—Me temo que ya cené demasiado —se disculpó Sejemjet, haciendo un ademán de despedida.
—Ya veo —continuó Sennefer, apresurándose a coger otra tostada—. Los guerreros ascetas siempre me han parecido curiosos.
—Quizá sea por lo poco frecuente que es encontrarse con uno —intervino el príncipe sin poder remediarlo.
—Muy acertado, muy acertado —dijeron todos a coro mientras reían.
—Supongo que será debido a la inconveniencia que supondría enviar a la lucha a un soldado remilgado —volvió a decir Sennefer, que parecía no poder controlar su locuacidad.
Sejemjet lo miró fijamente a los ojos, y sintió ganas de abofetearlo, pero no dijo nada. Al punto Sennefer se sintió incómodo y se mostró amistoso.
—Príncipe, prométeme que invitarás a este guerrero a una de tus fiestas. Siempre es agradable encontrarse con alguien como él, capaz de sujetar sus apetitos. Al menos espero que brindes conmigo —apuntó conciliador, a la vez que le ofrecía una copa—. Es vino de los oasis, mi preferido.
Sejemjet la aceptó y se la llevó a los labios, más por cortesía que por otra cosa.
—Te mandaré llamar —le aseguró Amenemhat tras despedirse de él—. Disfruta de todo cuanto vean tus ojos —le invitó atropellándose un poco con las palabras.
Como la música comenzó a subir de tono, Sejemjet optó por apartarse de la aglomeración que los ruidosos invitados formaban junto a las terrazas del palacio. Totalmente desinhibidos, como era usual, alzaban sus voces para hacerse oír entre las risas y el estruendo de los tambores que un grupo de infatigables nubios batía ahora con renovados ánimos. Hacía tiempo ya que muchas damas habían perdido la compostura, y demandaban a voz en grito más vino a los sirvientes.
—Hoy beberé más de dieciocho copas —decía una señora que apenas podía mantenerse en pie—. Será todo lo que me llevaré cuando me reciba Osiris —gritaba en tanto hacía inútiles esfuerzos por ajustarse correctamente el cono de cera perfumada que llevaba en la cabeza—. ¡Hoy daré a mi cuerpo toda la alegría que quiera!
Los que la rodeaban aplaudían sus palabras, pues no en vano muchos de ellos se hallaban en un estado parecido.
—Dadme más vino. Quiero gozar hasta desfallecer —decía otra invitada, frenética.
Los crótalos, sistros, tamboriles y gargaveros se unían en una suerte de estridente simbiosis que invitaba al abandono y a la exaltación de los sentidos. Los banquetes celebrados por la alta sociedad hacía tiempo que se habían hecho famosos por el espíritu desinhibido del que hacían gala la mayor parte de los invitados. Lejos quedaban las épocas antiguas en las que se guardaban las formas y el respeto ante el dios o los anfitriones; ahora se llevaba el abandonarse a las apetencias del momento y el disfrutar tanto como se pudiera, y no estaba por tanto mal visto el emborracharse o mostrar una alegría desbocada.
Aquel tipo de fiestas era justo lo que esperaban encontrarse en los Campos del Ialú cuando pasaran a la otra vida, así que si podían disfrutarlas ahora, pues eso que se llevaban, no ocurriera que a la hora del pesaje de su alma, la pluma de Maat se la venciera en el contrapeso y fueran condenados a la perdición eterna. Si Ammit había de devorarlos, al menos irían bien alimentados; además, era conveniente recordar que allí el que más y el que menos tenía pecados de diversa consideración.
A Sejemjet, el poco vino que había tomado amenazaba con subírsele a la cabeza, y le desagradaba contemplar a los más altos próceres sumirse en el abandono y hasta en el ridículo, como si fueran soldados de leva de la más baja condición. Para él, sus compañeros de fatiga merecían al menos comprensión, ya que su vida podía acabar repentinamente en la siguiente jornada. Ellos vivían cada minuto como si fuera el último, algo lógico dadas las circunstancias.
Decidió, pues, apartarse de la aglomeración y la estridente fanfarria que los nubios se habían empeñado en interpretar ante tan digno respetable. Algunas mujeres ya bailaban mostrando atrevidamente sus encantos entre los aplausos y el beneplácito de sus propios maridos, cuando el joven se adentró en los frondosos jardines por uno de los caminos que conducían al lago. En cuanto se alejó del tumulto, Sejemjet se sintió más lúcido, a la vez que sus sentidos se embriagaban con todo lo que aquel maravilloso edén le ofrecía. «Ni mil banquetes pueden compararse a algo semejante», se dijo complacido.
Los narcisos, alhelíes y, sobre todo, los arbustos de alheña creaban en el jardín un conglomerado de perfumes que le invitaban a abandonarse con placer. Eran olores que llevaba grabados para siempre, y de los que se acordaba invariablemente cada noche mientras intentaba calentarse alrededor del fuego del campamento. Sin duda la fragancia de la alheña era su preferida, pues le recordaba a sus años de niñez en los que se bañaba en el río sin preocupación alguna y jugaba junto a los animales que abrevaban plácidamente en las riberas. Era un perfume que le hablaba de Egipto, la tierra a la que quería y que al parecer le había elegido para extender sus fronteras.
