El hombre de bronce (20 page)

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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

BOOK: El hombre de bronce
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Doc se dirigió a sus compañeros.

—Monk—dijo—, vuelve al interior y empieza a trabajar en aquel depósito de sulfuro. Sácalo tan pronto como puedas. Escoge el más puro.

Volviéndose hacia el geólogo, continuó:

—Johnny, ¿cogiste algo de salitre? ¡Había mucho!

—Un poco —respondió éste.

—Extráelo. Creo que será bastante puro para nuestro propósito. Quizá podamos refinarlo.

Luego, dirigiéndose vacilante hacia la princesa, dijo: —Atacopa, es usted una muchacha maravillosa.

La princesa sonrió: —Haré cualquier cosa por usted.

—Regrese al lado de los suyos —indicó Doc—. Seleccione a los más fuertes y activos, y mándelos aquí, junto con mis compañeros.

—Comprendo —murmuró la princesa.

—Otra cosa: mande también una cantidad de aquellos jarrones de oro. Escoja los más gruesos y pesados. Unos cincuenta. Diga a mis amigos que deseo fabricar bombas con esos jarrones. Ellos sabrán cuáles serán más apropiados para el caso.

—¡Bombas de oro! —exclamó Monk.

—No disponemos de otra cosa —señaló Doc—. Y cuando los hombres lleguen, cargarlos de salitre y sulfuro.

Antes de partir, Johnny hizo una pregunta —¿Sabes dónde estamos?

Doc sonrió, señalando.

Había enfrente de ellos, a unos centenares de metros, otro paredón de roca.

A mil metros de profundidad se deslizaba un río. —Estamos en el corte —respondió—. El Valle de los Desaparecidos está algo más arriba, no muy lejos.

—Se entra al valle por el corte, ¿no es verdad?

—Sí. A menos de tomar en cuenta la nueva entrada que acabamos de descubrir.

Johnny, impaciente, replicó:

—Vamos, princesa. Vamos, Monk. No hay tiempo que perder.

Al quedarse solo, Doc descendió un trecho por los escalones de piedra.

Halló una extensión de jungla. Reuniendo la leña necesaria, escogió un lugar para carbonear, donde el humo no sería visible.

Formó un horno con unas piedras. No hallando dos piedras a propósito para encender el fuego, lo hizo con una tira de cuero de su manto y un palo curvado.

Tras unos instantes de enérgica frotación, la llama surgió.

Tenía ya las pilas amontonadas cuando sus amigos llegaron acompañados de más de un centenar de fornidos mayas.

Trabajaron toda la tarde y la noche mezclando el salitre y el sulfuro, fabricando pólvora.

—Lo haremos con calma —explicó Doc—. Esta vez hemos de suprimir de una manera definitiva la amenaza de los guerreros de los dedos rojos.

Tras una pausa, agregó en tono sombrío:

—Y en grado especial al hombre de la piel de serpiente.

De vez en cuando mandaban mensajeros a través de la caverna para averiguarlo que sucedía y regresaban anunciando que los defensores seguían resistiendo con éxito.

—Rechazaron varios ataques —informó un mensajero—. Una de aquellas serpientes que escupen fuego lastimó a nuestro soberano el rey Chaac.

—¿Está herido de gravedad? —preguntó Doc, con interés.

—En la pierna solamente. Pero no puede andar.

—¿Quién se encargó de la defensa?

—La princesa Atacopa —repuso el mensajero.

Monk exclamó, sonriendo: —¡Valiente chiquilla!

Terminaron con rapidez la fabricación de las bombas. Dentro de los jarrones de oro colocaron unos trozos muy agudos de obsidiana.

Las mechas presentaban un problema.

Doc lo solucionó cogiendo tiras de unos viñedos tropicales que tenían el interior blando. Usando unas ramitas largas y duras, vació el interior, dejando una especie de tubo hueco. Luego en cada bomba puso una de las improvisadas mechas.

Fabricó una variedad de pólvora que ardía sin llama.

Llenó de esta pólvora los tubos improvisados.

Al despuntar el día salió a la cabeza del grupo atacante.

Algunos de los mayas conocían el sendero que conducía al Valle de los Desaparecidos.

AL parecer, varios de aquellos hombres habían salido algunas veces para establecer relaciones amistosas con las tribus vecinas, que a pesar de no ser mayas puros, eran del mismo origen.

El pelotón avanzó por la traidora entrada del valle. No se veía ningún centinela en la entrada al corte, cosa que sucedía por primera vez durante siglos, murmuró un maya.

Dado que los centinelas eran generalmente guerreros rojos, Doc comprendió cómo el hombre enmascarado pudo entrar y salir sin ser visto.

Sin mostrarse a los sitiadores de la pirámide, atacaron con ímpetu.

Los mayas aprendieron a encender las bombas. Para ello llevaban trozos de madera ardiendo.

A una señal de Doc, lanzaron una docena de bombas sobre los guerreros de los dedos rojos.

