Como el acto había finalizado, los dos amigos se mezclaron entre los asistentes a la fiesta, pero Sejemjet no hacía más que buscar a Nefertiry entre los invitados diseminados por las terrazas y jardines, sin hacer caso a nada más.
—¿Te ocurre algo, amigo? No escuchas ni una palabra de cuanto te digo. Parece que estés buscando a alguien —dijo Mini con picardía—. ¿No estarás persiguiendo a alguna de las bailarinas? —Sejemjet hizo un gesto con la mano para que se callara—. Te advierto que sería comprensible. Aquí hay bellezas capaces de hacer perder el entendimiento —continuó.
Sejemjet pareció reflexionar.
—Lo siento, amigo mío. Me temo que tengo que dejarte. Como tú bien has adivinado, debo buscar a alguien.
—Vaya, nuestro querido Sejemjet ha sido alcanzado por la magia de Hathor. Pero dime, ¿quién es ella?
—Ahora no puedo responder a tu pregunta, aunque te prometo que te lo explicaré todo.
—Está bien, pero no olvides que debes acompañarme a Madu a ver a mi familia.
—Te aseguro que te contaré todo durante el viaje. Ahora debo irme.
Mini le dio unas palmaditas en la espalda, y a continuación observó cómo su amigo se confundía entre los asistentes a la fiesta. Enseguida reconoció a un grupo de militares con los que simpatizaba, y se unió a ellos para brindar por el éxito de la campaña recién finalizada y por el de las que los esperaban en el futuro.
Sejemjet recorrió las terrazas del palacio de Tutmosis con el anhelo propio de quien busca su bien más preciado. Con cierta desesperación iba y venía entre la gente con la esperanza de hallar entre ella el rostro de su amada, sus ojos, su sonrisa, su pelo oscuro como el ébano, su mirada de la que era prisionero. Pero el embrujo que ansiaba encontrar no aparecía por ninguna parte. Sólo las risas desaforadas, los corrillos en los que se negociaban las particulares intrigas y los primeros excesos, reinaban en un ambiente del que la música ya era dueña absoluta, y en el que las danzarinas reclamaban sus momentos de gloria, las miradas lascivas de los prebostes y las críticas de sus esposas, que las examinaban en busca de defectos.
Decepcionado, Sejemjet se sentó en un rincón. No comprendía qué estaba pasando, y aquella afluencia de invitados medio borrachos le producía una indisimulada incomodidad. Él se encontraba allí por otros motivos, ajenos a los de los demás, y ni las palabras del faraón ni sus favores le importaban lo más mínimo. Por un momento consideró la posibilidad de que todo hubiera acabado entre Nefertiry y él sin que lo supiera. Quizá la princesa hubiera reconsiderado su relación, o simplemente hubiese sido obligada a hacerlo. Mas se resistía a creer que ella se fuera de su vida sin siquiera una palabra de despedida, sin un simple adiós, aunque fuera a través de uno de sus lacayos.
Apesadumbrado, el joven movía la cabeza negándose a aceptar semejante posibilidad en tanto bebía su zumo de granada. Era consciente de su inexperiencia en el amor, y se encontraba tan perdido como cualquiera de aquellos funcionarios barrigones lo estaría en un enfrentamiento contra los apiru. Sejemjet no sabía qué hacer, y su corazón se convirtió en un arcón repleto de dudas.
Luego se le ocurrió que quizás el príncipe Amenemhat podría arrojar alguna luz sobre el asunto, y empezó a buscarlo como si se tratara de su última oportunidad. Pero aquella noche todo parecía estar en su contra, pues al príncipe se lo había tragado la tierra. No había ni rastro de su persona, e incluso sus amigos Thutiy y Tjanuny charlaban sin que Amenemhat los acompañara.
El joven optó entonces por apartarse del gentío y se retiró hacia una de las escalinatas que daban a los hermosos jardines. Allí se apoyó sobre la balaustrada y miró la luna que se alzaba en el cielo aquella noche con el poder de su plenilunio. Ella también quería participar del triunfo del señor de Kemet, y era tal su influjo que Sejemjet permaneció observándola embobado durante largos minutos, pues le atraía sobremanera. Su luz misteriosa y su enigmático significado eran una incógnita para él, mayor que la de los jeroglíficos que se esforzaba en aprender. Estaba convencido de que, en cierta forma, el satélite se comunicaba con él, aunque no fuera capaz de descifrar sus mensajes.
Un ruido de pisadas lo vino a sacar de su abstracción, y enseguida vio a un criado que se le aproximaba.
—Alguien te espera en el lago, noble señor —le dijo casi en un susurro.
El joven arqueó una de sus cejas.
—¿Quién me espera?
—Sólo me han ordenado que te diga que te dirijas al lago.
—Pero...
El criado no dio lugar a continuar la conversación, pues desapareció con paso presto por donde había venido. Al instante Sejemjet sintió que sus esperanzas renacían, y su corazón se llenaba de optimismo. El pulso se le aceleró, y mientras tomaba uno de los caminos que conducían al lago, notó cómo el corazón le hablaba por sus muñecas, exultante, y cómo por sus
metu
la sangre galopaba impulsada por la carrera de mil potros en pos de la ansiada yegua.
