El Imperio Inca, sin lugar a dudas el más poderoso de la historia de América y uno de los más sólidos y longevos del mundo, hundía sus raíces en la firme creencia de que el Inca reinante descendía directamente del Sol, por lo que por sus venas corría sangre divina. La pureza de dicha sangre se mantenía gracias a la unión entre hermanos de padre y madre, los únicos que podían engendrar a un nuevo Emperador, que a su vez habría de casarse con su propia hermana. De este modo, la dinastía se mantenía inalterable a través de los siglos y ningún advenedizo podía soñar siquiera con aspirar jamás al trono. Pero semejante grado de consanguinidad acarreaba graves problemas de descendencia: ponían en franco peligro la continuidad de un sistema social que, privado de su columna vertebral —la supuesta divinidad de sus gobernantes—, se situaba, demasiado a menudo, a, borde del caos y la destrucción. Con dichos ingredientes, y gracias a su perfecto conocimiento de la historia incaica, su pueblo y sus paisajes, Alberto Vázquez-Figueroa ha escrito una apasionante novela llena de ternura, tensión y aventuras que nos permite adentrarnos en un universo singular del que lo desconocíamos casi todo.
Alberto Vázquez-Figueroa
El Inca
ePUB v1.2
Himali03.02.11
Título original:
El Inca
Alberto Vázquez-Figueroa, 1999.
Ilustraciones: Cover.
Diseño portada: Opaiworks.
Editor original: deor67 (v1.0 a v1.1)
Segundo editor: Himali (v1.2)
Corrección de erratas: Himali
ePub base v2.0
R
usti Cayambe alcanzó justo renombre y se labró felicidad y fortuna tras la terrible batalla de Aguas Rojas.
Al mando de un pequeño destacamento de hombres agotados y hambrientos decidió lanzarse en persecución de cuanto quedaba del maltrecho ejército del escurridizo Tiki Mancka, quien intentaba adentrarse en las remotas estribaciones de la cordillera con la evidente intención de reagrupar a sus fieles, lamerse las heridas y aguardar los refuerzos que le habían prometido las tribus del norte.
Rusti Cayambe sabía muy bien, y eso era algo que de igual modo sabían el mismísimo Emperador y hasta el último de sus soldados, que si al astuto Tiki Mancka se le concedía un corto respiro tras tan espectacular derrota, al año siguiente los ríos volverían a correr ensangrentados, e incluso tal vez se pondría en serio peligro el futuro del Imperio.
Y es que los feroces guerreros montañeses, idólatras, crueles y despiadados, se habían convertido en un tumor maligno asentado en el corazón mismo de la nación; una lacra que aterrorizaba a sus habitantes, impedía el normal desarrollo de las provincias limítrofes y frenaba una y otra vez las ansias de expansión de un pueblo que necesitaba crecer año tras año si no quería correr el riesgo de anquilosarse y perecer.
El mayor de los océanos era dueño de la frontera oeste del país, al este se abrían impenetrables selvas pantanosas, y por lo tanto norte y sur conformaban los únicos horizontes viables para quienes aspiraban a que sus hijos y sus nietos disfrutasen de un futuro brillante y prometedor.
Personalmente, Rusti Cayambe no abrigaba grandes esperanzas en lo que se refería a la conquista del sur, ya que su primera misión como oficial había sido la de explorar el mítico y lejano Atacama, y su ya incipiente instinto de hombre nacido para la estrategia militar le había llevado a la conclusión de que el simple hecho de atravesar tan ardiente desierto implicaría sin duda mucho más daño que provecho.
Mas allá del ardiente erial de aguas salitrosas nacían nuevas cordilleras de alturas inconcebibles tras las que se ocultaban territorios poblados por seres primitivos que poco o nada tenían que ver con los habitantes de las ricas tierras del norte, y, por lo tanto, el fértil reino de los dos ricos en oro y minas de esmeraldas debían constituir, en su opinión, los primeros objetivos a tener en cuenta.
No obstante, el acceso a semejantes tesoros se encontraba bloqueado por los ejércitos de Tiki Mancka y sus incontables aliados.
La feroz batalla de Aguas Rojas, librada cara a cara en un hermoso valle convertido ahora en pestilente cementerio, se diseñó con la intención de poner punto final a tan dolorosa contienda, pero por enésima vez el escurridizo cacique rebelde había conseguido eludir el cerco, burlar la bien diseñada estrategia de los generales imperiales y alcanzar el nacimiento de los intrincados senderos que serpenteaban por entre los altísimos picachos de la más inaccesible de las regiones del planeta.
Una larga y amarga experiencia había dejado claramente establecido que allí —en las mismísimas entrañas del infierno de una extensa cordillera en la que tras un picacho nevado de más de cinco mil metros de altitud se abría una estrecha garganta por cuyo fondo discurría un río rugiente y embravecido— los montañeses se convertían en poco menos que fantasmas, puesto que ningún extraño sería nunca capaz de encontrar las angostas y profundas cuevas en las que solían ocultarse.
Debido a ello, el impetuoso capitán Rusti Cayambe no cesaba de gritar palabras de aliento destinadas a que sus hombres no se dejasen vencer por la fatiga o impresionar por la angostura de los senderos que bordeaban los abismos, convencido como estaba de que aquélla constituía la mejor ocasión que se les había presentado nunca de acabar definitivamente con los enemigos del Imperio.
—¡Vamos, vamos! —aullaba—. ¡Les estamos pisando los talones!
La marcha se había convertido en una frenética carrera en la que de tanto en tanto algún desgraciado se precipitaba al vacío con un alarido de terror, y en su transcurso, Rusti Cayambe perdió a uno de sus más fieles oficiales: aquél que tantos años atrás le acompañara en su baldía exploración de los desiertos de Atacama.
