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Authors: Fred Vargas

Tags: #Policiaco

El hombre de los círculos azules (21 page)

BOOK: El hombre de los círculos azules
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—Clémence Valmont —dijo Adamsberg.

—Exacto —dijo Danglard.

—Acompáñeme allí —dijo Adamsberg aplastando en el cenicero el cigarrillo a medio fumar.

Llegaron ante la puerta del 44 de la
Rué des Patriarches
veinte minutos más tarde. Era sábado y no se oía el menor ruido. Nadie respondió al telefonillo en casa de Clémence.

—Inténtelo en casa de Mathilde Forestier —dijo Adamsberg, por una vez casi tenso de impaciencia.

—Jean-Baptiste Adamsberg —dijo por el telefonillo—. Ábrame, señora Forestier. Dése prisa.

Corrió hasta la Trigla voladora, en la segunda planta, y Mathilde les abrió la puerta.

—Necesito una llave de arriba, señora Forestier. Una llave de la casa de Clémence. ¿Tiene usted una copia?

Mathilde, sin hacer preguntas, fue a buscar un manojo de llaves que llevaba la etiqueta «Picón».

—Les acompaño —dijo, con la voz aún más ronca por la mañana que durante el día—. Estoy muy preocupada, Adamsberg.

Entraron los tres en casa de Clémence. No quedaba nada. Ni rastro de vida, ni abrigos en el perchero ni papeles sobre las mesas.

—Qué mierda, se ha ido —dijo Danglard.

Adamsberg paseó por el salón, más lentamente que nunca, mirándose los pies y abriendo luego un armario vacío, un cajón, volviendo a pasear. «No piensa en nada», se dijo Danglard, exasperado, sobre todo exasperado por su fracaso. Le hubiera gustado que Adamsberg explotara de furia, actuara y reaccionara, se agitara, diera órdenes y saliera del atolladero de una forma u otra, pero no valía la pena esperar que hiciera algo así. Al contrario, aceptó con una amplia sonrisa el café que le ofreció Mathilde, que estaba aterrada.

Adamsberg llamó a la comisaría desde su casa e hizo una descripción de Clémence Valmont lo más precisa posible.

—Lleven esta descripción a todas las estaciones, aeropuertos, puestos fronterizos y todas las gendarmerías. En una palabra, organicen la batida habitual. Y envíen aquí un hombre de guardia. El apartamento debe estar vigilado.

Colgó sin hacer ruido y se tomó el café como si nada grave hubiera ocurrido.

—Debe tranquilizarse. No tiene buen aspecto —dijo a Mathilde—. Danglard, intente explicar todo lo que pasa a la señora Forestier con delicadeza. Perdone que no lo haga yo. Me parece que me explico mal.

—¿Ha leído en los periódicos que Le Nermord ha sido exculpado de los crímenes, y que él era el hombre de los círculos? —empezó Danglard.

—Por supuesto —dijo Mathilde—, incluso vi su foto. Ése era el hombre al que seguí, y ése el hombre que comía en el pequeño restaurante de Pigalle hace ocho años. ¡Inofensivo! ¡Me harté de repetírselo a Adamsberg! Humillado, frustrado, todo lo que ustedes quieran, pero ¡inofensivo! ¡Se lo dije, comisario!

—Sí, lo dijo. Y yo no —repuso Adamsberg.

—Exactamente —recalcó Mathilde—. Pero, la musaraña, ¿qué pasa con ella? ¿Por qué la buscan? Volvió del campo ayer por la noche, restablecida, exultante. No entiendo por qué ha vuelto a largarse.

—¿Le ha hablado alguna vez de aquel novio que la abandonó de golpe y porrazo?

—Más o menos —dijo Mathilde—. Aunque no la marcó tanto como se hubiera podido creer. No irán ustedes a lanzarse a esa clase de psicoanálisis de tres al cuarto, ¿verdad?

—No tenemos más remedio —dijo Danglard—. Gérard Pontieux, la segunda víctima, era él. Fue su novio hace cincuenta años.

