El hombre del baobab

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BOOK: El hombre del baobab
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África cambió su destino.

Hay ocasiones en las que la vida nos enseña que sólo parándonos podremos ser capaces de encontrarnos. Cuando Luis Vaissé quiso buscar en su interior lo halló casi vacío; aun así, decidió iniciar junto a su padre el viaje que marcaría para siempre sus vidas. África regaló al anciano la posibilidad de quedar en paz con el pasado. A Luis le mostró la verdadera razón de la existencia: que el amor, cualquier amor, es lo que mantiene vivo al hombre. El hombre del baobab es una novela tierna y apasionada, desgarradora y envolvente, de profundos sentimientos, que desnuda sin pudor lo más íntimo del ser humano.

David Cantero

El hombre del baobab

África cambió su destino

ePUB v1.0

Enylu
01.01.12

Fecha de publicación: 12/05/2009

301 páginas

Idioma: Español

ISBN: 978-84-08-08527-0

Código: 500926

Pues si hay días en que la naturaleza miente, los hay también que dice la verdad.

Albert Camus

Cada beso humano es también una respuesta —a su manera distorsionada y tierna— a una pregunta que no se puede formular con palabras.

Sándor Márai

A todos los que sí e incluso a los que no...

A las personas que amé y me amaron...

A mis hijos, Álvaro, Adriano y Alejandro...

A mi madre, Raquel, y a su hermana, Petra...

A mi padre, que ya no podrá leerlo...

a Berta

R
ESUMEN

Hay ocasiones en las que la vida nos enseña que sólo parándonos podremos ser capaces de encontrarnos. Cuando Luis Vaissé quiso buscar en su interior lo halló casi vacío; aun así, decidió iniciar junto a su padre el viaje que marcaría para siempre sus vidas. África regaló al anciano la posibilidad de quedar en paz con el pasado. A Luis le mostró la verdadera razón de la existencia: que el amor es lo que mantiene vivo al hombre.

P
RIMERA
P
ARTE

LA RAZÓN DE LA DEMENCIA

E
L COMIENZO

Aunque tenía prácticamente asumido que su padre moriría pronto, Luis Vaissé se fue aferrando a esa lentísima tragedia para argumentar y justificar la suya propia, que era la de no saber vivir. Cada vez con más insistencia pasaban por su cabeza infinidad de sombrías formas de escapar de la vida, de sus desventuras, que para él eran tantas. Si bien en apariencia era un hombre normal, gentil, sencillo, tal vez feliz, su espíritu era absolutamente incapaz de admitirse, concebirse o complacerse en la gracia de vivir, y en casi todos los sentidos que ello otorga. Hacía ya más de tres décadas y media que vagaba por el mundo intentando sin éxito disfrutar del don de estar vivo. Un regalo que en teoría todos aceptamos agradecidos, en el que nos recreamos insaciables sólo por el hecho de haber nacido.

Su infancia fue breve y dificultosa, su adolescencia una rara especie de tormento, la juventud un tiempo truncado por el infortunio y la desdicha. Y ya camino de la verdadera madurez las cosas no parecían cambiar a mejor ni a peor. Se acercaba a los cuarenta con un amargo regusto a fracaso en la boca del alma, nada nuevo si miraba atrás. Todo a su alrededor sabía o apestaba a desgracia, desidia o desengaño, y así había sido siempre o casi siempre. A nadie podía culpar de ello. Su mala relación con la vida era algo demasiado íntimo, inevitable, enigmático y contradictorio incluso para él. Algo casi incompartible. A veces anhelaba sentirla como la sienten algunos, como cuando recorremos el reverso de los dientes con la punta de la lengua tras una meticulosa limpieza en el dentista, suave, ordenada e impoluta. Pero un escabroso sarro recubría la suya desde muy niño. A pesar de ser un tipo corpulento, de aspecto muy varonil, Luis nunca pudo desprenderse de esa apariencia vivaz y desvalida que poseen los niños y la mayor parte de los cachorros. Su semblante despejado, en algo rudo, traslucía siempre un vago y desconcertante aire infantil. Aún era fácil imaginarlo de pequeño. Desgarbado, atolondrado, desamparado, lánguido, en algo femenino. No era sencillo sospechar hasta qué punto seguía siendo sólo un crío anónimo, trastornado, encerrado en un fornido cuerpo de hombre adulto, todavía dotado de cierta hermosura.

