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Authors: Douglas y Child Preston

El ídolo perdido (The Relic) (9 page)

BOOK: El ídolo perdido (The Relic)
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—Quíteselos. Está estropeando la alfombra. —«Maldito entrometido», pensó—. Llévelos al laboratorio forense y dígales que los guarden en una bolsa de plástico; ya saben qué han de hacer. Espéreme allí. No, no me espere. Ya le llamaré más tarde. Quiero formularle algunas preguntas. No, quítese los jodidos zapatos aquí. —No quería encontrarse con otro Prine entre manos. ¿Qué ocurría en aquel museo? ¿Por qué la gente se empeñaba en ir por ahí pisoteando sangre?—. Tendrá que andar hasta allí en calcetines.

—Sí, señor.

Uno de los policías lanzó una risita. D'Agosta lo miró.

—¿Lo encuentras divertido? Ha esparcido la sangre por todo el lugar. No tiene gracia.

El teniente descendió hasta la mitad de la escalera. Aunque no podía ver bien la cabeza, que yacía en un rincón alejado, con la cara hacia abajo, sabía que hallaría la parte superior del cráneo abierta y los sesos desparramados. Dios, en qué revoltijo podía llegar a convertirse un cuerpo.

Un paso sonó en la escalera detrás de él.

—Policía científica—dijo un hombre bajo, seguido por un fotógrafo y varios hombres más con batas de laboratorio.

—Por fin. Quiero luces allí, allí y allí, y todo cuanto necesite el fotógrafo. Quiero que se disponga un perímetro y que se recoja hasta el último hilo y grano de arena. Quiero que empleen TraceChem en todo. Quiero…, bien, ¿qué más quiero? Quiero que se realicen todos los análisis conocidos y que todo el mundo respete el perímetro, ¿entendido? Nada de jodiendas esta vez. —D'Agosta se volvió—. ¿Han llegado los del laboratorio? ¿Y el investigador del forense? ¿O se han ido a tomar café? —Introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta en busca de un puro—. Coloquen cajas de cartón sobre esas huellas. Y vosotros, cuando hayáis acabado, secad la zona alrededor del cadáver para que no vayamos repartiendo sangre por todas partes.

—Excelente.

D'Agosta oyó una voz serena y meliflua a su espalda.

—¿Quién cojones es usted? —preguntó. Se volvió y vio a un hombre alto y delgado, vestido con un elegante traje negro, en lo alto del hueco de la escalera. Llevaba el cabello rubio, casi blanco, peinado hacia atrás, sobre unos ojos de color azul claro—. ¿El enterrador?

—Pendergast —respondió el hombre, que bajó y tendió la mano. El fotógrafo, cargado con su equipo, le adelantó.

—Bien, Pendergast, será mejor que tenga un buen motivo para estar aquí; de lo contrario…

El recién llegado sonrió.

—Agente especial Pendergast.

—Ah. ¿FBI? Curioso, ¿por qué no me sorprendo? Bien, encantado, Pendergast. ¿Por qué coño no avisan antes por teléfono? Escuche, tengo un fiambre decapitado y descerebrado ahí. ¿Dónde están los demás, por cierto?

Pendergast retiró la mano.

—Me temo que sólo he venido yo.

—¿Qué? No joda. Ustedes siempre acuden en manada.

Las luces se encendieron e iluminaron la carnicería que los rodeaba. Todo lo que antes parecía negro adquirió color, y los diversos tonos de las vísceras se hicieron visibles, al igual que, como sospechaba D'Agosta, el desayuno de Norris, arrojado en mitad de un charco de fluidos corporales. El teniente apretó las mandíbulas. Entonces posó la vista en un pedazo de cráneo que, situado a metro y medio del cuerpo, conservaba el cuero cabelludo del guardia.

—Oh, Dios —musitó D'Agosta, retrocediendo mareado. Delante del tipo del FBI, la policía científica y el fotógrafo, comenzó a vomitar. «No puedo creerlo —pensó—. La primera vez en veintidós años, y me ocurre en el peor de los momentos.»