—Están desvariando —dijo Mathilde.

—No, vengo de allí —dijo Danglard—, del pueblo natal de ambos. Ella no es de Neuilly, Mathilde.

Adamsberg advirtió rápidamente que Danglard llamaba «Mathilde» a la señora Forestier.

—La rabia y la locura se han abierto paso durante cincuenta años —prosiguió Danglard—. Tras llegar al término de una vida que ella consideraba fracasada, finalmente se volcó del lado del deseo de asesinar. La ocasión se presentó con el hombre de los círculos. Era el momento, entonces o nunca, de llevar a cabo su proyecto. Nunca perdió el rastro de Gérard Pontieux, el objeto de todas sus obsesiones. Sabía dónde vivía. Entonces abandonó Neuilly y, para encontrar al hombre de los círculos, se dirigió a usted, Mathilde. Sólo usted podía conducirla a él. Y a los círculos. En primer lugar asesinó a esa mujer gorda a la que no conocía, para iniciar una «serie». Luego degolló a Pontieux. Le produjo tanta satisfacción que se ensañó con él. Por último, temiendo que la investigación descubriera demasiado deprisa al hombre de los círculos y se entretuviera en el caso del doctor, mató a la propia mujer del hombre de los círculos, Delphine Le Nermord. Entonces, para ser coherente, la degolló como a Pontieux, para que ninguna diferencia resaltara en el doctor y nos hiciera prestarle atención. Aparte de que era un hombre.

Danglard dirigió una mirada a Adamsberg, que no decía nada y le hizo una seña con los ojos para que continuara.

—Su último crimen nos condujo directamente al hombre de los círculos, tal como ella había previsto. Sin embargo, Clémence Valmont tiene una mente tortuosa y simple a la vez. Ser el hombre de los círculos al mismo tiempo que el asesino de su mujer era realmente demasiado. Era imposible, a menos que fuera un demente. Le Nermord ha sido liberado. Ella se enteró anoche por la radio. Una vez exculpado Le Nermord, todo podía cambiar. Su plan perfecto se iba a la mierda. Aún tenía tiempo de escapar. Y lo ha hecho.

Aterrada, la mirada de Mathilde iba de uno a otro. Adamsberg dejó que se hiciera a la idea. Sabía que podía llevarle cierto tiempo, que seguramente se debatiría.

—No es posible —dijo Mathilde—, ella jamás habría tenido la fuerza física que se necesitaba. ¿Acaso no recuerdan que es una mujer delgada y menuda?

—Existen mil formas de esquivar un obstáculo —dijo Danglard—. Cualquiera puede hacerse el enfermo en una acera, esperar que un transeúnte preocupado se agache sobre él y matarle. Recuerde, Mathilde, que todas las víctimas fueron primero asesinadas.

—Sí, lo recuerdo —dijo Mathilde, echando hacia atrás una y otra vez los cabellos negros que le caían en mechones lacios sobre la frente—. Y con el doctor, ¿cómo pudo hacerlo?

—Muy fácilmente. Consiguió que fuera al lugar deseado.

—Y él, ¿por qué fue?

—¡Está claro! Una amiga de juventud que le llama, que le necesita. Entonces lo olvida todo y acude.

—Por supuesto —dijo Mathilde—. Seguramente tienen razón.

—Y las noches de los crímenes, ¿estaba aquí? ¿Lo recuerda?

—A decir verdad, desaparecía casi todas las noches, para acudir a sus citas, según decía, como la otra noche. ¡Interpretó ante mí una maldita y jodida comedia! ¿Por qué no dice nada, comisario?

—Trato de reflexionar.

—Y ¿a qué conclusiones llega?

—A ninguna, pero ya estoy acostumbrado.

Mathilde y Danglard intercambiaron una mirada. Se habían quedado un poco desconsolados. Sin embargo, Danglard no estaba de humor para criticar a Adamsberg. Clémence había desaparecido, eso era verdad, pero a pesar de todo, Adamsberg había sabido comprender y había sabido enviarle a Marcilly.