Faltaban apenas cuatro años para rematar el siglo y un milenio. El verano se prolongaba innecesariamente, mucho más allá de la comarca reservada al frío v los días de aspecto otoñal. Una calurosa mañana de octubre del año 1996, decidió poner fin a toda la ansiedad de forma definitiva. Acabar de una vez por todas con la tristeza, el desasosiego, la apatía, el recelo y la pereza que le perseguían desde siempre. Yacer y reposar al fin de todo el cansancio que le provocaba la existencia. Dejaría de ser el banal transeúnte de lo cotidiano que era. Había asumido con determinación la idea de abandonar la vida, de dejarla atrás. Nada parecía poder disuadirle. Ni siquiera su hijo Adrián, que tenía apenas dieciséis años, una mala edad para quedar huérfano de padre. Aún le necesitaba, muy probablemente, aunque no lo pareciera. Pero estaba decidido a apagar la luz a toda costa, a morir y zanjar de una vez ese mal asunto que para él era la vida. Aunque esto pueda parecer una incomprensible locura para la inmensa mayoría de los seres humanos, él encontraba completamente lógica tan meditada decisión. No hallaba razones para soportar el martirio de existir, no había un solo motivo que le impulsara a seguir sufriéndolo. Sumido en su lógica demencia, veía absolutamente coherente el fatal desenlace. Tal vez morir significaría descubrir, renovarse, probar suerte buena o mala de nuevo. O tal vez era de verdad la nada. Daba igual. Morir era una idea fría y persistente en él, enajenante y, sin embargo, muy persuasiva. Quizá la única escapatoria que se le ocurría.

Una vez su padre hubiera fallecido, solucionaría toda la absurda burocracia que conllevan las defunciones y le seguiría. Nada más, sin más aspavientos. Pero antes de que la muerte consumara en ellos sus quehaceres, decidió satisfacer un deseo muy antiguo, cien veces postergado. Viajaría junto a su padre, solos los dos, por primera y última vez antes de irse para siempre de este mundo. Por el camino, si encontraba las ganas de hacerlo, podría escribir algunas cartas de despedida. Tendría tiempo, irían lejos, el vuelo sería largo...

«Las Autoridades Sanitarias advierten que el tabaco perjudica seriamente la salud... »

Leyó en la cajetilla mientras sacaba un cigarrillo. Lo encendió por primera vez verdaderamente despreocupado ante la cínica sentencia grabada en el paquete. ¡Que os jodan!, pensó. Salió del portal y se dispuso a coger un taxi, pasarían muy pocos a esa hora, las seis y veinte de la mañana. Debería haber pedido uno por teléfono, la parada más próxima quedaba muy lejos. Un bochorno húmedo de colores sepia lo cubría todo dando a la vida el aspecto de una vieja foto descolorida. No era de día ni de noche, no era invierno ni verano, no era vida ni muerte lo que le abrigaba. Era sábado y lloviznaba agua caliente...

R
AZONES PARA CONTAR

En la radio sonó esa misma canción, justo la que escuchaba el día que recibió la noticia de que su padre había muerto. Tal vez por ello, el tema quedó grabado en su memoria de forma indeleble. Tenía entonces dieciséis recién cumplidos, y de eso hacía ya diez años. Después de una década de distancia y olvido, al término de una rara y tensa jornada de trabajo, Adrián está tendido en la cama, desfallecido, completamente agotado. El telón de otra etapa de su vida, tal vez la más colosal, la más esperada, está a punto de alzarse. Tiene que descansar, dormir de verdad, no tan poco y tan mal como en las últimas semanas. Mañana será el gran día, ¡por fin! Ha pasado más de seis horas metido en un simulador de vuelo, a los mandos de un Boeing 737. Con las manos en los cuernos y los pies en los pedales, pulsando interruptores, accionando palancas, sudando la tinta que sudan los pájaros. Preparándose para la prueba definitiva, para el examen y la suelta finales. Aterrizando y despegando en medio de la tempestad, una y otra vez. Resolviendo paradas de motores, pérdidas de combustible, fallos hidráulicos. Luchando contra endiabladas rachas cruzadas o endemoniados vientos en cola. Perfeccionando técnicas y destrezas que te salvan de la muerte, a ti y a los cientos de personas que llevas detrás. Aprendiendo una vez más a salir airoso de las cizalladuras, a evitar o escapar de las corrientes que pretenden tirar al suelo aviones cargados de almas.