Al llegar a las proximidades del estanque se detuvo un momento. La fragancia envolvía el lugar con el característico perfume de la leña y los narcisos que tan bien recordaba. Su olor le hizo abandonarse por un instante a sus sentidos, pues invitaba a dejarse llevar por ellos. La música apenas se oía y el suave murmullo del agua resultaba tan embriagador como todo lo que rodeaba aquel jardín de ensueño. La luna arrancaba matices insospechados del azul de los acianos, y convertía su manto en una suerte de espejismo de una belleza insospechada. Era como si los Campos del Ialú se hubieran dignado visitarle en aquella hora, quizá para darle también su favor, o puede que sólo sintieran curiosidad por su persona. Más todo era tan perfecto que bien hubiera podido tratarse de una evocación del ansiado Paraíso.
Respiró profundamente, empapándose de cuanto lo rodeaba, y entonces escuchó su nombre en un murmullo.
—Sejemjet, Sejemjet.
Al instante el joven reconoció aquella voz que ya nunca podría olvidar. Parecía provenir de las aguas del cercano lago, como si surgiera de ellas por causa de algún encantamiento y se acercó raudo, ansioso de formar parte de él para siempre.
—Estoy aquí, Sejemjet —volvió a escuchar.
El joven se aproximó hacia donde la voz lo reclamaba, y entonces pudo verla por fin; sumergida junto a la orilla, Nefertiry le tendía sus manos anhelantes mientras le sonreía.
Sejemjet se despojó de sus ropas casi arrancándoselas, y se introdujo en el agua donde le esperaba la que para él era la única diosa en la que creía. La luz de la luna iluminaba su silueta sumergida, y en su rostro se percibía claramente la sonrisa que le regalaba. Toda ella estaba envuelta en el místico peplo que la señora de la noche había tejido para la ocasión, pues la luna los observaba complacida de que su amor se diera cita bajo su manto en un lugar como aquél. A Sejemjet los pocos metros que le separaban de su amada le parecieron tan largos como las marchas a través de Retenu, y cuando por fin se halló junto a ella la pasión se desató cual si se tratara de una tormenta.
Casi no hubo palabras entre ellos. Sus cuerpos se entrelazaron con un ansia cercana a la desesperación, y sus bocas se buscaron para absorber sus propias esencias. Sus lenguas se exploraron como quien necesita imperiosamente encontrar la fuente de donde surgía aquella pasión para beber en ella hasta saciarse. Pero eso resultaba imposible, pues aquella sed no podía ser aplacada con besos ni caricias, y mucho menos con miradas y susurros. Había una necesidad animal en aquellos cuerpos que iba más allá de lo racional, que los obligaba a abandonarse a sus instintos más básicos. Ambos estaban decididos a renunciar a su
ka,
a su propia energía vital, para construir uno nuevo que sirviera para los dos. Ellos querían ser una sola persona, y que su aire fuera el mismo aire y su aliento también el mismo. Las fuerzas que se desataron entre los enamorados eran difíciles de imaginar, pues había verdadero sufrimiento por alcanzar sus deseos. Nefertiry se aferró a los hombros de su amado y le clavó sus uñas como haría un felino durante la cópula. Mientras, gemía sin separar sus labios de los de él en tanto sentía su miembro en su interior martillearla como un ariete. Lo notaba tan duro, y era tal el placer que le producía, que creía que la vida misma se le iba con cada uno de sus continuos orgasmos. El arcón donde había aprisionado su pasión durante todos aquellos años se había abierto, para dejarla salir incontenible de su interior, cual si se tratara de una caja de Pandora. Ya no era posible volverlo a cerrar, y aquel frenesí tanto tiempo contenido la llevó al paroxismo. Con las piernas rodeándole la cintura, Nefertiry se acoplaba a cada movimiento imprimiéndole el ritmo que deseaba, mientras Sejemjet la sujetaba por las nalgas. Él movía sus manos al compás y juntos gemían como dos sedientos para los que el agua ya no era suficiente. Ella recorrió con sus dedos cada cicatriz de aquella espalda de granito, y a su contacto se volvió a empapar sin remisión en tanto emitía quejidos lastimeros, cual si fuera un ánima perdida en el Mundo Inferior.
Entonces Sejemjet pareció volverse loco, y toda la furia de su incontenible ira se desbocó como por ensalmo embistiendo como si el temible dios de las tormentas lo empujara con su poder. Todos los anhelos y las insufribles esperas y sinsabores se daban cita en aquella cabalgada para tomar cumplida satisfacción. Ahora colmaría su desesperación, y Nefertiry se sintió desvanecer ante aquel poder que se apoderaba de ella por completo. Un rictus de felicidad le cruzaba el rostro, y en su interior el corazón se le llenaba de un gozo que iba mucho más allá del placer que experimentaba. Sejemjet se le entregaba por completo, y ella se sentía la más dichosa de las criaturas. Ahora sabía que él le pertenecía, y que ni el tiempo ni la bestia de la guerra habían podido arrebatárselo. Él era el amor de su vida, y el único hombre ante el que se rendiría. Sonrió feliz al pensar lo poco que se había equivocado al elegirlo la primera vez que lo vio, y también al comprobar que, lejos de desunir, el tiempo y la distancia pueden resultar un acicate para la pasión cuando el corazón no tiene dudas.