Adamsberg se levantó sin avisar, hizo un gesto inútil y lánguido, dio las gracias a Mathilde por el café y pidió a Danglard que enviara a los del laboratorio al apartamento de Clémence Valmont.

—Me marcho —añadió, para no irse sin decir nada, para darles una explicación, para no herirles.

Danglard y Mathilde siguieron juntos mucho rato. No podían dejar de hablar de Clémence, de intentar comprender. El novio que se va, el devastador encadenamiento de los anuncios por palabras, la neurosis, los dientes afilados, las repugnantes impresiones, las ambigüedades. De cuando en cuando, Danglard subía a ver qué estaban haciendo los tipos del laboratorio y volvía a bajar diciendo: «Están en el cuarto de baño». Mathilde seguía sirviendo café añadiéndole agua tibia. Danglard se sentía bien. Con mucho gusto se habría quedado allí toda la vida, acodado a la mesa en la que nadaban los peces, bajo la luz de la cara morena de la reina Mathilde. Ella habló de Adamsberg, preguntó qué había hecho para comprender.

—No tengo la menor idea —dijo Danglard—. Sin embargo le he visto actuar, o a veces no hacer nada. En unos momentos despreocupado y superficial como si no hubiera sido poli en toda su vida, y en otros con la cara contraída, tensa, preocupada hasta el punto de no oír nada de lo que había a su alrededor. Aunque preocupado ¿por qué? Ésa es la cuestión.

—No parece contento —dijo Mathilde.

—Es verdad. Es porque Clémence ha escapado.

—No, Danglard. Es otra cosa la que preocupa a Adamsberg.

Leclerc, un tipo del laboratorio, entró en la habitación.

—Se trata de las huellas, inspector. No hay ninguna. Lo limpió todo, o bien llevó guantes todo el tiempo. Nunca había visto nada igual. Pero está el cuarto de baño. He encontrado una gota de sangre seca en la pared, detrás de la tubería del lavabo.

Danglard subió rápidamente tras él.

—Debió de lavar algo —dijo incorporándose—. Los guantes, quizás, antes de tirarlos. No se encontraron junto a Delphine. Declerc, mándelo a analizar urgentemente. Si es la sangre de la señora Le Nermord, Clémence está perdida.

El análisis lo confirmó unas horas más tarde, la sangre era de Delphine Le Nermord. Empezó la caza de Clémence.

Ante esta noticia, Adamsberg se quedó taciturno. Danglard recordó las tres cosas que garabateaba el comisario. El doctor Pontieux. Pero eso ya estaba aclarado. Faltaba la revista de modas. Y la manzana podrida. Seguramente estaba muy preocupado por la manzana podrida. ¿Qué coño podía importar eso ahora? Danglard pensó que Adamsberg tenía una forma distinta de la suya de echar a perder su existencia. Le parecía que, a pesar de su lánguido comportamiento, Adamsberg poseía un modo eficacísimo de no relajarse jamás.

La puerta entre el despacho del comisario y el suyo permanecía, la mayor parte del tiempo, abierta. Adamsberg no necesitaba aislarse para estar solo. Por ello, Danglard iba y venía, dejaba informes, le leía una nota, volvía a salir, o bien se sentaba a charlar un momento. Entonces ocurría, aún más a menudo desde la huida de Clémence, que Adamsberg no estaba receptivo a nada y que continuaba su lectura sin levantar los ojos hacia él, pero sin que aquella falta de atención resultara hiriente porque no era voluntaria.

Además, consideraba Danglard, se trataba más de ensimismamiento que de falta de atención. Porque Adamsberg estaba atento. Pero ¿a qué? Por otra parte tenía una curiosa forma de leer, generalmente de pie, con los brazos apretados en el pecho y la mirada inclinada hacia las notas esparcidas sobre su mesa. Podía permanecer así, de pie, durante horas. Danglard, que todos los días se sentía con el cuerpo cansado y las piernas poco estables, se preguntaba cómo podía mantenerse en esa posición.

