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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

El imperio eres tú (15 page)

BOOK: El imperio eres tú
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Pedro, condenado de pronto a una abstinencia a la que no estaba acostumbrado, empezó a sentirse como un animal enjaulado y desgraciado. Los ardores de su sexualidad desmedida no casaban con aquella tranquila espera. Sencillamente, no podía vivir sin sexo. Más que una necesidad, era una pulsión irrefrenable lo que le empujaba a buscar alivio como fuese. Era capaz de ser fiel con su corazón, pero no con el dictador alojado entre sus piernas. La esposa debía mantenerse virtuosa pero el hombre gozaba de toda la libertad necesaria, así rezaba la doble moral de la época. El placer sexual era una cosa, y la santidad de la esposa, otra. Esta dicotomía, unida al hecho de que siempre lo había tenido fácil, de que vivía en un mundo influenciado por el calor extremo, la exuberancia de la naturaleza y la laxitud de las costumbres, le empujó de nuevo a frecuentar al Chalaza.

—Ayúdame, hermano, pero que no lo sepa nadie.

Pedro no quería rasgar el envoltorio de felicidad de su matrimonio, de modo que el Chalaza le organizó escapadas al conocido burdel de una francesa, una auténtica profesional que aseguraba la discreción más absoluta. Allí se desahogó con aves de paso: una mulata de cuerpo escultural, una doncella que lo tentaba, una polaca de quince años… Sexo sin amor, pecados cometidos a hurtadillas, con todas las precauciones posibles para que no transcendiesen.

De cara a la galería, seguía cumpliendo con su papel de buen marido. Conseguía que Leopoldina no sufriese demasiado por la soledad de su vida en Brasil, por las estrecheces ni por el cambio de costumbres tan radical. Ella vivía concentrada en su embarazo y ya había olvidado los sinsabores de no haber podido pagar a sus criadas alemanas. Estaba satisfecha y feliz porque notaba que tenía a su lado a un marido «solícito y comprensivo» que la ayudaba a lidiar con el miedo ante lo que se le avecinaba. Fue en aquella época cuando Pedro alteró las costumbres nocturnas. A la hora de dormir, mandaba cerrar los aposentos de su mujer hasta el día siguiente y daba orden de que los vigilasen. Ella se dormía tranquila y confiada porque pensaba que él lo hacía por celos, o sea por amor. Pobre inocente… Cuando las luces se apagaban, Pedro se marchaba a la ciudad a frecuentar los tugurios que regentaba el Chalaza o el burdel de la madame francesa. Cuando regresaba, de madrugaba, pasaba revista a los guardas del palacio para asegurarse de que no había habido ninguna novedad.

Cuando Leopoldina acusaba ya una tripa notable, llegó de España una noticia que la sobrecogió. Isabel de Braganza, la mujer de Fernando VII, fugaz reina de España, hermana mayor de Pedro, acababa de morir en Aranjuez a la edad de veintiún años. Sin embargo, lo que la afectó especialmente fue el relato de los detalles de su muerte. En el último tramo del embarazo, su cuñada había sufrido un ataque epiléptico y había entrado en coma. Los médicos de la corte, creyendo que había sucumbido a un ataque cerebral, intentaron encarnizadamente salvar al bebé, que al fin y al cabo era el heredero al trono de España. Practicaron una cesárea a la madre de manera tan precipitada que al hacerlo le cortaron arterias y órganos vitales. Fue un esfuerzo vano porque el niño resultó ser una niña que además nació muerta. Ante la sorpresa de los médicos, quien revivió fue la madre, pero sólo por unos breves instantes, suficientes para darse cuenta de la carnicería de la que había sido víctima. Murió poco después, en medio de una agonía atroz. Leopoldina se tocaba la tripa con ojos de espanto al escuchar el relato pormenorizado de la muerte de su cuñada. Pedro hubiera querido ahorrárselo, pero era tan escabroso que estaba en boca de todos. El intento de disimularlo fue contraproducente porque acentuó aún más el pánico de su mujer.

