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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Aventuras, Clásico

El hombre de la máscara de hierro (32 page)

BOOK: El hombre de la máscara de hierro
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—Los Estados se reúnen en aquella ciudad, y como tengo que hacerles dos peticiones, quiero estar presente.

—¿Cuándo me pongo en camino?

—Esta noche… mañana por la mañana… o por la tarde, pues necesitáis descansar.

—Ya estoy descansado, Sire.

—Muy bien. Así pues, esta noche o mañana, a vuestra elección.

D'Artagnan saludó como para despedirse; luego al ver que el monarca estaba turbado, se adelantó dos pasos y preguntó:

—¿El rey lleva la corte?

—Por supuesto —respondió Luis XIV.

—Así Vuestra Majestad necesita de sus mosqueteros —dijo D'Artagnan fijando una mirada tan escrutadora en el rey, que éste bajó la suya.

—Tomad una brigada —repuso el soberano.

—¿Vuestra Majestad no tiene que darme ninguna orden más?

—No… ¡Ah! Sí. En el palacio de Nantes, que está muy mal distribuido, según dicen, acostumbraos a colocar mosqueteros a la puerta de cada uno de los principales dignatarios que me llevaré conmigo.

—¿De las principales? ¿Como verbigracia a la puerta del señor de Lyonnes? ¿De los señores de Brienne, Leteller y Fouquet?

—Sí.

—Está bien, Sire. Parto mañana.

—Dos palabras aún, señor de D'Artagnan. En Nantes encontraréis al duque de Gesvres, capitán de los guardias. Cuidad de que los mosqueteros estén alojados antes de que los guardias lleguen. Ya sabéis que los que llegan primero sacan provecho.

—Es verdad.

—¿Y si el señor Gesvres os interroga?

—¿A mí? ¡Bah! ¿a título de qué tendría que interrogarme el señor de Gesvres?

Y el mosquetero dio marcialmente media vuelta y salió, mientras decía para sí:

—¡Nantes! ¿Por qué no se ha atrevido a decir inmediatamente Belle-Isle?

Al llegar a la puerta principal, un dependiente del señor de Brienne se acercó a D'Artagnan.

—¿Qué hay, Arístides? —preguntó el capitán.

—A cargo de la caja del señor Fouquet.

D'Artagnan leyó con sorpresa la libranza, y vio que era de puño y letra del rey y valedera por doscientas pistolas.

—¡Cómo! —dijo entre sí el mosquetero después de haber dado cortésmente las gracias al dependiente de Brienne—. ¿Van a hacer pagar ese viaje al señor Fouquet? ¡Mil rayos! ni Luis XI lo habría hecho peor. ¿Por qué no me han dado una libranza a cargo de Colbert? ¡La habría pagado con tanto gusto!

Y fiel a su principio de no dejar enfriar una libranza a la vista, D'Artagnan se encaminó a casa de Fouquet para cobrar las doscientas pistolas.

La cena

El superintendente debía estar enterado del próximo viaje del rey a Nantes, porque dio una cena de despedida a sus amigos. El ir y venir de criados cargados de platos, y la actividad que se notaba en el escritorio, eran señales evidentes de un próximo trastorno en la cocina y en la caja.

D'Artagnan se presentó, libranza en mano, en el escritorio y al decirle que ya era tarde y que la caja estaba cerrada, no replicó más que esto:

—Servicio del rey.

El dependiente, un poco turbado al ver la cara fosca que puso el capitán, contestó que la razón era respetable, pero que también lo eran las costumbres de la casa, y rogaba al portador que volviese al siguiente día. D'Artagnan pidió entonces hablar con el señor Fouquet.

—El señor Fouquet no se cuidaba de tales pequeñeces —replicó el dependiente dando con la puerta en las narices del mosquetero.