La investigadora del juez de primera instancia, una joven vestida con una chaqueta blanca y un delantal de plástico, apareció en la escalera.

—¿Quién está al mando? —preguntó, mientras se calzaba los guantes.

—Yo —respondió D'Agosta, y se secó la boca. Miró a Pendergast—. Al menos, durante unos minutos. Teniente D'Agosta.

—Doctora Collins —se presentó la investigadora. Seguida de un ayudante, se acercó al cadáver, que estaban limpiando de sangre—. Fotógrafo —llamó—. Voy a dar la vuelta al cadáver. Una serie completa, por favor.

D'Agosta desvió la vista.

—Tenemos trabajo, Pendergast —dijo con tono autoritario. Señaló el vómito—. No limpien eso hasta que la policía científica haya acabado con esta escalera. ¿Entendido? —Todo el mundo asintió—. Necesito un informe de entradas y salidas. Intenten identificar el cuerpo; si no es un guardia, que avisen a Ippolito. Pendergast, subamos al puesto de mando para coordinar nuestros esfuerzos. Regresaremos cuando el equipo haya concluido su tarea.

—Excelente —dijo el agente del FBI.

«¿Excelente?», pensó D'Agosta. El tipo hablaba como en el Sur profundo. Había conocido individuos como aquél antes, y no tenían nada que hacer en Nueva York.

Pendergast se inclinó y susurró:

—La sangre que salpica la pared es bastante interesante.

D'Agosta echó un vistazo.

—No me diga.

—Considero necesario que se analice esa sangre.

El teniente clavó la vista en los ojos de Pendergast.

—Buena idea —dijo por fin—. Eh, fotógrafo, haga una serie de primeros planos de la sangre que hay en la pared. Y usted, usted…

—McHenry, señor.

—Quiero un análisis de esa sangre; identificación del origen, velocidad, fuerza, un informe completo.

—Sí, señor.

—Lo quiero sobre mi mesa dentro de treinta minutos.

McHenry compuso una expresión afligida.

—De acuerdo, Pendergast. ¿Alguna idea más?

—No, es la única que se me ha ocurrido.

—Vámonos.

En el puesto de mando provisional, todo se hallaba en su sitio. D'Agosta siempre se encargaba de ello. No había ni una hoja de papel suelta, ningún expediente fuera de lugar, ninguna grabadora sobre la mesa. Ofrecía una imagen de orden, como a él le gustaba. Todo el mundo estaba ocupado, y los teléfonos tenían la luz encendida.

Pendergast acomodó su flaca figura en una silla. Para ser un individuo con un aspecto tan formal, se movía como un gato. D'Agosta le hizo un breve resumen de la investigación.

—Muy bien, Pendergast —concluyó—. ¿Cuál es su jurisdicción? ¿La hemos cagado? ¿Nos han apartado del caso?

El agente sonrió.

—No, en absoluto. Por lo que acabo de oír, yo habría actuado igual que usted. ¿Sabe, teniente?, hemos trabajado en este caso desde el principio, aunque lo ignorábamos.

—¿Por qué lo dice?

—Pertenezco a la oficina de Nueva Orleans. Estábamos investigando una serie de asesinatos muy raros. No entraré en detalles; la cuestión es que el cráneo de las víctimas había sido abierto, y el cerebro extraído. El mismo
modus operandi.

—No joda. ¿Cuándo ocurrió esto?

—Hace varios años.

—¿Hace varios años? Eso…

—Sí. Los crímenes quedaron sin resolver. Primero intervino el ATF al considerarse que se trataba de un asunto de drogas; luego, cuando el ATF no logró ningún progreso, entró el FBI. No pudimos avanzar porque la pista se había enfriado. Ayer leí un informe telegráfico sobre el doble asesinato de Nueva York. El
modus operandi
es demasiado… demasiado peculiar como para no establecer una relación inmediata, ¿no cree? Vine en avión anoche. Oficialmente, no estoy aquí; me presentaré mañana.

