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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Aventuras, Clásico

El hombre de la máscara de hierro (40 page)

BOOK: El hombre de la máscara de hierro
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—¿De vuestro padre? —repuso Aramis.

—Sí, ¿sabéis cómo me llamo? Me llamo Jorge de Biscarrat.

—¿Biscarrat?… —repuso Aramis recorriendo su memoria—. Creo…

—Buscad bien —dijo el oficial.

—¡Voto al diablo! —exclamó Porthos—, no hay para qué pensar mucho, Biscarrat, alias Cardenal… fue uno de los cuatro que vinieron a interrumpirnos el día que espada en mano nos hicimos amigos de D'Artagnan.

—Esto es, señores.

—El único a quien no herimos —añadió Aramis.

—Es decir que era un espadachín —repuso el prisionero.

—Es cierto, muy cierto —dijeron a una los dos amigos—. Plácenos conocer a un hombre tan bravo.

Biscarrat estrechó las manos que le tendieron los dos antiguos mosqueteros.

Aramis miró a su amigo como diciéndole: «Este va a ayudarnos», y luego dijo:

—¿Verdad que el haber sido hombre digno le enorgullece a uno?

—Eso mismo se lo oí siempre a mi padre.

—¿Verdad también —prosiguió Herblay—, que para uno es triste encontrarse con hombres a quienes van a arcabucear o a colgar, tanto más cuanto esos hombres resultan ser antiguos conocidos, relaciones hereditarias?

—¡Bah! no os aguarda un fin tan desastroso, señores míos —repuso con viveza el oficial.

—Vos lo habéis dicho.

—Cuando aun no os conocía; pero ahora os digo que podéis evitar tan funesto destino.

—¡Qué podemos! —exclamó Herblay, chispeándole de inteligencia los ojos y mirando alternativamente al prisionero y a Porthos.

—Con tal que no nos exijan una bajeza —repuso con noble intrepidez Porthos mirando a su vez a Biscarrat y al prelado.

—No os exigirán nada, señores —dijo el oficial—. ¿Qué queréis que os exijan, cuando si os prenden os matan? Evitad que os encuentren.

—Para encontrarnos, fuerza es que vengan a buscarnos aquí —repuso Porthos con dignidad.

—Habéis dicho bien, mi buen amigo —dijo Aramis sin dejar de interrogar con la mirada la fisonomía de Biscarrat, silencioso y cohibido. Y dirigiendo la palabra a este último, le dijo—: O mucho me engaño, o queréis hacernos una confidencia y no os atrevéis.

—¡Ah! señores, es que, de hablar, hago traición a la consigna; pero escuchad, habla una voz que me releva de mi compromiso.

—¡El cañón! —exclamó Porthos.

—¡El cañón y la mosquetera! —prorrumpió el obispo.

Entre las rocas y a lo lejos oíase el fragor siniestro de un combate breve.

—¿Qué significa eso? —dijo Porthos.

—Lo que yo sospeché —respondió Aramis.

—¿Y qué habéis sospechado? —preguntó el prisionero.

—Que vuestra embestida no era más que un ataque simulado, y que mientras vuestras compañías se dejaban rechazar, teníais la certeza de efectuar un desembarco en la parte opuesta de la isla.

—No uno, sino muchos —contestó Biscarrat.

—Entonces estamos perdidos —repuso con toda calma el prelado.

—No digo que no estemos perdidos —arguyó el señor de Pierrafonds—; pero todavía no nos han hecho prisioneros, ni mucho menos estamos ahorcados.

Dicho esto, Porthos se levantó de la mesa, se acercó a la pared del aposento, y descolgó con la mayor impasibilidad su espada y sus pistolas que inspeccionó con el minucioso cuidado del veterano que se dispone a luchar y que conoce que su vida depende en gran parte de las excelencias y del buen estado de sus armas.

