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Authors: Daphne Uviller

Tags: #Chick lit, Intriga

El hotel de los líos (32 page)

BOOK: El hotel de los líos
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No, asentimos, probablemente no.

Con sus conocimientos en el campo de la genética y su experiencia como becario en un laboratorio de fertilidad, Jeremy aportó la parte técnica a una idea incipiente. Paulina, por su lado, colaboró con una cabeza privilegiada para los negocios. De hecho, su olfato empresarial era asombroso. No sólo identificó un bien por el que un sector determinado del mercado estaba dispuesto a pagar precios exorbitantes —óvulos de la mejor calidad— y encontró un modo seguro de obtener un suministro regular y en abundancia —decirles a las donantes que únicamente se usarían para la investigación—, sino que incluso se le ocurrió una forma de sacarles el doble de partido. Le extraían siete u ocho óvulos a una donante e implantaban cuatro en una clienta y otros cuatro en otra. De este modo, pagándole quince mil dólares a la donante, podían sacar, no sólo doscientos mil al final del proceso, sino a veces cuatrocientos mil. Habrían hecho una fortuna con dos clientas al año. Pero resultaba que estaban haciendo dos o tres operaciones al mes.

Todo iba como la seda hasta que Jeremy empezó a fijarse en las donantes: chicas jóvenes, brillantes y preciosas. Se le ocurrió la idea de alojarlas en el hotel de la familia para echar una mano. (¡Una de mis suposiciones había sido acertada! Aquello iría en el informe final, sin la menor duda.) Pero luego fue incapaz de resistirse a la presencia de aquellas bellezas en el bar del hotel, solas y lejos de casa, y comenzó a atacarlas. Paulina decía que no le importaba. Al principio se sintió dolida, pero luego acabó con la parte romántica de su asociación y se separó de él.

El problema fue, nos contó, que Jeremy se volvió paranoico. Por mucho que ella se lo repitiera, no terminaba de creerse que no estuviera enfadada. Paulina había organizado el negocio con astucia, de manera que ella fuese la socia mayoritaria. Jeremy comenzó a temer que volviera a arrojarlo a las frías aguas del mundo del desempleo. Por eso empezó a robarle a la empresa. Casi un millón de dólares.

—¿Un millón? —pregunté de repente mientras miraba a Pippa de reojo. Si el caso no estaba relacionado con los cien mil de Ballard, iba a explotar por dentro de pura frustración.

Paulina se encogió de hombros.

—Ganábamos mucho. Pensé que le permitiría hacerlo por un tiempo, fingiendo que no me daba cuenta, hasta que, cuando se sintiera seguro, dejara de hacerlo por sí mismo.

—Qué considerada.

—Sí, bueno, pero el caso es que no dejó de hacerlo y eso comenzó a molestarme.

—Lógico —comenté sin poder evitarlo.

—Pero entonces pensé en cómo se lo iba a plantear. Se comportaba como un paranoico y un loco, así que nunca admitiría que había estado robando. Me preocupaba lo que pudiera hacerme a mí o al negocio si lo desenmascaraba.

—Así que decidió asesinarlo.

Se encogió un instante y luego se aclaró la garganta.

—Encargar su asesinato —aclaró.

Ninguno de nosotros dijo nada.

—Puede que no fuese una idea tan buena —reconoció—. Un poco exagerada, tal vez. —Entonces pareció animarse y aventuró, con aire esperanzado—: ¿Defensa propia?

—Ya, le deseo suerte con eso —dijo Tommy.

—En seguida volvemos a lo de contratar a Samantha para asesinar a Jeremy —expuse—. Tengo que preguntarle por qué…

—Fue una idea brillante —me interrumpió Paulina.

—¿Lo del timo de los óvulos?

—No me gusta la palabra «timo». Es un modelo de negocio brillante, pero me refería a lo de usar la lista de Bernie Madoff para encontrar a la señora Hodges. ¿No les parece? O sea, en serio, yo sí que sé lo que es la motivación.