Este, que previó el caso, había puesto la punta de su bota entre la puerta y la jamba, de manera que no jugó la cerradura, y volvió a encontrarse cara a cara con el dependiente que, cambiando de tono dijo, entre despavorido y cortés:

—Si vuestra merced desea hablar con el señor superintendente, vaya a las antesalas, aquí está el escritorio, a donde nunca viene monseñor.

—¡Al fin! —repuso D'Artagnan—. ¿Y dónde están las antesalas?

—Al otro lado del patio —respondió el dependiente satisfecho de verse libre.

D'Artagnan atravesó el patio, y preguntó a los criados.

—Monseñor no recibe a esta hora —le respondió uno que llevaba en una fuente de plata sobredorada tres faisanes y doce codornices.

—Decidle —repuso el capitán deteniendo al criado por el extremo de la fuente—, que soy el señor de D'Artagnan, capitán teniente de los mosqueteros de Su Majestad.

El criado lanzó un grito de sorpresa y desapareció seguido del gascón, que llegó a tiempo para encontrar en la antesala a Pelissón que, un poco pálido, venía del comedor al encuentro del anunciado.

—No es nada desagradable, señor Pelissón —dijo D'Artagnan sonriéndose—; no es más que una librancilla.

—¡Ah! —exclamó el amigo de Fouquet ensanchándosele el pecho.

Pelissón asió de la mano al mosquetero y le hizo entrar en el comedor, donde los amigos íntimos rodeaban al superintendente, colocado en el centro en un sillón con almohadones. Allí estaban reunidos todos los epicúreos que poco tiempo antes hacían en Vaux los honores de la casa, discreteaban y hacían ganar dinero a Fouquet. Amigos alegres, cariñosos casi todos, no habían abandonado a su protector al acercarse la tormenta, y a pesar de las amenazas del cielo y del temblor de la tierra, estaban allí, risueños, solícitos, devotos en el infortunio como lo habían sido en la prosperidad. A la izquierda del superintendente estaba la Belliere, y a su derecha la esposa; como si, desafiando las leyes del mundo y las preocupaciones, los dos ángeles tutelares de aquel hombre se hubieran reunido para prestarle, en el momento crítico, el apoyo de sus entrelazados brazos. La Belliere estaba pálida, trémula, y atenta y respetuosa con la esposa del superintendente, que con una mano sobre la de su marido, miraba con ansiedad hacia la puerta por la cual Pelissón iba a conducir a D'Artagnan. Este entró con actitud cortés, para luego admirarse, cuando con mirada infalible adivinó la significación de todas las fisonomías.

—Perdonadme que no os haya salido a recibir viniendo en nombre del rey, señor de D'Artagnan —dijo Fouquet levantándose y dando a sus últimas palabras una triste firmeza que llenó de espanto el corazón de sus amigos.

—Monseñor —contestó D'Artagnan—, no vengo en nombre del rey, sino para reclamar el pago de una libranza de doscientas pistolas.

Todas las frentes se serenaron; menos la de Fouquet, que dijo al mosquetero:

—¿Acaso vos partís para Nantes, también?

—No sé adónde voy, monseñor.

—Pero —repuso la esposa de Fouquet, ya tranquilizada—, no partís tan apresuradamente que no nos hagáis la fineza de sentaros en nuestra compañía, señor capitán.

—Señora, sería una gran honra: pero me apremia de tal modo el tiempo que ya lo veis, no he tenido otro remedio que interrumpir vuestra cena para hacer que me paguen esta libranza.

—Que será satisfecha en oro —dijo Fouquet haciendo seña a su mayordomo, que inmediatamente salió con la libranza que le entregó D'Artagnan.

—No tenía temor por el pago —repuso el mosquetero—; la casa es buena.

Fouquet se sonrió dolorosamente.

—¿Estáis mal? —preguntó la Belliere.

—¿El acceso? —dijo la esposa del superintendente.

—No es nada, gracias —respondió Fouquet.

—¡Qué! ¿Estáis enfermo monseñor? —preguntó D'Artagnan.