Capítulo XXI

La muerte de oro

Las explosiones terribles de aquellas doce bombas fueron el primer aviso del ataque que recibieron los guerreros.

Doc dedicó tres proyectiles a cada ametralladora.

Las cuatro quedaron destruidas al instante.

Los guerreros diabólicos, destrozados por la metralla de obsidiana, fueron lanzados al aire.

Muchos perecieron al instante, siendo castigados así por el ataque contra los ciudadanos mayas durante las ceremonias.

Pero quedaron bastantes para presentar combate.

Algunos empuñaban las armas sustraídas de la armería de Doc y de sus compañeros.

Los mayas, con aullidos penetrantes, se lanzaron sobre los criminales sobrevivientes.

Los atacaban con bombas cuando había cuatro o cinco reunidos.

Monk recogió dos porras abandonadas, y empuñando una en cada mano, se lanzó al combate, con terribles resultados.

Renny no necesitaba otras armas que sus mortíferos puños.

Long Tom, Ham y Johnny, lanzaban bombas cuando se presentaba la ocasión.

Doc iba de un lado a otro combatiendo en los lugares más encarnizados.

Los enemigos caían fulminados sin saber qué clase de golpe los derribaba.

La imagen de piedra de Kukulcan se inclinó de repente, descubriendo la entrada secreta a la caverna del tesoro de los antiguos mayas.

Los mayas empezaron a salir armados de rocas, palos y todo cuanto encontraban a mano, y se lanzaron al ataque.

Una punta de acero asomó, furtiva, por entre unos arbustos.

Era la boca de una ametralladora. Hizo dos disparos…

Una mano de bronce se posó en el cañón, haciendo una presa de acero.

El artillero que apoyaba, por desgracia, un dedo en el gatillo, fue levantado en vilo como una paja, entre el follaje tropical.

Era un guerrero; el pobre, indudablemente, no llegó a saber jamás que fue Doc Savage quien cogió el arma.

Unos nudillos de bronce se descargaron como una maza sobre su sien, y murió en el acto.

Doc sufrió una decepción. Esperaba coger al hombre enmascarado y a Kayab.

La pistola ametralladora era una de sus armas. La arrojó a Renny.

Luego se mezcló otra vez entre los combatientes, luchando sólo cuando era atacado. Entonces las consecuencias eran desastrosas.

Buscaba al hombre que escondía su identidad bajo la piel de serpiente.

También deseaba saldar cuentas con el diabólico jefe de los guerreros.

Se fijó, poco después, en que los dos criminales no tomaban parte en la batalla.

Al hacer este descubrimiento, desapareció entre el follaje tropical.

Tenía la impresión de que los dos cabecillas se ocultaban en alguna parte, esperando el resultado de la batalla.

La mitad de los guerreros rojos habían perecido ya.

El populacho maya, furioso, no daba cuartel. La secta de los guerreros quedaría exterminada.

Doc no vio por ninguna parte del campo de batalla a los dos jefes, a quienes buscaba.

Empezó una segunda búsqueda… y halló el rastro de los dos hombres.

La señal dejada por la cola de serpiente al arrastrar por el suelo le mostró el rastro sin ningún género de duda.

Siguió las señales con ardor. Las huellas se perdían con frecuencia, pues el hombre serpiente y Kayab se habían cuidado de ocultarlas.

El rastro continuaba por unos terrenos rocosos.

Volvió a encontrarlos al otro lado de un lago que vadearon.

Era evidente que los dos cabecillas huyeron en el momento que vieron la batalla perdida.

Intentaban huir del Valle de los Desaparecidos. Se dirigían a la entrada del corte. Dejó de repente de seguir el rastro.

Avanzaba antes con rapidez, pero ahora lo hacía con la velocidad del viento.

Comprendía sus intenciones y les salía al encuentro en la entrada del corte.

El hombre serpiente y Kayab llegaron antes.

La pareja criminal estuvo corriendo y dejaron huellas del sudor en las rosas que tocaban con las manos.

Era tan peligroso el camino, que debían de agarrarse a algo continuamente.

Doc se dirigió al corte. Recorrió unos cincuenta metros y luego se detuvo a quitarse las sandalias, que le estorbaban en el sendero peligroso que ascendía.

El río recorría a unos cuarenta metros de profundidad, de manera tan tortuosa, que el agua se convertía en una nube de espuma tumultuosa.

Distinguió a sus enemigos, los cuales mirando atrás, le descubrieron al mismo tiempo.

El grito de terror de Kayab dominó el imponente fragor de las aguas.

Fue un gemido de miedo.

El hombre enmascarado todavía conservaba su disfraz. Probablemente no había tenido tiempo de quitárselo.

Giró sobre sus talones al percibir el grito de pánico de Kayab.

Por lo visto, pensaba que Doc empuñaba una pistola.

