snob
que sacan. Me revientan esos tipos.

Cuando entramos en el taxi, odiaba tanto a Sally después de haberla oído hablar diez horas con el imbécil de Andover, que estuve a punto de llevarla directamente a su casa, de verdad, pero de pronto me dijo:

—Tengo una idea maravillosa.

Siempre tenía unas ideas maravillosas.

—Oye, ¿a qué hora tienes que estar en casa? ¿Tienes que volver a una hora fija?

—¿Yo? No. Puedo volver cuando me dé la gana —le dije. ¡Jo! ¡En mi vida había dicho verdad mayor!—. ¿Por qué?

—Vamos a patinar a Radio City.

Ese tipo de cosas eran las que se le ocurrían siempre.

—¿A patinar a Radio City? ¿Ahora?

—Sólo una hora o así. ¿No quieres? Bueno, si no quieres…

—No he dicho que no quiera —le dije—. Si tienes muchas ganas, iremos.

—¿De verdad? Pero no quiero que lo hagas sólo porque yo quiero. No me importa no ir.

¡No le importaba! ¡Poco!

—Se pueden alquilar unas falditas preciosas para patinar —dijo Sally—. Jeanette Cultz alquiló una la semana pasada.

Claro, por eso estaba empeñada en ir. Quería verse con una de esas falditas que apenas tapan el trasero.

Así que fuimos a Radio City y después de recoger los patines alquilé para Sally una pizca de falda azul. La verdad es que estaba graciosísima con ella. Y Sally lo sabía. Echó a andar delante de mí para que no dejara de ver lo mona que estaba. Yo también estaba muy mono. Hay que reconocerlo.

Lo más gracioso es que éramos los peores patinadores de toda la pista. Los peores de verdad y eso que había algunos que batían el récord. A Sally se le torcían tanto los tobillos que daba con ellos en el hielo. No sólo hacía el ridículo, sino que además debían dolerle muchísimo. A mí desde luego me dolían. Y cómo. Debíamos hacer una pareja formidable. Y para colmo había como doscientos mirones que no tenían más que hacer que mirar a los que se rompían las narices contra el suelo.

—¿Quieres que nos sentemos a tomar algo dentro? —le pregunté.

—Es la idea más maravillosa que has tenido en todo el día.

Aquello era cruel. Se estaba matando y me dio pena. Nos quitamos los patines y entramos en ese bar donde se puede tomar algo en calcetines mientras se ve toda la pista. En cuanto nos sentamos, Sally se quitó los guantes y le ofrecí un cigarrillo. No parecía nada contenta. Vino el camarero y le pedí una Coca-Cola para ella —no bebía— y un whisky con soda para mí, pero el muy hijoputa se negó a traérmelo o sea que tuve que tomar Coca-Cola yo también. Luego me puse a encender cerillas una tras otra, que es una cosa que suelo hacer cuando estoy de un humor determinado. Las dejo arder hasta que casi me quemo los dedos y luego las echo en el cenicero. Es un tic nervioso que tengo.

De pronto, sin venir a cuento, me dijo Sally:

—Oye, tengo que saberlo. ¿Vas a venir a ayudarme a adornar el árbol de Navidad, o no? Necesito que me lo digas ya.

Estaba furiosa porque aún le dolían los tobillos.

—Ya te dije que iría. Me lo has preguntado como veinte veces. Claro que iré.

—Bueno. Es que necesitaba saberlo —dijo. Luego se puso a mirar a su alrededor.

De pronto dejé de encender cerillas y me incliné hacia ella por encima de la mesa. Estaba preocupado por unas cuantas cosas:

—Oye, Sally —le dije.

—¿Qué?

Estaba mirando a una chica que había al otro lado del bar.

—¿Te has hartado alguna vez de todo? —le dije—. ¿Has pensado alguna vez que a menos que hicieras algo enseguida el mundo se te venía encima? ¿Te gusta el colegio?

—Es un aburrimiento mortal.

—Lo que quiero decir es si lo odias de verdad —le dije—. Pero no es sólo el colegio. Es todo. Odio vivir en Nueva York, odio los taxis y los autobuses de Madison Avenue, con esos conductores que siempre te están gritando que te bajes por la puerta de atrás, y odio que me presenten a tíos que dicen que los Lunt son unos ángeles, y odio subir y bajar siempre en ascensor, y odio a los tipos que me arreglan los pantalones en Brooks, y que la gente no pare de decir…

—No grites, por favor —dijo Sally. Tuvo gracia porque yo ni siquiera gritaba.