—Pillé unas tercianas en Vaux.

—¿La humedad de las grutas, de noche?

—No, por una emoción.

—Sí, la excesiva solicitud que pusisteis en recibir al rey —dijo La Fontaine con voz sosegada, sin saber que decía un sacrilegio.

—Nunca es uno bastante solícito en recibir al rey —dijo cariñosamente Fouquet a su poeta.

—El caballero querrá decir ardor —repuso D'Artagnan con amable franqueza—. La verdad es, monseñor, que nunca se ha ejercido la hospitalidad como en Vaux.

La esposa de Fouquet dejó comprender claramente, en la expresión de su rostro, que si Fouquet se había portado bien con el rey, el rey no había correspondido con el ministro.

Pero allí sólo sabían el terrible secreto del rey, D'Artagnan y Fouquet; y si el primero no se sentía con valor para compadecer, el segundo no tenía derecho a acusar.

El capitán, a quien entregaron las doscientas pistolas, iba a despedirse, cuando Fouquet se levantó, tomó un vaso, hizo que dieran otro a D'Artagnan, y dijo:

—A la salud del rey, “suceda lo que suceda”.

—Y a la vuestra, monseñor, “sobrevenga lo que sobrevenga” —contestó D'Artagnan bebiendo.

Después de estas palabras de mal agüero, el gascón saludó a todos, que se levantaron y oyeron el ruido de las espuelas y de las botas de aquél hasta que llegó al pie de la escalera.

—Por un instante creí que venía por mí, y no por mi dinero —dijo Fouquet, esforzándose en reírse.

—¡Por vos! ¿Y por qué? —exclamaron los amigos del superintendente.

—No nos hagamos ilusiones, queridos hermanos míos en Epicuro —dijo Fouquet—; no quiero hacer comparaciones entre el más humilde pecador de la tierra y el Dios a quien adoramos; pero ese Dios dio un día a sus amigos una comida que se llama la “Cena”, y que lo fue de despedida como la que estamos celebrando en estos momentos.

Todos lanzaron una voz de dolorosa negativa.

—Cerrad las puertas —dijo Fouquet. Y cuando salieron todos los criados, añadió, bajando la voz—: ¿Qué fui y quién soy, amigos míos? Reflexionadlo y responded. Si un hombre como yo, desciende desde el momento en que deja de elevarse. No tengo ya dinero ni crédito; sólo tengo enemigos poderosos y amigos que nada pueden.

—Ya que os explicáis con tanta franqueza —exclamó Pelissón levantándose—, también nosotros debemos ser francos. Si estáis perdido, corréis a vuestra ruina y debéis deteneros. Ante todo, ¿qué dinero nos queda?

—Setecientas mil libras —respondió Fouquet.

—El pan —murmuró su esposa.

—Haced que preparen relevos, y huid —dijo Pelissón.

—¿A dónde?

—A Suiza, a Saboya, pero huid.

—Si monseñor huye —dijo la Belliere—, dirán que es culpable y que ha tenido miedo.

—Más todavía —repuso Fouquet—, dirán que me he llevado veinte millones.

—Escribiremos memorias para justificaros —dijo La Fontaine—; huid.

—Me quedo —replicó Fouquet—; además ¿no se me presenta todo bien?

—Poseéis Belle-Isle —exclamó el cura Fouquet.

Y allá voy en línea recta al encaminarme a Nantes —repuso el superintendente—. Así pues, tengamos paciencia.

—Pero antes de llegar a nantes, ¡cuánto camino! —objetó la esposa del ministro.

—Lo sé —replicó Fouquet—, pero ¿qué hacer? El rey me llama a los estados, y aunque sé que es para perderme, no puedo menos de partir, so pena de mostrarme receloso.