Todo por si un día...

Atardece. La iluminación es tenue, la habitación está moteada de sombras y luces que alumbran o esconden pequeños recuerdos. Fotografías, objetos que le cuentan quién fue, quién es, de dónde proviene, qué dejó atrás. Todo quedó al otro lado del océano, ¡tan lejos! El chico trotamundos salió de su hogar un día ya lejano, con apenas veinte años, y se marchó a Estados Unidos. Así solucionó en parte la tristeza, alejándose, haciendo camino al elevarse y al descender, una y otra vez. Siempre quiso ser aviador, como su abuelo, como su tío, y por fin estaba a punto de conseguirlo. Eso parecía. Pronto licenciaría, podría pilotar en alguna línea aérea. Ya estaba cualificado para navegar con determinados tipos de aviones. Era sólo cuestión de tiempo, de búsqueda, de paciencia, de presentar solicitudes aquí o allá. Encontraría trabajo, eso era seguro. Tal vez regresaría pronto a España, pilotaría en Iberia. El sueño estaba a punto de cumplirse, podría seguir subiendo allí arriba unas horas todos los días, la mayor parte de los días de su vida. ¡Qué hermosa y conmovedora idea! Pensaba en ello con cierta melancolía cuando sonó otra vez esa canción, por completo azar. A la vez alguien llamó con insistencia a la puerta de su apartamento. Una molestia imprevista. Aturdido, con extrañeza y desgana, estampó su firma, la hora y la fecha, donde le indicó el mensajero de Fedex.

A las 19.26 h. del 11 de octubre de 2006, Adrián Vaisse. No esperaba ningún paquete. Encendió una de las lámparas por romper la penumbra y ver mejor la consigna. Lo enviaba su madre desde Madrid. Palpó el sobre con extrañeza, tal vez contuviera un libro no muy grueso. Rasgó la impenetrable bolsa de plástico con la ayuda de la punta de un cuchillo. Dentro del envoltorio oficial, otro sobre nuevo y almohadillado. Y en el interior de éste, otro paquete de aspecto vetusto, meticulosamente atado con unas vueltas de cordel. Tenía la apariencia de haber viajado mucho, durante largo tiempo, dando vueltas por ahí hasta llegar a sus manos. Ni una nota de mamá explicándole. Eso hizo aumentar su estupefacción. Se dejó caer sentado en la cama con el insólito envío sobre las piernas. Estaba expedido en Bamako, y había llegado a España desde África, desde Malí. Bajo una docena de bellos timbres africanos y otros tantos descoloridos e ilegibles matasellos, con letra que le resultó muy familiar, estaban escritos su nombre y sus antiguas señas, la dirección de la casa en la que vivía con su madre.

Adrián Vaissé

Camino de Navahonda, 7

28290 Robledo de Chavela (Madrid)

Spain / Spagne

Al otro lado del sobre, en el remite, con la misma caligrafía marchita y conocida, algo que le golpeó el centro del alma rompiendo una espesa bruma del pasado: el nombre de su padre. Sólo eso, su nombre, Luis, y algunas estrellitas dibujadas con rasgo veloz e inconfundible. Sostuvo el fardillo largo tiempo entre las manos y aún le dio varias vueltas antes de decidirse a abrirlo. ¿Qué era aquello? ¿Qué podía ser? Cortó con cuidado el cáñamo y lentamente desplegó sobre la cama el precario embalaje. Retiró primero el papel de estraza lleno de manchas que lo envolvía todo, luego un par de viejas hojas de periódico, dos pliegos enormes y amarillentos de
Le Matin du Mali.
Por fin descubrió el contenido. Era un cuaderno de color ocre, cubierto de polvo y arenilla. Uno de esos librillos de dos líneas que se usan en los parvularios. En el anverso había unas palabras impresas en francés:
«Cahier - Le réveil qui sonne.»
Debajo de éstas, un pequeño despertador dibujado con ingenuidad. Echó un rápido vistazo a las páginas. Todas parecían profusamente escritas a lápiz con la misma caligrafía, con aquellos trazos tan sabidos que sacudieron con fuerza cualquier serenidad...

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