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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

El hombre que se esfumó (16 page)

BOOK: El hombre que se esfumó
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—Ahora escuche —dijo—. No sé lo que piensa usted pero el otro parece creer que nos deshicimos de él. ¿Por qué íbamos a hacerlo? Con él ganábamos dinero, mucho dinero.

—¿También daban dinero a la señorita Boeck?

—Sí. Ella ayudaba y le dábamos su parte. Lo suficiente para que no tuviera que trabajar.

Martin Beck miró fijamente al hombre un buen rato. Al final le preguntó:

—¿Lo mató usted?

—No, ya se lo he dicho. De haberlo hecho, ¿habríamos estado aquí durante tres semanas con toda la remesa?

Su voz se había vuelto aguda y tensa.

—¿Le caía bien Alf Matsson?

La mirada del hombre se tornó evasiva.

—Por favor, conteste cuando le pregunte —insistió Martin Beck muy serio.

—Claro.

—Parece ser que la señorita Boeck afirmó en su interrogatorio que ni usted ni Theo Fröbe sentían mucha simpatía por Matsson.

—Se volvía muy antipático cuando se emborrachaba. Nos... despreciaba por ser alemanes.

Dirigió una mirada azul, de súplica, a Martin Beck y le preguntó:

—Y eso no es justo, ¿a que no?

Durante un minuto reinó el silencio. No le gustó nada a Tetz Radeberger, se agitó y tiró nerviosamente de las coyunturas de sus dedos.

—No hemos matado a nadie —dijo—. No somos de esa clase.

—Usted intentó matarme la pasada noche.

—Eso fue diferente.

El hombre lo musitó con un tono de voz tan bajo que sus palabras apenas resultaron perceptibles.

—¿Por qué?

—Era nuestra única oportunidad.

—¿Oportunidad de qué? ¿De ser ahorcados? ¿De que les caiga una cadena perpetua?

El alemán se lo quedó mirando con gesto abatido.

—Probablemente se la ganarán de todos modos —siguió Martin Beck en un tono amistoso—. ¿Ha estado antes en la cárcel?

—Sí, en mi país.

—Bueno, ¿qué ha querido decir con eso de que matarme era su única oportunidad?

—¿Es que no lo ve? Cuando usted fue a Ujpest llevando el pasaporte de él... de Matsson, pensamos al principio que no había podido venir y que le había enviado a usted en su lugar. Pero usted no dijo nada, y además no daba el tipo. Así que pensamos que Matsson había sido atrapado, y que se había ido de la lengua. Pero no sabíamos quién era usted. Ya llevábamos veinte días aquí con toda esa mercancía en nuestro poder y empezábamos a ponernos nerviosos. Pasadas tres semanas, hay que prorrogar el visado. Así que Theo se puso a seguir sus pasos y...

—Siga.

—Yo desmonté el coche y oculté la mercancía. Theo no tenía la menor idea de quién podía ser usted, así que decidimos que Ari lo descubriera. Al día siguiente, Theo le siguió hasta los baños, llamó a Ari desde allí y ella le esperó fuera. Luego, Theo le vio junto a aquel tipo en la piscina. Siguió al hombre y vio que entraba en la comisaría. Así que estaba claro. Esperamos toda aquella tarde y toda la noche y no sucedió nada. Dedujimos que usted no había dicho nada todavía, porque, de haberlo hecho, la policía se habría pasado por allí. Por la noche, Theo volvió al centro y confirmó que usted estaba con Ari. Los vio en la parada del barco delante del hotel. Luego, por la noche, Ari volvió.

—Y, ¿qué había descubierto ella?

—No lo sé pero algo debió de ser. No dijo más que: «Encargaos de ese cerdo, y rápido». Estaba de muy mal humor. Luego se fue a su habitación y cerró de un portazo.

—¿Ah, sí?