«Samantha Kimiko Hodges —pensé, y estuve a punto de echarme a reír—. No te rías, Zephyr. Esto es cualquier cosa menos gracioso. Es uno de los casos más sucios desde el punto de vista ético que tendrás la fortuna de encontrarte nunca.»

—Enhorabuena —dije con la voz temblando por el esfuerzo de contener la risa—. Pero mi pregunta es ésta: podría haber dirigido usted un negocio limpio. Le faltaba esto. —Junté mucho los dedos—. ¿Por qué inventarse lo de los estudios? ¿Por qué no pedía simplemente chicas dispuestas a vender óvulos para su fertilización?

Paulina guardó el chicle en la mejilla y esbozó una sonrisa ladeada.

—Porque son muy quisquillosas con esas cosas y no quieren compartir sus preciosos genes. Si creyeran que una agradable parejita se va a beneficiar de ello, nunca podríamos conseguir tantos óvulos, ni de tanta calidad. Y, la verdad, lo que no sabes no puede hacerte daño. Simplemente nos hemos beneficiado de su egoísmo.

—¿El egoísmo es peor que la codicia? —preguntó Pippa de repente, con un tono de rabia que me sorprendió.

Paulina la miró, sorprendida.

—Podría haber dirigido usted un negocio legal —repuso Pippa—, con sólo aceptar que ganaría, y utilizo el término con extremada ligereza, dadas las circunstancias, un poco menos. Pero ahora resulta que nos encontramos con… ¿qué, centenares, miles?, de mujeres jóvenes a las que tendremos que informar de lo ocurrido y cuyas vidas nunca volverán a ser las mismas. Nos encontramos con familias que tendrán que saber que tuvieron a sus hijos de manera ilícita. Es un desastre ético y legal de proporciones asombrosas. Y todo porque querían ustedes ganar doscientos por operación, en lugar de quince.

Paulina cuadró los hombros, pero no dijo nada. Por primera vez desde la detención, pensé en Lucy. En Alan y Amanda. ¿Cómo se sentirían Lucy y Leonard al enterarse de que sus óvulos tenían una procedencia cuestionable?

—Entonces, ¿no existen esos estudios del INS? ¿Ni ningún otro? —pregunté para aclararlo.

Paulina se limitó a mirarme y resoplar.

—En ese caso, ¿por qué no coger los óvulos de cualquier mujer, sin licenciaturas de postín, y falsear sin más sus credenciales? Se habrían ahorrado muchos problemas.

Abrió unos ojos como platos con auténtica sorpresa.

—Eso habría sido deshonesto.

Estaba convencida de que algún científico, en el INS o vaya usted a saber dónde, habría pagado un buen dinero por poder echar un vistazo al circo de tres pistas que tenía Paulina por cerebro. Miré de reojo a mis compañeros, que estaban tan estupefactas como yo.

—Deje que le pregunte otra cosa, Paulina —dije una vez recuperada de mi asombro.

—Por favor, diríjase a mí como señorita Glantz.

—Me parece que no voy a hacerlo. Paulina, es usted una mujer atractiva, sana y posee dos títulos universitarios de primera categoría. ¿Donó usted sus propios óvulos?

Sentí que Tommy y Pippa se ponían tensos, interesados.

Paulina me miró con frialdad.

—A mí no me hacía falta el dinero.

—Bueno, pero le interesan mucho las motivaciones personales —insistí—. Al desarrollar su modelo de negocio, podría haberse sometido usted misma al proceso. Ya sabe, para comprender a sus clientes.

—Pues no.

Llamaron a la puerta. Tommy se levantó y, al volver, lo acompañaban Letitia Humphrey y Bobby Turato, por detrás de un Jimmy Wedge con las manos esposadas. Como de costumbre, Jeremy estaba teñido de un brillante rubor, pero en este caso además, tenía grandes ojeras y parecía haber perdido parte de los amortiguadores corporales durante su estancia en Bellevue.