—Los coches, por ejemplo —le dije en voz más baja—. La gente se vuelve loca por ellos. Se mueren si les hacen un arañazo en la carrocería y siempre están hablando de cuántos kilómetros hacen por litro de gasolina. No han acabado de comprarse uno y ya están pensando en cambiarlo por otro nuevo. A mí ni siquiera me gustan los viejos. No me interesan nada. Preferiría tener un caballo. Al menos un caballo es más humano. Con un caballo puedes…

—No entiendo una palabra de lo que dices —dijo Sally—. Pasas de un…

—¿Sabes una cosa? —continué—. Tú eres probablemente la única razón por la que estoy ahora en Nueva York. Si no fuera por ti no sé ni dónde estaría. Supongo que en algún bosque perdido o algo así. Tú eres lo único que me retiene aquí.

—Eres un encanto —me dijo, pero se le notaba que estaba deseando cambiar de conversación.

—Deberías ir a un colegio de chicos. Pruébalo alguna vez —le dije—. Están llenos de farsantes. Tienes que estudiar justo lo suficiente para poder comprarte un Cadillac algún día, tienes que fingir que te importa si gana o pierde el equipo del colegio, y tienes que hablar todo el día de chicas, alcohol y sexo. Todos forman grupitos cerrados en los que no puede entrar nadie. Los del equipo de baloncesto por un lado, los católicos por otro, los cretinos de los intelectuales por otro, y los que juegan al bridge por otro. Hasta los socios del Libro del Mes tienen su grupito. El que trata de hacer algo con inteligencia…

—Oye, oye —dijo Sally—, hay muchos que ven más que eso en el colegio…

—De acuerdo. Habrá algunos que sí. Pero yo no, ¿comprendes? Eso es precisamente lo que quiero decir. Que yo nunca saco nada en limpio de ninguna parte. La verdad es que estoy en baja forma. En muy baja forma.

—Se te nota.

De pronto se me ocurrió una idea.

—Oye —le dije—. ¿Qué te parece si nos fuéramos de aquí? Te diré lo que se me ha ocurrido. Tengo un amigo en Grenwich Village que nos prestaría un coche un par de semanas. Íbamos al mismo colegio y todavía me debe diez dólares. Mañana por la mañana podríamos ir a Massachusetts, y a Vermont, y todos esos sitios de por ahí. Es precioso, ya verás. De verdad.

Cuanto más lo pensaba, más me gustaba la idea. Me incliné hacia ella y le cogí la mano. ¡Qué manera de hacer el imbécil! No se imaginan.

—Tengo unos ciento ochenta dólares —le dije—. Puedo sacarlos del banco mañana en cuanto abran y luego ir a buscar el coche de ese tío. De verdad. Viviremos en cabañas y sitios así hasta que se nos acabe el dinero. Luego buscaré trabajo en alguna parte y viviremos cerca de un río. Nos casaremos y en el invierno yo cortaré la leña y todo eso. Ya verás. Lo pasaremos formidable. ¿Qué dices? Vamos, ¿qué dices? ¿Te vienes conmigo? ¡Por favor!

—No se puede hacer una cosa así sin pensarlo primero —dijo Sally. Parecía enfadadísima.

—¿Por qué no? A ver. Dime ¿por qué no?

—Deja de gritarme, por favor —me dijo. Lo cual fue una idiotez porque yo ni la gritaba.

—¿Por qué no se puede? A ver. ¿Por qué no?

—Porque no, eso es todo. En primer lugar porque somos prácticamente unos críos. ¿Qué harías si no encontraras trabajo cuando se te acabara el dinero? Nos moriríamos de hambre. Lo que dices es absurdo, ni siquiera…

—No es absurdo. Encontraré trabajo, no te preocupes. Por eso sí que no tienes que preocuparte. ¿Qué pasa? ¿Es que no quieres venir conmigo? Si no quieres, no tienes más que decírmelo.

—No es eso. Te equivocas de medio a medio —dijo Sally. Empezaba a odiarla vagamente—. Ya tendremos tiempo de hacer cosas así cuando salgas de la universidad si nos casamos y todo eso. Hay miles de sitios maravillosos adonde podemos ir. Estás…

—No. No es verdad. No habrá miles de sitios donde podamos ir porque entonces será diferente —le dije. Otra vez me estaba entrando una depresión horrorosa.

—¿Qué dices? —preguntó—. No te oigo. Primero gritas como un loco y luego, de pronto…

—He dicho que no, que no habrá sitios maravillosos donde podamos ir una vez que salgamos de la universidad. Y a ver si me oyes. Entonces todo será distinto. Tendremos que bajar en el ascensor rodeados de maletas y de trastos, tendremos que telefonear a medio mundo para despedirnos, y mandarles postales desde cada hotel donde estemos. Y yo estaré trabajando en una oficina ganando un montón de pasta. Iré a mi despacho en taxi o en el autobús de Madison Avenue, y me pasaré el día entero leyendo el periódico, y jugando al bridge, y yendo al cine, y viendo un montón de noticiarios estúpidos y documentales y
trailers
. ¡Esos noticiarios del cine! ¡Dios mío! Siempre sacando carreras de caballos, y una tía muy elegante rompiendo una botella de champán en el casco de un barco, y un chimpancé con pantalón corto montando en bicicleta. No será lo mismo. Pero, claro, no entiendes una palabra de lo que te digo.