—Al día siguiente estuvimos vigilándole todo el tiempo. Nuestra situación era desesperada. Había que hacerle callar antes de que fuera a la policía. Pero no tuvimos ninguna oportunidad y casi habíamos abandonado toda esperanza cuando usted salió en plena noche. Theo le siguió por el puente y yo fui con el coche por el otro, el de Lanchíd. Luego cambiamos los papeles. Theo no se atrevía a hacerlo, además yo soy el más fuerte. Siempre procuro mantenerme en forma.

Calló un momento, luego añadió con tono suplicante, a modo de excusa:

—No sabíamos que usted era de la policía.

Martin Beck no replicó.

—¿Es usted policía?

—Sí, soy policía. Pero volvamos a Alf Matsson. Ha dicho que lo conoció por mediación de la señorita Boeck. ¿Ellos se conocían desde hacía mucho?

—Sí, algún tiempo. Ari viajó a Suecia con un equipo de natación y lo conoció allí. Luego la echaron del equipo. Pero él la buscó cuando vino.

—Matsson y la señorita Boeck, ¿son buenos amigos?

—Bastante.

—¿Suelen mantener relaciones íntimas?

—¿Quiere decir que si se acostaban juntos? Pues claro.

—¿Usted también se ha acostado con la señorita Boeck?

—Claro. Cuando tengo ganas. Y Theo también. Ari es una ninfómana. Qué se le va a hacer. Ni que decir tiene que Matsson dormía con ella cuando estaba aquí. Una vez nos la tiramos los tres en la misma habitación. Ari te hace todo lo que le pidas. Aparte de eso, es buena persona.

—¿Buena?

—Sí, hace lo que se le dice. Con tal de que te la folles de vez en cuando. Ahora yo no lo hago mucho. No es bueno hacerlo demasiado. Pero Theo siempre está dispuesto. Y luego no tiene energía para nada.

—¿Se peleó usted alguna vez con Matsson?

—¿Por Ari? No vale la pena pelearse por ella.

—¿Y por otras cosas?

—Por negocios no. Uno podía fiarse de él.

—¿Y por otros motivos?

—Una vez se puso tan pesado que tuve que darle un puñetazo. Estaba borracho, claro. Luego, Ari se ocupó de él y lo tranquilizó. Pero de eso hace mucho tiempo.

—¿Dónde cree que está Matsson ahora?

Radeberger negó con la cabeza con gesto de impotencia.

—No lo sé. Aquí, en alguna parte.

—¿No solía relacionarse con otras personas aquí?

—Él sólo venía, recogía su mercancía y pagaba. Luego escribía algún artículo para la revista, como coartada. Pasados tres o cuatro días, se largaba.

Martin Beck permaneció callado durante un rato, mirando al hombre que había intentado matarle.

—Bueno, creo que es suficiente —dijo, desconectando la grabadora.

Al parecer, el alemán aún tenía algo que decir.

—Oiga, por ese asunto de ayer... ¿no puede perdonarme?

—No, no puedo. Adiós.

Hizo una señal al policía que se levantó, tomó a Radeberger del brazo y lo llevó hacia la puerta. Martin Beck miró pensativo al rubio teutón. Luego puntualizó:

—Un momento, Herr Radeberger. No se trata de nada personal. Ayer trató de asesinar a una persona para salvar su propio pellejo. Planeó el asesinato lo mejor que pudo y si no tuvo éxito no fue mérito suyo. Además de ser ilegal, quebranta una regla básica de la vida, un principio importante. Por eso es imperdonable. Es todo. Piénselo.

Martin Beck rebobinó la cinta, la metió en el casete y volvió al despacho de Szluka.

—Creo que probablemente tiene razón. Tal vez no le hayan matado.

—No —convino Szluka—. No lo parece. Ahora es el momento de que demos orden de búsqueda, utilizando todos los medios.

—Nosotros también.

—¿Su misión no se ha hecho oficial todavía?

—Que yo sepa, no.

Szluka se rascó la nuca.