Al estampido de los cañonazos, a la nueva de la sorpresa que podía poner la isla en manos de las tropas reales, la muchedumbre entró aterrada y atropelladamente al fuerte para pedir auxilio y consejo a sus jefes. Aramis, pálido y vencido, se asomó, entre dos hachones, a la ventana que daba al patio principal, en aquel instante lleno de soldados que esperaban órdenes y dijo con voz grave y sonora:

—Amigos míos, el señor Fouquet, vuestro protector, vuestro arraigo, vuestro padre, ha sido arrestado por orden del rey y sepultado en la Bastilla.

—¡Venguemos al señor Fouquet! ¡Mueran los realistas! —gritaron los más exaltados.

—No, amigos míos —contestó solemnemente el prelado—, no opongáis resistencia. El rey es señor en su reino. Humillaos ante Dios y amad a Dios, y al rey, que han castigado al señor Fouquet. Pero no venguéis a vuestro señor, ni lo intentéis, pues os sacrificaríais en vano, y sacrificaríais esposas, hijos, bienes y libertad. Pues el rey os lo ordena, abajo las armas, amigos míos, y retiraos sosegadamente a vuestras casas. Os lo pido, os lo ruego, y si fuera menester os lo ordeno en nombre del señor Fouquet.

La muchedumbre reunida al pie de la ventana acogió las palabras de Aramis con un murmullo de cólera y de terror.

—Los soldados del rey Luis XIV han entrado en la isla —prosiguió Herblay—, y ya no sería un combate lo que hubiese entre ellos y vosotros, sino una carnicería. Idos, pues, y olvidad; y ahora os lo ordeno en nombre de Dios.

Aunque con lentitud, los amotinados se retiraron sumisos y silenciosos.

—¿Qué demonios acabáis de decir, amigo mío? —dijo Porthos.

—Habéis salvado a esos habitantes, caballero —repuso Biscarrat—, pero no a vos ni a vuestro amigo.

—Señor de biscarrat —dijo con acento noble y cortés el obispo de Vannes—, hacedme la merced de marcharos.

—Con mil amores, caballero; pero…

—Nos haréis un favor con ello, señor de Biscarrat, porque al anunciar vos al teniente del rey la sumisión de los moradores de la isla y decirle cómo se ha verificado la sumisión, tal vez consigáis para nosotros alguna gracia.

—¡Gracia! ¿Qué palabra es esa? —exclamó Porthos despidiendo rayos por los ojos.

Aramis dio un fuerte codazo a su amigo, como hacía en sus buenos años, cuando quería advertirle que iba a cometer o había cometido alguna torpeza.

—Iré, señores —dijo Biscarrat, sorprendido también de haber oído la palabra “gracia” en boca del altivo mosquetero de quien poco hacía contó y ensalzó con entusiasmo las heroicas proezas.

—Id, pues, señor de Biscarrat —dijo Aramis—, y contad anticipadamente con nuestra gratitud.

—Pero entretanto ¿qué va a ser de vosotros, señores, de vosotros a quienes me honro en llamar amigos míos, ya que os habéis dignado aceptar este título? —repuso el oficial, conmovido, al despedirse de los dos antiguos adversarios de su padre.

—Nos quedamos aquí.

—Ved que la orden es formal, señores.

—Soy obispo de Vannes, señor de Biscarrat, y así como no arcabucean a un obispo, tampoco ahorcan a un noble.

—Tenéis razón, monseñor —dijo Biscarrat—; todavía podéis contar con esta posibilidad. Parto, pues, en busca del jefe de la expedición, del teniente del rey. Guárdeos Dios, señores; o mejor dicho, hasta la vista.

El oficial montó sobre un caballo que Aramis le hizo preparar, y partió hacia donde se oían los mosquetazos cuando la irrupción de la muchedumbre en el fuerte interrumpió la conversación de los dos amigos con su prisionero.

—¿Comprendéis? —preguntó Aramis a Porthos una vez a solas con su amigo y después de haber mirado cómo partía Biscarrat.

—Nada —respondió el gigante.

—¿Por ventura no os molestaba la presencia de Biscarrat?