D'Agosta se relajó.

—Así pues, es usted de Luisiana. Creí que era un chico nuevo de la oficina de Nueva York.

—Ya acudirán. Cuando entregue mi informe esta noche, aparecerán. De todas formas, yo estaré al mando del caso.

—¿Usted? En Nueva York, imposible.

Pendergast sonrió.

—Yo estaré al mando, teniente. He investigado este caso durante años, y la verdad, me interesa mucho. —La forma en que dijo «me interesa» provocó una extraña sensación a D'Agosta—. No se preocupe, teniente, estoy dispuesto a trabajar con usted, tal vez de una forma diferente a la oficina de Nueva York. Si usted accede a colaborar, claro está. Éste no es mi territorio y necesitaré su ayuda. ¿Qué me dice?

Se levantó y tendió la mano. «Joder —pensó D'Agosta—, los muchachos de la oficina de Nueva York lo descuartizarán en dos horas y media y enviarán los pedazos de vuelta a Nueva Orleans.»

—Trato hecho —dijo el teniente, estrechándole la mano—. Le presentaré a todo el mundo, empezando por Ippolito, el jefe de seguridad, con la condición de que conteste a una pregunta. Ha dicho que el
modus operandi
de los asesinatos de Nueva Orleans era el mismo. ¿Qué hay de las marcas de mordiscos que encontramos en el cerebro del niño mayor? ¿Y del fragmento de uña?

—A juzgar por lo que me ha contado de la autopsia, teniente, la forense se limitó a especular sobre las marcas de mordeduras. Me interesa conocer los resultados del análisis de saliva. ¿Han analizado la uña?

Más tarde, D'Agosta recordaría que sólo había respondido a medias.

—Están en ello.

Pendergast se reclinó en la silla y formó una tienda de campaña con las manos; el cabello casi blanco le caía sobre la frente, y tenía la mirada perdida en un punto indeterminado del espacio.

—Tendré que visitar a la doctora Ziewicz cuando examine la carnicería de hoy.

—Oiga, Pendergast, por casualidad no estará emparentado con Andy Warhol, ¿verdad?

—No me gusta mucho el arte moderno, teniente.

A pesar de que el lugar de los hechos estaba muy concurrido, el orden predominaba. Todo el mundo se movía con rapidez y hablaba en voz baja, como en deferencia al muerto. El equipo del depósito ya había llegado y se mantenía apartado, observando con paciencia la actividad que se desarrollaba ante sus ojos. Pendergast conversaba con D'Agosta e Ippolito, el jefe de seguridad del museo.

—Le ruego que me complazca —dijo el agente del FBI al fotógrafo—. Tome una foto desde aquí, así. —Pendergast hizo una breve demostración—. Y una serie desde lo alto de la escalera, y una secuencia bajando. Tómese su tiempo, juegue con los efectos de luz y sombra.

El fotógrafo lo miró fijamente un instante y se alejó.

Pendergast se volvió hacia Ippolito.

—Una pregunta. ¿Por qué estaba el guardia…?, ¿cómo dijo que se llamaba, señor Ippolito? Jolley, Fred Jolley, ¿por qué estaba aquí abajo? No entraba en el itinerario de su ronda, ¿verdad?

—Verdad —concedió Ippolito, que se hallaba cerca de la entrada del patio; su cara había adquirido un tono verdoso.

D'Agosta se encogió de hombros.

—¿Quién sabe?

—Ya —dijo Pendergast, mirando hacia el patio que se extendía al otro lado de la escalera. Era pequeño y profundo. Paredes de ladrillo se alzaban en tres de los lados—. Y dice que cerró la puerta detrás de él. Hemos de suponer que salió por aquí, o se dirigía en esta dirección. Hummm. La lluvia de meteoritos de Tauro llegó a su apogeo aproximadamente a la hora en que se produjo el crimen. Tal vez Jolley era un astrónomo en ciernes, cosa que dudo. —Permaneció inmóvil unos instantes y miró alrededor. Luego se volvió hacia ellos—. Creo que puedo explicar qué hacía aquí.