—Curioso —dijo.

—¿El qué?

—Que no podamos localizarlo.

Media hora más tarde, Martin Beck regresó a su hotel. Ya era hora de cenar.

El crepúsculo caía sobre el Danubio y en la otra orilla del río vio el muelle, el muro de piedra y los escalones.

18

Martin Beck acababa de cambiarse de ropa y se dirigía hacia el comedor cuando sonó el teléfono.

—Es de Estocolmo —comentó la telefonista—. El señor Eriksson.

El nombre le era familiar: era el jefe de Alf Matsson, el jefe de redacción del semanario progresista.

Una voz pomposa le llegó por la línea.

—El comisario Beck, supongo. Soy Eriksson, el redactor jefe.

—Subinspector Beck.

El hombre, ignorando la corrección, siguió:

—Bueno, señor comisario, como usted probablemente sabrá, estoy al tanto de todo lo referente a su misión. Yo fui el que le puso en la pista. También tengo buenas relaciones en el Ministerio de Asuntos Exteriores.

Así que su horrible homónimo, como era de esperar, no había podido mantener la boca cerrada.

—¿Sigue ahí?

—Sí.

—Será mejor que vayamos con un poco de cuidado en lo que decimos, no sé si me entiende. Pero primero debo preguntarle: ¿ha encontrado usted al hombre que está buscando?

—¿Matsson? No, todavía no.

—¿Ninguna pista?

—No.

—¡Es algo inaudito!

—Sí.

—Bueno, ¿cómo puedo decírselo...? ¿Cómo está la atmósfera por ahí?

—Calurosa. Un poco de niebla por las mañanas.

—¿Qué dice? ¿Niebla por la mañana? Sí, creo comprender. Sí, exactamente.

No obstante, en conciencia, hemos llegado a un punto en que este asunto no se puede mantener oculto por más tiempo. Lo que ha ocurrido es increíble, puede conducir a cosas terribles. Personalmente, tenemos también una gran responsabilidad por Matsson. Es uno de nuestros mejores colaboradores, un hombre excelente, muy honrado y leal. Lo tengo en mi equipo desde hace dos años, y sé lo que le digo.

—¿Dónde?

—¿Qué?

—¿Dónde lo tiene usted?

—¡Ah, sí! En mi equipo. Solemos llamarlo así: el equipo editorial. Sé lo que me digo. Apostaría mi vida por ese hombre y eso hace que mi responsabilidad sea aún mayor.

Martin Beck estaba ya pensando en otra cosa. Intentaba imaginarse el aspecto de Eriksson. Probablemente se trataba de un hombrecillo gordo y orondo, con ojos de cerdo y barba rojiza.

—Así que hoy he decidido publicar nuestro primer artículo sobre el caso de Alf Matsson que saldrá en el número de la semana que viene. El próximo lunes, sin más demoras. Ya ha llegado el momento de atraer la atención del público sobre esta historia. Sólo quería saber si usted había encontrado algún rastro de él, como le comentaba.

—Creo que usted debería coger su artículo y...

Martin Beck se detuvo justo a tiempo y añadió:

—... arrojarlo a la papelera.

—¿Cómo? ¿Qué ha dicho? No comprendo.

—Lea la prensa de la mañana —comentó Martin Beck y colgó.

La conversación le había hecho perder el apetito. Sacó la botella y se sirvió un trago de güisqui. Luego se sentó a reflexionar. Estaba de mal humor y tenía dolor de cabeza, además, había sido descortés. Pero ahora no estaba pensando en ello.