Kayab, aterrado, intentó adelantarse al hombre enmascarado. No había espacio para eso, pues el sendero era demasiado estrecho.

El hombre de la piel de serpiente, enfurecido, propinó un puñetazo al jefe guerrero, que devolvió el golpe. El otro volvió a pegarle.

Kayab fue lanzado al sendero. Cayó sobre la punta de una roca.

Probablemente murió en el acto. Si fue así, se salvó del terror de observar el fondo de rocas puntiagudas del abismo.

El río espumeante semejaba una baba en aquellos dientes de piedra.

De modo indirecto, el terror a Doc mató a Kayab.

El hombre serpiente continuó huyendo. Llevaba una de las pistolas ametralladoras de Doc colgando de su cinto, pero no intentaba utilizarla.

Sin duda pensaba dejar acercar más a su enemigo.

La persecución fue reanudada. Savage no marchaba ya con tanta rapidez porque estaba desarmado.

Recorrieron una milla. Los paredones del corte se tornaron menos inclinados.

De repente, Doc Savage, trazando otro plan, abandonó el camino.

Empezó a escalar el paredón vertical que no presentaba ningún tramo, cogiéndose como una mosca.

Sus dedos de acero y sus pies poderosos y móviles encontraban soporte donde el ojo decía no haber ninguno. Su velocidad era asombrosa.

Se adelantó al hombre serpiente a unos mil pies de altura. Continuó su avance descendiente para interceptar el paso a su enemigo.

Por fin halló un lugar apropiado. El camino formaba un recodo pronunciado.

Al cabo de un rato percibió el sibilante aliento del hombre enmascarado. El individuo jadeaba casi agotado.

Escudriñaba atrás al acercarse al recodo, temeroso de que Doc se acercase.

Doc Savage alargó una mano bronceada de acero. Los dedos largos y poderosos, hicieron presa en el cinto del hombre serpiente.

El cuero se rompió como un hilo ante la fuerza tremenda. Doc arrojó el cinto y la pistola al abismo.

El hombre enmascarado se volvió y lo descubrió. Entonces se quitó la máscara de la cabeza de serpiente, revelando sus facciones.

Sucedió un silencio terrible. Luego, surgiendo de ningún sitio y de todas partes, brotó un murmullo bajo y trinante. Semejaba el canto de algún pájaro exótico o el sonido del viento penetrando por pináculos de hielo.

Aun observando los labios de Doc, era imposible percibir de dónde provenía el sonido. Quizá ni él mismo se daba cuenta de que lo producía.

Pues lo hacía de una manera inconsciente en momentos de profunda concentración. Podía significar muchas cosas. En aquel momento era una señal de victoria.

La calma misma de aquel sonido sibilante hacía temblar de pies a cabeza al hombre de la piel de serpiente.

Abrió la boca de una manera convulsiva, pero las palabras no brotaron.

Retrocedió un paso.

Doc no se movió. Sus ojos bronceados inexorables parecían proyectarse sobre su enemigo. Eran unos ojos severos, que helaban.

Los ojos implacables, mejor que las palabras mismas, dijeron al hombre serpiente la muerte que le aguardaba.

Intentó de nuevo hablar. También pretendió que sus piernas paralizadas facilitasen su huida. Pero todo fue en vano.

Por último, realizando un esfuerzo titánico, hizo la única cosa posible para huir de aquellos ojos aterradores.

Saltó del camino al abismo.

Poco a poco, su cuerpo se dirigió al encuentro de la muerte. El rostro era una máscara pálida y grotesca.

Eran las facciones de don Rubio Peláez, ministro de Estado de la República de Hidalgo.

Capítulo XXII

El tesoro

Grande fue el júbilo cuando Doc Savage regresó al lado de sus amigos mayas del Valle de los Desaparecidos. Sus cinco hombres le hicieron un recibimiento tumultuoso.

La herida del rey Chaac resultó leve.

—Exterminamos a los guerreros de los dedos rojos —sonrió Monk—. No sobrevivió ni uno para poder contarlo.

El anciano monarca declaró con firmeza:

—Jamás se permitirá que resucite la secta de los guerreros de los dedos rojos.

De hoy en adelante, castigaremos los delitos leves haciendo trabajar a los culpables en las minas de oro. Los hombres más valerosos se encargarán de la defensa de nuestro pueblo.

Los mayas sentían tanta alegría, que insistieron en reanudar la ceremonia en el punto donde se interrumpiera.

Se celebraron los ritos sin el menor contratiempo.

—Esto nos convierte en miembros del pueblo maya —rió Ham, contemplando la magnífica vestimenta que llevaban, pues les suministraron nuevas ropas.

Renny, a quien Doc envió a ver el aeroplano, regresó diciendo:

—El aparato se encuentra en perfecto estado. Y gracias a la gasolina que tomamos, queda bastante para volar hasta Blanco Grande.

—No nos dejarán tan pronto, ¿verdad? —inquirió el rey Chaac, con tristeza.

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