Tras ellos venía Ballard McKenzie, con la calva reluciente y las tupidas y blancas cejas arrugadas por la ansiedad. Y pegado a sus talones, Hutchinson, que había estado esperando en el pasillo, furioso por su exclusión de todo aquel misterio.

—¿Por qué demonios tenías que venir aquí, zorra estúpida? —preguntó Jeremy a Paulina por todo saludo.

—Pensé que tendrías dinero en metálico. Cuando la vi —me señaló— supe que congelarían nuestras cuentas. —Realmente era una mujer inteligente.

Jeremy me miró y bajó la barbilla, sorprendido.

—¿Zephyr? No te había reconocido.

Éste era otro comentario que se repetiría una y otra vez en la taberna White Horse hasta quedar grabado en la historia como unas manos sobre el cemento. Estuvo a punto de conseguir que dejara de comprar la ropa en mercadillos. A punto.

Dejé que Jeremy y Paulina intercambiaran miradas asesinas un rato, allí sentados en la cama. La colcha era tan gruesa que sus pies casi no llegaban a tocar el suelo, lo que les hacía parecer dos hermanos que estuvieran riñendo en su dormitorio. Jeremy evitó de forma premeditada las miradas suplicantes de su tío. Al menos, la presencia de Ballard McKenzie parecía haberle provocado un atisbo de vergüenza.

Jeremy poseía más dotes empresariales de las que Paulina le había atribuido. De hecho, había utilizado la contabilidad del hotel para sustraer más de un millón de dólares de la operación de Summa-Recherché. Durante meses, todo había salido a pedir de boca, pero al final había tenido un desliz y había perdido el rastro a cien mil dólares. Apuntó la deuda pero no el pago, por lo que Ballard detectó el descuadre sin que nadie pudiera encontrarlo en los balances finales. Por eso no había vídeos de nadie forzando la caja. Jeremy no le había robado un centavo al hotel.

Y aunque se había encargado de que las jóvenes y guapas donantes se alojaran en el hotel Greenwich Village, se había cuidado mucho de hacer lo propio con las parejas. Así que cuando el señor y la señora Whitecomb, de Akron, Ohio, decidieron escoger aquel establecimiento entre todos los de Manhattan, Jeremy decidió montar guardia en todos los espacios públicos del hotel para asegurarse de que no entablaban conversación por casualidad con la donante de Summa que iba a alojarse allí durante las mismas dos noches que ellos, la donante por la que se había tomado el filtro de amor con sabor a limón.

Su charla con la donante en el bar estaba yendo muy bien —quedó encantado al enterarse de que iba a licenciarse en Económicas, aunque le molestó un poco su adhesión a la escuela de Chicago— cuando vio que los Whitecomb se despedían de Geraldine, la camarera. Tras una apresurada disculpa a su presa potencial, corrió a la habitación que acababan de abandonar —la 502— para ver si habían dejado alguna prueba sobre el motivo de su viaje. Por ello vació su papelera. Pero cuando acababa de coger los papeles y se disponía a volver al bar, la pócima de Kimiko Hodges empezó a hacerle efecto.

—Idiota —murmuró Paulina al terminar Jeremy su relato. Escupió el chicle en un pañuelo de papel y lo dejó en la mesita de noche. Con el rabillo del ojo, vi que McKenzie Ballard se removía al recibir aquel último ultraje, sumado a una herida ya colosal.

—Zorra —respondió Jeremy.

—Los dos dais asco, así que cerrad el pico —les dijo Tommy.

—He terminado con ellos por ahora —anuncié—. Volvamos al centro.

—¿Y de qué van a acusarme? —preguntó Paulina con altanería.

Hasta Tommy abrió los ojos de par en par.