Don Juan pasó varios días encerrado en la Capilla Real orando por el alma de su hija muerta. De nuevo el régimen de su cuñado Fernando había mostrado su iniquidad y su incompetencia. Acababa de romperse irremediablemente otro lazo de unión con su mujer; Dios deshacía lo que los hombres habían creado.

Carlota, muy afectada, recordaba a su hija en la cubierta del
Sebastião
, tan joven y tan llena de ilusión por ir al encuentro de su tío y marido, al encuentro del país de su madre que tantas ganas tenía de conocer… ¡Cómo iba a pensar que sería la última vez que la vería! Al dolor de su hija desaparecida, a Carlota se le sumaba el sentimiento de estar pudriéndose en el exilio. Su relación con el joven oficial Fernando Brás estaba amenazada por la determinación de la esposa de éste, que parecía dispuesta a todo, hasta a pelear con la reina, con tal de conservar a su marido. Hundida en la depresión, Carlota escribió de nuevo a su hermano Fernando rogándole que hiciese lo posible por sacarla de allí. Tenía cuarenta años, y desde que su hermano había accedido al trono de España, sus intrigas carecían ya de sentido… Ya a poco podía aspirar, como no fuese a hacerse reina de Guinea o de cualquier otro territorio que no hubiera declarado su independencia.

26

No era fácil parir en los trópicos. Leopoldina no contó con el apoyo de su suegra, quien no fue a visitarla ni una sola vez durante el embarazo. Los médicos locales le daban miedo.
«Son unos auténticos bárbaros; agradezco a Dios y a su señoría, querido papá, por tener a Kammerlacher.»
Así escribía Leopoldina a su padre, influenciada por el relato que había escuchado acerca de la carnicería que los médicos españoles habían hecho con su cuñada. Para ella, españoles o portugueses eran lo mismo: gente atrasada con respecto a los austriacos. A medida que se acercaba el momento, no podía evitar darle vueltas a la suerte que había corrido Isabel, su cuñada. Ambas tenían la misma edad; también ambas eran primíparas.

Un día, tres meses antes de salir de cuentas, le dieron una noticia que la sumió en la mayor de las angustias. Aquejado de una dolencia pulmonar, su médico iba a ser repatriado. Leopoldina sintió un calambre de pánico.

—Pedro, por favor, ayúdame; no dejes que Kammerlacher se marche antes de que dé a luz.

—No te preocupes… Voy a ver qué pasa.

Pedro se encontró con unos médicos portugueses muy ofuscados y decididos expulsar al colega austriaco. Insistían en que el doctor Kammerlacher tenía una dolencia pulmonar —probablemente un principio de tisis, según ellos— y que en esas circunstancias era arriesgado que atendiese a la princesa. Pedro intentó convencerles de lo contrario, pero se mantuvieron en sus trece en sus argumentos. Esgrimían razones de peso que tocaban la fibra patriótica. Pedro entendió que Kammerlacher había caído víctima de una conspiración de los médicos locales. A su mujer se lo contó todo con franqueza:

—Tus constantes comentarios sobre lo malos que son los médicos aquí les han irritado tanto que han utilizado el pretexto de su enfermedad para quitárselo de en medio. Tenías que haberte callado.

—Pero tú puedes hacer algo para impedirlo. Por favor…

—No puedo, querida mía… Esa chusma que se mueve alrededor del trono me tiene enfilado, no quieren ni que me acerque a mi padre.

Leopoldina exhibía un vientre redondo y tenía los ojos llorosos. Pedro le pasó el brazo por el hombro.

—Tienes que entenderlo también tú —continuó—. Estamos en el Reino Unido de Portugal y Brasil, no en Austria ni en Francia. Va a nacer el heredero del trono, y tiene que hacerlo con ayuda de médicos portugueses, no de un extranjero.