—Pues bien —dijo Pelissón—, yo he hallado la manera de conciliarlo todo. Vais a partir para nantes, pero con algunos amigos y en vuestra carroza hasta Orleans, donde os embarcaréis en nuestro buque que os conducirá hasta el fin del camino. Estad preparado para defenderos si os atacan, y para huir si os amenazan. En una palabra, por lo que pueda suceder llevad todo el dinero que tengáis a mano; luego, y cuando queráis os acercáis al mar y os embarcáis para Belle-Isle, y desde allí os dirigís adonde os plazca, semejante al águila que sale y hiende el espacio cuando la desalojan de su nido.

Las palabras de Pelissón fueron acogidas con general aprobación.

—Sí, haced eso —dijo la esposa de Fouquet a su marido.

—Hacedlo —repitieron todos los amigos del superintendente.

—Lo haré —contestó Fouquet.

—Esta tarde misma.

—Dentro de una hora.

—Inmediatamente.

—Las setecientas mil libras os servirán de base para labrar una nueva fortuna —dijo el padre Fouquet—; porque ¿quién nos impedirá que en Belle-Isle armemos corsarios?

—Y si fuere menester, saldremos a descubrir un nuevo mundo —añadió La Fontaine, lleno de proyectos y de entusiasmo.

Un golpe dado a la puerta interrumpió aquel concurso de alegría y de esperanzas.

—¡Un correo del rey! —anunció el maestro de ceremonias.

Al anuncio siguió un silencio más profundo, como si el mensaje de que era portador el correo hubiera sido una respuesta a todos los proyectos concebidos un instante hacía.

Todos esperaban a ver qué hacía Fouquet, cuya frente estaba cubierta de sudor, y que en realidad estaba entonces bajo el dominio de su calentura.

Fouquet se fue a su gabinete para recibir el mensaje de Su Majestad.

Era tal el silencio, que desde el comedor se oyó la voz de Fouquet, que respondió:

—Está bien, caballero.

Aquella voz estaba alterada por la emoción.

Casi en seguida Fouquet llamó a Gourville, que atravesó la galería en medio de la expectación universal, y por fin reapareció entre sus convidados; pero no pálido y descompuesto como al salir, sino lívido y desconocido. Espectro viviente, Fouquet se adelantaba con los brazos caídos y seca la boca, como cadáver que viniese a saludar a sus amigos de la vida. Al ver al ministro, todos se levantaron y se abalanzaron a él deshaciéndose en lamentos. Fouquet miró a Pelissón, se apoyó en su esposa, y estrechó la mano a la Belliere.

—¿Y bien? ¿Qué pasa? —preguntaron todos a una.

Fouquet abrió su crispada y sudorosa mano derecha y mostró un papel sobre el cual, y lleno de espanto, se precipitó Pelissón, que leyó las siguientes líneas de puño y letra del rey:

Mi querido y estimado señor Fouquet: del dinero nuestro que todavía queda en vuestro poder, dadnos setecientas mil libras que nos hacen falta hoy para nuestra partida.

Sabiendo que vuestra salud no es buena, suplicamos a dios que os la devuelva y os tenga en su santa guarda. Luis.

La presente sirve de recibo.

Un murmullo de espanto circuló por la sala…

—Bueno —exclamó Pelissón a su vez—, habéis recibido esta carta, ¿no es así?

—Así es —respondió Fouquet.

—¿Qué pensáis hacer?

—Nada, pues la he recibido. Si la he recibido es señal de que la he pagado —repuso el superintendente con naturalidad que arrancó el corazón de sus amigos.

—¡Que habéis pagado! —exclamó la esposa de Fouquet con desesperación—. ¡Entonces estamos perdidos!

—Vaya, dejémonos de palabras inútiles —dijo Pelissón—. Ya que habéis perdido el dinero, salvad la vida. ¡A caballo, monseñor! ¡A caballo!

—¡Pero si no puede sostenerse en pie!

—¡Ah! —dijo el intrépido Pelissón—, si entramos en reflexiones…

—Tiene razón —murmuró Fouquet.

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