—Quizá no. Pero a lo mejor eres tú el que no entiende nada —dijo Sally. Para entonces ya nos odiábamos cordialmente. Era inútil tratar de mantener con ella una conversación inteligente. Estaba arrepentidísimo de haber empezado siquiera.

—Vámonos de aquí —le dije—. Si quieres que te diga la verdad, me das cien patadas.

¡Jo! ¡Cómo se puso cuando le dije aquello! Sé que no debí decirlo y en circunstancias normales no lo habría hecho, pero es que estaba deprimidísimo. Por lo general nunca digo groserías a las chicas. ¡Jo! ¡Cómo se puso! Me disculpé como cincuenta mil veces, pero no quiso ni oírme. Hasta se echó a llorar, lo cual me asustó un poco porque me dio miedo que se fuera a su casa y se lo contara a su padre que era un hijo de puta de esos que no aguantan una palabra más alta que otra. Además yo le caía bastante mal. Una vez le dijo a Sally que siempre estaba escandalizando.

—Lo siento mucho, de verdad —le dije un montón de veces.

—¡Lo sientes, lo sientes! ¡Qué gracia! —me dijo. Seguía medio llorando y, de pronto, me di cuenta de que lo sentía de verdad.

—Vamos, te llevaré a casa. En serio.

—Puedo ir yo solita, muchas gracias. Si crees que te voy a dejar que me acompañes, estás listo. Nadie me había dicho una cosa así en toda mi vida.

Como, dentro de todo, la cosa tenía bastante gracia, de pronto hice algo que no debí hacer. Me eché a reír. Fue una carcajada de lo más inoportuna. Si hubiera estado en el cine sentado detrás de mí mismo, probablemente me hubiera dicho que me callara. Sally se puso aún más furiosa.

Seguí diciéndole que me perdonara, pero no quiso hacerme caso. Me repitió mil veces que me largara y la dejara en paz, así que al final lo hice. Sé que no estuvo bien, pero es que no podía más.

Si quieren que les diga la verdad, lo cierto es que no sé siquiera por qué monté aquel numerito. Vamos, que no sé por qué tuve que decirle lo de Massachusetts y todo eso, porque muy probablemente, aunque ella hubiera querido venir conmigo, yo no la habría llevado. Habría sido una lata. Pero lo más terrible es que cuando se lo dije, lo hice con toda sinceridad. Eso es lo malo. Les juro que estoy como una regadera.

Capítulo 18

Cuando me fui de la pista de patinar sentí un poco de hambre, así que me metí en una cafetería y me tomé un sándwich de queso y un batido. Luego entré en una cabina telefónica. Pensaba llamar a Jane para ver si había llegado ya de vacaciones. No tenía nada que hacer aquella noche, o sea que se me ocurrió hablar con ella y llevarla a bailar a algún sitio por ahí. Desde que la conocía no había ido con ella a ninguna sala de fiestas. Pero una vez la vi bailar y me pareció que lo hacía muy bien. Fue en una de esas fiestas que daba el Club el día de la Independencia. Aún no la conocía bien y no me atreví a separarla de su pareja. Salía entonces con un imbécil que se llamaba Al Pike y estudiaba en Choate. Andaba siempre merodeando por la piscina. Llevaba un calzón de baño de esos elásticos de color blanco y se tiraba continuamente de lo más alto del trampolín. El muy plomo hacía el ángel todo el día. Era el único salto que sabía hacer y lo consideraba el no va más. El tío era todo músculo sin una pizca de cerebro. Pero, como les iba diciendo, Jane iba con él aquella noche. No podía entenderlo, se lo juro. Cuando empezamos a salir juntos, le pregunté cómo podía aguantar a un tío como Al Pike. Jane me dijo que no era un creído, que lo que le pasaba es que tenía complejo de inferioridad. En mi opinión eso no impide que uno pueda ser también un cabrón. Pero ya saben cómo son las chicas. Nunca se sabe por dónde van a salir. Una vez presenté a un amigo mío a la compañera de cuarto de una tal Roberta Walsh. Se llamaba Bob Robinson y ése sí que tenía complejo de inferioridad. Se le notaba que se avergonzaba de sus padres porque decían «haiga» y «oyes» y porque no tenían mucho dinero. Pero no era un cabrón. Era un buen chico. Pues a la compañera de cuarto de Roberta Walsh no le gustó nada. Le dijo a Roberta que era un creído, y sólo porque le había dicho que era capitán del equipo de debate. Nada más que por una tontería así. Lo malo de las chicas es que si un tío les gusta, por muy cabrón que sea te dicen que tiene complejo de inferioridad, y si no les gusta, ya puede ser buena persona y creerse lo peor del universo, que le consideran un creído. Hasta las más inteligentes, en eso son iguales.

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