Leopoldina pensó entonces que Pedro no estaba realmente de su lado y empezó a sollozar. Él continuó:

—Imagínate si le ocurriera algo al niño siendo Kammerlacher el médico; los de aquí no te lo perdonarían nunca.

Leopoldina ni pudo ni quiso seguir discutiendo. ¿Cómo podía entender Pedro la diferencia entre médicos si nunca había conocido a los de allá? No podía, era incapaz de ponerse en su lugar. Vio que Pedro había reaccionado como un portugués ignorante, no como un marido abnegado. Y eso le dolió.

Más tarde Leopoldina supo que era cierto, que Kammerlacher estaba enfermo, pero ni ella ni el médico se llevaron a engaño. La dolencia no era tan grave como para ser apartado de su puesto; no era tisis, como sus colegas envidiosos habían dejado entender. Leopoldina se había topado con una mezcla de celos y resentimiento por parte de los médicos locales, de patriotismo cerril, y lo que más le dolía es que Pedro no hubiera librado una batalla más intensa. Su marido era más influenciable de lo que pensaba y se había dejado llevar por lo peor de la corte, pensaba. Fiel a sí mismo, él se mostró siempre delicado con ella, pero el daño estaba hecho.

Leopoldina no tuvo más remedio que conformarse. Había aprendido que en la sociedad colonial la mujer era obligada a someterse a los caprichos del marido. Y no se sentía con fuerzas para cambiar el mundo que la rodeaba.
«Os ruego, Señor Padre
—escribió a Viena—,
ya que Kammerlacher vuelve a Austria, aceptadlo en Vuestra Gracia, pues, por motivos que él le explicará, no puedo apoyarlo ni quedarme con él. Se trata de un excelente médico y al mismo tiempo de un hombre noble y bueno. Por desgracia, aquí se desprecia y se persigue a los hombres buenos y a las cabezas con talento.»
Terminó la carta con un tono distinto a las anteriores, destinado a tranquilizar a su padre:
«Estoy bien, estoy feliz, con mucha paciencia y prudencia todo va…»
Lo que Francisco II no adivinó es que la tinta borrosa de las letras, que hacía que la carta se leyera con dificultad, se debía a las lágrimas que su hija había vertido al escribirla.

En aquel momento en que se sentía especialmente frágil, tomó conciencia de que estaba más sola de lo que creía. La deprimía el hecho de no poder tener control sobre su propia vida, y más aún en la situación en la que se encontraba.
«Querida hermana: suponéis que Brasil es un trono de oro, pero es un yugo de hierro.»
Así escribía Leopoldina a finales de 1818. En pocos meses, desde que empezó a conocer los entresijos de la corte y a sufrir en carne propia el daño que los intrigantes podían causar, se acostumbró a medir cada una de sus palabras.
«A nadie confío mis pensamientos. No he encontrado en Brasil gente buena y honesta que no haya sido corrompida. Sería muy feliz si no tuviera que luchar constantemente contra intrigas y otrascontrariedades»,
confesaba. Esos cortesanos medrosos e hipócritas le producían asco. Despreciaba su vida ociosa, una vida que, según ella, carecía de objetivos elevados desde el punto de vista intelectual, moral y religioso. Pero al evitarles, se encerraba en una soledad aún mayor.

A medida que se acercaba el momento del parto, sólo aspiraba a obtener la aprobación de su hermana y de su padre de que estaba en la senda adecuada, de que estaba siendo fiel a los buenos principios de la casa de Austria. Al fallarle el apoyo incondicional de su marido en el asunto de Kammerlacher, necesitaba la seguridad de que no había sido olvidada ni abandonada por su familia. Necesitaba desesperadamente encontrar un sentido a la desazón que la atenazaba en sus momentos de flaqueza, en los que oscilaba como un péndulo de la ilusión de ser madre a la angustia de tener que parir. Sin embargo, las respuestas a sus cartas tardaban a veces seis meses en llegar, si es que lo hacían. Al otro lado del mar, sus parientes no podían comprender la importancia que tenía el correo para su estado de ánimo.