—No, es un buen muchacho.

—Sí, pero ¿es prudente que todo el mundo conozca la gruta de Locmaria?

—¡Ah, diantre! ¡Es verdad! ¡Es verdad! Comprendo, comprendo. Nos escapamos por el subterráneo.

—Si gustáis —repuso jovialmente Herblay—. Andando, amigo Porthos, nuestra barca nos espera, y el rey todavía no nos ha echado la mano.

Un silencio espantoso reinaba en la isla.

La gruta de Locmaría

El subterráneo de Locmaria estaba bastante lejos del muelle para que los dos amigos tuviesen necesidad de economizar sus fuerzas antes de llegar a él. Por otra parte, había sonado ya la media noche en el reloj del fuerte, y Aramis y Porthos iban cargados de dinero y de armas. Caminaban, pues, nuestros dos fugitivos por el arenal que separaba del subterráneo el muelle, oído atento y procurando evitar todas las emboscadas. De cuando en cuando y por el camino que deliberadamente dejaban a su izquierda, pasaban habitantes procedentes del interior, a quienes hizo huir la nueva del desembarco de los realistas. Al fin y tras una rápida carrera, frecuentemente interrumpida por prudentes paradas, los dos amigos penetraron a la profunda gruta de Locmaría, y a la que el previsor obispo de Vannes hizo llevar, sobre cilindros, una barca capaz de afrontar las olas en aquella hermosa estación.

—Mi buen amigo —dijo Porthos después de haber respirado estrepitosamente—, por lo que se ve ya hemos llegado; pero si mal no me acuerdo, me hablasteis de tres hombres, que debían acompañaros. ¿Dónde están que nos los veo?

—Indudablemente nos aguardan en la caverna, donde de fijo descansan del penoso trabajo que han hecho. —Y al ver que Porthos iba a entrar en el subterráneo, le detuvo, y añadió—: Dejad que pase yo delante, mi buen amigo. Como sólo conozco yo la señal que he dado a los nuestros, os recibirían a tiros u os lanzarán sus cuchillos en la oscuridad.

—Pasad, amigo Aramis, sois todo sabiduría y prudencia. ¡Perdiez, pues no me flaquean otra vez las piernas!

Aramis dejó sentado a Porthos en la entrada de la gruta, y encorvado se internó en ella y lanzó un grito imitando al del mochuelo, al que contestó un arrullo plañidero y apenas perceptible, que invitó a Herblay a continuar su marcha prudente, hasta que le detuvo un grito igual al que él lanzó al entrar, y que resonó a diez pasos de él.

—¿Sois vos, Ibo? —preguntó el obispo.

—Sí, monseñor, y también Goennec con su hijo.

—Bueno. ¿Está todo preparado?

—Sí, monseñor.

—Llegaos los tres a la entrada de la gruta, mi buen Ibo, donde está descansando el señor de Pierrefonds.

Los tres bretones obedecieron; Porthos, rehecho, entraba ya, y sus fuertes pisadas resonaban en medio de las cavidades formadas y sostenidas por las columnas de sílice y de granito.

En cuanto se unió el señor de Bracieux con el obispo, los bretones encendieron una linterna de que se proveyeron.

—Veamos la barca —dijo Aramis—, y cerciorémonos de lo que encierra.

—No acerquéis mucho la luz, monseñor —dijo el patrón Ibo—, pues según me habéis recomendado, he metido, bajo el banco de popa, el barril de pólvora y las cargas de mosquete, que desde el fuerte me habíais enviado.

—Está bien —repuso Herblay. Y tomando la linterna, inspeccionó minuciosamente la barca, con todas las precauciones del hombre ni tímido ni ignorante ante el peligro.

La barca era larga, ligera, de poco calado, de quilla estrecha, bien construida, como tienen fama de construirlas en Belle-Isle, de bordas un poco altas, resistente en el agua, muy manejable, y provista de tablas para formar con ellas en tiempo inseguro como una cubierta por la que se deslizan las olas y protege a los remeros.