Cuando llegó a orillas del lago se sentó para disfrutar mejor de cuanto le rodeaba. Ahora los acordes de la música sonaban lejanos, como lejanas habían quedado para él las escenas que había tenido que representar aquella tarde. Nunca en su vida pensó que pudiera sentirse tan extraño entre los que gobernaban a su propio pueblo; y, no obstante, así había sido. Eso le llevó a tumbarse sobre la fresca hierba y a observar distraídamente el cielo. Las luces del palacio y la luna que pugnaba por abrirse paso en el horizonte hacían que no presentara la nitidez acostumbrada, como ocurría cuando lo miraba durante las noches en las que dormía al raso. Pensó en ello un instante, y también en lo distinta que podía resultar la existencia fuera de aquellos maravillosos jardines. Para él la vida era un enigma indescifrable, pues no acertaba a comprender cuál era el lugar que le correspondía en ella. Al fin y al cabo era un desarraigado, para quien el único sentido de su existencia se encontraba en los campos de batalla. Más allá de tan macabro lugar no tenía sitio, ¿o acaso no era así?
El joven no se imaginaba tallando la piedra en algún taller, y mucho menos redactando cartas como un funcionario más, aunque le hubiera gustado mucho saber leer y escribir. Sentía que aquel último año había terminado por desterrar definitivamente de su interior al muchacho que otrora viviera en él. A pesar de contar con diecisiete años, él ya era un hombre; un hombre cuyo principal patrimonio parecía radicar en ofrecer la muerte a sus semejantes. Aquélla era una cualidad irrefutable, y aunque en un principio se había rebelado ante el hecho de aceptarlo, no había tenido más remedio que convivir con la idea de que su sino quizá fuera ése. Había descubierto que resultaba insuperable en tal disciplina, y que una misteriosa fuerza dentro de sí le invitaba a hacerlo a la menor oportunidad.
Sin embargo, Sejemjet se encontraba lejos de sentirse un asesino, y en no pocas ocasiones lamentaba que su
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fuera tan proclive a la confrontación. Dentro de su corazón habitaba un rescoldo, siempre listo para ser reavivado, que le inducía al combate, mas nada podía hacer por evitarlo. Él asumía el lugar que Shai le había reservado para su paso por la vida y no se avergonzaba de ello, pues en el papiro en el que el dios había inscrito su destino poco se había requerido su opinión.
Pero aquella tarde había comprendido algo: estaba tan solo como el día en el que lo encontraron entre los cañaverales. Sejemjet no peleaba por todos aquellos hombres ahítos de poder y prebendas. Él combatía por el país de Kemet o quizá, simplemente, por él mismo.
Un ruido como de suaves pisadas vino a sacarlo de tan profundas disquisiciones, y se incorporó al instante, seguramente sorprendido ante la posibilidad de que alguien pudiera leer en su corazón.
—¿Quién hay ahí? —preguntó una voz.
Sejemjet se levantó y la luz de una luna que ya se elevaba vino a iluminar la gentil figura que se le acercaba.
—¿Qué haces tú aquí? —le inquirieron al momento.
—¿Acaso no soy libre de pasear por el jardín? —señaló Sejemjet sin inmutarse.
—Hasta donde dicta la cortesía, sí.
El joven se quedó sin palabras al ver quién se le aproximaba.
—Disculpa, princesa, pero no te había reconocido. Espero no haberte asustado.
Ella rió como quien está acostumbrada a la eterna felicidad, despreocupadamente.
—Te confieso que un poco sí me has asustado, noble guerrero, después de lo que te vi hacer con el bueno de Mehu. —Sejemjet pareció confundido, y aquello animó a la princesa a proseguir—: Eres la única persona que no esperaba encontrarme. Dime, ¿acaso viniste por arrepentimiento o es que no te satisface la fiesta?
—¿Arrepentimiento? No veo por qué, aunque en lo segundo he de reconocer que tienes mucha razón.
La princesa volvió a reír, y al aproximarse más al joven la luz incidió de lleno en su rostro, para crear una pálida pátina digna de una diosa. A Sejemjet los plateados reflejos le subyugaron, y pensó que aquel rostro surgía de lo más profundo de un sueño, como el loto en la mañana al emerger de las aguas del Nilo cuando siente los primeros rayos del sol. Ante él, la princesa Nefertiry se le antojaba una de aquellas pequeñas plantas acuáticas, menuda y llena de magia.
—Bueno, a mí tampoco me gustan mucho. En realidad te diré que me aburren soberanamente —mintió la princesa, con fingida despreocupación—. Es mejor venir hasta el lago y disfrutar de los olores que lo rodean.
—Sin duda, mi princesa.
Nefertiry hizo uno de sus acostumbrados mohines.
—No hace falta que me llames así cuando estemos en privado —dijo sonriéndole. Y acto seguido hizo ademán de caminar—. ¿Me acompañas en mi paseo?
Ahora el sorprendido resultó ser Sejemjet.