En ese momento Adamsberg estaba de pie, mirando un pequeño cuadernillo de notas con las páginas vacías, abierto sobre su mesa.

—Hace dieciséis días —dijo Danglard sentándose.

—Sí —dijo Adamsberg.

Esta vez su mirada abandonó la lectura para dirigirse hacia Danglard, aunque no había, realmente, nada que leer en el pequeño cuadernillo.

—No es normal —repuso Danglard—. Deberíamos haberla encontrado. Tendrá que desplazarse, comer, beber, dormir en alguna parte. Y su descripción está en todos los periódicos. No puede escapar a nuestra investigación. Sobre todo con un físico como el suyo. Sin embargo, el hecho está ahí: se nos escapa.

—Sí —dijo Adamsberg—. Se nos escapa. Hay algo que falla.

—Yo no diría eso —dijo Danglard—. Yo diría que dedicamos demasiado tiempo a encontrarla, pero que lo conseguiremos. Sin embargo, la vieja sabe ser discreta. En Neuilly no era muy conocida. ¿Qué han dicho de ella los vecinos? Que no molestaba a nadie, que era independiente, que no era guapa, siempre con ese jodido gorro en la cabeza, y que tenía una verdadera adicción a los anuncios por palabras. No se les ha podido sacar más. Vivió veinte años allí y nadie sabe si tenía amigos en alguna parte, nadie le conoce el menor desliz y nadie recuerda cuándo se fue exactamente. Al parecer, nunca iba de vacaciones. Hay gente así, que pasa por la vida sin que nadie advierta su existencia. No es sorprendente que haya llegado al crimen. Pero es una cuestión de días. La encontraremos.

—No. Hay algo que falla.

—¿Qué es lo que hay que entender?

—Es lo que intento saber.

Desanimado, Danglard se levantó, en tres pesados movimientos (el torso, los muslos, las piernas) y dio la vuelta a la habitación.

—Me gustaría intentar saber lo que usted intenta saber —dijo.

—Tome, Danglard, el laboratorio puede recuperar la revista de modas. Yo he terminado.

—Terminado ¿el qué?

Danglard quería volver a su despacho, nervioso de antemano por aquella discusión que no conducía a nada, pero no podía evitar sospechar que a Adamsberg le daban vueltas en la cabeza pensamientos, si no hipótesis, que despertaban su curiosidad. Aunque sospechara que esos pensamientos aún no estaban disponibles ni siquiera para el propio Adamsberg.

Adamsberg volvió a mirar el cuadernillo de notas.

—La revista de modas —dijo— incluía un artículo firmado por Delphine Vitruel. O, si lo prefiere, el nombre de soltera de Delphine Le Nermord. La jefa de redacción me ha informado de que colaboraba regularmente en su revista, entregándole casi una vez al mes artículos sobre los que viven del aire, las fluctuaciones de la moda, el entusiasmo por los vestidos con cancanes o las costuras de las medias.

—¿Y le ha interesado?

—Enormemente. He leído toda la colección. Me ha llevado mucho tiempo. Y luego la manzana podrida. Empiezo a comprender cosas.

Danglard movió la cabeza.

—¿Qué pasa con la manzana podrida? —preguntó—. ¡No vamos a reprochar a Le Nermord que sudara miedo! ¿Por qué seguir pensando en él, por los clavos de Cristo?

—Todo lo que es pequeño y cruel me preocupa. Usted ha escuchado demasiado a Mathilde y ahora defiende al hombre de los círculos.

—No hago nada de eso. Simplemente me ocupo de Clémence y le dejo tranquilo.

—Yo también me ocupo de Clémence, sólo de Clémence. Pero eso no cambia el hecho de que Le Nermord sea un ser abyecto.

—Comisario, hay que ser parco en el desprecio en razón del gran número de menesterosos. Y no soy yo el que lo dice.

—Entonces, ¿quién?

—Chateaubriand.

—Otra vez... Pero ¿qué le ha hecho?

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