—¿Está de broma? —pregunté—. Para empezar, Paulina, está usted implicada en un intento de asesinato. Los dos han conspirado para defraudar. Y luego hablamos de hurto, falsificación, blanqueo de dinero y fraude fiscal, diría yo. Le garantizo una acusación por cada chica a la que le han robado los óvulos y por cada pareja a la que han engañado.

Jeremy y Paulina, por fin, estaban demasiado aturdidos para protestar. Cuando Letitia y Bobby se lo indicaron, se levantaron, Paulina con ojos carentes de toda expresión, pero Jeremy con los de un animal salvaje y acorralado. Oí el pequeño gemido procedente de Hutchinson al ver cómo se desintegraba el futuro de su primo ante sus mismos ojos. Ballard se levantó las gafas hasta la frente y se apretó los ojos con los dedos. Salieron los dos arrastrando los pies, escoltados con amabilidad por mis colegas.

Vislumbré el rostro redondeado y sorprendido de Asa, flotando a la entrada del cuarto. Se quedó boquiabierto al ver pasar a Jeremy.

—¿Qué estás mirando? —le espetó éste. Asa retrocedió como un niño abofeteado.

—Oh, Jeremy —gimió Ballard con voz queda mientras se dejaba caer en la cama que habíamos dejado vacía.

—Lo siento mucho, señor McKenzie —confesé.

—Prometí a mi hermana que cuidaría de él y no lo he hecho.

—Señor McKenzie, su sobrino tiene treinta y cinco años. Creo que puede usted tener la conciencia tranquila y pensar que ya no era su…

—¡Oh, Amelia, cuánto lo siento! —sollozó Ballard al tiempo que enterraba la frente bajo las manos entrelazadas.

Pippa me tocó en el hombro y señaló la puerta con la cabeza. Tommy vino con nosotros y dejamos a los McKenzie a solas con su pena y su miseria.

—Comisaria, la última vez que estuve de incógnito me mandó como aprendiz a un servicio de taxis de Floral Park —dijo Tommy en el mismo instante en que la puerta se cerró a nuestras espaldas—. Y a Zepha le tocan chocolatinas y minibares. Creo que tiene usted sus favoritos.

—O’Hara, ¿cuánto crees que habrías durado en recepción, aguantando las tonterías de huéspedes ricos?

—Ay, vamos, qué mala opinión tiene sobre mí —se rió él mientras me clavaba los nudillos en la cabeza para evitar así tomarse cualquier libertad física con Pippa, cosa que resultaba inimaginable.

Y hablando de opiniones, yo estaba esperando el reconocimiento por mis méritos. «¡He resuelto un caso! ¡Acabo de resolver un caso!», sentía deseos de gritar. ¿O sólo había tenido la suerte de estar en el lugar correcto en el momento adecuado, como Tommy y su pan de soda? ¿Realmente importaba? ¿Acaso la clave en algunos casos no era aguantar sin rendirse?

—Bien hecho, Zephyr —dijo Pippa como si hubiera captado mis pensamientos.

Me encogí de hombros.

—Sólo estaba en el sitio justo en el momento adecuado —comenté con la esperanza de que me contradijera.

—No, ha sido más que eso. Has perseverado. Interrogaste a Jeremy sin más fundamento que unos papeles arrugados de la papelera y un frasco vacío. Seguiste a Samantha y tuviste la buena idea de registrar su habitación antes de que fuese tarde. Seguiste la pista de Zelda, que muchos habrían desechado por irrelevante.

Pensé en Zelda, de pie frente a mí en la recepción unos días antes. Pensé en todas las jóvenes a las que habría que decirles que tenían hijos biológicos corriendo por ahí. ¿En quién recaería la tarea? Desde luego en mí no, cosa por la que estaba inmensamente agradecida. Habría que recurrir a psicólogos y trabajadores sociales. ¿Debía decírselo a Lucy? ¿Era legítimo que lo hiciese? Para mucha gente, el caso se prolongaría eternamente. La falta de conclusión inherente a esta realidad me perturbaba.

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