«Joder, un auténtico Sherlock Holmes», pensó D'Agosta.

—Bajó por la escalera para entregarse a uno de sus vicios; marihuana. El patio es un lugar aislado y bien ventilado, perfecto para, hum, fumar un poco de hierba.

—¿Marihuana? Sólo es una suposición.

—Creo que he visto la colilla —afirmó Pendergast, señalando hacia el patio— junto al quicio de la puerta.

—Yo no veo nada —dijo D'Agosta—. Eh, Ed. Echa un vistazo a la base de la puerta. Ahí. ¿Qué es eso?

—Un canuto —contestó Ed.

—¿Qué os pasa, tíos? ¿Sois incapaces de encontrar un jodido canuto? Os ordené que recogierais hasta el último grano de arena, por los clavos de Cristo.

—Aún no habíamos llegado a esa zona.

—De acuerdo. —Miró a Pendergast. «Bastardo suertudo. Tal vez ese porro no era del guardia.»

—Señor Ippolito —dijo lentamente el agente del FBI—, ¿es normal que su personal tome drogas prohibidas en horario de trabajo?

—De ninguna manera y dudo mucho de que Fred Jolley…

Pendergast le acalló con un movimiento de la mano.

—Supongo que podrá explicar todas esas pisadas.

—Son del guardia que descubrió el cadáver —dijo D'Agosta.

Pendergast se agachó.

—Cubren por completo cualquier huella que pudiera haber quedado —dijo, con el entrecejo fruncido—. La verdad, señor Ippolito, debería haber enseñado a sus hombres a respetar el lugar donde se ha cometido un crimen.

Ippolito abrió la boca y la cerró de inmediato. El teniente reprimió una sonrisa burlona.

Pendergast echó a andar despacio hacia una gran puerta metálica entreabierta situada bajo la escalera.

—Oriénteme, señor Ippolito. ¿Adónde da esta puerta?

—A un pasillo.

—¿Que conduce a…?

—Bien, la zona de seguridad se halla a la derecha. El asesino no pudo venir por ahí, porque…

—Perdone que le contradiga, señor Ippolito, pero estoy convencido de que el asesino apareció por ahí —replicó Pendergast—. Déjeme adivinar; al otro lado de la zona de seguridad se encuentra el sótano antiguo, ¿verdad?

—Exacto —dijo Ippolito.

—Donde hallaron a los dos niños.

—Bingo —dijo D'Agosta.

—Esa zona de seguridad se me antoja interesante, señor Ippolito. ¿Echamos un vistazo?

Al otro lado de la puerta de metal oxidado, una hilera de bombillas iluminaba un largo pasillo. El suelo estaba cubierto de linóleo desgastado, y de las paredes colgaban murales que representaban actividades de los indios pueblo, como moler el grano, tejer y cazar ciervos.

—Muy bonitos —aprobó Pendergast—. Es una pena que los guarden aquí abajo. Parecen obras tempranas de Fremont Ellis.

—Antes se exponían en la Sala del Sudoeste —explicó Ippolito—. Creo que cerró en los años veinte.

—Ah —dijo Pendergast, examinando una de las pinturas—. Es un Ellis, sin duda. Santo cielo, éstos son maravillosos. Fíjense en la luz de esa fachada de adobe.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Ippolito.

—Bueno, cualquiera que conozca a Ellis los habría reconocido.

—No, me refería a cómo sabe que el asesino vino por aquí.

—Supongo que es una intuición —dijo Pendergast mientras observaba el siguiente cuadro—. Mire, cuando alguien asegura «es imposible», tengo la mala costumbre de contradecir a esa persona en los términos más positivos posibles. Una costumbre muy mala que me cuesta reprimir. Claro que ahora sabemos que el asesino, vino por aquí.

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