Alf Matsson había llegado a Budapest el 22 de julio. Fue visto en el control de pasaportes. Tomó un taxi hasta el hotel Ifjuság y pasó allí la noche. Alguien en recepción tuvo que tratar con él. A la mañana siguiente, sábado 23, de nuevo en taxi, se trasladó al hotel Duna y permaneció allí media hora. A eso de las diez de la mañana salió. El personal de recepción se fijó en él. Después, al menos que se supiera, nadie había visto a Alf Matsson ni hablado con él. Había dejado una sola pista tras él: la llave de la habitación de su hotel que, según Szluka, fue hallada en la escalera de la comisaría de policía. Suponiendo que Fröbe y Radeberger dijeran la verdad, Matsson no se presentó en el lugar de encuentro en Ujpest, por lo tanto, no podían haberlo secuestrado ni asesinado. Así que, por alguna extraña razón, Alf Matsson se había esfumado.

El material existente era muy escaso, pero lo único disponible para trabajar. Cinco personas, con toda seguridad, habían tenido contacto con Alf Matsson en suelo húngaro y podían ser consideradas testigos. Un funcionario de pasaportes, dos taxistas y dos recepcionistas de hotel. Sus testimonios serían inútiles en caso de que le hubiera sucedido algo totalmente inesperado, por ejemplo, de haber sido atacado o secuestrado, o si hubiera sufrido enajenación mental o un accidente. Por el contrario, si se había esfumado por propia voluntad, estas personas podrían haber observado en su aspecto o conducta algún detalle importante para la investigación.

Martin Beck había estado en contacto con dos de estos hipotéticos testigos. Sin embargo, considerando las dificultades del idioma, resultaba dudoso que sus indagaciones fuesen plenamente satisfactorias. Además, no podía localizar ni a los taxistas ni a los funcionarios de pasaportes. Y, aunque los encontrase, lo más probable es que no consiguiese hablar con ellos. El único material relevante que estaba a su disposición era el pasaporte y el equipaje de Matsson. Pero ni una cosa ni la otra le decían nada.

Éste era el resumen del caso Alf Matsson. Extremadamente deprimente, porque mostraba que la investigación se hallaba completamente bloqueada. Y si, a fin de cuentas, la desaparición de Matsson estaba relacionada con una banda de contrabandistas —pues resultaba difícil pensar lo contrario—, entonces Szluka aclararía el asunto antes o después. En tal caso, el mejor servicio que podría hacer a la policía húngara consistía en regresar a su país, presentarse en la Brigada de Narcóticos y ayudar a desenredar el lado sueco de la trama.

Martin Beck tomó una decisión, que puso inmediatamente en práctica mediante dos llamadas telefónicas.

La primera, al joven bien vestido de la embajada sueca.

—¿Ha logrado encontrarle?

—No.

—Nada nuevo, dicho con otras palabras.

—Matsson era traficante de drogas. La policía húngara lo está buscando. Por nuestra parte, enviaremos una descripción a través de la Interpol.

—¡Qué desagradable!

—Sí.

—Y ¿qué supone esto para usted?

—Que me vuelvo a casa. Mañana, si puedo arreglarlo. Me gustaría que usted me ayudase.

—Puede ser difícil, pero haré lo que pueda.

—Sí, hágalo, es muy importante para mí.

—Le llamaré mañana temprano.

—Gracias.

—Adiós. Espero que a pesar de todo lo haya pasado bien estos días.

—Sí, muy bien. Adiós.

Después llamó a Szluka. Estaba en la Jefatura.

—Me vuelvo a Suecia mañana.

—¿Ah, sí? Que tenga buen viaje.

—Ya le mandaré un informe.

—Y ya recibirá el nuestro. Aún no hemos encontrado a Matsson.

—¿Le sorprende?

—Mucho, francamente. Nunca vi cosa igual. Pero lo encontraremos pronto.

—¿Ha mirado en los
campings?

—Estamos en ello. Lleva su tiempo. Por cierto, Fröbe intentó suicidarse.

—¿Y?

—No lo logró, claro. Se arrojó de cabeza contra una pared. Se ha hecho un gran chichón. He ordenado que lo trasladen al departamento psiquiátrico. El doctor dice que es un maníaco depresivo. La cuestión es si no deberíamos mandar a la chica al mismo sitio.

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