Se le encogió el alma al verle desaparecer como un halcón al que se le hubieran quebrado de improviso las alas, y tuvo que morderse los labios y hacer un supremo esfuerzo por contener unas lágrimas que le hubieran impedido distinguir con claridad el punto en que debía pisar si no quería seguir idéntico destino.
Había llovido mucho durante los últimos meses, por lo que las piedras del camino habían criado un musgo espeso y resbaladizo que dificultaba aún más el avance, y todo aquél que no asentara firmemente el cuerpo antes de aventurarse a dar un nuevo paso, se arriesgaba a una muerte tan inútil como estúpida.
Caer en el fragor de la batalla y a la mayor gloria del Emperador era un final asumible para cualquier soldado, pero despeñarse y que su cadáver desapareciera entre las aguas de un riachuelo tumultuoso resultaba a la vez deshonroso y ridículo.
Sudaban y resoplaban trepando como alpacas con la vista al frente y temiendo que en cualquier recodo del camino los acechara una emboscada, pero el enemigo no parecía en disposición de presentar batalla, ya que lo único a que aspiraba era a escapar tan aprisa como le permitieran las escasas fuerzas de que aún disponía.
En más de una ocasión alcanzaron a algún exhausto rezagado al que se apresuraban a rematar sin compasión para arrojarlo al río, pues no era aquélla guerra de prisioneros sino de una victoria total que amenazaba con escurrírseles entre los dedos.
En la distancia hizo por fin su aparición el sagrado puente de Pallaca, balanceándose altivo y en apariencia frágil sobre un abismo de más de doscientos metros de altura, y al verlo, un escalofrío de terror corrió por la espalda de los perseguidores tan sólo de imaginar que las bestias impías a las que perseguían se encontraran dispuestas a cometer la innoble y casi inconcebible herejía de destruirlo.
—¡Vamos, vamos, vamos!
Pero no se podían pedir nuevos esfuerzos a unos bravos guerreros agotados primero por la lucha cuerpo a cuerpo y ahora por la larguísima carrera, por lo que Rusti Cayambe advirtió desalentado cómo seis de sus seguidores se iban quedando rezagados, incapaces de dar un paso más en línea recta, con la boca muy abierta, los ojos casi fuera de las órbitas y un sudor frío empapando sus ensangrentados ponchos.
Impotente, asistió desde la orilla opuesta al inaudito sacrilegio.
Los últimos montañeses no habían concluido de atravesar aún el puente cuando ya sus compañeros comenzaron a descargar feroces hachazos sobre las gruesas cuerdas que lo unían a los pilares de roca, y aunque el fabuloso Pallaca se mantenía firme en su puesto en el momento en que Rusti Cayambe alcanzó la amplia explanada, pronto comprendió que sus hombres no disponían del tiempo necesario para atravesar los treinta metros escasos que los separaban de sus enemigos.
Se limitó por tanto a tomar asiento al borde del abismo, y ahora sí que permitió que las lágrimas corrieran desvergonzadamente por sus oscuras mejillas, consciente de que estaba a punto de ser testigo de un crimen abominable.
Las hachas continuaban su labor, indiferentes al mal que estaban causando, Tiki Mancka gritó con todas las fuerzas de sus pulmones, se escuchó un crujido estremecedor y aquella portentosa obra maestra de la ingeniería trazó un semicírculo en el aire y fue a rebotar contra la pared de roca.
Los montañeses aullaron de alegría, blandieron sus armas y por último giraron sobre sí mismos para mostrar impúdicamente sus sucios traseros a cuantos se habían dejado caer, agotados, en la ancha explanada de la orilla opuesta.
Poco después se perdían de vista entre los árboles para desaparecer definitivamente rumbo a sus lejanas guaridas, de las que no volverían a salir hasta que se hubieran recuperado de la ominosa derrota.
Todo volvía a sus principios.
Todo había resultado inútil.
Los muertos, la sangre, el sufrimiento…
¡Todo para nada!
Los generales se verían obligados a regresar al Cuzco con la cabeza gacha para postrarse a los pies del Emperador y admitir que un año de esfuerzos y un bien meditado plan de acción no habían dado más frutos que un valle sembrado de cadáveres.
Tiki Mancka seguía con vida.
Su ensangrentada maza continuaba pendiendo sobre el futuro del Imperio.
Pronto o tarde asestaría un nuevo golpe allí donde menos cabía esperar, y un incontable número de víctimas inocentes quedarían tendidas una vez más sobre los campos de maíz.
¡Oh, Viracocha, Viracocha!, ¿por qué consientes que la maldad continúe habitando entre nosotros?
¿Por qué el dios creador, padre del Sol y padre por tanto de su hijo en la tierra, permitía que un zarrapastroso montañés, violador de doncellas y asesino de niños, causara tanto pesar al pueblo elegido?
Aquéllas eran preguntas para las que el animoso capitán jamás encontraba respuesta, al igual que no entendía la razón por la que Viracocha había creado un ardiente desierto que servía de protección a los pestilentes araucanos, que ocupaban una escala social apenas ligeramente superior a la de las alimañas con cuyas pieles se vestían.
Los incas aspiraban a extender su cultura sobre todos los pueblos del universo, sacando a las primitivas tribus de su atraso de siglos, pero abismos, desiertos o seres despreciables se interponían continuamente en su camino, como si un dios más poderoso aún que Viracocha se esforzara por continuar manteniendo las distancias entre los seres civilizados y las bestias.
Los montañeses, como los
araucanos
, o como los
aucas
de las selvas orientales, odiaban el trabajo, vivían de la caza y la rapiña, no respetaban a las mujeres y los ancianos, rendían culto a ídolos crueles y despreciables, y se negaban a aceptar cualquier tipo de autoridad legalmente constituida.