—Claro —dijo al fin—, aunque no sé si sería correcto.
Nefertiry rió con naturalidad.
—No hay nada malo en pasear con una princesa, ¿o es que albergas ocultas intenciones?
Aun en la clara oscuridad de la noche, la princesa pudo ver que el joven se sonrojaba.
—¿Cómo puedes pensar algo así? —señaló éste sin ocultar su turbación, en tanto se ponía en camino.
Ella volvió a reír.
—Soy libre de ir con quien me plazca, aunque de seguro mi madre sabrá mañana que hoy estuve en tu compañía. —El joven no pudo disimular un gesto de disgusto que a ella no le pasó desapercibido—. ¿Tienes miedo de que nuestro paseo llegue a oídos de la reina?
El joven torció el gesto.
—Discúlpame otra vez. Es sólo que no estoy habituado a acompañar a princesas.
Ahora Nefertiry lanzó una carcajada.
—Además de fuerte eres gracioso, Sejemjet. —Al oír su nombre de aquellos labios, el joven se estremeció sin saber por qué—. Te advierto que a mi madre le causaste una gran impresión. Nunca la había visto interesarse así por nadie.
—Me hace un inmerecido honor.
—En realidad fueron muchos los que se quedaron sorprendidos contigo, incluido mi hermano mayor. Él también es un valeroso guerrero, ¿sabes? Es jefe de un escuadrón de carros, y algún día gobernará el país de las Dos Tierras.
—Ya había oído hablar de él —contestó el joven escuetamente.
—¿Eres siempre tan pródigo en palabras, o es que estás a la defensiva? —inquirió la princesa de repente.
—Reconozco que no soy muy hablador —señaló el joven—. Mi timidez me resulta en ocasiones insalvable.
Nefertiry lo miró alzando su mentón con la altivez que le era propia, y al ver la expresión del rostro del joven en la penumbra, se sintió excitada. A su memoria acudieron las imágenes del combate, y el recuerdo de aquel cuerpo semidesnudo pletórico de poder. Ella ya había intuido su timidez, y al comprobar que no se había equivocado, su fascinación aumentó más todavía.
Durante toda la velada Nefertiry había deambulado por la fiesta de grupo en grupo, coqueteando por doquier, tal y como siempre acostumbraba a hacer. Ella era así: simpática, picara y una perfecta anfitriona en este tipo de actos sociales. Había sido educada para eso, aunque en su caso la afición por las celebraciones fuera mucho más allá de lo recomendable para una hija del dios. A su madre, sus escarceos amorosos la traían de cabeza, y aunque la vigilaba, de ordinario la princesa acostumbraba a salirse con la suya.
Aquella noche Nefertiry había mostrado su natural encanto a unos y otros con la gracia que la caracterizaba. Aunque de pequeña estatura, su cuerpo estaba muy proporcionado, y ella se encargaba de sacarle el máximo partido al llevar vestidos que realzaban su figura. Solía pasearse regalando sonrisas y miradas provocadoras, algo que por otro lado le encantaba, y que formaba parte de su estrategia para atraer la atención de los demás.
Mientras saludaba a los invitados, sus emociones se encontraban muy lejos del papel que representaba. La impresión que le había causado aquel soldado distaba mucho de desaparecer, y sin poder evitarlo lo buscaba con la mirada por entre los corrillos de los allí presentes. Quería verlo de nuevo, intercambiar algunas palabras con él y mirarle a los ojos en tanto lo hacía. Sin embargo, el misterioso joven parecía haber desaparecido. «Quizá no se haya quedado al banquete», pensó. Pero enseguida apartó aquella idea y se propuso encontrarlo, aunque para ello tuviera que saludar a todos los asistentes.
Casi cuando ya desesperaba lo vio departir con su hermano mayor, y el corazón casi le dio un vuelco al observarle junto a Sennefer. Su gran estatura le hacía señorear el grupo en el que se hallaba, como si fuera un verdadero Horus viviente. A su lado, Sennefer le parecía un tipo ridículo y vulgar, e incluso Amenemhat, su hermano, lo miraba fascinado. Sin duda sentía su poder aunque él no lo supiera, y escondía algo místico y a la vez brutal que ella había sido capaz de percibir desde el primer momento.
Al verle despedirse e internarse en los frondosos jardines, su corazón se agitó de nuevo por la emoción. Sin perderlo de vista y utilizando sus mejores artes para deshacerse de sus conocidos, Nefertiry se había dirigido con discreción hacia las sombras por las que había desaparecido el misterioso guerrero. Con especial cautela, la princesa lo había seguido por el camino que conducía al lago y que ella tan bien conocía. Luego se había detenido tras unas adelfillas y desde allí lo observó durante largo rato. La luna los visitaba en aquella velada con todo su esplendor, y su generosidad envolvió con hilos de plata el cuerpo que se hallaba tumbado junto a la orilla. Nefertiry sintió que se le resecaba la garganta, y otra vez la invadió la inexplicable excitación que había experimentado en el palacio. Fue en ese momento cuando ya no pudo aguantar más y abandonó su escondite fingiendo hacerse la encontradiza.