27

Finalmente, llegó el momento tan ansiado. En lugar del heredero que esperaba, el 4 de abril de 1819 Leopoldina dio a luz, sin mayores complicaciones, a una niña que fue bautizada con el nombre de Maria da Gloria. Un mes antes, la Cámara del Senado mandó publicar un bando en el que se ordenaba que la noche del día del nacimiento y las dos siguientes los cariocas iluminasen sus casas. Después de que unos fuegos artificiales anunciasen públicamente la noticia, la ciudad entera se iluminó como un belén de Navidad. El camino al palacio de San Cristóbal se fue llenando de carruajes de miembros del cuerpo diplomático, altos funcionarios, autoridades civiles y militares que hacían cola para felicitar a la familia real y tener la oportunidad de besar la mano de la nueva princesita. Don Juan estaba eufórico porque vio que la justicia divina había actuado. Estaba convencido de que Dios le devolvía un poco de lo que le acababa de quitar. Tedeums, ceremonias de acción de gracias, desfiles militares, besamanos…, de nuevo se puso a girar la rueda de los festejos con su obstinada cadencia. Leopoldina estaba agotada:
«A pesar de que el parto duró sólo seis horas
—escribió a su padre—,
llevo 15 días muy dolorida porque la cabeza de mi bebé era muy grande y la silla en que di a luz era tan incómoda que mis manos todavía están llenas de llagas por el esfuerzo…»
Pero estaba feliz y, como todas las madres, hizo de su hija el tema predilecto de conversación.

Pedro, que se acordaba de ese otro bebé que había perdido, estaba emocionado con su nuevo retoño hasta las raíces más profundas de su ser. También él se había sentido sacudido por la noticia de la horrible muerte de su hermana y por las discusiones sobre el médico austriaco. Ahora el feliz desenlace disipaba toda esa tensión y le colmaba de júbilo.

Pero si el cariño de un padre por sus hijos se puede considerar natural, en el caso de Pedro era exagerado. Vivió los primeros días de la vida de su hija en una especie de nube de felicidad muy intensa. Era una sensación que nunca antes había experimentado, una alegría contagiosa y persistente. Él, siempre cicatero con el dinero que su padre le administraba a cuentagotas, se volvió el más espléndido de los anfitriones. Hubiera invitado al mundo entero a celebrar la llegada de su hija con champán francés que el Chalaza le procuraba de contrabando. Siempre que podía, la cogía en brazos, la abrazaba, le procuraba mil caricias y se la llevaba de paseo por el parque del palacio.
«Es el mejor de los padres, siempre preocupado por el bienestar de la niña»,
escribió Leopoldina, ya reconciliada con él. Era cierto. Pedro disfrutaba ahora de lo que no había podido hacer con el otro bebé, cuyo féretro guardaba en el palacio. Veía a esa niña, que ya era su heredera, como un atributo de su masculinidad, un premio de la naturaleza a su sexualidad desquiciada. Es muy probable que ya hubiera dejado un rastro de hijos, de tantas andanzas como había tenido, pero éste era el primer retoño cuya paternidad podía confirmar públicamente. Y haciéndolo descubría sorprendido la fuerza arrolladora del sentimiento paterno, que sería uno de los rasgos más fuertes y característicos de su vida afectiva. Nadie de su entorno que no lo conociese bien hubiera esperado algo así de ese hombre de veintiún años que arrastraba un pasado tan turbio y que tenía un temperamento tan poco dispuesto a llevar la vida rutinaria de un matrimonio con hijos. Pero, en aquella época, nadie criticaba su comportamiento. A decir de todos, era un padre, esposo e hijo modélico.

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