En dos cofres bien cerrados y colocados bajo los bancos de popa y proa, Aramis encontró pan, bizcocho, fruta seca, tocino, y una buena provisión de agua potable en dos odres; lo cual era suficiente para quienes debían navegar siempre por la costa y podían refrescar sus vituallas en caso apremiante. Además, en la barca había ocho mosquetes y otras tantas pistolas de caballería, cargados todos y en buen estado; remos y una pequeña vela llamada de trinquete, que ayuda a los remeros, es útil al soplar la brisa y no carga la embarcación.

Una vez lo hubo inspeccionado todo, dijo Aramis a Porthos:

—Falta saber si debemos hacer salir la barca por el extremo desconocido de la gruta, siguiendo la pendiente y la oscuridad del subterráneo, o si es mejor hacerla resbalar sobre rodillos al raso; al través de los zarzales, allanando el camino de la costa, no más alta de veinte pies, y que en la alta marea ofrece tres o cuatro brazas de agua sobre un buen fondo.

—Eso es lo menos, monseñor —repuso el patrón Ibo con el mayor respeto—. Pero creo que por la pendiente del subterráneo y en medio de la oscuridad en que nos veremos obligados a maniobrar nuestra embarcación, el camino no será tan cómodo como el aire libre. Yo conozco la costa y puedo deciros que es rasa; el interior de la gruta, al contrario, es escabroso, sin contar que al extremo de ella vamos a dar con la salida que conduce al mar y por la cual tal vez no pase la barca.

—Ya he echado mis cálculos —dijo el obispo—, y estoy seguro de que pasará.

—Bien, monseñor —insistió el patrón—; pero vuestra grandeza sabe muy bien que para hacer llegar la barca a la extremidad de la salida, es preciso quitar una piedra enorme, aquella por debajo de la cual se escurren siempre los zorros y que cierra la salida como una puerta.

—No importa —dijo Porthos—, la quitaremos.

—Creo que el patrón tiene razón —repuso Aramis—. Probemos al aire libre.

—Tanto más, monseñor —continuó el marino—, cuanto no podemos embarcarnos antes que amanezca; tal es el trabajo que falta hacer. Además, en cuanto claree, es menester que en la parte superior de la gruta se coloque un buen vigía para vigilar las maniobras de las chalanas y de los cruceros que nos acecharán.

—Decís bien, Ibo, pasaremos por la costa.

Y los tres robustos bretones habían colocado ya sus rodillos bajo la barca e iban a hacerla deslizar, cuando en el campo y lejos resonaron ladridos que movieron a Aramis a salir de la gruta, y a Porthos a seguir a su amigo.

El alta teñía de púrpura y nácar mar y llanura; en medio de aquella vaga claridad veíanse los pequeños y melancólicos abetos retorcerse sobre las piedras, y largas bandadas de cuervos rasaban con sus negras alas los sembrados de trigo. Sólo faltaba un cuarto de hora para el nuevo día, al que anunciaban con sus alegres gorjeos los pajarillos. Los ladridos que detuvieron en su tarea a los tres bretones e hicieron salir de la gruta a los dos amigos, se prolongaban en un profundo collado, casi a una legua del subterráneo.

—Es una jauría —dijo Porthos—; los perros están sobre un rastro.

—¿Qué es eso? ¿Quién caza a estas horas? —repuso Herblay.

—Y sobre todo por este lado, donde temen la llegada de las tropas reales —prosiguió Porthos—. Pero… ¡Ibo! ¡Ibo! Llegaos acá.

Ibo acudió dejando el cilindro que aun tenía en la mano e iba a colocar bajo la barca cuando la exclamación del obispo le interrumpió en su tarea.

—¿Qué caza es esa, patrón? —preguntó Porthos.

—No sé, monseñor —respondió Ibo—. Lo único que puedo deciros es que a estas horas el señor de Locmaría no cazaría. Y, sin embargo los perros…

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