Ya casi exhausta, Nefertiry separó sus labios para poder mirarle a los ojos. Sejemjet los abrió para contemplarla. Éstos le hablaban de sus sentimientos más puros, y al leer en ellos que Nefertiry se le entregaba, creyó enloquecer. Sintió que el momento se hallaba próximo, y que toda su pasión se precipitaba como si se tratara de una estampida. Entonces se aferró aún más a sus nalgas como si se tratara de la balsa salvadora a la que el náufrago se agarra en mitad de la tempestad, y su cuerpo se arqueó a la vez que exhalaba un gemido que parecía provenir del más recóndito lugar de su alma. Todas sus frustraciones y también sus esperanzas iban en él, y durante unos instantes Sejemjet creyó encontrarse suspendido por invisibles hilos que le hacían sentir alejado del mundo, en un lugar del que no quisiera salir nunca, quizás el verdadero Paraíso, aquel al que le había transportado Nefertiry. Ésta se acopló a él con más fuerzas, y al poco notó cómo su vientre se inundaba con el fuego líquido de la pasión de su amante. Era una sensación única, y la princesa se abrazó más a él pues estaba segura de que su
ka
había sido depositado en ella para siempre. Ahora ambos eran uno solo y la magia de su amor corría por las aguas del lago, alumbradas por una luna que nunca faltaba a su cita. Inundaría todo Egipto, estaba segura, y Hapy sonreiría feliz por la ofrenda de aquellos que habían unido su
ka
en su presencia.
No había nada que decir; sólo miradas y susurros, y de nuevo besos y caricias.
Durante todos aquellos meses en los que habían permanecido alejados, Nefertiry había continuado con su fingida indiferencia hacia la memoria de su amado. Había seguido fiel al disimulo, cuya estrategia parecía que le reportaba buenos resultados. De hecho, su madre no había vuelto a molestarla con el asunto, y ella pensó que se había olvidado del joven guerrero. La princesa retomó su forma de vida habitual aunque permaneciera pendiente, en secreto, de todo lo que ocurría en el lejano Retenu. De vez en cuando su hermano Amenemhat le daba alguna noticia que le alegraba el corazón, ya que se enteraba de que su amado se encontraba bien, y que sus hazañas estaban en boca de todos. Cuando supo que el príncipe marchaba hacia Canaán, le entregó un papiro para Sejemjet. Su corazón necesitaba hablar acerca de sus sentimientos, aunque fuera sobre un arrugado pergamino. Daba igual que él no supiera leer, pues estaba segura de que, de una u otra forma, él lo descifraría.
Cuando su hermano regresó, todo eran buenas noticias, y además Amenemhat le había dado su tesoro, que ella sabía le insuflaría ánimo para sobrellevar aquella suerte de condena que les habían impuesto los dioses. Mas después, otra vez los meses de espera y de tedio; monotonía de una vida que no le complacía lo más mínimo.
Cada día rogaba a Hathor para que mantuviera incólume su amor, y a los poderosos dioses de la guerra tebanos para que Sejemjet saliera con bien de los combates continuos a los que se enfrentaba. Casi tres años de incertidumbre y hastío; demasiado para cualquier corazón que no fuera el suyo.
Por fin, una mañana llegó un jinete a palacio con las buenas nuevas de una gran victoria. El dios había alcanzado las tierras del vil mitannio, y éste había huido despavorido ante la visión de su poder. La guerra había terminado y las tropas regresarían a Kemet para recibir un merecido homenaje. Nefertiry había sentido unas ganas irrefrenables de salir corriendo para pregonar su felicidad por todo el palacio, pero se cuidó mucho de hacerlo, ya que amenazadores nubarrones habían aparecido por el horizonte, tan negros como una noche sin luna.
Todo había empezado con la llegada de una nueva reina al corazón de su padre. Las reinas iban y venían, y era un hecho corriente que el faraón tuviera numerosas esposas. Sin embargo, en este caso la situación era diferente ya que la nueva esposa, Meritre-Hatshepsut, era una joven bonita que parecía capaz de conquistar el corazón del monarca. No había más que ver a Tutmosis a su lado para darse cuenta de que la joven lo encandilaba cada vez que lo miraba.
A Sitiah, semejante actitud la hizo enfurecer, y pronto le entraron unos celos difíciles de imaginar. Cercana a la cuarentena, la gran esposa real era una mujer envejecida que no podía competir con la belleza de la joven que ahora intentaba arrebatarle a su marido. No era la primera vez que ocurría en Egipto, como ella bien sabía, pero eran tantos los intereses que había en juego que lo de menos era que su augusto esposo tuviera una nueva concubina.